Los toros

El poeta Arriaza ha pintado las capeas en los pueblos. Nació Juan Bautista Arriaza en 1770; murió en 1837. Fue un entusiasta absolutista; amaba fervorosamente a Fernando VII. Compuso multitud de himnos, cantatas, epitalamios, brindis, inscripciones para arcos triunfales, cartelas para ramilletes que eran presentados a los reyes. Sus poesías fueron lindamente impresas en Londres; han pasado tan fugazmente los versos como las circunstancias que los inspiraron. Sobre ese montón de versos frágiles, carcomidos, ajados —al igual que la percalina y los farolillos de papel— destaca el lienzo en que el poeta pintaba la corrida en el pueblo.

¿Qué pueblo es? Vaciamadrid, Jadraque, Getafe, Pinto, Córcoles. La llanura se extiende alrededor, seca, ardorosa, calcinada, polvorienta. En los meses de Marzo y Agosto, súbitas tolvaneras se levantan en la llanada y corren vertiginosas a lo largo de los caminos. No hay ni árboles ni fontanas. La siega ha sido hecha; todo el campo está de un color amarillento, ocre. Llega la fiesta del patrón. En la plaza Mayor han cercado las bocacalles con recias talanqueras y carromatos; llamean los cubrecamas rojos, encendidos, en los balcones. Se va a celebrar la corrida. Todos los mozos del pueblo se hallan congregados aquí: tienen los carrillos tostados y bermejos. En las ventanas asoman las beldades aldeanas: algunas redondas de faz, con las dos crenchas de pelo lucientes, achatadas; otras de cara fina, aguileña, y ojos verdes, de un transparente, maravilloso verde; mozas que en medio de esta rudeza, de esta tosquedad ambiente, tienen —acaso rezago secular—; una delicadeza y señorío de ademanes, una melancolía e idealidad en la mirada que nos hacen soñar un momento profundamente.

La corrida va a comenzar; el poeta da principio a su descripción. Hay un «grande alboroto»; se oyen voces de «Vaya y venga el boletín». Todos muestran ansias por sentarse precipitadamente en los tablones. Aparecen algunos soldados montados en rocines. Suena de pronto un clarín. Simón el pregonero se pone en medio de la plaza y principia a vocear: «¡Manda el Rey!»… De pronto surge un torazo tremendo, iracundo, con los cuernos en alto. Se produce en la multitud de mozancones un movimiento de pánico; se retiran todos corriendo hacia las talanqueras; escalan los carromatos. Se levanta un ensordecedor clamoreo. El buey está en medio de la plaza, parado, inmóvil. Nadie se atreve a dejar las vallas; transcurren unos instantes. Vese luego adelantarse «un jaque presumido de ligero»; «zafio, torpe, soez, más traza tiene que de torero de mozo de cordel». Poco a poco, pausadamente, con precauciones, se va acercando al toro. Súbitamente, antes de que el toreador se le aproximase, el toro parte furioso contra él. Corre despavorido el truhán; en la multitud estallan aplausos irónicos, voces, carcajadas, silbidos. «¡Corre que te pilla!» le grita uno. «¡Detente, bárbaro!» vocifera otro. El mozo perseguido por el toro no vuelve a salir a la plaza. Otra vez se encuentra solo el toro. Se llega luego hacia los carros y las vallas. «Desde allí, la tímida canalla, que se llena de valor estando a salvo», se ensaña bestialmente con el toro: le descargan tremendos garrotazos sobre la cabeza; le pinchan con moharras y navajas; le detienen cogiéndole por la cola. Los anchos y tristes ojos del animal miran despavoridos a todas partes.

Cuando logra desasirse de la muchedumbre, torna al centro de la plaza. Entonces sale a su encuentro «un malcarado pillo». Tiene «la vista atravesada»; «se pone en jarras»; «escupe por el colmillo», y exclama: «Échenme acá ese animal». Corre el buey hacia él; muéstrale el bergante la capa; rápidamente el toro corre por un lado con el trapo rojo entre los cuernos, y el galopín, haciendo corcovos y piruetas, por otro… Resuena otra vez el clarín: el toro va a ser muerto o va a ser encerrado de nuevo. En este último caso, salen «el manso y el pastor de la vacada», y se llevan al mísero animal al toril… «quedando otros más bueyes en la plaza».

