Los ferrocarriles

¿Cómo han visto los españoles los primeros ferrocarriles europeos? En España los primeros ferrocarriles construidos fueron: el de Barcelona a Mataró, en 1848; el de Madrid a Aranjuez, en 1851. Años antes de inaugurarse esos nuevos y sorprendentes caminos habían viajado por Francia, Bélgica e Inglaterra algunos escritores españoles; en los relatos de sus viajes nos contaron sus impresiones respecto de los ferrocarriles. Publicó Mesonero Romanos sus Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica, en 1841; al año siguiente aparecía el segundo volumen de los Viajes de Fray Gerundio. Más detenida y sistemáticamente habla Lafuente que Mesonero de los ferrocarriles.

D. Modesto Lafuente fue periodista humorístico e historiador; nació en 1806 y murió en 1866. Compuso la Historia de España que todos conocemos; hizo largas y ruidosas campañas como escritor satírico. Acarreole una de sus sátiras, en 1814, una violenta agresión de D. Juan Prim —entonces Coronel—; vemos un caluroso aplauso a esa agresión en el número VI de la revista El Pensamiento. D. Miguel de los Santos Álvarez dirigía esa publicación; colaboraban en ella Espronceda, Enrique Gil, García y Tassara, Ros de Olano. Rehusó Lafuente batirse con Prim; negose a responder al sentimiento tradicional del honor. Las injurias personales —decía El Pensamiento—, en todos los países, personalmente se ventilan. España, esta tierra clásica del valor y de la hidalguía, «¿desmentiría con su fallo su noble carácter?». «¿Se asociaría —añade el anónimo articulista— al cobarde que acude a los Tribunales en lugar de acudir adonde le llama su honor?».

Un escritor que de tal modo rompía con uno de los más hondos y transcendentales aspectos de la tradición había de ser el primero que más por extenso y entusiastamente nos hablase de los ferrocarriles: es decir, de un medio de transporte que venía a revolucionar las relaciones humanas. Fray Gerundio viaja, brujulea, corretea por Francia, por Bélgica, por Holanda, por las orillas del Rhin; lo ve todo; quiere escudriñarlo y revolverlo todo. Observa las ciudades, los caminos, las viejas y pesadas diligencias, los Parlamentos, las tiendas, las calles, los yantares privativos de cada país. Su charla es ligera, aturdida, amena; aguda y exacta a trechos. Lafuente se reservó su llegada a Bélgica para tratar de los caminos de hierro, «por ser Bélgica el país en que los caminos de hierro están más generalizados y acondicionados». Minuciosamente va haciendo nuestro autor una descripción de los ferrocarriles.

«No todos los españoles —dice Lafuente—, por lo que en muchas conversaciones he oído y observado, tienen una idea exacta de la forma material de los caminos de hierro». De la construcción de la línea, de los túneles, de los viaductos, de las estaciones, de los coches, nos habla Fray Gerundio con toda clase de detalles. No nos detengamos en ellos; el tren va a partir; subamos a nuestro vagón. «El humo del carbón de piedra que saliendo del cañón de la máquina locomotora de bronce obscurece y se esparce por la atmósfera, anuncia la proximidad de la partida del convoy». Han unido ya a la máquina diez, quince, veinte coches.

