Luke Deveraux se despertó, estiró los brazos y bostezó, sintiéndose feliz y tranquilo en su tercera mañana de vacaciones después de terminar El sendero del desierto. Unas vacaciones bien merecidas, tras cinco semanas de intenso trabajo. El libro probablemente le produciría más dinero que ninguno de los que había escrito hasta entonces.
No sentía ninguna preocupación por su próxima novela. Ya tenía decididos los puntos principales del argumento, y de no ser porque Margie insistía en que debía tomarse unas vacaciones, con toda probabilidad ya tendría escritos uno o dos capítulos. Estaba deseoso de volver a aporrear el teclado.
Bien; había aceptado el trato de tomarse unas vacaciones si Margie le acompañaba, y aquello las convertía en una segunda y casi perfecta luna de miel.
¿Casi perfecta?, se preguntó. Y se dio cuenta de que su mente rehuía la pregunta. Si no era perfecta, tampoco quería saber por qué.
Pero, ¿por qué no quería saberlo? Aquello significaba alejarse sin más de la pregunta principal, si bien resultaba todavía vagamente inquietante.
«Estoy pensando», reflexionó. Y no debería hacerlo, porque esa clase de ideas podían estropearlo todo. Quizás era por eso por lo que había trabajado tan intensamente en su novela, para evitar pensar. Pero, ¿evitar pensar en qué? Su mente volvió a rechazar la idea.
Se despertó del todo y entonces recordó. Los marcianos. Tenía que enfrentarse con el hecho que trataba de evitar, el hecho de que todo el mundo seguía viéndolos y él no. De que estaba loco —y él sabía que no lo estaba— o de que lo estaban todos los demás.
Ninguna de las dos premisas parecía lógica, y sin embargo una de las dos tenía que ser cierta. Desde que viera a su último marciano cinco semanas atrás había evitado pensar en aquello, porque el pensar en una paradoja tan horrible le volvería loco como lo estaba antes y empezaría a ver a los…
Lleno de horror, abrió los ojos y miró a su alrededor. Ningún marciano. Desde luego que no; los marcianos no existían. No sabía por qué estaba tan seguro de ese hecho, pero lo estaba. Tan seguro como de que ahora se hallaba en plena posesión de sus facultades mentales.
Se volvió para mirar a Margie. Aún dormía tranquilamente, el rostro inocente como el de una niña, su hermoso cabello dorado extendido sobre la almohada. La sábana había resbalado, mostrando el tierno pezón rosado que coronaba la suave redondez del seno. Luke se apoyó en un codo, se inclinó hasta besarlo, con gran suavidad a fin de no despertarla, ya que la tenue luz procedente de la ventana le decía que aún era temprano, sin duda poco después del amanecer. Y también para no despertar su propio deseo, pues durante el último mes había aprendido que ella no quería saber nada de él durante el día en ese aspecto. Sólo por la noche, y llevando esas malditas cosas en los oídos, de modo que no podía hablar con su esposa. Malditos marcianos. Bueno, después de todo aquélla era su segunda luna de miel, no la primera; además tenía treinta y siete años y no muchas ambiciones por la mañana.
Se volvió a tender en la cama y cerró los ojos, aunque sabía que no podría volver a dormirse. Y no se durmió. Unos diez minutos más tarde, se halló más despierto, de manera que se deslizó en silencio de la cama y se vistió. Faltaban pocos minutos para las seis y media, pero podía dar un paseo por los jardines hasta que fuese más tarde. Así Margie podría dormir en paz cuanto quisiera.
Cogió los zapatos y salió al vestíbulo de puntillas, cerrando la puerta con cuidado a sus espaldas. Se sentó en el último peldaño de la escalera y se puso los zapatos.
Ninguna de las puertas exteriores del sanatorio se cerraba por la noche; los pacientes recluidos —menos de la mitad— lo estaban en habitaciones particulares, bajo la vigilancia directa de un enfermero. Luke salió por una de las puertas que daba a los jardines.
