En el mesón que en Toledo tenían el Sevillano y su mujer, había una linda moza llamada Costanza. No era hija de los mesoneros; teníanla, sin embargo, los mesoneros por hija. Un día se descubrió que los padres de la muchacha eran unos nobles señores. Saliose Costanza del mesón; casose con un rico mancebo; fuese a vivir a Burgos.
Ningún aposentamiento para viandantes había en Toledo más apacible que el mesón del Sevillano. Lo que siglos más tarde habían de ser unos mesones fastuosos llamados grandes hoteles, eso era entonces —relativamente— la posada del Sevillano y su mujer. La plata labrada que se guardaba en la casa «era mucha». Si en otros paradores los arrieros y almocrebes veíanse precisados a ir al río para dar de beber a las bestias, aquí podían abrevarlas en anchos barreños puestos en el patio. Numerosa y diligente era la servidumbre; mozos de cebada, mozos de agua, criadas, fregonas, iban y venían por el patio y los altos corredores. El tráfago del mesón era continuo y bullicioso. Venían aquí a aposentarse caballeros, clérigos, soldados, estudiantes. Veíase una sotana de seda junto a la ropilla pintoresca de un capitán; las plumas bermejas, verdes y gualdas de un airón rozaban las negras tocas de una dueña. Un grave oidor que había descendido de una litera entraba apoyándose en un bastón de muletilla; poco después surgía un militar que hacía sonar en el empedrado el hierro de sus espuelas. Rezaba silencioso en su breviario un clérigo, y de un cuarto, allá arriba, se escapaban las carcajadas de unos soldados que departían sobre lances de amor, o sonaban en el tablero los dados con que unos estudiantes jugaban. Ni hora del día ni de la noche había quieta; ni un momento estaba cerrada la puerta de la casa. Sonaban sobre los cantos del patio, lo mismo a la madrugada que al ocaso, las pisadas recias y acompasadas de los caballos; igual al mediodía que a prima noche, se escuchaban en toda la casa los gritos e improperios de un hidalgo que denostaba a un criado —estos criados socarrones de Tirso y de Lope— por su haronía y su beodez. La vida, varia y ancha, pasaba incesantemente por el mesón del Sevillano. Allí estaba lo que más ávidamente amamos: lo pintoresco y lo imprevisto.
Admirada por todos era la hacendosa Costancica. Desde muy lejos acudían a verla. No daba la moza aires a nadie; corrían a la par su honestidad y su hermosura. La admiración y el respeto que los huéspedes sentían por ella era motivo de la envidia de las demás criadas. Al frente de la servidumbre femenil se ponía, en esta común ojeriza, la Argüello, una moza recia y cuarentona. Era la Argüello «superintendente de las camas», y en retozos con los huéspedes, trapisondas y rebullicios se metía ella y metía a las demás criadas del mesón.
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Han pasado veinticinco años. La historia la cuenta Cervantes en La ilustre fregona. Quince años tenía Costanza cuando salió del mesón; cuarenta tiene ahora. Dos hijos le han nacido del matrimonio; uno tiene veinticuatro años; otro, veinte; uno de ellos está en Nápoles sirviendo en la casa del Virrey; el otro se halla en Madrid gestionando un cargo para América.
Costanza ha embarnecido algo con la edad. Es alta, de cara aguileña y morena. Los años han puesto en su rostro una ligera y suave sotabarba. Ninguna ama de casa la supera en diligencia y escrupulosidad. Con el alba se levanta, antes de que sus criadas estén en pie. No deja rincón que no escudriñe ni pieza de ropa que no repase. Cuando no está labrando unas camisas, devana unas madejas de lana en el argadillo; si no se halla bruñendo algún trebejo en la cocina, se ocupa seguramente en confeccionar alguna delicada golosina. En el arte coquinario es maestra: hace guisados y pringotes de sabrosos mojes; salpresa exquisitamente los tocinos y lomos; no tienen rival los pestiños, hormigos y morcones que ella amasa. Una actividad incesante y febril la lleva de un lado para otro; ni un momento está quieta. A las labranderas que vienen a coser la ropa blanca no las quita ojo; se entiende con los ropavejeros que se llevan las estrazas y trastos viejos de la casa; llama al lañador que lanza su grito en la calle y le recomienda la soldadura de un barreño o un tinajón; hace observaciones al arcador que en el patio de la casa sacude con su corvada vara la lana de unos colchones.