Se clasifican los carruajes en tres categorías: las diligencias o berlinas, los coches o char-á-bancs y los vagones. Las berlinas constan de 26 o 28 asientos, cómodos, mullidos; divídense en tres departamentos que se comunican por puertecillas. Los char-á-bancs constan de una sola división y son de cabida de 30 personas. Los vagones van abiertos y sirven «para las gentes de menos fortuna y para las mercancías». Han sonado unos persistentes toques de campana. Suben los viajeros a sus respectivos coches. Un dependiente que va en el último vagón del tren toca una trompeta; contesta con otro trompetazo otro empleado situado a la cabeza del convoy. Y el tren se pone en marcha. Poco a poco el movimiento se va acelerando. «Los objetos desaparecen como por ensalmo». Conviene que el viajero no mire el paisaje que se desliza junto al vagón, sino a lo lejos. Si se mira a los lados no se verá «más que una cinta que forma, y se irá la cabeza fácilmente». Mesonero habla también de la rapidez con que desaparecen de la vista los objetos cercanos, y dice que por esto «es conveniente fijarla en la lontananza, o, por mejor decir, no fijarla en ninguna parte». La celeridad con que se marcha es de ocho a diez leguas por hora. «Recuerdo —escribe Mesonero— haber hecho en una hora y dos minutos la travesía desde Brujas a Gante, que son doce leguas». En 1840, cuando Lafuente y Mesonero observaban los ferrocarriles extranjeros, ya corría un tren en Cuba, entre la Habana y Güines. Nos habla de ese ferrocarril el desbaratado romántico don Jacinto de Salas y Quiroga, el amigo de Larra y de Espronceda, en el primer tomo de sus Viajes —dedicado a la Isla de Cuba— publicado en el citado año. Un solo viaje hacía diariamente ese tren de la Habana a Güines; cuarenta y cuatro millas era el recorrido. «Desde luego —dice Salas— noté menor velocidad que la que otras veces había experimentado en Inglaterra». «Apenas andábamos —añade— cuatro leguas españolas por hora». Al llegar Salas y Quiroga a Cuba, y al contemplar el destartalamiento de las fondas y la incomodidad de las ciudades, junto con el camino de hierro, en extraño y clamador contraste, recordó una frase de un famoso amigo suyo. «Vino naturalmente a la memoria —escribe— aquel célebre dicho de mi amigo Larra: “En esta casa se sirve el café antes que la sopa”».

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Pero continuemos nuestro viaje en el ferrocarril belga, acompañados de Fray Gerundio. Nada más cómodo que viajar en el tren. No hay temor, como algunos aseguran, de dificultad o ahogo en la respiración. El movimiento es suave: «una especie de movimiento trémulo y vibratorio». Se puede ir hablando, jugando o leyendo; algunas veces los empleados van escribiendo en un coche destinado a oficina. Una muchedumbre de viajeros llena los trenes y circula por todos los caminos. Las gentes se encuentran en los caminos con la misma frecuencia que en las calles de París, de Londres «y aún de Madrid». Toda Bélgica es una gran ciudad. Todo el mundo viaja con una facilidad extraordinaria. Frecuentemente se ve a una linda joven, «elegantemente vestida», penetrar en un coche del tren. Aun estando el carruaje lleno de hombres, no hay miedo de que nadie se desmande ni haga ni diga nada que pueda ofender o ruborizar a la viajera. «Lo que en un caso igual —escribe Lafuente— sucedería en España lo puede suponer el curioso lector». De pronto el tren entra en un largo y elevado viaducto. «Espectáculo raro» es entonces ver el rápido convoy marchar por encima de los carruajes que allá abajo pasan por los arcos del puente.

