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—Es el caso más extraño de toda mi experiencia, señora Deveraux —dijo el doctor Snyder.

Se hallaba sentado detrás de su lujoso escritorio de caoba, en su magnífico despacho; era un hombre de mediana estatura, robusto, con agudos ojos azules en un rostro redondo de líneas suaves.

—Pero ¿por qué, doctor? —preguntó Margie Deveraux.

Se trataba de una joven muy bonita, sentada ahora muy recta en un sillón pensado para inclinarse. Alta y esbelta, con cabellos dorados y ojos de un azul brillante.

—Usted ha dicho que puede diagnosticarlo como paranoia —insistió.

—Con ceguera y sordera histérica hacia los marcianos, en efecto. No quiero decir que el caso sea complicado, señora Deveraux. Pero su esposo es el primer y único paranoico, de los que he tratado, que se encuentra diez veces mejor, con un equilibrio mental diez veces más estable que si estuviera cuerdo. Yo le envidio. Y dudo que deba intentar curarle.

—Pero…

—Luke, le conozco ya lo bastante bien para llamarlo por su nombre, ya lleva una semana aquí. Se encuentra muy a gusto entre nosotros, aunque con mucha frecuencia solicite verla a usted, y trabaja con entusiasmo en esa novela del Oeste. Ocho o diez horas cada día. Ya ha terminado cuatro capítulos; los he leído y son excelentes. Me gustan las novelas del Oeste y leo varias cada semana, de manera que creo poder juzgar con cierto conocimiento de causa. No es un trabajo vulgar y adocenado. Se trata de una obra excelente, a la altura de las mejores de Zane Grey, Luke Short, Haycox y el resto de primeras figuras en el tema. Conseguí encontrar un ejemplar de Infierno en Eldorado, la otra novela que escribió Luke hace años… ¿Fue antes de que se casaran?

—Mucho antes.

—La he leído. La que escribe ahora es mucho mejor. No me sorprendería que llegase a ser un bestseller, o al menos tan alto en la lista de calificaciones como pueda llegar una novela del Oeste. Pero tanto si obtiene ese renombre como si no, no hay duda de que se convertirá en uno de los clásicos del tema. Por lo tanto, si le curo de su obsesión, su obsesión puramente negativa, de que no existen los marcianos…

—Comprendo. Nunca podrá terminar la novela, a menos que los marcianos le vuelvan loco de nuevo.

—Y le lleven otra vez, por pura casualidad, al mismo tipo de aberración mental. Una probabilidad entre un millón. ¿Acaso cree que será más feliz viendo y oyendo a los marcianos y encontrándose imposibilitado de escribir gracias a ellos?

—¿Sugiere por lo tanto que no se le cure?

—No lo sé. Estoy confuso, señora Deveraux. Faltaría a la ética profesional si tratara a un enfermo que puede ser curado sin hacer ningún esfuerzo para librarle de su enfermedad. Nunca he considerado tal idea, y no debería considerarla ahora. Sin embargo…

—¿Ha sabido algo de esos cheques?

—Sí. Telefoneé a su editor, el señor Bernstein. El de cuatrocientos dólares es una cantidad que éste le debía. Podemos hacer que Luke lo endose y lo ingresaremos en su cuenta para atender a sus gastos. Cobro cien dólares semanales por la estancia aquí; ese cheque bastará para pagar la semana pasada e incluso tres más si fuese necesario. Los…

—Pero, ¿y sus honorarios, doctor?

—¿Mis honorarios? ¿Cómo puedo cobrar, si ni siquiera intento curarle? Pero, hablando del otro cheque, el de mil dólares, ése es un adelanto sobre una futura novela del Oeste. Cuando le expliqué las circunstancias del caso al señor Bernstein, es decir, que Luke está definitivamente enajenado, pero trabajando bien y con rapidez en esa novela, se mostró muy escéptico. Creo que no tenía mucha confianza en mi capacidad como crítico literario. Me pidió que obtuviera el manuscrito de Luke, volviera a telefonearle a su costa y le leyera el primer capítulo por teléfono. Lo hice como me pedía; la conferencia debió costarle más de cien dólares, y se mostró entusiasmado. Me dijo que si el resto del libro mantenía aquella calidad, Luke ganaría posiblemente diez mil dólares, y quizá mucho más. Me dijo que desde luego Luke podía cobrar el cheque por el adelanto, y que si le hacía algo a Luke que le impidiera terminar la novela, vendría él personalmente con ánimo de fusilarme. No es que sus palabras tuvieran un sentido literal, desde luego; y aunque así fuera, eso no alteraría mi decisión de…

Extendió las manos en un gesto de confusión y un marciano apareció, sentándose en una de ellas; dijo:

—Vete a…, Mack.

