Capítulo III

Por primera vez en su vida se hundía Roderick en el corazón del Gran Desierto Blanco.

Sentado en la proa de la canoa, hecha de corteza de abedul, y teniendo a Wabi a su lado, el joven contemplaba embelesado la belleza salvaje de los bosques y de los pantanos próximos al río, sobre cuyas aguas avanzaban con el silencio con que se deslizan las sombras. Palpitábale el corazón, embargado de una emoción risueña, y sus ojos, siempre alerta, buscaban la caza mayor que, según le explicara Wabi, abundaba en las riberas del Esturión.

En sus rodillas tenía el fusil de repetición de Wabi. El aire era fresco, a causa de la helada que había caído la noche anterior. A veces cerrábase sobre ellos la masa compacta que formaban las ramas de las hayas, como un manto dorado y rojo. Otras, eran inmensos bosques de negros pinos los que, por su proximidad al río, obscurecían la luz del día. Pasaron cerca de grandes pantanos cubiertos de alerces. Notábase en aquella vasta y solitaria región una misteriosa quietud, interrumpida sólo, de cuando en cuando, por los rumores dispersos de la vida selvática. Oíase el batir de las alas de alguna perdiz que huía por entre los matorrales. En los recodos del río, veíanse bandadas de patos silvestres flotando en el agua. Una vez, muy avanzada la mañana, sobresaltóse Roderick por el ruido que venía de unos arbustos cercanos a la canoa. Vio que se rompían y se doblaban las ramas.

—¡Un anta! —exclamó Wabi a su espalda.

Estas palabras causaron cierto temblor en las manos de Roderick, en el cual, la actitud expectante, iba unida a la emoción. No había aún en él la sangre fría de los viejos cazadores, ni la indiferencia con que el hombre de la tierra del Norte oye a su alrededor los múltiples ruidos de los seres salvajes. Roderick no estaba iniciado aún en la caza mayor.

Llegó la tarde del mismo día. La canoa dobló un ángulo del río formado por una gran masa de troncos de árbol a la deriva. El sol poniente bañaba el bosque en una cálida luz amarilla, y sobre los troncos flotantes, en los que se quebraba la luz en rayos oblicuos, descansaba un animal. Roderick no pudo evitar un grito de emoción al advertir la fiera. Era ésta un oso, que, siguiendo la costumbre de su raza, se calentaba al sol, preparándose para las largas noches del invierno, ya próximo. El animal fue sorprendido muy de cerca y Roderick, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, alzó rápidamente el fusil y disparó. El oso, no menos rápido, había comenzado ya a trepar por la orilla. Se detuvo un instante vacilando, como si fuese a caer, y luego continuó la marcha.

—¡Lo has herido! —gritó Wabi—. ¡Pronto, dispara otra vez!

Roderick disparó, por segunda vez, pero el tiro no pareció producir efecto en el oso. Entonces, olvidando que se hallaba en una frágil canoa, el joven se puso en pie de un salto y disparó de nuevo sobre la fiera, que iba a desaparecer por entre los árboles. Wabi y el indio se precipitaron al otro extremo de la canoa para servir de contrapeso. El esfuerzo fue inútil. Roderick, perdiendo el equilibrio, tanto por el balanceo de la embarcación como por la repercusión del fusil, cayó de cabeza al río.

Antes de que desapareciese debajo del agua, Wabi asió el fusil que Roderick conservaba todavía en la mano.

—¡No hagas ningún movimiento! —le gritó—. ¡Agárrate bien al fusil! ¡No te cojas a la canoa, porque volcaría sin remedio!

El indio, siguiendo una orden de Wabi, llevó la canoa hacia la orilla. Wabi no pudo menos de echarse a reír al ver la cara de espanto que tenía su amigo, mientras le llevaban a remolque.

—El tiro fue soberbio para ser de un neófito. Ahora ya es tuyo el oso.

