Ventas, posadas y fondas

El Duque de Rivas ha descrito en su cuadro El Ventero una de las clásicas ventas españolas. Estas ventas —escribe el poeta— son «ya grandes y espaciosas, ya pequeñas y redondas; pero siempre de aspecto siniestro; colocadas por lo general en hondas cañadas, revueltas y bosques». Se hallan puestas también en los altos puertos o pasos de las sierras. Hay en España unos lugares desde donde la vista del viandante fatigado descubre, después de una penosa subida, un amplio, vasto, claro, luminoso panorama. Son los pasos de las montañas. Las viejas guías los señalan con sus pintorescos nombres y dan también la indicación de las ventas colocadas en ellos. Ahí están, en la carretera de Castilla a Galicia, el del Guadarrama, el de Manzanal y el de Fuencebada; en Extremadura, el de Miravete y el de Arrebatacapas; en Andalucía, el de Lapice y el de Despeñaperros; en Murcia y Albacete, el de Sumacárcel, el de la Losilla, el de la Mala Mujer y el de la Cadena; en Ávila, el del Pico. Las ventas se llaman del Judío, del Moro, de las Quebradas, de los Ladrones. Tienen esas ventas —como las manchegas— un vasto patio delante; una ancha puerta, con un tejaroz, da entrada al patio; hay en él un pozo, con sus pilas de suelo verdinegro, de piedra arenisca, rezumante. En el fondo se destaca el portalón de la casa; en la vasta cocina, bajo la ancha campana de la chimenea, borbollan unos pucheros, dejando escapar un humillo tenue a intervalos, produciendo un leve ronroneo. En los días del verano —el ardiente verano de Castilla— el sol ciega con sus vivas reverberaciones el paisaje; en el patio de la venta suena de tarde en tarde la estridencia de la roldana del pozo; unas abejas se acercan a las pilas, y beben ávidas, mientras su cuerpecillo vibra voluptuosamente.

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Seguimos nuestro viaje a través de España, y encontramos por andurriales y cotarros, ásperos y solitarios otras ventas y paradores. Si unas están construidas en la altura luminosa de los puertos, otras se agrupan en angosturas, gollizos y cañadas hoscas y fuera de camino. Muchas de estas ventas han sido ha largo tiempo abandonadas; están cercanas a caminos y travesías que han sido hechos inútiles por carreteras nuevas y ferrocarriles. De estas ventas sólo quedan unas paredes tostadas por el sol, calcinadas; los techos se han hundido y se muestra roto el vigamen y podridos y carcomidos los cañizos. A algunas de estas ventas va unida una leyenda trágica; se habla de un crimen terrible, espantoso; uno de esos crímenes que se comentan largo tiempo, años y años, en un pueblo; crímenes cometidos con un hacha que hiende el cráneo, con una piedra que machaca el cerebro. El tiempo va pasando, se va esfumando, perdiendo en el olvido el horrible drama, y ahora, al pasar junto a estas ruinas de la venta, aquel recuerdo vago y sangriento se une a estos techos desprendidos, a estas vigas rotas y carcomidas, a estas ventanas vacías, sin maderas. No nos detengamos aquí; pasemos adelante; caminemos por un ancho, seco y arenoso ramblizo; a un lado y a otro descubrimos bajas laderas yermas y amarillentas; nuestros pies marchan sobre la arena de la rambla y los guijos redondeados y blancos. A lo lejos, cuando subimos a una altura, descubrimos la lejana ciudad: refulge al sol la cúpula de su iglesia. La llanada que rodea el pueblo está verde a trechos con los trigales; negruzca, hosca, en otros en que la tierra de barbecho ha sido labrada. En los aledaños de las ciudades están los paradores para los trajineros que desean continuar su viaje, después del descanso, sin detenerse en el pueblo.

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Las ventas tienen su significación en la literatura española y son inseparables del paisaje de España. Al hablar de las ventas, debemos hablar también de las posadas. D. Benito Pérez Galdós, en su novela Ángel Guerra, ha pintado un mesón toledano. Nada más castizo y de hondo sabor castellano. Un ancho zaguán, a manera de patio, es lo primero que se encuentra al penetrar en esa posada; a él abocan varias puertas. «Una de las puertas del fondo —dice Galdós— debía de ser de la cocina, pues allí brillaba lumbre, y de ella salían humo y vapor de condimentos castellanos, la nacional olla, compañera de la raza en todo el curso de la Historia, y el patriótico aceite frito, que rechaza las invasiones extranjeras». A la izquierda se ve una desvencijada escalera, entre tabiques deslucidos, que conduce a las habitaciones altas; por todo el piso del patio están esparcidos granzones que picotean las gallinas; y carros, con los varales en alto, se hallan posados junto a las paredes, acá y allá. Las posadas llevan nombres tan castizos como los de las ventas. Repasemos el Manual de Ford, publicado en 1845. En Toledo tenemos la posada del Mirador; en Aranjuez, la de la Parra; en Cuenca, la del Sol; en Mérida, la de las Animas; en Salamanca, la de los Toros; en Zamora, la del Peto; en Ciudad Rodrigo, la de la Colada; en Segovia, el Mesón grande. De este mesón dice el autor, en la edición de 1847, que es one of the worst in all Spain, del mismo modo que Laborde al hablar en su Itinerario —1809— de la venta Román, situada en tierra murciana, entre Jumilla y Pinoso, asegura que est le plus facheux gite qu’on puisse trouver. La variedad de las posadas se muestra pintoresca y múltiple. Unas están en estrechas callejuelas: las mismas callejuelas en que flamean las mantas multicolores en las puertas de los pañeros y en que resuenan los golpes de los percoceros y orives. Otras se levantan en las anchas plazas de soportales con arcos disformes, irregulares, desiguales: unos anchos, otros angostos; unos altos y con columnas de piedra, otros derrengados con postes viejos de madera. Tal posada tiene un balconcillo con los cristales rotos, sobre la puerta; tal otra, tiene un zaguán largo y estrecho, empedrado de puntiagudos guijarros. En los cuartos de las posadas hay unas camas chiquititas y abultadas; las cubre un alfamar rameado; en las maderas de las puertas se ven agujeros tapados con papel, y las fallebas y armellas se mueven a una parte y a otra y cierran y encajan mal. Se percibe un olor de moho penetrante; allí, en un alto corredor, canta una moza, y de una calleja vecina llega el repiqueteo de una herrería…