La vida de una pequeña ciudad tiene su ritmo acompasado y monótono. Todos los días, a las mismas horas, ocurre lo mismo. Si habéis pasado vuestra niñez y vuestra adolescencia en el tráfago y el bullicio, mal os acomodaréis de la existencia uniforme, gris, de una vieja casa en una vieja ciudad. Hagáis lo que hagáis, no podréis engañaros; sea cualquiera lo que arbitréis para ilusionaros a vosotros mismos, siempre se os vendrá al espíritu el recuerdo de aquellos pintorescos y bulliciosos días pasados. Por la mañana, en la ciudad vetusta, las campanas de la catedral dejan caer sus graves campanadas; a las campanadas de la catedral se mezclan las campanaditas cristalinas, argentinas, de los distintos y lejanos conventos. Un mostranquero echa su pregón en la calle desierta. Luego un ermitaño pide su limosna: «¡Den por Dios para la lámpara de la señora Santa Lucía, que les conserve la vista!». Más tarde un buhonero lanza desde la puerta su grito: «¿Compran trenzaderas, randas de Flandes, holanda, cambray, hilo portugués?». Un mes sucede a otro; los años van pasando; en invierno las montañas vecinas se tornan blancas; en verano el vivo resplandor del sol llena las plazas y callejas; las rosas de los rosales se abren fragantes en la primavera; caen lentas, amarillas, las hojas en el otoño… De tarde en tarde Costanza recuerda los años pasados, allá en su mocedad, en el mesón del Sevillano. Hace algunos años una carta venida de Toledo le hizo saber que el dueño del mesón había muerto; algún tiempo más tarde, murió también su mujer.
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De los dos hijos de Costanza, el que está en Madrid pretendiendo un cargo para pasar a América, ha logrado su deseo. El marido de Costanza ha marchado a la Corte; un mes después, se pone también Costanza en camino para despedir a su hijo. Antes de llegar a Madrid ha querido Costanza pasar por Toledo para visitar el mesón. El mesón del Sevillano ha perdido ya su antiguo nombre; otras posadas de Toledo le disputan su antigua clientela. Todo está igual que antes: en el centro, el patio, empedrado de menudos y blancos guijarros; una techumbre sostenida por viejas columnas sin plinto lo rodea; luego, arriba, se abre la galería repechada por una barandilla de madera. Costanza ha penetrado en el patio; su primera impresión ha sido profundamente extraña: todo es más reducido y más mezquino de lo que ella veía con los ojos del espíritu. Nadie la conoce en la casa ni nadie la recuerda. Ninguna criada ni mozo alguno de los que en su tiempo servían, permanecen en el mesón.
—¿Qué se hizo de la Argüello?, pregunta Costanza.
Es ésta la única persona, entre la antigua servidumbre, de quien los nuevos dueños pueden dar razón. Cuando Costanza vivía en la posada, tenía la Argüello cuarenta y cinco años; ahora tiene setenta. Todos los días viene a pedir limosna; se halla ciega y sorda. Solórzano, el cosario de Illescas, murió; también murió el licenciado Román Quiñones, cura de Escalona, tan afable y decidor, que todos los meses venía a Toledo y paraba en el mesón.
Platicando estaba Costanza con el mesonero y su mujer, cuando ha penetrado lentamente por el zaguán, una vieja encorvada, apoyada en un palo, vestida con unas tocas negras. Camina esta viejecita a tientas, dando con el cayado en el suelo, extendiendo de cuando en cuando la mano izquierda.
—Venid acá, madre —le ha dicho la mesonera cogiéndola de la mano—. ¿Acordaisos de Costancica, la que servía en el mesón hace veinticinco años?
La viejecita no entendía nada. Ha repetido a gritos su pregunta la mesonera.
—¿Eh, eh? ¿Costancica dice vuestra merced?
—Cierto, cierto, Costancica. Agora ha llegado…
La vieja no comprendía nada; al cabo de un rato de vanos esfuerzos, se ha marchado tan lentamente como ha venido, apoyada en su palo.
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Dos meses después, Costanza está otra vez en Burgos. Todas las horas de todos los días son lo mismo; todos los días, a las mismas horas, pasan las mismas cosas. Las campanas dejan caer sus campanadas; el mostranquero echa su pregón; un buhonero se acerca a la puerta y ofrece su mercadería. Si hemos pasado en nuestra mocedad unos días venturosos —en que lo imprevisto y lo pintoresco nos encantaban— será inútil que queramos tornarlos a vivir. Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo; es decir, la fragancia del vaso.