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Efectivamente, el Frente Psicológico Antimarciano funcionaba a toda velocidad, aunque todavía ahora, a mediados de julio, casi cuatro meses después de la Llegada, sin llegar a ninguna parte, en apariencia.

Pertenecían a él casi todos los psicólogos y psiquiatras de Estados Unidos. Y en todos los países se habían formado organizaciones similares. Todas esas organizaciones informaban sobre sus descubrimientos y teorías (desgraciadamente más teorías que descubrimientos) a un departamento especial de las Naciones Unidas —montado a toda prisa con ese objeto—, denominado Oficina Coordinadora de la Defensa Psicológica, cuya principal misión consistía en la traducción y distribución de los informes recibidos. Sólo la sección de traducciones ocupaba tres enormes edificios y daba empleo a miles de políglotas.

La afiliación al Frente y a las demás organizaciones similares era voluntaria y sin remuneración. Pero casi todos los que reunían las necesarias condiciones eran miembros, y la falta de remuneración no tenía mucha importancia, ya que todos los psicólogos y psiquiatras que podían conservar su sano juicio estaban ganando mucho dinero.

Desde luego no se celebraban grandes asambleas: una multitud de psicólogos resultaba tan poco práctica como cualquier otro numeroso grupo de personas con otro objetivo. Grandes contingentes de personas reunidas significaban también un gran número de marcianos, y el volumen de la interferencia hacía imposible el intercambio de ideas. La mayoría de los miembros del Frente trabajaban solos y enviaban sus informes por correo, recibían montones de informes de otros psicólogos y los ponían a prueba en sus pacientes siempre que las nuevas ideas parecieran interesantes.

Quizá progresaban, en cierto modo; al menos no había tantas personas que se volvieran locas. Pero también era posible que se debiera a que, como decían algunos, casi todas las personas incapaces de soportar a los marcianos ya habían hallado una forma de evasión en la locura.

Otros atribuían ese avance a los consejos cada vez más acertados que los psicólogos podían dar a los que aun se mantenían cuerdos. La incidencia del nivel de locura había descendido, decían, cuando se llegó a aceptar que era mucho más seguro tratar de ignorar a los marcianos hasta cierto punto. Era conveniente maldecirlos e irritarse con ellos de vez en cuando. De otro modo la presión iba en aumento en las mentes, como el vapor aumenta de presión dentro de una caldera sin válvula de seguridad, y entonces no se tardaba mucho en reventar.

Y también se atribuía el avance al consejo, igualmente razonable, de que no se tratase de ganar la amistad de los marcianos. Al principio muchas personas lo intentaron, y se cree que el mayor porcentaje de víctimas mentales fue entre ese grupo. Hubo muchísimos hombres y mujeres de buena voluntad que lo probaron aquella primera noche; algunos siguieron probando durante bastante tiempo. Unos pocos que debían de ser santos y personas de una serenidad maravillosa, nunca dejaron de intentarlo.

Sin embargo, sus esfuerzos eran inútiles porque los marcianos se movían mucho. Ningún marciano se quedaba mucho tiempo en un mismo sitio o en contacto con la misma persona, familia o grupo. Quizá fuese posible, aunque parece improbable, que un humano de extrema paciencia pudiera llegar a entablar relaciones amistosas con un marciano y se ganase su confianza, si ese ser humano tuviera la oportunidad de un largo contacto con un marciano dado.

Pero ningún marciano era dado, en ese sentido. Al rato, a la hora, o como mucho al cabo de un día, aquel hombre de buena voluntad se hallaba volviendo a empezar con otro marciano distinto. En realidad, las personas que trataban de mostrarse amables con ellos se encontraban cambiando de marcianos con más frecuencia que aquellos que los maldecían a cada momento. Las personas amables les aburrían. Los conflictos y las discusiones eran su pasión; adoraban las peleas.

Muchos de los psicólogos preferían trabajar en pequeños grupos, en secciones. Especialmente aquellos que, como miembros del Frente Psicológico, estudiaban o trataban de estudiar la sicología de los marcianos. Hasta cierto punto es una ventaja el tener marcianos cerca cuando uno los estudia o habla de sus peculiaridades.

Era a una de esas secciones, un grupo de seis científicos, a la que pertenecía el doctor Snyder. Aquella misma tarde iban a celebrar una reunión. Puso papel en la máquina de escribir; sus notas ya estaban preparadas. Hubiera querido presentar un informe oral; le gustaba hablar, mientras que el tener que mecanografiar su informe le resultaba odioso. Pero siempre existía la posibilidad de que la interferencia de los marcianos hiciera imposible un discurso coherente y obligase a que el informe fuese dado a conocer en su forma escrita. Si los miembros de la sección aprobaban su informe, éste sería pasado a un organismo superior para su detenido estudio; quizá hasta se publicase. Y el doctor Snyder no tenía ninguna duda de que su informe merecería ser publicado.