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No podemos cerrar este capítulo sobre las ventas y las posadas sin hablar de las fondas. Leopoldo Alas ha dedicado —en su novela Superchería— unas páginas a pintar una de estas fondas pequeñas y destartaladas de viejas ciudades. Destaca Clarín entre sus coetáneos por su idealidad, su delicadeza, su emoción honda ante las cosas. El personaje retratado por Alas en su novela llega a la fonda de la ciudad en un ómnibus desvencijado, de noche. «Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda». «En el ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió más personaje que un enorme mastín que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí solo, y se fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un farol colgado del techo dibujaba en la pared desnuda la sombra del perro». Son clásicas esas llegadas a una fonda de noche, por las callejas sinuosas y obscuras, dando tumbos en un coche cuyos cristales hacen un traqueteo redoblante. Si es a la madrugada, la ciudad reposa en un profundo silencio; atrás —conforme caminamos hacia la ciudad— queda el resplandor de la estación, y el tren se aleja silbando agudamente. Todo está en silencio; en la fondita destartalada, un criado con la blanca pechera ajada dormita en una butaca. Hay en la pared un cartel de toros. Allá arriba se abre un pasillo al cual dan las puertas de los cuartos. Se oye a lo lejos, en la serenidad de la noche, el campaneo —a menudas campanaditas— de un convento. Nos acostamos pensando: «¿Hacia dónde caerá la catedral de esta ciudad que desconocemos? ¿Habrá aquí un paseo con viejos y copudos olmos? ¿Habrá una vieja ermita junto al río, como la de San Segundo, en Ávila? ¿Habrá en una callejuela solitaria y silenciosa una tiendecilla de hierros viejos y cachivaches donde nos sentaremos un momento para descansar de nuestras caminatas?».

A la mañana siguiente examinamos la fondita destartalada, al levantarnos. El pasillo largo —embaldosado de ladrillos rojizos, algunos sueltos— da a una galería, en la que se halla la camarilla excusada. En ella, lo mismo que en las habitaciones, los viajantes de comercio han ido pegando pequeños anuncios engomados: anuncios de coñacs, de jabones, de velas de cera, de quincallería, de vinos. Las puertas de las habitaciones tienen también, como en las posadas, agujeros y resquicios. Pende de la pared un cromo de colorines que representa el retrato de Isaac Peral o la torre Eiffel. Durante la noche, por el montante de la puerta, entra la luz del pasillo. A toda hora, de día y de noche, se perciben golpazos, gritos, canciones, arrastrar de muebles. Una charla monótona, persistente, uniforme, allá en el corredor, nos impide conciliar el sueño durante horas enteras. Muchas veces hemos pensado que el grado de sensibilidad de un pueblo —consiguientemente de civilización— se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerabilidad al ruido. ¿Cómo tienen sus nervios de duros y remisos estos buenos españoles que en sus casas de las ciudades y en los hoteles toleran las más estrepitosas baraúndas, los más agrios y molestos ruidos: gritos de vendedores, estrépitos de carros cargados de hierro, charloteo de porteros, pianos, campanas, martillos, fonógrafos? A medida que la civilización se va afinando, sutilizando, deseamos en la vivienda permanente y en la vivienda transitoria —en las fondas— más silencio, blandura y confortación. ¡Oh, fonditas destartaladas, ruidosas, de mi vieja España! En 1851 escribía D. Antonio María Segovia en su Manual del viajero: «Nuestra rudeza menosprecia aquel refinamiento de comodidad doméstica que los ingleses especialmente han llevado a tan alto grado y llaman confort. Entre nosotros se tiene por delicadeza excesiva y ridícula el deseo de que no entre aire por las rendijas de las puertas; de que no estén los muebles empolvados; de que las sillas y sofás sean para sentarse y no como adorno de la sala; de que en todas las estaciones se mantenga la habitación a una temperatura conveniente; de que las chinches no inunden nuestra cama; de que la cocinera no esté cantando seguidillas a voz en grito, mientras el huésped duerme o trabaja; de que el criado no entre a servir suciamente vestido, con el cigarro en la boca ni apestando a sudor». ¡Oh, ventas, posadas y fonditas estruendosas y sórdidas de mi vieja España!