Capítulo II

Si aquella noche las miradas de los dos jóvenes, que se hallaban echados delante del fuego de su campamento sobre el Obamkiki helado, hubiesen podido escudriñar el porvenir y hubiesen podido adivinar las trágicas emociones que aquél les reservaba, tal vez hubieran cambiado de idea y, desandando lo andado, habrían vuelto a las regiones civilizadas. Es posible también que la esperanza del feliz término que algún día coronaría la larga caminata, les hubiese, a pesar de todo, estimulado a seguir adelante. Porque el amor a las emociones fuertes está profundamente arraigado en el corazón de la juventud.

Pero como el porvenir era una incógnita para ellos, no podían elegir entre una cosa y otra. Sólo mucho más tarde, transcurridos que fuesen largos años, rememorarían, ante el fuego chisporroteante del hogar familiar, las aventuras vividas, y, al revivirlas con la imaginación, evocarían queridos e inefables momentos a los que no querrían entonces haber renunciado por todo el oro del mundo.

Como cosa de treinta años antes de la época en que se desarrollan estos sucesos, un joven llamado Juan Newsome, abandonó la ciudad de Londres dirigiéndose al Nuevo Mundo. El destino había sido cruel con él. Después de perder a su padre y su madre, se arruinó, hasta el punto de no conservar un solo céntimo de la modesta herencia familiar.

Newsome desembarcó en Montreal y, como era un muchacho bien educado, activo y emprendedor, se creó rápidamente una posición. El hombre que lo empleó le concedió pronto su confianza y lo envió como jefe, a la factoría Wabinosh, situada a muchas millas al Norte, en la región selvática del lago Nipigon, hacia la bahía del Hudson.

El jefe de una factoría es de hecho un rey en sus dominios. Durante el segundo año de su gobierno, Juan Newsome recibió la visita de un jefe de pieles rojas, llamado Wabigoon, al que acompañaba su hija, Minetaki, de la que un día una ciudad tomaría el nombre, en homenaje a su belleza y a su gran virtud. Minetaki se hallaba entonces en floreciente apogeo de juventud y belleza.

Al verla, Juan Newsome se enamoró locamente, y desde entonces hizo frecuentes viajes al pueblo indio en que mandaba Wabigoon, a treinta millas de distancia de Wabinosh, escondido en las profundidades del Gran Desierto Blanco.

Minetaki no permaneció insensible al amor del joven factor, pero el matrimonio entre los dos, a pesar de que decidieron rápidamente contraerlo, se hacía poco menos que imposible, dados los invencibles obstáculos que dificultaban su realización.

Un joven indio, llamado Woonga, se había enamorado también de Minetaki. Ésta detestaba al jefe indio, pero Woonga era poderoso, mucho más que Wabigoon, sobre el cual tenía gran ascendencia, pues a éste le convenía estar a bien con él para poder entrar en sus inmensos territorios de caza.

Establecióse así una rivalidad violenta entre los dos aspirantes a la mano de Minetaki, de la que surgió un doble atentado contra la vida de Newsome, y un ultimátum de Woonga para Wabigoon. Minetaki contestó en persona, negándose en absoluto a ceder, y el fuego del odio se hizo más vivo en el pecho de Woonga.

En una noche muy negra, a la cabeza de una banda de hombres de su tribu, cayó de improviso sobre el campamento de Wabigoon. Éste, y veinte de sus hombres, murieron en el asalto, pero se frustró el fin principal del ataque, porque no lograron raptar a Minetaki, Woonga y los suyos fueron rechazados antes de que aquél pudiese apoderarse de la joven.

Inmediatamente se mandó un mensajero a Wabinosh para enterar a Newsome del asalto y de la muerte de Wabigoon. El joven factor corrió, con doce hombres decididos, a socorrer a su novia. Un segundo ataque de Woonga terminó con absoluta desventaja para éste, pues fue rechazado hacia el desierto, perdiendo muchos de sus hombres.

Tres días más tarde, Newsome se casó con Minetaki.

Desde aquel momento comenzó una era sangrienta, cuyo recuerdo perduraría en los anales de la factoría. El odio nacido del amor, se hizo odio de raza, inextinguible y sin fin.

Woonga se colocó deliberadamente fuera de la ley con su tribu entera y comenzó a asesinar a cuantos individuos de la raza de Wabigoon se le ponían a tiro. Los que pudieron escapar con vida, abandonaron el territorio y se refugiaron en las cercanías de la factoría. Entonces fue a los cazadores que estaban al servicio del factor, a los que les tocó ser constantemente perseguidos por los súbditos de Woonga, y muchos de ellos fueron asesinados.

Odio por odio, venganza por venganza, fue devuelto a Woonga y a los hombres de su tribu, y pronto se consideró en Wabinosh como enemigos a todos los indios, cualesquiera que fuesen. Se les tenía por otros tantos Woonga y, en las conversaciones, solía llamárseles los «Woongas». Por último, declaróseles buena presa y caza libre para todo el que llevara fusil.

