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Era el quinto día de agosto del año 1964. Unos cuantos minutos antes de la una de la tarde en Nueva York. Aquel día iba a ser quizá el momento crucial.

Yato Ishurti, secretario general de las Naciones Unidas, estaba sentado, solo, en un pequeño estudio de Radio City. Preparado y expectante. Lleno de esperanzas y de temores.

El micrófono de laringe ya estaba colocado. Llevaba tapones en los oídos para impedir cualquier distracción una vez empezara a hablar. Y también cerraría los ojos en el mismo instante en que el hombre de la sala de control le indicara que la emisión estaba en marcha, para no sufrir tampoco distracciones visuales.

Recordando que el pequeño micrófono aún no estaba conectado, tosió ligeramente mientras contemplaba la pequeña ventana de cristal y al hombre que estaba detrás de ella.

Iba a hablar a la mayor audiencia que nunca oyera la voz de un solo hombre. Excepto unos cuantos salvajes y los niños demasiado pequeños para hablar o comprender, casi todos los seres humanos de la Tierra le escuchaban, ya fuese directamente o a través de un traductor.

Aunque apresurados, los preparativos habían sido completos. Todos los gobiernos de la Tierra habían cooperado, y todas las emisoras del mundo recogerían su discurso para retransmitirlo de inmediato, al igual que todos los barcos que surcaban los mares.

Debía recordar la necesidad de hablar con lentitud y de hacer una pausa al final de cada frase, para que miles de traductores que debían transmitir la emisión en los países de habla extranjera pudieran seguir su discurso.

Incluso las tribus de los países más primitivos podrían oírle; se habían hecho todos los preparativos posibles para que los nativos oyeran las traducciones locales cerca de los aparatos receptores. En las naciones civilizadas todas las fábricas y oficinas que no habían cerrado a causa de la depresión interrumpirían el trabajo para que los empleados se reunieran alrededor de las radios y los altavoces públicos; las personas que se hallaban en sus casas y no tenían radio, debían acudir a las casas de los vecinos que las tuvieran.

Podía decirse que cerca de tres mil millones de personas le escucharían. Y también, cerca de mil millones de marcianos.

Si tenía éxito seria el hombre más famoso… Pero Ishurti apartó su mente con rapidez de aquella idea egoísta. Debía pensar en la humanidad, no en sí mismo. Si conseguía el éxito, se retiraría en el acto para que nadie pudiera acusarle de intentar obtener beneficios de su éxito.

Si fracasaba… Pero tampoco debía pensar en eso.

Ningún marciano parecía estar presente en el estudio, ni tampoco en la parte de la sala de control que podía distinguir a través de la pequeña ventana.

Volvió a toser, ya en el último instante. Vio cómo el hombre en la sala de control cerraba un contacto y luego le hacía una señal.

Yato Ishurti cerró los ojos y empezó a hablar:

—Pueblos de todo el mundo, os hablo a vosotros y a través de vosotros a nuestros visitantes de Marte. Principalmente me dirijo a ellos. Pero es necesario que vosotros también me escuchéis, de modo que cuando haya terminado podáis responder a una pregunta que os haré.

»Marcianos, cualesquiera que sean vuestras razones, no nos habéis confiado el porqué de vuestra presencia entre nosotros. Es posible que seáis seres malignos y perversos, y que nuestro dolor sea vuestra alegría. Es posible que vuestra psicología, vuestra forma de pensar, sea tan distinta de la nuestra que no podamos comprender vuestros motivos, aunque tratéis de explicarlos.

»Pero yo no creo ninguna de esas cosas. Si realmente sois lo que parecéis o pretendéis ser, vengativos y perturbadores, habríamos observado, al menos en alguna ocasión, como peleabais o discutíais entre vosotros. Pero eso nunca ha sido visto ni oído.

»Marcianos, tratáis de engañarnos, pretendiendo ser lo que no sois.

A través de toda la Tierra hubo un suspiro reprimido, cuando la gente se movió.

Ishurti continuó:

—Marcianos, tenéis un propósito oculto para hacer lo que hacéis. A menos que vuestra razón esté más allá de mi comprensión, a menos que vuestros propósitos estén fuera de la lógica humana, debe tratarse de una de dos alternativas.

