Durante la dominación romana —ochenta años antes de la era de Cristo— se levantaba en la pequeña ciudad un vasto y sólido edificio de tres naves: era un gimnasio público y una casa de baños. En las aguas, frías o templadas, de las piscinas sumergirían sus cuerpos recios mozos y bellas jóvenes; acaso, en aquellas estancias, algún romano, ya pasada la juventud, cansado, fatigado, expatriado de Roma, amigo de la poesía y de las estatuas, recitaría un fragmento de Virgilio:
Hos ego digrediens lacrimis adfabar abortis:
Vivite felices, quibus est Fortuna peracta
Jam sua: nos alia ex aliis infata vocamur.
El maestro Fray Luis de León, en su traducción de La Eneida, ha puesto así en castellano este pasaje: Yo, desviándome, les hablaba sin poder detener las lágrimas, que se me venían a los ojos: Vivid dichosos, que ya vuestra fortuna se acabó; mas a nosotros, unos hados malos nos traspasan a otros peores…
El edificio de los baños era recio, sólido: un rey godo lo hizo su palacio dos siglos después; otro rey, en 915, dedicó a iglesia este palacio suyo y de sus antecesores. En la nave central puso el altar de Nuestra Señora; en las laterales, el de los Apóstoles y el de San Juan Bautista. El año 996 Almanzor entró en la ciudad; hizo estragos su bárbara gente. Destruyeron el caserío, arrasaron las murallas, demolieron el templo. A Córdoba regresó el caudillo cargado con las lámparas de la iglesia. Reedificó la iglesia en el año 1002 el Obispo Fruminio; a la piadosa obra consagró sus riquezas; en torno del viejo edificio —ahora restaurado— edificó viviendas para los canónigos —que entonces hacían vida regular—. Hasta fines del siglo XII duró la nueva edificación. Florecía ya en Europa en este tiempo el airoso arte gótico; otro obispo, Ordoño, quiso levantar un templo de traza gótica en el propio emplazamiento del antiguo. Reinaban entonces D. Alfonso IX y Dª. Berenguela. Trazó el proyecto de la catedral el maestro Diego de Prado; cien años duraron las obras.
La catedral era fina y elegante. Se perfilaban sus torres en el cielo limpio y azul; en los días de lluvia los canes, dragones, lobos y hombrecillos corcovados de las gárgolas, arrojaban por sus fauces un raudal de agua que bajaba formando un arco hasta chocar ruidosamente en el suelo. A mediados del siglo XIV ya hubo que reformar las fachadas de Mediodía y Poniente; al levantar un sillar se encontró debajo un rodillo de madera, olvidado allí cien años antes. La fachada del Norte era la más segura; no la azotaban los ventarrones huracanados; se extendía más por este lado la población; arrancaba de aquí una callejuela poblada de correcheros, guarnicioneros, boteros, chicarreros. En 1564 se construyó en la fachada principal —la del Mediodía— el ático en el cual se representa la Anunciación de Nuestra Señora. Cuarenta años más tarde, se echó de ver que la bóveda crucera se hallaba grandemente resentida; los cuatro gruesos pilares centrales se habían ido separando y torciendo, Achacábase por las gentes su curvatura a intrépido artificio de ajarifes: viose después que se debía a flaqueza de tos cimientos.
La catedral no tenía cúpula; la tenían otras catedrales. Quisieron el Cabildo y la ciudad que no faltase este primor a su iglesia; comenzose en 1608 a construir una cúpula. Las obras se suspendieron en 1612. Acabadas las Vísperas, una tarde de 1752 —el 25 de Julio, día de Santiago— se derrumbó de pronto la capilla del Niño Perdido; hacía tiempo que la pared exterior tenía un desplome hacia afuera de seis pulgadas. Ocurrió en 1775 el formidable terremoto de Lisboa; el estremecimiento de la tierra se extendió a larguísima distancia. Se quebró el rosetón de luces de la fachada; abriéronse en la fábrica de la catedral numerosas hendiduras; datan de entonces multitud de pequeñas reparaciones. En 1780, el obispo don Juan García Echano rehizo la antigua puerta de los Monos; desaparecieron unas esculturas de esos animales —en actitudes algo procaces—; echose abajo todo lo antiguo; se colocó en su lugar una puerta de la más limpia traza greco-romana, en pugna con la catedral entera. Fue el Obispo Echano varón piadosísimo, de una inagotable y angélica caridad; no reparaba, encendido por divinas llamas, en las materialidades del arte. En 1830, un rayo destrozó una vidriera; quitáronse entonces otras y se tapiaron varios ventanales.
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La catedral es fina, frágil y sensitiva. Tiene en su fachada principal dos torres; mejor diremos, una; la otra está sin terminar; un tejadillo cubre el ancho cubo de piedra. Tres son sus puertas: la de Chicarreros, la del Perdón y la del Obispo Echano. Sus capillas llevan denominaciones varias: la del Niño Perdido, la de los Esquiveles, la de Monterón, la de la Quinta Angustia, la del Consuelo, la de la Sagrada Mortaja. En la capilla del Consuelo está enterrado Mateo Fajardo, eminente jurisconsulto, autor de las Flores de las leyes. La capilla de Monterón es del Renacimiento; la mandó labrar D. Gil González Monterón; costó la obra 32000 maravedís. En la pared hay una inscripción que dice: «Esta obra la mandó hacer don Gil González Monterón, Adelantado de Castilla, señor de Nebreda; acabola su hijo D. Luis Ossorio, Marqués de los Cerros, año 1530, a 15 de Marzo». En el suelo, en medio del recinto, se lee sobre una losa de mármol, que cierra un sepulcro, debajo de una calavera y dos tibias cruzadas: Aquí viene a parar la vida. En la capilla de los Esquiveles están enterrados D. Cristóbal de Esquivel y varios descendientes suyos. Se halló D. Cristóbal de Esquivel en la conquista de Arauco, allá por 1553; su mujer fue de las que, entre todos los moradores atemorizados, abandonaron la ciudad de la Concepción, amenazada por las tropas salvajes. Ercilla cuenta —en versos admirables— cómo las mujeres huían por los cerros y vericuetos, aterrorizadas, «sin chapines, por el lodo, arrastrando a gran priesa las faldas». Vueltos a España D. Cristóbal y su mujer, hicieron la fundación de esta capilla.
