Cerrera, cerrera…

Espléndidamente florecía la Universidad de Salamanca en el siglo XVI. Diez o doce mil estudiantes cursaban en sus aulas durante la segunda mitad de esa centuria. Hervían las calles, en la noble ciudad, de mozos castellanos, vascos, andaluces, extremeños. A las parlas y dialectos de todas las regiones españolas mezclábanse los sonidos guturales del inglés o la áspera ortología de los tudescos. Resonaban por la mañana, a la tarde, los patios y corredores con las contestaciones acaloradas de los ergotizantes, las carcajadas, los gritos, el ir y venir continuo, trafagoso, sobre las anchas losas. Reposterías y alojerías rebosaban de gente; abundaban donilleros que cazaban incautos jóvenes para los solapados garitos; iban de un lado a otro, pasito y cautas, las viejas cobejeras, con su rosario largo y sus alfileres, randas y lana para hilar. Los mozos ricos tenían larga asistencia de criados, mayordomos y bucelarios, que revelaban el atuendo y riqueza de sus casas —tales como nos los ha pintado Vives en sus Diálogos latinos—. Vivían estrechamente los pobres: con tártagos mortales esperaban la llegada, siempre remisa, del cosario con los dineros; arbitrios y trazas peregrinas ideaban para socorrerse en los apuros; las cajas de los confiteros escamoteaban; las espadas empeñaban o malvendían; a pedazos llegaban a hacer los muebles y con ellos se calentaban; en mil mohatras y empeños usurarios se metían hartos ya de apelar a toda clase de recursos. Ricos y pobres se juntaban, como buenos camaradas, en los holgorios y rebullicios. No pasaba día sin que alguna tremenda travesura no se comentara en la ciudad; cosa corriente eran las matracas y cantaletas dadas a algún hidalgo pedantón y respetado; choques violentos había cada noche con las justicias, que trataban de impedir una música; en las pruebas por que se hacía pasar a los estudiantes novicios, agotábase el más cruel ingenio.

Cursaba en la Universidad, allá por la época de que hablamos, un mozo de una ciudad manchega. No gustaba del bullicio. Su casa la tenía en una callejuela desierta, a la salida de la ciudad, cerca del campo. Vivía con una familia de su propia tierra nativa. Aposentábase en lo alto de la casa; su cuarto daba a una galería con barandal de hierro. Desde ella se divisaba, en la lontananza, por encima de la muchedumbre de tejados, torrecillas y lucernas, la torre de la catedral que se destacaba en el cielo. De entre las paredes de un patio lejano sobresalían las cimas agudas, cimbreantes, de unos cipreses. Muchas veces nuestro estudiante pasábase horas enteras de pechos sobre la barandilla, contemplando la torre sobre el azul, o viendo pasar, lentas o rápidas, las blancas nubes. Y allí, más cerca, resaltando en lo pardo de las techumbres, aquellas afiladas copas de los cipreses que desde la prisión de un patio se elevaban hacia el firmamento ancho y libre, eran como una concreción de sus anhelos y sus aspiraciones.

Rara vez aportaba por las aulas de la Universidad nuestro escolar. Sobre su mesa reposaban cubiertos de polvo, siempre quietos, las Sumas y Digestos; iban y venían de una a otra mano, en cambio, los ligeros volúmenes de Petrarca, de Camoens y de Garcilaso. Largas horas pasaba el mancebo en la lectura de los poetas y en la contemplación del cielo. De cuando en cuando, un amigo y conterráneo suyo, venía a verle y juntos devaneaban por la ciudad y sus aledaños. Les placía en esas correrías a los dos amigos escudriñar todos los rincones y saber de todas las beldades de la ciudad; entusiastas de la poesía en los libros, uno y otro, amaban también, férvidamente, la poesía viva de la hermosura femenina o la del espectáculo del campo. Luego, cuando ya habían apacentado sus ojos de tal manera, volvía cada cual a sus meditaciones, y nuestro amigo, solo otra vez, se ponía de pechos largos ratos sobre la barandilla o iba gustando —lejos de las áridas aulas— la regalada música de Garcilaso o de Petrarca.

Un día nuestro amigo en una de sus peregrinaciones vio una linda muchacha. Nadie, entre sus camaradas, la conocía. Era una moza alta, esbelta, con la cara aguileña. Su tez era morena, y sus ojos negros tenían fulgores de inteligencia y de malicia. Como quien entra súbitamente en un mundo desconocido quedose el estudiante a la vista de tal muchacha. Fue su pasión violenta y reconcentrada: pasión de solitario y de poeta. Vivía la moza con una tía anciana y dos criadas. Súpose luego a luego que sus lances y quiebras habían sido varios en distintas ciudades castellanas. No reparó el estudiante en nada; no retrocedió ante la pasada y aventurera historia de la moza. A poco, casose con ella y se la llevó al pueblo. Al llegar díjole a su padre —ya muy viejo— que la muchacha era hija de una casa principal, de donde él la había sacado.