Y volvió a desaparecer. El doctor Snyder suspiró.

—Trate de comprender, señora Deveraux. Aceptemos que diez mil dólares sea la cifra mínima que Luke obtenga por El sendero del desierto. Los cuatro capítulos que lleva escritos constituyen aproximadamente una cuarta parte del libro. Sobre esa base, ha ganado dos mil quinientos dólares durante la última semana. Si sigue escribiendo a esa velocidad, habrá ganado diez mil dólares en un mes. Y aun teniendo en cuenta que se tome vacaciones entre uno y otro libro, y el hecho de que en la actualidad está escribiendo a una velocidad extraordinaria como una reacción por todo el tiempo en que no le fue posible hacerlo, eso supone que en un año podrá ganar por lo menos cincuenta mil dólares. Posiblemente cien o doscientos mil si, como dijo el señor Bernstein, el libro es capaz de ganar «muchas veces» esa cifra mínima. El año pasado mis ingresos netos fueron de veinticinco mil dólares. ¿Y yo debo curarle?

Margie Deveraux sonrió.

—Creo que a mí también me asusta el pensar en eso. El mejor año que Luke ha tenido hasta ahora, el segundo de nuestro matrimonio, ganó doce mil dólares. Pero hay algo que no comprendo, doctor.

—¿Qué es?

—Por qué me ha hecho venir. Quiero ver a Luke, desde luego. Pero usted me dijo que sería mejor que no le viera, que eso podría perturbarle y quizá detener su obra creadora. No es que yo desee esperar ni un día más de lo imprescindible, pero si a la velocidad que está escribiendo puede terminar la novela dentro de tres semanas, ¿no le parece más prudente que esperemos hasta entonces? Para asegurarnos de que si cambia de nuevo, al menos tendrá ese libro terminado.

El doctor Snyder sonrió con tristeza.

—Me temo que no tenía otra alternativa, señora Deveraux. Luke se declaró en huelga.

—¿En huelga?

—Sí, esta mañana me dijo que no escribiría otra palabra de su novela hasta que yo la telefoneara y le pidiera que viniera a verle. Y estaba decidido a cumplir su palabra.

—¿Entonces ha perdido un día de trabajo?

—Oh, no. Sólo media hora, el tiempo necesario para que yo la llamara por teléfono. Se puso de nuevo ante la máquina de escribir cuando le dije que usted había prometido venir esta tarde. Creyó en mi palabra de honor.

—Me parece muy bien. Y ahora, antes de que vaya a verle, ¿tiene que darme algunas instrucciones, doctor?

—Trate de no discutir con él, en especial sobre su delirio. Si un marciano les interrumpe, recuerde que él no puede verles ni oírles. Y eso es completamente cierto; no finge en lo más mínimo.

—Y, desde luego, yo también debo tratar de ignorar la presencia de los marcianos… Pero ya sabe, doctor, que eso no siempre es posible. Si, por ejemplo, un marciano nos grita de repente al oído, cuando menos se espera…

—Luke sabe que hay otras personas que aún ven a los marcianos. No se extrañará de que usted parezca sobresaltada en algún momento. O si usted le pide que repita algo que acaba de decir, sabrá que es debido a que hay algún marciano que está gritando más fuerte de lo que él habla, es decir que usted piensa que hay un marciano que grita.

—Pero si un marciano hace un gran ruido mientras yo le hablo, doctor, ¿cómo es posible que Luke pueda oírme con gran claridad a pesar de ello, aunque su subconsciente no le deje percibir el ruido producido por el marciano? ¿O no podrá oírme?

—La oirá perfectamente. Ya he comprobado ese punto. Su subconsciente se limita a eliminar al marciano, separando los dos niveles sonoros por el tono, de modo que pueda oírla con claridad aunque usted esté susurrando y el marciano grite con toda la fuerza de sus pulmones. Es algo similar a lo que ocurre con los obreros que trabajan en fábricas y otros lugares muy ruidosos. También pueden mantener una conversación en tono normal por encima, o quizá diríamos mejor por debajo, del nivel sonoro del ambiente. Sólo que, en su caso, se debe a la larga práctica en vez de a la sordera histérica.