Mientras tanto, dos hijos habían bendecido la unión entre Newton y su bella pielroja. El mayor era un muchacho al que, en honor al viejo jefe, su abuelo, se bautizó con el nombre de Wabigoon. Por abreviar, se le llamó Wabi. La segunda era una niña, cuatro años más joven, y Newsome quiso que llevara el nombre de su madre, Minetaki.

La sangre india parecía correr casi pura por las venas de Wabi, porque el muchacho era indio de aspecto, desde la coronilla hasta los pies tenía el color cobrizo, y era de musculatura fina, y ágil como el lince del Norte, y sagaz como un zorro. Todo en él demostraba que había nacido para la vida del Desierto Blanco. No obstante, su inteligencia era grande y sobrepasaba a la de su padre el factor.

Minetaki, en cambio, a medida que crecía, iba perdiendo su belleza salvaje y se aproximaba más al continente y a la gracia de la mujer blanca. Si sus cabellos eran negros como el azabache, y negros sus grandes ojos, poseía, sin embargo, la delicada piel de la raza a la que pertenecía su padre.

Dedicarse a la educación de su esposa india fue para Newsome un gran placer. Y los esposos no tuvieron después otra idea que educar a sus hijos del mismo modo que se educa a los niños blancos. La pequeña Minetaki y su hermano comenzaron por visitar la escuela de la factoría de Wabinosh. Luego fueron enviados durante dos inviernos a la de Port Arthur, que era más moderna y estaba mejor organizada, y los dos niños dieron muestras allí de ser buenos estudiantes.

Wabi cumplió así dieciséis años, y Minetaki, doce. Nada en su lenguaje habitual revelaba su origen indio. Pero, siguiendo el deseo de sus padres, se habían familiarizado con el idioma ancestral del viejo Wabigoon.

En aquella época de su juventud, los Woongas se hicieron más audaces por sus crímenes y por su desprecio a la ley. Renunciaron del todo al trabajo honrado y no se dedicaron sino al pillaje y al robo. Hasta los niños de la tribu de los Woongas habían heredado el odio contra los habitantes de Wabinosh, cuyo origen sólo lo recordaba Woonga. El gobierno canadiense concluyó por poner precio a la cabeza del piel-roja y a la de sus principales cómplices. Se organizó una expedición en regla que hizo huir a los que se hallaban «fuera de la ley» hacia territorios más lejanos, pero no logró capturar al terrible Woonga.

Cuando Wabi cumplió los diecisiete años, decidieron sus padres enviarlo a los Estados Unidos para que pasara un año en algún colegio importante. Luchó el joven indio (por tal le tomaban casi todos, y él se enorgullecía de ello) enérgicamente contra este proyecto, exponiendo mil argumentos para combatirlo. Dijo que sentía por el Gran Desierto Blanco toda la pasión de la raza de su madre. Su naturaleza entera se rebelaba contra la idea de encerrarse en una gran ciudad para sufrir la molestia de sus ruidos, de su bullicio y de sus impurezas. No, él no se habituaría nunca a aquel ambiente.

Tuvo que intervenir su hermana Minetaki. Le rogó, le suplicó que partiera, que se marchara por un año a la ciudad. Así podría él contarle, de regreso, todo lo que había visto y ella podría aprender todo lo que él hubiese aprendido. Wabi quería a su hermanita más que a nadie en el mundo, y el ruego de ella influyó en él más que todos los consejos y amonestaciones de sus padres.

Marchóse, pues, a la ciudad de Detroit, la capital del Estado de Michigan, Estados Unidos, y durante tres meses se dedicó concienzudamente a los estudios. Sin embargo, cada día era mayor el dolor de su aislamiento, de sentirse separado de Minetaki, de no ver el Gran Desierto Blanco, ni sus bosques. Su nostalgia crecía día por día, y únicamente encontró un poco de consuelo escribiendo largas cartas a su querida hermana. Solía escribir tres veces por semana, y a pesar de que el correo no circulaba más que dos veces al mes, Minetaki le escribía también tres cartas a la semana. En ellas, que no eran menos largas que las de él, Minetaki le animaba y le daba valor para que siguiera estudiando.

Fue en el curso de su vida solitaria cuando el joven Wabigoon trabó conocimiento con Roderick Drew. Como Newsome, Roderick era también hijo de la desgracia, pues su padre murió siendo él tan niño que no lo recordaba, y su madre se había gastado poco a poco el pequeño capital de que disponía, luchando hasta el último momento contra la penuria para que su hijo continuara en el colegio. Finalmente se agotaron los recursos y Roderick abandonó sus estudios. La necesidad le obligó a buscarse trabajo para ganarse la vida.

El muchacho explicaba sus cuitas al joven indio, quien se había asido a él como el náufrago se aferra a la tabla salvadora y se había convertido en su mejor amigo. Y cuando Roderick dejó el colegio, Wabi solía ir a su casa a visitarle.

