En agosto de 1964, un hombre llamado Hiram Oberdorffer, de Chicago, Illinois, inventó un aparato que él denominaba «supervibrador subatómico antiextraterrestre».
Oberdorffer había sido educado en Heidelberg, Winsconsin. Su educación formal terminó en sexto curso, pero en los cincuenta años que siguieron se convirtió en un inveterado lector de revistas de divulgación científica y de artículos científicos en los suplementos dominicales y en otras publicaciones. Era un ardiente teórico y, según sus propias palabras, «sabía más de ciencia que la mayoría de esos tipos de laboratorio».
Estaba empleado desde hacía muchos años, como portero de un edificio de apartamentos en la calle Dearbon, cerca de Grand Avenue, y vivía en uno de dos habitaciones en el sótano. En una de las dos habitaciones cocinaba, comía y dormía. En la otra desarrollaba la parte de su existencia que tenía más importancia para él: era su taller y laboratorio.
Además de un banco de trabajo y algunas herramientas, su taller contenía varios armarios, y en los armarios y por el suelo se apilaban piezas usadas de automóvil, piezas viejas de aparatos de radio, de máquinas de coser y de aspiradoras eléctricas, así como piezas procedentes de lavadoras viejas, máquinas de escribir, bicicletas cortadoras de césped, motores fuera borda, aparatos de televisión, relojes, teléfonos, juguetes mecánicos, motores eléctricos, máquinas fotográficas, fonógrafos, ventiladores, escopetas y contadores Geiger. Un infinito tesoro en una pequeña habitación.
Sus obligaciones de portero, especialmente en el verano, no eran muy arduas, lo cual le dejaba mucho tiempo para inventar y para su único placer, que consistía, cuando había buen tiempo, en sentarse a descansar y a pensar en la Bughouse Square, que sólo estaba a unos diez minutos de donde vivía y trabajaba.
La Bughouse Square es un parque del tamaño de una manzana de casas y que tiene otro nombre que nadie utiliza. Está frecuentado generalmente por vagabundos, borrachos y maniáticos. Debemos decir sin embargo que Oberdorffer no pertenecía a ninguna de esas categorías. Trabajaba para vivir y sólo bebía cerveza en cantidades moderadas. Y contra la posible acusación de que fuera un maniático, podía probar que estaba cuerdo. Tenía papeles que lo demostraban, y que le habían dado al dejarle marchar de una institución mental donde estuvo encerrado por corto tiempo años atrás.
Los marcianos molestaban a Oberdorffer mucho menos que a la mayoría; tenía la extraordinaria suerte de estar completamente sordo.
Bueno, algo sí le molestaban. Aunque no podía oír, le gustaba mucho hablar. Hasta podría decirse que pensaba en voz alta, ya que generalmente hablaba consigo mismo mientras estaba inventado algo. En cuyo caso, desde luego, la interferencia de los marcianos no le causaba ninguna molestia; aunque no podía oír su propia voz, sabía perfectamente lo que decía tanto si su voz quedaba sofocada por el estruendo como si no. Pero tenía un amigo con el que le gustaba mantener largas conversaciones, un hombre llamado Pete, y en ocasiones los marcianos estropeaban aquel inocente recreo.
Todos los veranos Pete vivía en la Bughouse Square, y siempre que era posible, en el cuarto banco de la izquierda en el caminito que salía en diagonal de la plazoleta interior hacia la esquina del sur. En el otoño Pete siempre desaparecía; Oberdorffer creía, y posiblemente tenía razón, que volaba hacia el sur con los pájaros migratorios. Pero a la primavera siguiente Pete volvía a estar allí, y Oberdorffer reemprendía la conversación en el punto en que la habían dejado.
Sin embargo, la suya era una conversación muy particular, porque Pete era mudo. Pero le gustaba escuchar a Oberdorffer, creyendo que era un gran pensador y un gran científico, opinión que Oberdorffer compartía por entero. Unas cuantas inclinaciones de cabeza y unos gestos eran suficientes para que Pete mantuviera viva la conversación; un gesto de la cabeza para indicar asentimiento, levantar las cejas para pedir mayores explicaciones. No obstante, ni siquiera esos gestos eran muy necesarios; una expresión de admiración y una completa atención a las palabras del otro eran generalmente suficientes. Aún era más raro que necesitasen acudir al lápiz y el papel que Oberdorffer siempre llevaba encima.
