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Aproximadamente tres cuartos de hora antes de aquel instante, a las 9,15, hora del Pacífico, en una cabaña en el desierto, cerca de Indio, California, Luke Deveraux se preparaba su tercer vaso de la noche.

Había pasado catorce días de desesperación en la cabaña. Era la quinceava noche desde que se escapó, si es que uno puede llamar huida a su sencilla marcha del sanatorio.

La primera noche también había sido mortificante, aunque por una razón distinta. Su coche, el viejo Mercury que compró por cien dólares, se estropeó en Riverside, a medio camino entre Long Beach e Indio. Hizo que lo remolcaran a un garaje, donde le dijeron que no podría estar listo hasta el día siguiente. Pasó una tarde aburrida y una mala noche (le parecía muy extraño y desolador tener que volver a dormir solo) en un hotel de Riverside.

La mañana siguiente la invirtió en hacer varias compras y en llevar sus compras al garaje para cargarlas en el coche mientras un mecánico reparaba la avería. Había comprado una máquina de escribir de segunda mano, y papel. (Estaba escogiendo la máquina cuando a las diez de la mañana, hora del Pacífico, la radio emitió el discurso de Yato Ishurti, y todo quedó suspendido mientras el propietario de la tienda abría una radio y todos los que se encontraban en el establecimiento se reunían alrededor de ella. Sabiendo que la premisa fundamental de Ishurti —que los marcianos realmente existían— era completamente equivocada, Luke se sintió un poco irritado ante la pérdida de tiempo, pero se había divertido bastante con los ridículos argumentos de Ishurti).

Compró una maleta y varias prendas de vestir, una máquina de afeitar, jabón y peine y bastante comida y licor para que no le hiciera falta hacer otro viaje a Indio por lo menos durante unos cuantos días. Esperaba poder realizar su propósito dentro de un tiempo prudencial.

Le entregaron su coche —con una factura por la reparación que era casi la mitad del coste original— a media tarde y llegó a su destino poco después de anochecer. Estaba demasiado cansado para hacer nada aquella noche, y de todos modos había pensado que le faltaba algo. Solo, no tendría ningún medio de saber si había alcanzado el éxito o no.

A la mañana siguiente volvió a Indio y se compró un aparato de radio que podía captar los programas de todo el país, y en el cual podría escuchar las noticias de una u otra parte casi a cualquier hora del día o de la noche. Cualquier programa de noticias le diría lo que quería saber.

La única dificultad consistía en que durante dos semanas, hasta aquella noche, los noticiarios habían insistido en que todavía había marcianos en la Tierra. No es que los programas empezasen con las palabras: «Los marcianos aún están entre nosotros», pero casi todas las noticias se referían a ellos, por lo menos indirectamente, o hablaban de la depresión y los otros problemas que causaban.

Luke intentaba todo lo que se le ocurría, y casi se estaba volviendo loco en el intento. Sabía que los marcianos eran imaginarios, el producto de su propia imaginación (como todo lo demás) que los había inventado aquella noche, cinco meses atrás, en que intentaba forjar un argumento para una novela de ciencia ficción. Él los había inventado. No obstante, también inventó cientos de otros argumentos y ninguno de ellos se convirtió en realidad (o pareció convertirse en realidad), de manera que aquella noche ocurrió algo distinto, y ahora Luke hacía todo lo posible para reconstruir las mismas circunstancias, el mismo estado de ánimo, todo exactamente igual.

Incluyendo, desde luego, la misma cantidad de bebida, el mismo grado de ebriedad, ya que aquello también pudo ser un factor vital. Tal como había hecho cuando estuvo allí en el período precedente, se mantenía sobrio durante el día, por más desanimado que se levantase, caminando sin cesar por la habitación y sintiéndose presa de la desesperación (entonces, por un argumento; ahora, por una solución). Al igual que entonces, sólo se permitía empezar a beber después de tomar una sencilla cena, y luego espaciaba las copas para que le durasen toda la noche, o hasta que se marchaba a la cama enfurecido.

¿Dónde estaba el fallo? Él había inventado a los marcianos, imaginando su existencia, ¿no? Entonces, ¿por qué no podía anularlos ahora que había dejado de imaginar que realmente existían, ahora que había aprendido la verdad? Lo había conseguido, desde luego, en lo que a él se refería. ¿Pero por qué las demás personas no dejaban de verlos y oírlos? Debía de ser una barrera mental, se dijo. Pero el saber de qué se trataba no le sirvió de nada.