En el exterior la mañana era clara y brillante, pero un poco fresca. Hasta en los primeros días de agosto puede hacer frío en un amanecer de California. Luke se estremeció, deseando haberse puesto un suéter debajo de su chaqueta de deporte. Pero el sol brillaba con fuerza y pronto dejaría de hacer fresco. Si caminaba con rapidez se sentiría bien.
Se dirigió hacia la valla y luego continúo en sentido paralelo a ella. La valla era de madera roja, de unos dos metros de alto. No había ningún alambre en la parte superior, y cualquier persona un poco ágil, incluyendo a Luke, podría saltarla con facilidad; constituía más un indicador de límite que una barrera.
Por un instante sintió la tentación de franquearla y andar en libertad durante media hora; luego decidió que sería mejor no hacerlo. Si lo veían, tanto al marchar como al volver, el doctor Snyder podría sentirse preocupado y limitar sus privilegios. El doctor Snyder era una persona que se preocupaba mucho de las cosas. Además, los jardines eran muy extensos; podía caminar mucho rato por dentro de ellos.
Continúo andando, siguiendo la valla. Llegó hasta la primera esquina y se volvió. Vio que no estaba solo, que no era el único que había madrugado aquella mañana. Un hombre pequeño, con una gran barba negra y cuadrada, se hallaba sentado en uno de los bancos verdes esparcidos por los jardines. Llevaba gafas con montura de oro e iba elegantemente vestido hasta la punta de sus brillantes zapatos negros rematados en botines grises. Luke los miró con curiosidad; no creía que hubiera nadie que aún los usara. El hombre de la barba miraba inquisitivo por encima del hombro de Luke.
—Bonita mañana, ¿verdad? —dijo Luke.
Ya que se había detenido, hubiera sido descortés el no saludarle.
El otro hombre no le contestó. Luke se volvió y miró a sus espaldas, sin ver otra cosa que un árbol. Pero no vio nada de lo que generalmente uno contempla en un árbol. Ni un pájaro. Se volvió de nuevo, y el de la barba aún seguía mirando el árbol, sin fijarse en él ¿Estaría sordo? ¿O…?
—Perdone —dijo Luke.
Una horrible sospecha le invadió, al no recibir ninguna respuesta. Dio un paso adelante y le tocó en un hombro ligeramente. El hombre de la barba se estremeció un poco, extendió una mano y se frotó el hombro sin mirar a Luke.
¿Qué haría si lo arrancaba de su asiento a viva fuerza o le golpeaba?, se preguntó Luke. Pero en vez de ello extendió una mano y la pasó varias veces delante de los ojos del hombre. El otro parpadeó y se quitó las gafas, se frotó primero un ojo y luego el otro, volvió a ponerse las gafas y siguió mirando al árbol.
Luke se estremeció y siguió caminando. «Dios mío —pensó—, no puede verme ni oírme; no cree que yo esté aquí. Del mismo modo que yo no creo… Pero, maldita sea, cuando le toqué él lo sintió, solo que… ceguera histérica. Me lo explicó el doctor Snyder cuando le pregunté por qué, dado que no veía a los marcianos, no podría ver al menos alguna mancha que mi vista no pudiera atravesar. Y él me explicó que yo…, al igual que ese hombre…».
Había otro banco por allí cerca y Luke se sentó, volviéndose a mirar al de la barba, que seguía sentado en su banco, a unos veinte metros de distancia. Todavía sentado, todavía mirando al árbol.
«¿Mirando algo que no existe? —se preguntó Luke—. ¿O algo que no existe para mí, pero sí para él? ¿Cuál de los dos tiene razón? Él piensa que yo no existo, y yo creo que sí; ¿cuál de los dos está en lo cierto sobre eso? Bueno, yo existo, eso es un hecho. Pienso, luego existo. ¿Pero cómo puedo saber que él está ahí? ¿Por qué no puede ser una creación de mi imaginación?».
Un estúpido solipsismo, el tipo de divagación a la que casi todo el mundo se entrega en la adolescencia y de la que luego se recobra. Sólo que uno vuelve a divagar cuando él y el resto de la gente empiezan a ver las cosas de un modo distinto, o empiezan a ver distintas cosas.