La sacristía es alargada, angosta. El techo, de bóveda, está artesonado con centenares, millares de mascarones de piedra; no hay dos caras iguales entre tanta muchedumbre de rostros; tiene cada uno su pergeño particular; son unos jóvenes y otros viejos; unos de mujer y otros de hombre; unos angustiados y otros ledos. Se guardan en la sacristía casullas antiguas, capas pluviales, sacras, bandejas, custodias. Una de las casullas es del siglo XIII y está bordada de hilillos de oro —en elegante y caprichosa tracería— sobre fondo encarnado. Causole tal admiración a Castelar, en una visita que éste hizo a la catedral, y tales grandilocuentes encomios hizo de esta pieza el gran orador, que desde entonces se llama a esta casulla la de Castelar. Se guarda también en la sacristía el pectoral de latón y tosco vidrio del virtuoso Obispo Echano.
El archivo está allá arriba; hay que ascender por una angosta escalera para llegar a él; después se recorren varios pasillos angostos y obscuros; se entra, al fin, en una estancia ancha, con una gran cajonería de caoba. Allí, en aquellos estantes, duermen infolios y cuadernos de música. Las ventanas se abren junto al techo. Una gruesa mesa destaca en el centro. La estera es de esparto crudo. Se goza allí de un profundo silencio; nada turba el reposo de la ancha cámara.
En la catedral hay falsas, sobrados y desvanes llenos de trastos viejos, pedazos de tablas pintadas, bambalinas, bastidores de un túmulo que se levantó en los funerales de un obispo. Crece un alto ciprés y varios laureles y rosales en el huertecillo del claustro. En el claustro se halla la capilla de la Blanca; se dice que en una tabla del altar —ahora abandonado, roto, polvoriento— estaban retratados, a los lados de la Virgen, los Reyes Católicos. Los hierbajos han invadido el jardín del claustro; los gorriones pían estridentes durante el día; cuando llega la noche y comienzan a brillar las primeras estrellas, salen de los mechinales los murciélagos y van revolando con sus vuelos callados y tortuosos.
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La catedral es fina, frágil y sensitiva. La dañan los vendavales, las sequedades ardorosas, las lluvias, las nieves. Las piedras areniscas van deshaciéndose poco a poco; los recios pilares se van desviando; las goteras aran en los muros huellas hondas y comen la argamasa que une los sillares. La catedral es una y varia a través de los siglos; aparece distinta en las diversas horas del día; se nos muestra con distintos aspectos en las varias estaciones. En los días de espesas nevadas, los nítidos copos cubren los pináculos, arbotantes, gárgolas, cresterías, florones; se levanta la catedral entonces, blanca sobre la ciudad blanca. En los días de lluvia, cuando las canales de las casas hacen un ruido continuado en las callejas, vemos vagamente la catedral a través de una cortina de agua. En las noches de luna, desde las lejanas lomas que rodean la ciudad, divisamos la torre de la catedral destacándose en el cielo diáfano y claro. Muchos días del verano, en las horas abrasadoras del mediodía, hemos venido con un libro a los claustros silenciosos que rodean el patio: el patio con su ciprés y sus rosales.
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¿No habéis visto esas fotografías de ciudades españolas que en 1870 tomó Laurent? Ya esas fotografías están casi desteñidas, amarillentas; pero esa vetustez les presta un encanto indefinible. Una de esas vistas panorámicas es la de nuestra ciudad; se ve una extensión de tejadillos, esquinas, calles, torrecillas, solanas, cúpulas; sobre la multitud de edificaciones heteróclitas, descuella airosa la catedral. De entre algunos muros, en ese paisaje urbano, sobresalen copas de árboles plantados en algunos patios. Fijándonos bien veremos en esa fotografía la fachada de una alta casa. La parte posterior de esa edificación tiene una galería ancha, con una barandilla de madera. Una recia puerta, con ventanas chiquitas de cristales, da a la galería. Desde ella se columbran una porción de tejados, de ventanas lejanas, y en el fondo, la torre de la catedral. En las salas vastas de la casa, en los pasillos baldosados con ladrillos rojos, resuena una tosecita seca, cansada, de cuando en cuando, y todas las mañanas, al abrir la ventana de la galería, unos ojos contemplan la torre de la catedral. Allí donde está la catedral, donde se hallan sepultados guerreros y teólogos, dos mil años antes un romano acaso recitara unos versos de Virgilio:
Hos ego digrediens lacrimis adfabar abortis…
Yo, desviándome, les hablaba sin poder detener las lágrimas que se me venían a los ojos: Vivid dichosos, que ya vuestra fortuna se acabó; mas a nosotros unos hados malos nos traspasan a otros peores.