La señora Drew era una mujer muy distinguida, que recibió a Wabi amistosamente y no tardó en demostrarle un afecto casi maternal. Bajo el poder consolador de tal cariño, Wabi halló menos horrible aquella odiosa civilización y el destierro le pareció soportable. Este cambio reflejóse en las cartas a Minetaki, a la que hizo una descripción entusiasta de la casa amiga. La señora Drew recibió de la madre de Wabi una carta cariñosa en la que le daba las gracias, y desde entonces, entre las dos familias se estableció un intercambio regular de correspondencia.

Wabi, que ya no se encontraba tan solo, una vez terminadas las horas de estudio, iba a casa de su amigo, el que a su vez regresaba a aquella hora de la casa de comercio donde prestaba sus servicios. En las largas veladas del invierno, los dos muchachos solían sentarse al lado del fuego, y el joven indio comenzaba a narrar la existencia ideal que llevaban los habitantes del Gran Desierto Blanco. Roderick escuchaba siempre muy atento y, poco a poco, fue naciendo en él un irresistible deseo de conocer aquella vida. Formaron planes, imaginaron una multitud de aventuras. La señora Drew los escuchaba sonriendo y no se oponía nunca a aquellos proyectos maravillosos.

Pero llegó el día en que todo había de terminar. Wabi regresó al Gran Desierto Blanco, al lado de su madre y de su hermana Minetaki. Los ojos de los dos jóvenes se llenaron de lágrimas cuando llegó la hora de despedirse. La señora Drew lloró también, porque se había encariñado del simpático indio.

Para Roderick fueron dolorosos los días que siguieron a la marcha del amigo. Su amistad con Wabi databa ya de ocho meses y Roderick había llegado a quererlo como a un hermano, y como si se tratase de un hermano sintió su ausencia. Llegó la primavera, pasó el verano. Cada correo traía un montón de cartas del amigo ausente que vivía en Wabinosh.

Llegó el otoño y las heladas de septiembre comenzaron a teñir de oro y de rojo el follaje de la tierra del Norte, cuando una extensa carta de Wabi causó en casa de Roderick una gran emoción, mezcla de aprensión y alegría. Acompañaba a esta carta otra del factor y una tercera de la madre de Wabi. Esta última tenía una pequeña postdata de la joven Minetaki. Las cuatro misivas pedían con insistencia que Roderick y la señora Drew fuesen a pasar el invierno en Wabinosh. Wabi decía en la suya:

No temas que el abandono pasajero de tu empleo te ocasione una pérdida de dinero. Aquí ganaremos tú y yo, durante este invierno, más dólares que ganarías en Detroit en tres años. Nos dedicaremos a la caza de lobos… Abundan en esta región, y el Gobierno paga una prima de quince dólares por cabeza que se presente. En los últimos dos inviernos que he estado aquí, he matado cuarenta cada año y aun creo que hubiese podido matar más. Tengo un lobo domesticado que me sirve de espía. En cuanto a fusiles y al resto del equipo de caza, no te preocupes, pues tenemos todo lo necesario.

La señora Drew y su hijo deliberaron algunos días acerca de esta proposición, antes de enviar una respuesta a Wabinosh. Roderick era partidario de que se aceptase. Pintó con vivos colores la felicidad de la vida del Norte, lo mucho que ganarían en salud. De cien formas diferentes presentó sus argumentos y los defendió con tenacidad. La madre estaba menos entusiasmada. Se preguntaba si, en la situación precaria en que se hallaban, no sería una imprudencia abandonar una situación modesta pero segura, que les permitía llevar una vida soportable. No había que perder tampoco de vista que el sueldo de Roderick sería mayor aquel invierno, porque se lo aumentarían cuando menos en diez dólares por semana.

Finalmente, la señora Drew cedió. Consintió en que Roderick se marchase, pero ella, que tenía sus dudas sobre la conveniencia de irse tan lejos, permanecería en Detroit para guardar la casa. En este sentido escribieron una carta a Wabinosh, pidiendo al mismo tiempo instrucciones concretas sobre la ruta que Roderick debería seguir.

Tres semanas más tarde llegó la respuesta. Wabi esperaba a Roderick el diez de octubre en Sprucewood, sobre el río Esturión, por el que subirían en una canoa hasta llegar al lago del mismo nombre. Allí tomarían el barco del Lago Nipigon y así llegarían a Wabinosh antes de que los hielos del invierno cerrasen las comunicaciones fluviales.

Pocos días tardó Roderick en terminar los preparativos. Cuatro días más tarde de recibir la carta, se despidió de su madre para tomar el tren que lo había de llevar hasta Sprucewood. Tardó once días en llegar. Allí encontró a Wabi, que le esperaba acompañado de uno de los criados indios de la factoría. La tarde del mismo día reanudaron el viaje río arriba.