Pero no el tipo de la barba; no era más que un loco. No significaba nada. Sólo que quizás aquel pequeño encuentro había encaminado la mente de Luke hacia lo que podía ser el camino acertado.
La noche que se había emborrachado con Gresham, antes de que quedarse dormido, recibió la visita de un marciano, al que había maldecido. «Yo te inventé», recordaba haberle dicho.
¿Y si lo hizo en realidad? ¿Y si su mente, en medio de la borrachera, había reconocido algo que su mente sobria desconocía? ¿Y si el solipsismo no era estúpido? ¿Y si el Universo y todo lo que contenía era sencillamente producto de la imaginación de Luke Deveraux? ¿Y si él, Luke Deveraux, inventó a los marcianos la noche en que llegaron, cuando se encontraba en la cabaña de Carter Benson, en el desierto?
Luke se levantó del banco y empezó a caminar con rapidez, para conseguir que su mente se despejara. Se esforzó en recordar lo sucedido aquella noche. Antes de que llamaran a la puerta había tenido una idea para el argumento de la novela de ciencia ficción que trataba de escribir. Había estado pensando: ¿Qué sucedería si los marcianos…? Pero no podía recordar el resto de aquella idea. La llamada del marciano le había interrumpido.
¿O no fue así? ¿Y si, aunque su mente consciente no llegó a formular la idea con claridad, ésta ya se había concretado en su mente subconsciente?: «¿Qué sucedería si los marcianos fuesen hombrecillos verdes, visible, audibles, pero no tangibles, y si dentro de un segundo uno de ellos llamase a esa puerta y dijese: “Hola, Mack. ¿Es esto la Tierra?”». ¿Y si todo partiera de ese punto? ¿Por qué no?
Bueno, por una sencilla razón, él ya había imaginado otros argumentos —cientos de ellos, incluidos los cuentos cortos—, y ninguno se había convertido en realidad en el instante en que los pensó.
Pero, ¿y si aquella noche hubiera habido algo distinto en el ambiente que le rodeaba? Sí, aquello parecía más posible, algo había ocurrido en su cerebro —fatiga mental o la preocupación de su fracaso como escritor—, en la parte de su mente que deslindaba lo real (el mundo ficticio que su mente de ordinario proyectaba a su alrededor) de la ficción, y que en aquel caso realmente sería una ficción dentro de otra ficción). Era lógico, por más ilógico que pareciera.
Pero, ¿qué había ocurrido entonces unas cinco semanas atrás, cuando dejó de creer en la existencia de los marcianos? ¿Por qué el resto de la gente —si el resto de la gente era también producto de la imaginación de Luke— seguía creyendo en algo en lo que el mismo Luke ya no creía, y que por lo tanto ya no existía?
Encontró otro banco y volvió a sentarse. Aquél era un problema difícil. ¿O no lo era? Su mente había recibido un terrible choque aquella noche. Sólo recordaba que tenía algo que ver con un marciano, pero por lo que le había hecho —lanzarlo temporalmente a un estado catatónico— debió de ser un golpe muy duro.
Y quizás aquel choque había desplazado a la creencia en los marcianos de su mente consciente, la mente que pensaba en este momento, sin eliminar de su subconsciente el error entre la ficción y la realidad, entre el universo real y el argumento para su novela.
Él no era un paranoico, tan solo un esquizofrénico. Parte de su mente —la parte consciente, pensante— no creía en los marcianos y sabía que no existían. Pero la parte más profunda, el subconsciente creador y sustentador de todas las ilusiones, no había recibido el mensaje del ser consciente. Todavía aceptaba a los marcianos como algo real, y por lo tanto también lo hacían los demás seres de su imaginación, los seres humanos.
Excitado, se levantó y empezó a caminar de nuevo con rapidez. Entonces todo era fácil. Todo lo que tenía que hacer era lograr que su subconsciente comprendiera la realidad. Le parecía absurdo mientras lo hacía, pero subvocalizó para sí mismo:
—Eh, entérate de que no hay marcianos. Los demás tampoco deberían verlos.
