El mar

Un poeta que vivía junto al Mediterráneo, ha plañido a Castilla porque no puede ver el mar. Hace siete siglos, otro poeta —el autor del Poema del Cid— llevaba a la mujer y a las hijas de Rodrigo Díaz desde el corazón de Castilla a Valencia; allí, desde una torre, los hacía contemplar —seguramente por primera vez— el mar.

Miran Valençia como iaze la cibdad,

E del otra parte a oio han el mar.

No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla. Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas; de estos barrancales pedregosos; de estos terrazgos rojizos, en que los aluviones torrenciales han abierto hondas mellas; de estas quiebras aceradas y abruptas de las montañas; de estos mansos alcores y terreros, desde donde se divisa un caminito que va en zigzag hasta un riachuelo. Las auras marinas no llegan hasta estos poblados pardos, de casuchas deleznables, que tienen un bosquecillo de chopos junto al ejido. Desde la ventanita de este sobrado, en lo alto de la casa, no se ve la extensión azul y vagorosa: se columbra allá en una colina una ermita con los cipreses rígidos, negros, a los lados, que destacan sobre el cielo límpido. A esta olmeda, que se abre a la salida de la vieja ciudad, no llega el rumor rítmico y ronco del oleaje: llega en el silencio de la mañana, en la paz azul del mediodía, el cacareo metálico, largo, de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería. Estos labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar: ven la llanada de las mieses; miran, sin verla, la largura monótona de los surcos en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas, sarmentosas, no encienden, cuando llega el crepúsculo, una luz ante la imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas: van por las callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días borrascosos y piden, juntando sus manos, no que se aplaquen las olas, sino que las nubes no despidan granizos asoladores.

No puede ver el mar la vieja Castilla: Castilla, con sus vetustas ciudades, sus catedrales, sus conventos, sus callejuelas llenas de mercaderes, sus jardines encerrados en los palacios, sus torres con chapiteles de pizarra, sus caminos amarillentos y sinuosos, sus fonditas destartaladas, sus hidalgos que no hacen nada, sus muchachas que van a pasear a las estaciones, sus clérigos con los balandranes verdosos, sus abogados —muchos abogados, infinitos abogados— que todo lo sutilizan, enredan y confunden. Puesto que desde esta ventanita del sobrado no se puede ver el mar, dejad que aquí, en la vieja ciudad castellana, evoquemos el mar. Todo está en silencio: allá en una era del pueblo se levanta una tenue polvareda; luego, más lejos, aparece la sierra baja, hosca, sin árboles, sin viviendas. ¿Cómo es el mar? ¿Qué dice el mar? ¿Qué se hace en el mar? Recordemos, como primera visión, las playas largas, doradas y solitarias; una faja de verdura se extiende, dentro, en la tierra, paralela al mar; el mar se aleja inmenso, azul, verdoso, pardo, hacia la inmensidad; una banda de nubéculas redondeadas parece posarse sobre el agua en la línea remotísima del horizonte. Nada turba el panorama. La suave arena se aleja a un lado y a otro hasta tocar en dos brazos de tierra que se internan en el agua; las olas vienen blandamente a deshacerse en la arena; pasa en lo alto, sobre el cielo azul, una gaviota.

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Cambiamos de evocación. No estamos ya de día junto al mar. Ahora es de noche; el poblado está remoto; apenas si se percibe una lucecita en la lejanía. El mar se halla frente a nosotros; no le vemos apenas; sabemos que aquí, a nuestros pies, en lo hondo de este acantilado, comienza la extensión infinita. Pero percibimos el rumor ronco, incesante, de las olas que se estrellan contra las peñas. En la negrura del firmamento brillan luceros. Pasarán siglos, pasarán centenares de siglos: estas estrellas enviarán sus parpadeos de luz a la tierra; estas aguas mugidoras chocarán espumajeantes en las rocas: la noche pondrá su obscuridad en el mar, en el cielo, en la tierra. Y otro hombre, en la sucesión perenne del tiempo, escuchará absorto, como nosotros ahora, el rumor de las olas y contemplará las luminarias eternas de los cielos. En la noche, junto al mar, es también visión profunda, henchida de emoción, la de los faros: faros que se levantan en la costa sobre una colina; faros construidos sobre un acantilado; faros que surgen, mar adentro, por encima de las aguas, asentados en un arrecife batido por las olas. En la noche, los faros nos muestran su ojo luminoso, ya permanente, ya con intermitencias de luz y obscuración. ¿Qué ojos verán desde la inmensidad negra esos parpadeos? ¿Qué sensaciones despertarán en quienes caminan de la tierra nativa hacia lejanos países?

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De la noche, tornemos otra vez al mediodía radiante. Ya no paseamos sobre la arena de una suave playa. Nos hallamos en lo alto de una montaña; sus laderas son suaves y gayas de verdura. Lejos está el tráfago y la febrilidad de la urbe; hemos escapado a nuestras inquietudes diarias. Gozamos de este mundo de paz y de mar ancho. Inmenso se despliega ante nuestra mirada: no es el claro Mediterráneo, es el turbulento y misterioso Atlántico. Las laderas del monte acaban en unos peñascales; una aguda restinga se destaca de la costa y entra en el mar; las olas corren sobre su lomo, van, vienen, hierven, se deshacen en nítidos espumarajos. Ese movimiento tumultuoso se presenta a nuestros ojos contrastando con la quietud, la inmovilidad del mar allá en la lejanía. Su color es vario a trechos: azulado, terroso, verde, pardo, glauco; una banda de color de acero divide un vasto manchón azul. Allá en los confines del horizonte aparece un puntito que va dejando detrás de sí, en el cielo, un rastro negro. Al cabo de un minuto ha desaparecido; las olas, al pie de la montaña, se encrespan, chocan con las rocas, se deshacen en blanca espuma.

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Y traídas por estas evocaciones surgen otras. Vemos los puertos populosos cuajados de barcos de todos los tamaños y de todas las naciones, con el boscaje de sus velámenes, con las proas tajantes, con las recias chimeneas; en el ambiente se respira un grato olor a brea; van y vienen por los muelles hileras de carros; rechinan las grúas y las gruesas cadenas de hierro. Un vapor se mueve lentamente hacia el mar libre; resuenan tres espaciados toques de sirena; un rato después el barco se pierde a lo lejos, entre el cielo y el mar. Vemos las calas plácidas y los surgideros tranquilos de los pequeños pueblos; los freos o canales angostos, que penetran entre dos montañas tierra adentro; los médanos o bancos de arena, que se dilatan en suaves veriles hasta perderse bajo el agua límpida, transparente; las mañanas turbias en que todo es gris; el cielo, las aguas, la tierra, y en que nuestro espíritu se hinche de grises añoranzas; los días de furibundas tormentas —tan soberbiamente pintadas por Ercilla— en que el vendaval dobla los árboles de las colinas, salta el agua sobre los acantilados, se abren profundos senos, súbitamente, en el mar, se levantan las aguas a increíbles alturas, baten las olas, bajo un cielo negro, los arrecifes de la costa.

… las hinchadas olas rebramaban

en las vecinas rocas quebrantadas.

Pero nuestras evocaciones han terminado; desde las lejanas costas volvemos a la vieja ciudad castellana. Por la ventanita de este sobrado columbramos la llanura árida, polvorienta; el aire es seco, caliginoso. Suenan las campanadas lentas de un convento. Castilla no puede ver el mar.