A pesar de su postura incómoda, Roderick dio un grito de alegría, y tan pronto como sus pies tocaron tierra firme, soltándose de los brazos de Wabi, se internó precipitadamente en los matorrales por debajo de los árboles, para buscar el oso. Lo encontró muy cerca, con un balazo en el costado y otro en la cabeza; y aunque se hallaba aterido y calado hasta los huesos, ante la primera pieza de caza mayor que había cobrado, no pudo menos de dirigir a sus compañeros, que estaban sacando la canoa del agua, una serie de gritos de triunfo que seguramente se oirían a media milla de distancia.

Wabi fue a su encuentro.

—Este sitio es excelente para acampar esta noche —le dijo—. Has tenido más suerte de lo que me imaginaba. Gracias a tus disparos certeros nos daremos un soberbio banquete, pues no faltará madera para encender un buen fuego; y esto te probará que la vida del Norte vale la pena de ser vivida.

Después llamó al indio:

—¡Muki, ven aquí para despellejar esta pieza! Yo, entretanto, prepararé el campamento.

—¿Podríamos conservar la piel del oso? —preguntó Roderick—. Es el primero que he cazado y comprenderás…

—Claro que la conservaremos —respondió Wabi—. Ahora ayúdame a preparar el fuego, y así te calentarás un poco.

Era tal su alegría, que Roderick se olvidó de que estaba mojado, a causa del chapuzón y de que la noche se les echaba encima.

No tardó en alzarse de la hoguera una gran llama, que daba calor y luz en un espacio de diez metros a la redonda. Wabi trajo de la canoa el paquete de las mantas y obligó a Roderick a desnudarse y a envolverse en una de ellas, mientras sus ropas caladas se secasen al lado del fuego. Después comenzó a construir, asombrando a Roderick, un refugio contra el frío de la noche, que amenazaba ser grande. Silbando alegremente, saco un hacha de la canoa y se dirigió hacia el bosque de cedros, de los que cortó varias brazadas de ramas tiernas. Roderick se sujetó bien las mantas en que iba envuelto y, a pesar de su aspecto grotesco, se fue a ayudar a su amigo.

Plantaron dos fuertes ramas verticalmente en el suelo, a tres metros de distancia una de la otra, y sobre ellas colocaron otra más fuerte para que sirviese de ángulo al techo. A derecha y a izquierda plantaron media docena de ramas a guisa de armadura, y amontonaron encima las ramitas de cedro. Al cabo de media hora la cabaña comenzó a tomar forma. Terminóse de construir al mismo tiempo que Muki acababa de despellejar y cortar en trozos al oso. En el suelo de la cabaña colocaron nuevas ramas para que les sirviesen de lecho. Y mientras ante él lucía el fuego y fuera la noche se hacía más obscura, Roderick pensaba que ninguna descripción, ninguna ilustración podría igualarse a aquella realidad.

Poco tardó Muki en poner largas tajadas de carne de oso en el asador, y el agradable olor que la carne despedía, mezclóse con el aroma del café y de los pasteles de harina que se cocían en un hornillo, y Roderick se dio cuenta de que sus más bellos sueños se realizaban.

Aquella noche, al calor del fuego, oyó Roderick las emocionantes historias que contaban Wabi y el indio, y estuvo despierto hasta muy tarde, escuchando en el silencio de la noche el aullido de algún lobo, los misteriosos rumores del río y los gritos agudos de los pájaros nocturnos.

En los tres días que siguieron a su primera aventura, continuó Roderick las experiencias emocionantes. Una mañana, muy fría, y antes de que sus compañeros se despertasen, se marchó del campamento con el fusil de Wabi y disparó dos veces sobre un ciervo, pero sin acertar. Después se dedicó a perseguir, también sin resultado, a un caribú[1], el cual se le escapó cruzando a nado el lago Esturión. Roderick disparó tres veces al animal si lograr hacer blanco.