¿Lo habría conseguido? ¿Por qué no, si de verdad tenía la respuesta adecuada a su problema? Luke se sentía seguro de haber encontrado la solución.
Se halló en un rincón apartado de los jardines y dio la vuelta para regresar a la cocina. El desayuno ya debía estar preparado y quizá le sería posible colegir por los actos de los demás si todavía veían y oían a los marcianos.
Miró su reloj y vio que eran las siete y diez. Todavía faltaban veinte minutos para la primera llamada del desayuno, pero había una mesa y sillas en la cocina donde, después de las siete, los madrugadores podían tomar café antes del desayuno corriente.
Entró por la puerta trasera y miró a su alrededor. El cocinero parecía muy ocupado en los fogones; un asistente preparaba una bandeja para uno de los enfermos recluidos. Las dos auxiliares de clínica, que también servían de camareras en el turno de la mañana, no estaban allí; probablemente estaban preparando las mesas en el comedor.
Dos pacientes tomaban café en la mesa de la cocina; se trataba de dos mujeres de mediana edad, una en albornoz y la otra en bata.
Todo parecía pacífico y tranquilo, sin señales de excitación. Él no podría ver a los marcianos, si es que había alguno por allí, pero podría darse cuenta, por las reacciones de los demás, de si éstos los veían. Tendría que estar atento a cualquier prueba indirecta.
Se sirvió una taza de café, la llevó a la mesa y se sentó en una silla cercana.
—Buenos días, señora Murcheson —dijo a una de las dos mujeres, a la que conocía; Margie se la había presentado el día anterior.
—Buenos días, señor Deveraux —contestó la mujer—. ¿Y su esposa? ¿Aún duerme?
—Sí. Me levanté temprano para dar un paseo. Hermosa mañana.
—Así parece. Le presento a la señora Randall; el señor Deveraux, por si no se conocen todavía.
Luke murmuró una fórmula cortés.
—Encantada, señor Deveraux —dijo la otra señora—. Si ha estado por los jardines quizá podrá decirme dónde se encuentra mi esposo, para que no tenga que buscarle por todas partes.
—Sólo vi a una persona —repuso Luke—. ¿Un hombre con una barba cuadrada?
Ella asintió y Luke continuó:
—Está muy cerca de la esquina norte. Sentado en uno de los bancos y mirando a un árbol.
La señora Randall suspiró.
—Probablemente pensando en su gran discurso. Esta semana se cree que es Ishurti, pobre hombre. —Retiró su silla—. Iré a decirle que el café ya está preparado.
Luke se levantó y abrió la boca para decirle que él mismo iría a buscarle. Pero luego recordó que el hombre de la barba no podía verle ni oírle, de modo que sería difícil entregarle el mensaje. Volvía a cerrar la boca y no dijo nada.
Cuando la puerta se cerró, la señora Murcheson apoyó una mano en su brazo.
—Una pareja tan agradable… —dijo—. Es una pena.
—Ella parece simpática —dijo Luke—. Yo… no llegué a hablar con su marido. ¿Acaso los dos están…?
—Sí, claro. Pero cada uno piensa que es el otro quién lo está. Cada uno cree que se encuentra aquí para cuidar del otro.
La señora Murcheson se acercó más.
—Pero yo tengo mis sospechas, señor Deveraux. Creo que ambos son espías que pretenden estar locos. ¡Espías venusianos!
Las eses fueron terriblemente sibilantes; Luke se echó hacia atrás, y con el pretexto de limpiarse el café de los labios se limpio también la cara.
El nombre de Ishurti le resultaba familiar, pero no podía recordar de qué se trataba. De pronto, pensó que se encontraría violento si la señora Randall traía a su esposo a la mesa mientras él aún seguía allí, de modo que terminó su café rápidamente y se excusó, diciendo que quería subir a ver si su esposa estaba ya despierta.
Logró evadirse en el último momento; los Randall ya atravesaban la puerta del jardín.
Ante la puerta de su habitación oyó como Margie se movía en el interior. Llamó con suavidad para no sobresaltarla y entró.