Otras veces el tren penetra en un túnel. «Imponente» es ese momento. El ruido de la máquina junto con el estrépito de los coches resuena hórridamente bajo la bóveda; sólo acá y allá una lucecita rompe la densa obscuridad; pasan veloces en las tinieblas, rasgándolas, las chispas y carbones desprendidos de la máquina… Y bruscamente, aparecen de nuevo la luz, el paisaje, el campo ancho y libre. ¿Qué sensaciones más gratas, más artísticas que estas? Mesonero Romanos protestaba contra los «señores poetas» que, existiendo el «asombroso espectáculo» de los caminos de hierro, afirman que «el siglo actual carece de poesía». Describe Mesonero la poesía de los caminos de hierro en sus diversas fases, ya de día, ya durante la noche. Encantaba ese espectáculo también a Lafuente. «Magnífico y sorprendente cuadro —escribe—; mil veces aún más interesante y más poético cuando se presencia en horas avanzadas de una noche obscura». Sí; tienen una profunda poesía los caminos de hierro. La tienen las anchas, inmensas estaciones de las grandes urbes, con su ir y venir incesante —vaivén eterno de la vida— de multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras que repercuten bajo las vastas bóvedas de cristales; el barbotar clamoroso del vapor en las calderas; el zurrir estridente de las carretillas; el tráfago de la muchedumbre; el llegar raudo, impetuoso, de los veloces expresos; el formar pausado de los largos y brillantes vagones de los trenes de lujo, que han de partir un momento después; el adiós de una despedida inquietante, que no sabemos qué misterio doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y calladas, hacia los mares azules. Tienen poesía las pequeñas estaciones en que un tren lento se detiene largamente, en una mañana abrasadora de verano; el sol lo llena todo y ciega las lejanías; todo es silencio; unos pájaros pían en las acacias que hay frente a la estación; por la carretera polvorienta, solitaria, se aleja un carricoche, hacia el poblado que destaca con su campanario agudo, techado de negruzca pizarra. Tienen poesía esas otras estaciones cercanas a viejas ciudades, a las que en las tardes del domingo, durante el crepúsculo, salen a pasear las muchachas y van devaneando lentamente a lo largo del andén, cogidas de los brazos, escudriñando curiosamente la gente de los coches. Tiene, en fin, poesía, la llegada del tren, allá de madrugada, a una estación de capital de provincia; pasado el primer momento del arribo, acomodados los viajeros que esperaban, el silencio, un profundo silencio, ha tornado a hacerse en la estación; se escucha el resoplar de la locomotora; suena una larga voz; el tren se pone otra vez en marcha; y allá a lo lejos, en la obscuridad de la noche, en estas horas densas, profundas, de la madrugada, se columbra el parpadeo tenue, misterioso, de las lucecitas que brillan en la ciudad dormida: una ciudad vieja, con callejuelas estrechas, con una ancha catedral, con una fonda destartalada, en la que ahora, sacando de su modorra al mozo, va a entrar un viajero recién llegado, mientras nosotros nos alejamos en el tren, por la campiña negra, contemplando el titileo de esas lucecitas que e pierden y surgen de nuevo, que acaban por desaparecer definitivamente.

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En 1846 se publicó en Londres un libro titulado Railways; their rise, progress and construction; with remarks on railway accidents and proposals for their prevention. Su autor es el ingeniero Robert Ritchie. No podría encontrarse, para su época, un tratado más completo sobre ferrocarriles. «Los ferrocarriles —escribe Ritchie— removerán los prejuicios y harán que unos a otros se conozcan mejor los miembros de la gran familia humana; tenderán así a promover la civilización y a mantener la paz del mundo». Cinco años después, en 1851, el mismo año en que se inauguraba el ferrocarril de Madrid a Aranjuez, se publicaba una Guía de esta última ciudad; la publicaba Francisco Nard. Lleva como apéndice esta Guía —dedicada a los viajeros del ferrocarril— un apéndice en que se hace la historia de los caminos de hierro, y especialmente la del novísimo de Madrid a Aranjuez. El autor canta entusiasmado las ventajas de los nuevos caminos. Sus resultados serán incalculables para las relaciones internacionales y para el bienestar de los pueblos. «A los caminos de hierro —dice el autor— deberemos lo que hasta aquí no han podido conseguir ni los más profundos filósofos ni los diplomáticos más hábiles». Cuando en una semana se pueda recorrer toda Europa, conoceranse mejor los nacionales de todos los países, podrán unirse todos con otros vínculos distintos de los de una falaz diplomacia. Se establecerá entre todos una mancomunidad indisoluble de intereses, ideas y simpatías. «En fin —termina el autor—, será tan difícil hacer la guerra como es hoy mantenerse en la paz; y los pueblos, tendiéndose las manos, serán felices merced a los caminos de hierro». No podían sospechar el ingeniero inglés y el escritor español —así como todos los que hablaban en el mismo sentido allá en el alborear de los caminos de hierro—, no podían sospechar, al hacer a los ferrocarriles propagadores de la paz universal, el alcance de sus palabras: alcance en sentido opuesto, negativo. Cuando ante el amago de una guerra —dice hoy el proletariado internacional— podamos hacer que cesen de marchar los trenes, la paz del mundo será un hecho. Los ferrocarriles serán la paz.