»Puede que vuestro propósito sea benigno; que hayáis venido para nuestro bien. Sabíais que estábamos divididos, odiándonos los unos a los otros, luchando y siempre al borde de la guerra final. Puede que hayáis visto que, siendo como somos, sólo podríamos unirnos en una causa común, y un odio común que trascienda nuestros odios fraternales, que ahora parecen tan ridículos que resultan difíciles de recordar.

»O también es posible que vuestro propósito sea menos benevolente, si bien tampoco antagónico. Es posible, que, sabiendo que estamos, o estábamos, en el umbral de los viajes interplanetarios, no queráis que vayamos a Marte.

»Puede que en Marte seáis corpóreos y vulnerables, y que por lo tanto tengáis miedo de nuestra raza; temáis que intentemos conquistaros, ya sea pronto o dentro de muchos siglos. O sencillamente os disgustamos, sobre todo porque nuestros programas de radio no os hayan complacido, y no queráis nuestra compañía en vuestro planeta.

»Si una de estas razones básicas es la verdadera, y yo creo firmemente que una de ellas lo es, sabéis que el decirnos que nos portáramos bien o que no nos acercásemos a Marte sólo serviría para que hiciéramos lo contrario, en vez de aceptar vuestra sugerencia. Queríais que nosotros lo comprendiéramos por nosotros mismos y que voluntariamente hiciéramos lo que deseáis.

»¿Es tan importante que sepamos o adivinemos cual de estos dos propósitos básicos es el verdadero? Sea como fuere, ahora os demostraré que ya lo habéis conseguido.

»Hablo, y lo voy a demostrar, en nombre de todos los pueblos de la Tierra.

»Solemnemente juramos que hemos terminado para siempre nuestras luchas fraticidas. Juramos que nunca, nunca, enviaremos una sola nave espacial a vuestro planeta, a menos que algún día nos invitéis a ello, y creo que aun entonces nos costará aceptar esa invitación.

Ishurti concluyó solemnemente:

—Y ahora, la prueba: pueblos de la Tierra, ¿estáis a mi lado en estos dos juramentos? Si lo estáis, demostradlo ahora, allí donde os encontréis, ¡afirmándolo con vuestra más potente voz! Pero, a fin de que vuestros traductores puedan llegar a este punto de mi discurso, os ruego que esperéis, hasta que os dé la señal diciendo… ¡Ahora!

—¡YES!

—¡SÍ!

—¡OUI!

—¡DAH!

—¡HAY!

—¡JA!

—¡SIM!

—¡JES!

—¡NAM!

—¡SHI!

—¡LAH!

Y miles de otros vocablos significando «sí» salieron simultáneamente de la garganta y del corazón de todos los seres humanos que escuchaban la emisión. Ni un solo «no» entre todas aquellas voces.

Fue el ruido más potente jamás producido. Comparado con él, la explosión de la bomba H parecería la caída de una aguja, y la erupción del Krakatoa el más débil de los susurros.

No cabía duda de que todos los marcianos sobre la Tierra habían tenido que oírlo. Si existiera atmósfera entre los dos planetas para llevar el sonido, los marcianos que había en Marte lo habrían oído.

A través de los tapones de los oídos, y en el interior de un estudio insonorizado, Yato Ishurti lo oyó. Y sintió cómo todo el edificio vibraba con el inmenso impacto sonoro.

No pronunció ni una sola palabra más después de aquella espléndida afirmación. Abrió los ojos e hizo una señal al hombre de la sala de control. Suspiró profundamente después de ver cómo se cerraba el contacto, y se quitó los tapones de los oídos.

Se puso en pie, emocionalmente exhausto, y caminó despacio hacia la pequeña antesala situada entre el estudio y los grandes salones, deteniéndose un momento para recobrar la compostura antes de enfrentarse con los miembros de su séquito.

Se volvió y por casualidad vio su imagen reflejada en un espejo colgado de la pared. Vio al marciano sentado con las piernas cruzadas sobre su cabeza, sus miradas se cruzaron en el espejo, vio su mueca de burla y oyó como decía:

—Vete a…, Mack.

Sabía que debía hacer lo que había venido preparado a cumplir en caso de fracaso. Sacó del bolsillo el cuchillo ceremonial y lo extrajo de la vaina. Luego se sentó en el suelo en la forma prescrita por la tradición. Habló brevemente con sus antepasados. Realizó el breve ritual preliminar, y entonces con el cuchillo…

Dimitió de su puesto como secretario general de las Naciones Unidas.