—¡Luke! —Ella le echó los brazos al cuello y le besó—. ¿Has ido a dar un paseo por el jardín?
Aún estaba medio desnuda, y el vestido que había dejado caer sobre la cama para recibirle completaría su atuendo.
—Hice eso y tomé una taza de café. Ponte el vestido y llegaremos a tiempo para el desayuno.
Se sentó en una silla contemplando cómo su esposa realizaba la acostumbrada serie de contorsiones comunes a todas las mujeres cuando se meten un vestido por la cabeza.
—Margie, ¿quién o qué es Ishurti?
Hubo un sonido ahogado en el interior del vestido y luego apareció la cabeza de Margie, mirándole un poco incrédula mientras acababa de vestirse.
—Luke, ¿es que no has leído los periódicos…? No, claro. Pero de cuando los leías, deberías recordar a Ishurti, a Yato Ishurti.
—Ah, sí, ya me acuerdo.
Los dos nombres juntos le hicieron recordar quién era el hombre.
—¿Ha salido mucho en los periódicos últimamente?
—¿Si ha salido mucho? Sale todos los días. Durante los tres últimos días ha sido la gran noticia. Mañana pronunciará un discurso por radio, dirigido a todo el mundo; quieren que todos lo escuchen, y los periódicos hablan de ello desde que se supo la noticia.
—¿Un discurso por radio? Creía que los marcianos solían interrumpirlos.
—Ya no pueden hacerlo, Luke. Es algo en lo que les hemos vencido, por fin. La radio utiliza ahora un nuevo tipo de micro de garganta, en el que no pueden interferir los marcianos. Esa fue la sensación hace cosa de una semana, antes del anuncio del discurso de Ishurti.
—¿Cómo funciona? Me refiero al micrófono.
—En realidad no capta los sonidos. No estoy muy bien enterada, de modo que no conozco todos los detalles, pero el micro puede captar directamente las vibraciones de la laringe del orador y transformarlas en ondas de radio. Ni siquiera es necesario que hable en voz alta; sólo con que…, ¿cuál es la palabra?
—Subvocalice —dijo Luke, recordando su reciente experimento para hablar a su subconsciente en esa forma.
¿Habría conseguido algo? No había visto señales de marcianos por allí.
—¿De qué tratará el discurso?
—Nadie lo sabe, pero todos piensan que de los marcianos, porque ¿de qué otra cosa querría hablar Ishurti a todo el mundo en estos momentos? Hay rumores, aunque nadie sabe si son verdad o mentira, de que uno de los marcianos ha establecido por fin un contacto lógico con él, y le ha hablado de las condiciones que los marcianos imponen para volver a su casa. Parece posible, ¿no crees? Deben de tener un jefe, ya sea un rey o un dictador, o un presidente, o como ellos le llamen. Y si querían presentar un ultimátum, ¿no te parece que Ishurti es el hombre más adecuado?
Luke consiguió reprimir la sonrisa que asomaba a sus labios y asintió de modo casual. Qué desilusión iba a llevarse Ishurti al día siguiente…
—Margie, ¿cuándo viste a un marciano por última vez?
Ella le dirigió una mirada un poco rara.
—¿Por qué Luke?
—Oh…, por nada. Sólo quería saberlo.
—Pues… en este momento hay dos de ellos en la habitación.
—Ah…, —dijo él.
No había dado resultado.
—Ya estoy lista. ¿Nos vamos?
Ya estaban sirviendo el desayuno. Luke comió sin apetito, sin probar el jamón y los huevos. ¿Por qué no había dado resultado? ¡Maldito subconsciente! ¿Acaso no podía oírle cuando subvocalizaba? ¿O es que no le creía?
De pronto, Luke comprendió que tenía que marcharse a algún sitio. Aquel lugar, y quizá sería mejor que se enfrentara con el hecho de que se trataba de un manicomio, aunque le llamaran sanatorio, no era el adecuado para resolver un problema como el suyo. Y aunque la presencia de Margie era maravillosa, no dejaba de ser una distracción.