El suceso se comentó en toda Salamanca. Relatado se halla menudamente en La Tía Fingida. Cuando el casamiento del estudiante se supo, no faltaron quienes escribieran al padre del muchacho informándole de la bajeza de la nuera. «Mas ella —dice el autor de la novela— se había dado con sus astucias y discreción tan buena maña en contentar y servir al viejo suegro, que aunque mayores males le dijeran de ella, no quisiera haber dejado de alcanzarla por hija». Sí; eso es verdad; encantó a todos en los primeros tiempos la moza. Pero…

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(En el Quijote —capítulo L, de la primera parte— el cura, el barbero y el canónigo llevan hacia el pueblo, metido en una jaula, al buen hidalgo. Han llegado todos a un ameno y fresco valle; se disponen a comer; sobre el verde y suave césped han puesto las viandas. Ya están comiendo; ya departen amigablemente durante el grato yantar. De pronto, por un claro de un boscaje, surge una hermosa cabra, que corre y salta. Detrás viene persiguiéndola un pastor. El pastor le grita así, cuando la tiene presa, cogida por los cuernos:

—«¡Ah, cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis estos días vos de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué puede ser, sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición y la de todas aquellas a quien imitáis…!».

Los circunstantes, al ver al cabrero y escuchar sus razones, han suspendido durante un momento la comida. Les intrigan las extrañas palabras del pastor.

—«Por vida vuestra, hermano —le dice el canónigo—, que os soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra a su rebaño; que pues ella es hembra, como vos decís, ha de seguir su natural instinto, por más que vos os pongáis a estorbarlo…».

Ha de seguir su natural instinto. El pasaje referido del Quijote ha sido señalado por comentaristas que ven en tal episodio algo de simbolismo y de misterio. ¿Qué perdurable emblema hay en esta cabra, cerrera y triscadora, que va por el valle, o de peña en peña, llevada de su impulso, siguiendo su instinto?).

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El hidalgo —antiguo alumno de la Universidad salmaticense— está solo en su casa. Hace dos años que no vive en ella más que él. Todas las tardes, en invierno y en verano, el caballero se encamina hacia el río. Hay allí un molino a la orilla del agua; junto a la puerta se extiende un poyo de piedra; en él se sienta el caballero. Dentro, la cítola canta su eterna y monótona canción. No lejos de la aceña, allí a dos pasos, desemboca un viejo puente. Generaciones y generaciones han desfilado por este estrecho paso, sobre las aguas: sobre las aguas que ahora —como hace mil años— corren mansamente hasta desaparecer allá abajo entre un boscaje de álamos en un meandro suave. El hidalgo se sienta y permanece absorto largos ratos. Por el puente pasa la vida, pintoresca y varia: el carro de unos cómicos, la carreta cubierta de paramentos negros en que traen el cuerpo muerto de un señor, unos leñadores con sus borricos cargados de hornija, un hato de ganado merchaniego que viene al mercado, un ciego con su lazarillo, una romería que va al lejano santuario, un tropel de soldados. Y las aguas del río corren mansas, impasibles, en tanto que en el molino la tarabilla canta su rítmica, inacabable canción.

Un día, al regresar al anochecer el hidalgo a su casa, encontrose con una carta. Conoció la letra del sobre; durante un instante permaneció absorto, inmóvil. Aquella misma noche se ponía en camino. A la tarde siguiente llegaba a una ciudad lejana y se detenía, en una sórdida callejuela, ante una mísera casita. En la puerta estaba un criado que guardaba la mula de un médico.

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El caballero, en su ciudad natal, ha vuelto a encaminarse todas las tardes, a la misma hora, al molino que se halla junto al río. Ahora viste todo él de luto. Horas enteras permanece absorto sentado en el poyo de la puerta. Desfila por el puente la vida, varia y pintoresca —como hace cien años, como dentro de otros doscientos—. Las aguas corren mansas a perderse en una lejanía en que los finos y plateados álamos se perfilan sobre el cielo azul. La cítola del molino sigue entonando su canción. Todo en la gran corriente de las cosas es impasible y eterno; y todo, siendo distinto, volverá perdurablemente a renovarse.

Allá en la casa del caballero, entre los volúmenes que hay sobre la mesa, está el libro que el poeta Ovidio tituló Los tristes; una señal se ve en la elegía XII, de la primera parte, que comienza:

Ecce supervacus (quid enim suit utile nasci…?).

Ha llegado el día —dice el poeta— en que conmemoro mi nacimiento: día superfluo. Porque, ¿de qué me ha aprovechado a mí el haber nacido? Una mañana no se abrió más la casa del hidalgo ni nadie le volvió a ver. Diez años más tarde, un soldado que regresó de Italia al pueblo, dijo que le parecía haberle visto de lejos; no pudo añadir otra cosa.