Pero aquel verano Pete usaba con frecuencia una nueva señal: llevarse la mano a la oreja para oír mejor. Aquello había sorprendido a Oberdorffer la primera vez, porque sabía que hablaba con la misma voz de siempre, de manera que pasó el cuadernito y el lápiz a Pete pidiendo que se explicase, y Pete había escrito:
—No puedo oyr. Marzianos meten mucho roydo.
De manera que Oberdorffer se vio obligado a hablar a gritos, lo cual le molestaba. (Aunque no tanto como a los ocupantes de los bancos vecinos, incluso después de que cesara la interferencia, ya que él no tenía medio de saber cuándo dejaban de armar escándalo los marcianos).
Y aun cuando Pete no hiciera la señal para que aumentara el volumen, las conversaciones ya no eran tan satisfactorias como antes. Con mucha frecuencia la expresión en el rostro de Pete mostraba con claridad que estaba escuchando otra cosa en lugar, o además, de lo que Oberdorffer le decía. En esas ocasiones, Oberdorffer miraba a su alrededor y encontraba a uno o a varios marcianos comprendiendo que le estaban interrumpiendo a expensas de Pete, y por lo tanto le mortificaban a él indirectamente.
Oberdorffer empezó a jugar con la idea de hacer algo para resolver el problema de los marcianos. Pero no se decidió a ello hasta mediados de agosto. Porque a mediados de agosto Pete desapareció de repente de la Bughouse Square. Durante varios días Oberdorffer no pudo encontrarle, y empezó a preguntar a los ocupantes de los otros bancos —aquello a quienes había visto con bastante frecuencia para considerarlos clientes regulares del parque— para saber que le había ocurrido a Pete. Al principio no recibió más que movimientos negativos de cabeza y encogimientos de hombros; luego, un hombre con una barba gris empezó a explicarle algo, pero Oberdorffer dijo que era sordo y le pasó el cuaderno y el lápiz. Ahí surgió una dificultad momentánea, porque el de la barba resultó que no sabía leer ni escribir; no obstante, entre los dos encontraron a un intermediario que estaba lo bastante sereno como para poder escuchar la historia del de la barba y traducirla en palabras escritas. Pete estaba en la cárcel.
Oberdorffer se apresuró a ir a la comisaría del distrito, y después de algunas dificultades, ya que había muchos Petes y él no conocía el apellido de su mejor amigo, pudo saber por fin dónde estaba Pete, y se dirigió hacia allí para ver si podía ayudarle.
Resultó que Pete ya había sido juzgado y sentenciado y no necesitaba ninguna ayuda durante treinta días, aunque aceptó con agradecimiento un préstamo de diez dólares para comprar cigarrillos durante ese tiempo.
Sin embargo, Oberdorffer consiguió hablar con Pete, y por medio del papel y el lápiz supo lo que había ocurrido.
Aparte de las faltas de ortografía, la historia de Pete era que él no había hecho nada, que la policía había cometido un error. Además, estaba un poco borracho o nunca se habría decidido a robar hojas de afeitar en una tienda, a la luz del día y con los marcianos a su alrededor. Los marcianos le habían convencido de que entrase en la tienda, prometiéndole que vigilarían por si llegaba algún policía, y luego le habían traicionado y empezado a gritar en cuanto tuvo los bolsillos llenos. Todo era culpa de los marcianos.
Aquella patética historia irritó a Oberdorffer de tal modo que, en aquel mismo instante, decidió hacer algo para castigar a los marcianos. Aquella misma noche. Él era un hombre muy pacífico, pero su paciencia se había agotado.
De regreso a su casa, decidió faltar por una vez a sus hábitos regulares y comer en un restaurante. Si no tenía que interrumpir sus pensamientos para prepararse la cena, podría ponerse a trabajar mucho antes.
En el restaurante pidió salchichas y sauerkraut, y mientras esperaba que le sirvieran empezó a pensar. Pero en voz baja, para no molestar a las otras personas que estaban en el mostrador.
Revisó todo lo que había leído sobre los marcianos en las revistas de divulgación científica y todo lo que había leído sobre electricidad, electrónica y la teoría de la relatividad.
La solución lógica llegó al mismo tiempo que las salchichas y el sauerkraut.