Se hallaba solo cuando inventó a los marcianos; tendría que volver a estar solo para exorcizarlos. Solo y lejos de todo. ¿La cabaña de Carter Benson? Desde luego. ¡Allí había empezado todo!
Claro que en agosto haría un calor infernal, pero por esa misma razón podía tener la seguridad de que no encontraría a Carter en la cabaña. De modo que no tendría que pedirle permiso; así su amigo no sabría que se encontraba allí, y no podría delatarle si empezaban a buscarle. Margie no conocía aquel lugar; nunca habían hablado de ello.
Tendría que trazar sus planes cuidadosamente. Era demasiado pronto para fugarse porque el banco no abría hasta las nueve y tenía que detenerse allí para sacar dinero de su cuenta. Gracias a Dios, Margie había depositado el cheque en una cuenta conjunta y le había traído la ficha para registrar su firma. Tendría que retirar varios cientos de dólares para poder comprar un coche usado, no había otro medio de llegar a la cabaña de Benson. Y Luke había vendido su coche antes de dejar Hollywood.
Lo vendió sólo por ciento cincuenta dólares, cuando unos meses antes —cuando aún gustaban los viajes de placer— quizás habría conseguido quinientos. Bien, eso quería decir que ahora podría comprar otro por poco dinero; quizá por menos de cien dólares. O podría escoger un coche lo bastante bueno para llevarle hasta la cabaña y permitirle realizar viajes a Indio cuando necesitara provisiones, si es que iba a pasar allí algún tiempo hasta que consiguiera su propósito.
—¿Te pasa algo, Luke?
—No. Nada en absoluto.
Pensó que ahora era el momento de empezar a preparar el terreno para su huida.
—Sólo que me encuentro un poco nervioso. No he podido dormir en toda la noche; no creo que haya pegado los ojos más de un par de horas.
—Deberías subir a la habitación para tenderte un rato, querido.
Luke hizo ver que vacilaba.
—Bueno…, quizás un poco más tarde. Si empiezo a sentir sueño. En este momento me siento embotado y nervioso, pero dudo que pueda dormir.
—De acuerdo. ¿Qué te parece que hagamos?
—¿Qué opinas de unas cuántas partidas de badmington? Es posible que eso me canse lo bastante para poder dormir unas horas.
Hacía un poco de viento para que el badminton resultara agradable, pero jugaron durante una media hora —hasta las ocho y media— y luego Luke bostezó y dijo que tenía sueño.
—Será mejor que subas conmigo —sugirió—. Así podrás llevarte lo que necesites de la habitación, y luego podrás dejarme tranquilo hasta la hora de comer, si es que puedo dormir hasta entonces.
—Ya puedes ir, querido. No necesito nada. Te prometo que no te molestaré hasta las doce.
Él la besó brevemente, deseando que el beso pudiera ser más largo, ya que quizá no volvería a verla durante algún tiempo, y se fue a la habitación.
Se sentó primero frente a la máquina de escribir y le dejó una nota diciendo que la amaba mucho, pero que tenía algo muy importante que llevar a cabo, y que no se preocupara porque no tardaría en volver.
Luego buscó el bolso de Margie y cogió el dinero suficiente para pagar un taxi, si es que lo encontraba. Ahorraría tiempo si podía hacerlo, pero aunque tuviera que recorrer todo el camino a pie llegaría al banco a eso de las once, y aún le quedaría mucho tiempo.
Luego miró por la ventana para ver si podía distinguir a Margie en el jardín, pero no la vio. Probó con la ventana del otro extremo del pasillo y tampoco pudo verla desde allí. Pero cuando bajaba las escaleras escuchó su voz que salía de la puerta abierta del despacho del doctor Snyder.
—… No estoy preocupada, pero me pareció que sus palabras eran algo extrañas. De todos modos, no creo que…
Luke salió en silencio por una puerta lateral y caminó por el jardín hasta un rincón donde un bosquecillo ocultaba la valla de la vista de los edificios. El único peligro era que alguien, al otro lado de la valla le viera franquearla y telefoneara a la policía o al sanatorio.
Pero nadie le vio.