Bebió un sorbo de la bebida que tenía en el vaso y se lo quedó mirando, tratando de recordar exactamente —por milésima vez desde que llegó a la cabaña— cuantas copas bebió aquella noche de marzo. Sabía que no eran muchas; no había sentido sus efectos, como tampoco ahora sentía los efectos de las dos que había bebido antes de la que tenía en la mano. ¿O quizá la bebida no tenía nada que ver con aquello después de todo?

Bebió otro trago, dejó el vaso y empezó a pasear por la habitación «ya no hay marcianos —pensó—. Nunca los hubo; existieron, como todo lo demás, sólo mientras yo los mantenía en mi imaginación. Y ahora ya no creo en ellos. Por lo tanto…».

Quizás aquello había surtido efecto. Se acercó a la radio y la puso, esperando para que las lámparas se calentasen. Escuchó varias noticias desalentadoras, comprendiendo que, si había logrado el éxito, pasarían algunos minutos, antes de que alguien se diese cuenta de que habían desparecido, ya que los marcianos no estaban continuamente presentes en todas partes. Hasta que el locutor dijo: «En este instante, aquí, en el estudio, un marciano está intentando…».

Luke apagó la radio y maldijo en voz baja. Bebió otro trago y caminó un poco más. Se sentó, terminó lo que quedaba en el vaso y se preparó otro.

De repente tuvo una idea. Quizá podría vencer aquella barrera psíquica dando un rodeo en vez de intentar un ataque frontal. La barrera debía de existir porque, aunque sabía que estaba en lo cierto, le faltaba la suficiente fe en sí mismo. Quizá debería imaginar alguna otra cosa, algo completamente distinto, y cuando su imaginación lo convirtiera en realidad, ni siquiera su maldito subconsciente podría negar el hecho, y en aquel momento de suprema evidencia… Valía la pena intentarlo. No podía perder nada.

Pero imaginaría algo que realmente deseara. ¿Y qué es lo que deseaba con más anhelo —aparte de librarse de los marcianos— en aquel instante? A Margie, desde luego.

Se sentía solitario como un condenado después de aquellas dos semanas de aislamiento. Y si podía imaginar que llegaba Margie, y al imaginarlo hacer que apareciera, entonces sabría que podía destruir aquella barrera psíquica. Lo haría con un brazo atado a la espalda, o con los brazos rodeando la cintura de Margie.

«Vamos a ver —pensó—. Imaginaré que ella viene hacia aquí en su coche, que ya ha pasado de Indio y que se encuentra a un kilómetro de distancia. No tardaré en oír el coche».

No tardó en oír el coche. Consiguió ir hasta la puerta caminando, sin correr, y la abrió. Podía ver el reflejo de los faros.

¿Debería…, ahora…? No; esperaría hasta que estuviera seguro. Ni siquiera cuando el coche estuviera lo bastante cerca para pensar que podía reconocerlo; muchos coches parecen iguales. Esperaría hasta que el coche se detuviera y Margie descendiera; él, entonces sabría. Y en aquel momento supremo, pensaría: «Ya no hay marcianos». Y no los habría.

Dentro de unos minutos, el coche llegaría a la cabaña.

Eran aproximadamente las nueve y cinco de la noche, hora del Pacífico. En Chicago eran las once y cinco, y Oberdorffer bebía su cerveza y esperaba que su supervibrador subiera de potencia; en el África ecuatorial amanecía, y un hechicero llamado Bugassi estaba de pie, con los brazos cruzados, debajo del mayor hechizo nunca realizado, esperando que los rayos del sol lo tocasen.

Cuatro minutos más tarde, ciento cuarenta y seis días y cincuenta minutos después de su llegada, los marcianos desparecieron. Al mismo tiempo y en todas partes a la vez. En toda la Tierra.

Dondequiera que se marchasen no existe ningún caso demostrado de que alguien volviera a verlos a partir de aquel momento. El ver a los marcianos en las pesadillas y en las garras del delirium tremens es aún algo común, pero tales visiones no deben tomarse en cuenta.

Hasta hoy…