Así termina el poeta. Lo que Arriaza no nos ha pintado son esas cogidas enormes, en que un mozo queda destrozado, agujereado, hecho un ovillo, exangüe, con las manos en el vientre, encogido; esas cogidas al anochecer, acaso con un cielo lívido, ceniciento, tormentoso, que pone sobre la llanura castellana, sobre el caserío mísero de tobas y pedruscos, una luz siniestra, desgarradoramente trágica. Lo que no nos ha dicho son las reyertas, los encuentros sangrientos entre los mozos; las largas, clamorosas borracheras, de vinazo espeso, morado; el sedimento inextinguible que en este poblado de Castilla dejarán estas horas de brutalidad humana…

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D. Eugenio de Tapia ha hecho que su musa arriscada y mordicante describa las corridas de toros. Nació Tapia en 1785; murió en 1866. Escribió una historia de la civilización española; compuso numerosas poesías satíricas. Figuran entre ellas las tituladas La posada y El duende, la bruja y la Inquisición. En el breve volumen en que se publicó esta última, va incluida la dedicada a los toros. Tenía Tapia un espíritu moderno, progresivo y liberal.

La corrida va a comenzar. No nos habléis de Londres, de Roma y de París; en ninguna de estas ciudades lidian toros. «¡Dichoso el que en Madrid puede gozar de función tan gloriosa!». No hay cosa más grata que uno de estos días de toros; «se come, se monta en un calesín y se va uno volando a la plaza». El redondel está lleno de gente. Empieza el despejo. «La plebe famélica y ruin», corre hacia las barreras. Sale la cuadrilla, «vistosa, dispuesta a morir». Aparece el alguacil para recoger la llave; se la echan y se marcha, entre los silbidos, el vocerío y las carcajadas del público. Suena el clarín: un toro sale impetuoso. Le espera Sevilla, el valiente —un picador— y le da un lanzazo en la cerviz. «¡Qué aplausos!». No se ha visto nunca frenesí mayor. Al lado de este hecho, «¿qué valen las antiguas glorias del Cid?». Otro picador se adelanta hacia el toro; acomete el bruto; marca la lanzada; caen caballo y picador por tierra.

«El útil caballo, infeliz, inerme, expira en trágico fin», Montes se acerca al toro y se lo lleva tras su capa carmesí. El picador, «matón baladí», se mueve entonces «como una tortuga» y monta en otro caballo.

Salen los banderilleros y clavan sus palitroques en el pobre toro. Toca a muerte el ronco clarín. «Al triunfo glorioso va el jaque» con su estoque y su muleta. «¡Oh buen matachín!». «¡Pedid que el cielo le ampare!». Pero la suerte le es adversa; la primera estocada ha sido pésima. Se levanta en el público una tempestad de chiflidos. Todos le gritan «¡servil!» al torero; la voz de la plebe es «ladrar de mastín»; ayer le aplaudían todos; hoy le denostan y maltratan. No siempre el toro es un animal bravo; algunas veces se muestra reacio a los engaños de capas y muletas. En este caso se le condena a fuego; los cohetes estallan; el toro va «bramando, brincando, de acá para allá. Salta la valla»; la turba de chulos y guapos que está gozando de cerca la lid nacional, «se aturde, se atropella, huye despavorida. El toro jadeante, extenuado, chorreando sangre, vuelve al redondel. Tornan a pincharle de nuevo». ¡Encono bestial!, «exclama el poeta. Otras veces son los perros los que se encargan de excitar al mísero animal. Al fin el toro expira. Aparecen las mulillas y se lo llevan». «La plebe» descansa y bebe a largos tragos.

«Dejadme —añade el poeta—; dejadme escapar. Ya basta». «No quiero más toros; me dan angustia». «¿Cómo podré yo gozar viendo al caballo, leal y sumiso, pisarse sus propias entrañas?». «Españoles, compatriotas —termina el poeta—, adiós; me marcho a Tetuán; quiero ver mejor monas que no matar toros».

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A principios del siglo XIX hizo dos viajes a España Roberto Semple; era Roberto Semple un viajero inglés curioso y sencillo. Sus libros están escritos con agudeza y discreción. La primera vez que vino a nuestra patria —1807— no pudo ver una función de toros. Tampoco pudo verla en la primavera de 1809, cuando por segunda vez vino a España. Pero visitó en Granada la Plaza de toros. En el volumen A second journey in Spain in the spring of 1809, nos ha relatado sus impresiones. Acompañaba al viajero en su visita el guardador del edificio. Mostraba la tal persona, conforme iba enseñando la plaza al inglés, un ardoroso entusiasmo. En el palco regio estaba colocado un retrato de Fernando VII. Al pasar el conserje frente a él se quitó respetuosamente el sombrero y hasta se arriesgó a besarle la mano a la pintura: and even ventured to kiss the hand with great demonstration of loyalty and submission. El viajero inglés examinó la plaza, y ante las repetidas muestras de caluroso entusiasmo que el conserje hacía a la vista, no del espectáculo, sino simplemente del sitio donde el espectáculo se celebraba, reconoció que no se explicaba él tal fervorosa efusión. Si Roberto Semple hubiera presenciado una corrida de toros, es posible que tampoco hubiera podido explicarse el entusiasmo desbordante de millares y millares de españoles.