La Bolsa había cerrado el día del discurso de Ishurti, al mediodía.
Volvió a cerrar de nuevo al mediodía del 6 de agosto, el día siguiente, pero por una razón distinta; cerraba por un período indefinido como resultado de una orden dictada por el presidente de la nación. Los valores habían abierto aquella semana a una fracción de los precios del día anterior (que a su vez no eran más que una fracción de sus precios premarcianos), no encontraban compradores y descendían rápidamente. La orden presidencial detuvo el mercado, mientras algunos valores valían al menos el papel en que estaban impresos.
En una medida aún más radical, publicada aquella misma tarde, el gobierno decidió una reducción del noventa por ciento en las fuerzas armadas. En una conferencia de prensa, el presidente admitió la desesperación que les impulsaba a tal decisión; aumentaría de un modo extraordinario el número de parados, pero sin embargo la medida era necesaria, ya que el gobierno estaba prácticamente en quiebra, y era más barato mantener a un hombre con el subsidio de paro. Las demás naciones efectuaban reducciones similares.
E igualmente, a pesar de las reducciones, todas vacilaban al borde de la quiebra. Cualquier Estado establecido habría sido presa fácil para una revolución, salvo por el hecho de que ni siquiera el más fanático de los revolucionarios deseaba el poder en aquellas circunstancias.
Castigado, burlado, perseguido, impotente, maniatado, mortificado y sacrificado, el hombre de la calle miraba con sincero horror hacia un odioso futuro, y deseaba con ansia la vuelta a los buenos tiempos, cuando sus únicas preocupaciones eran la muerte, los impuestos y la bomba de hidrógeno.