—¡Se necesita un supervibrador subatómico antiextraterrestre! —dijo a la camarera—. Es lo único que puede vencerles.
La respuesta de la muchacha, si la hubo, no fue escuchada y ha quedado sin registrar.
Tuvo que dejar de pensar mientras comía, desde luego, pero pensó en voz alta durante todo el camino a su casa. Una vez llegado a sus habitaciones, desconectó la señal (una bombilla roja en lugar de la acostumbrada campanilla), de modo que ninguno de los inquilinos pudiera interrumpirle para darle cuenta de una inoportuna gotera o de un frigorífico recalcitrante, y empezó a construir un supervibrador subatómico antiextraterrestre.
—Usaremos este motor fuera borda para la energía —dijo, llevando las palabras a la acción—. Sólo que sin la hélice y con una dinamo para producir la corriente directa a… ¿cuántos voltios?
Y cuando hubo calculado eso, aumentó el voltaje con un transformador y luego lo derivó a una bobina de alta tensión y siguió construyendo e inventando.
Sólo una vez se encontró con una seria dificultad. Y fue cuando comprendió que necesitaba una membrana vibrátil de unos veinte centímetros de diámetro. No tenía nada en su taller que pudiera servirle para aquel fin, y como ya eran las ocho de la noche y todas las tiendas estaban cerradas, estuvo a punto de dejarlo para el día siguiente.
Sin embargo, el Ejército de Salvación le salvó, cuando pensó en su existencia. Salió fuera y caminó arriba y debajo de la calle Clar, hasta que una muchacha del Ejército de Salvación se acercó para hacer su acostumbrado recorrido por las tabernas. Tuvo que ofrecer hasta treinta dólares a la causa antes de que ella aceptara separarse de su tambor; y fue una suerte que ella sucumbiera ante aquella cifra porque era todo el dinero que tenía. Además, si la muchacha no hubiera aceptado el trato, Oberdorffer se habría sentido tentado de coger el tambor y echar a correr, y aquello probablemente le habría llevado a una celda contigua a la de Pete. Era un hombre grueso, mal corredor y que se quedaba pronto sin aliento.
Pero el tambor resultó ser exactamente lo que necesitaba. Una vez que cubriera el parche con una ligera capa de limaduras de hierro magnetizado y lo colocara entre el tubo catódico y la sartén de aluminio que servía de rejilla, no sólo filtraría todos los rayos delta que no eran necesarios sino que la vibración de las limaduras (cuando el motor fuera borda estuviera en marcha) proporcionaría la prevista fluctuación en la inductancia.
Por fin, una hora más tarde de la hora en que solía acostarse, Oberdorffer soldó la última conexión y dio un paso atrás para contemplar su obra maestra. Suspiró con satisfacción. Estaba bien. Tenía que funcionar.
Se aseguró de que la ventanilla situada encima de la puerta estuviera abierta por completo. Las vibraciones subatómicas debían salir al exterior, o sólo tendrían efecto dentro de la habitación. Pero una vez libres rebotarían en la ionosfera y, al igual que las ondas de radio, darían la vuelta al mundo en cuestión de segundos.
Comprobó que había gasolina en el tanque del motor fuera borda, enrolló la cuerda en el volante, se preparó para tirar del cordón… y entonces vaciló. Durante toda la noche había tenido la visita ocasional de los marcianos, pero ahora no había ninguno presente. Prefería esperar hasta que hubiera uno por allí antes de poner en marcha la máquina, a fin de poder comprobar en el acto si había tenido éxito.
Pasó a la otra habitación y sacó una botella de cerveza de la nevera. La llevó al taller, se sirvió un vaso y esperó. En alguna parte un reloj dio la hora, pero Oberdorffer, que era sordo, no lo oyó.
Un marciano se hallaba ahora sentado encima del supervibrador subatómico antiextraterrestre. Oberdorffer dejó el vaso, extendió la mano y tiró de la cuerda. El motor giró y se puso en marcha; la máquina empezó a funcionar.
Al marciano no pareció ocurrirle nada.
—Hacen falta unos minutos para que suba el potencial —explicó Oberdorffer, más a sí mismo que al marciano.
Se volvió a sentar y cogió el vaso de cerveza. Bebió un sorbo y miró a la máquina, esperando que pasaran aquellos minutos.
Eran aproximadamente las once y cinco, hora de Chicago, de la noche del 19 de agosto, un miércoles.