Una lucecita roja

De los oíos tan fuerte mientre lorando…
Poema del Cid.

Si queréis ir allá, a la casa del Henar, salid del pueblo por la calle de Pellejeros, tomad el camino de los molinos de Ibangrande, pasad junto a las casas de Marañuela y luego comenzad a ascender por la cuesta de Navalosa. En lo alto, asentada en una ancha meseta, está la casa. La rodean viejos olmos; dos cipreses elevan sobre la fronda sus cimas rígidas, puntiagudas. Hay largos y pomposos arriates en el jardín. Hay en la verdura de los rosales, rosas bermejas, rosas blancas, rosas amarillas. Desde lo alto se descubre un vasto panorama: ahí tenéis a la derecha, sobre aquella lomita redonda, la ermita de Nuestra Señora del Pozo Viejo; más lejos, cierra el horizonte una pincelada zarca de la sierra; a la izquierda, un azagador hace serpenteos entre los recuestos y baja hasta el río, a cuya margen, entre una olmeda, aparecen las techumbres rojizas de los molinos. Mirad al cielo: está limpio, radiante, azul; unas nubéculas blancas y redondas caminan ahora lentamente por su inmensa bóveda. Aquí en la casa, las puertas están cerradas; las ventanas están cerradas también. Tienen las ventanas los cristales rotos y polvorientos. Junto a un balcón hay una alcarraza colgada. En el jardín, por los viales de viejos árboles, avanzan las hierbas viciosas de los arriates. Crecen los jazmineros sobre los frutales; se empina una pasionaria hasta las primeras ramas de los cipreses y desde allí deja caer flotando unos floridos festones.

Cuando la noche llega, la casa se va sumiendo poco a poco en la penumbra. Ni una luz ni un ruido. Los muros desaparecen esfumados en la negrura. A esta hora, allá abajo, se escucha un sordo, formidable estruendo que dura un breve momento. Entonces, casi inmediatamente, se ve una lucecita roja que aparece en la negrura de la noche y desaparece en seguida. Ya sabréis lo que es: es un tren que todas las noches, a esta hora, en este momento, cruza el puente de hierro tendido sobre el río y luego se esconde tras una loma.

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La casa ha abierto sus puertas y sus ventanas. Vayamos desde el pueblo hasta las alturas del Henar. Salgamos por la calle de Pellejeros; luego tomemos el camino de los molinos de Ibangrande; después pasemos junto a las casas de Marañuela; por último ascendamos por la cuesta de Novalosa. El espectáculo que descubramos desde arriba nos compensará de las fatigas del camino. Desde arriba se ven los bancales y las hazas como mantos diminutos formados de distintos retazos —retazos verdes de los sembrados, retazos amarillos de los barbechos—. Se ven las chimeneas de los caseríos humear. El río luce como una cintita de plata. Las sendas de los montes suben y bajan, surgen y se esconden como si estuvieran vivas. Si marcha un carro por un camino diríase que no avanza, que está parado: lo miramos y lo miramos y siempre está en el mismo sitio.

La casa está animada. Viven en ella. La habitan un señor, pálido, delgado, con una barba gris, una señora y una niña. Tiene el pelo flotante y de oro la niña. Las hierbas que salían de los arriates sobre los caminejos han sido cortadas. Sobre las mesas de la casa se ven redondos y esponjados ramos de rosas: rosas blancas, rosas bermejas, rosas amarillas. Cuando sopla el aire, se ve en los balcones abiertos cómo unas blancas, nítidas cortinas salen hacia afuera formando como la vela abombada de un barco. Todo es sencillo y bello en la casa. Ahora en las paredes, desnudas antes, se ven unas anchas fotografías, que representan catedrales, ciudades, bosques, jardines. Sobre la mesa de este hombre delgado y pálido, destacan gruesas rimas de cuartillas y libros con cubiertas amarillas, rojas y azules. Este hombre todas las mañanas se encorva hacia la mesa y va llenando con su letra chiquita las cuartillas. Cuando pasa así dos o tres horas, entran la dama y la niña. La niña pone suavemente su mano sobre la cabeza de este hombre; él se yergue un poco y entonces ve una dulce, ligeramente melancólica sonrisa en la cara de la señora.

A la noche, todos salen al jardín. Mirad qué diafanidad tiene el cielo. En el cielo diáfano se perfilan las dos copas agudas de los cipreses. Entre las dos copas fulge —verde y rojo— un lucero. Los rosales envían su fragancia suave a la noche. Prestad atentos el oído: a esta hora se va a escuchar el ronco rumor del paso del tren —allá lejos, muy lejos— por el puente de hierro. Luego brillará la lucecita roja del furgón y desaparecerá en la noche obscura y silenciosa.

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(En el jardín. De noche. Se percibe el aroma suave de las rosas. Los dos cipreses destacan sus copas alargadas en el cielo diáfano. Brilla un lucero entre las dos alongadas manchas negras.

—Ya no tardará en aparecer la lucecita.

—Pronto escucharemos el ruido del tren al pasar por el puente.

—Todas las noches pasa a la misma hora. Alguna vez se retrasa dos o tres minutos.

—Me atrae la lucecita roja del tren.

—Es cosa siempre la misma y siempre nueva.

—Para mí tiene un atractivo que casi no sabré definir. Es esa lucecita como algo fatal, perdurable. Haga el tiempo que haga, invierno, verano, llueva o nieve, la lucecita aparece todas las noches a su hora, brilla un momento y luego se oculta. Lo mismo da que los que la contemplen desde alguna parte estén alegres o tristes. Lo mismo da que sean los seres más felices de la tierra o los más desgraciados: la lucecita roja aparece a su hora y después desaparece.

La voz de la niña: Ya está ahí la lucecita.).

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La estación del pueblo está a media hora del caserío. Rara vez desciende algún viajero del tren o sube en él. Allá arriba queda la casa del Henar. Ya está cerrada, muda.

Si quisiéramos ir hasta ella tendríamos que tomar el camino de los molinos de Ibangrande, pasar junto a las casas de Marañuela, ascender por la pendiente de Novalosa. Aquí abajo, a poca distancia de la estación, hay un puente de hierro que cruza un río; luego se mete por el costado de una loma. Esta noche a la estación han llegado dos viajeros: son una señora y una niña. La señora lleva un ancho manto de luto; la niña viste un traje también de luto. Casi no se ve, a través del tupido velo, la cara de esta dama. Pero si la pudiéramos examinar, veríamos que sus ojos están enrojecidos y que en torno de ellos hay un círculo de sombra. También tiene los ojos enrojecidos la niña. Las dos permanecen silenciosas esperando el tren. Algunas personas del pueblo las acompañan.

El tren silba y se detiene un momento. Suben a un coche las viajeras. Desde allá arriba, desde la casa ahora cerrada, muda, si esperáramos el paso del tren, veríamos cómo la lucecita roja aparece y luego, al igual que todas las noches, todos los meses, todos los años, brilla un momento y luego se oculta.