—Ya comprendo. Sí, veo claro cómo le es posible oír a pesar de la interferencia de los marcianos. ¡Pero tiene que verlos! Quiero decir que un marciano es completamente opaco. No comprendo cómo es posible ver a través de ellos, aunque no se crea en su existencia. Supongamos que un marciano se coloca entre él y yo cuando estamos hablando y él me mira. Puedo comprender que no vea al marciano, salvo quizá como una mancha de color, pero no es posible que pueda ver a través de él, y entonces tendrá que admitir que hay algo entre él y yo.

—Él aparta la vista. Es un mecanismo de defensa común en los casos de ceguera histérica especializada. Y desde luego, el suyo es muy especializado, ya que sólo es ciego para los marcianos. Tiene que comprender que existe una dicotomía entre su mente consciente y su mente subconsciente, y su subconsciente constantemente engaña a su conciencia, haciendo que dé media vuelta, o que aparte la vista e incluso llegue a cerrar los ojos, antes que permitir que él se dé cuenta de que hay algo delante de sus ojos a través de lo cual se puede ver.

—¿Y por qué cree él que aparta los ojos o los cierra?

—Su subconsciente siempre se justifica de alguna manera. Obsérvelo en cualquier momento en que haya marcianos junto a él y verá cómo funciona ese mecanismo subconsciente.

Snyder suspiró.

—Hice un estudio cuidadoso de ese detalle en los primeros días de su estancia aquí. Pasé muchos ratos en su habitación, hablando con él o leyendo mientras él trabajaba. Varias veces un marciano se interpuso entre él y el teclado de la máquina. En cada una de esas ocasiones, se llevó las manos a la nuca y se inclinó hacia atrás mirando el techo…

—Siempre hace eso cuando está escribiendo y se detiene para pensar.

—Desde luego. Pero en esas ocasiones fue su subconsciente quien tuvo sus ideas y le obligó a hacerlo, porque de otro modo estaría mirando a la máquina sin poder ver nada. Y si él y yo estuviéramos hablando, encontraría una excusa para levantarse y cambiar de sitio si un marciano se interpusiera entre los dos. En una ocasión, un marciano se sentó encima de su cabeza y bloqueó su visión por completo, dejando que sus piernas colgaran delante del rostro de Luke; éste se limitó a cerrar los ojos, o por lo menos pienso que lo hizo, porque yo tampoco podía ver a través de las piernas del marciano, diciendo que tenía los ojos muy cansados y excusándose por cerrarlos delante de mí. Su subconsciente se negaba a reconocer el hecho de que había algo delante de él que no le dejaba ver.

—Empiezo a comprender, doctor. Y supongo que si alguien utilizara una de esas ocasiones para tratar de demostrarle que existen marcianos, es decir que había uno de ellos con las piernas colgando delante de sus ojos, y le desafiara a que los abriera y le dijera cuántos dedos tenía extendidos delante de él, o algo por el estilo, rehusaría abrir los ojos y trataría de dar una explicación racional para ello.

—Sí. Ya veo que ha tenido experiencia en el trato con paranoicos. ¿Cuánto tiempo lleva como enfermera en el Hospital General Mental, si me permite preguntarlo?

—Casi seis años, en total. Algo más de diez meses esta vez, desde que Luke y yo nos separamos, y unos cinco años antes de casarme.

—¿Le importaría decirme, como médico de Luke, qué fue lo que produjo la ruptura entre Luke y usted?

—Desde luego que no, doctor; pero preferiría contárselo en otra ocasión. Fueron muchas pequeñas cosas, y nos llevaría mucho tiempo en especial si trato de ser justa con los dos.

—Naturalmente. —El doctor Snyder miró su reloj—. Dios santo, no tenía idea del tiempo que llevamos charlando. Luke se estará mordiendo las uñas. Pero antes de que vaya usted a verle, ¿puedo hacerle una pregunta muy personal?

—Por supuesto.

—Tenemos una gran necesidad de enfermeras competentes en este sanatorio. ¿Habría algún medio de que dejase su actual empleo para venir a trabajar con nosotros?

Margie se echó a reír.

—¿Y qué hay de personal en eso?

—Lo que pensaba ofrecerle para que deje su empleo allí. Luke ha descubierto que la quiere, y ahora sabe que se equivocó gravemente al permitir que usted se apartara de él. Yo… creo, por el interés que usted demuestra, que siente lo mismo por él.

—Pues…, no estoy segura, doctor. Siento preocupación, sí, y afecto. Y he llegado a comprender que por lo menos parte de lo ocurrido entre los dos fue culpa mía. Yo soy tan…, tan normal que no puedo comprender lo suficiente los problemas psíquicos del escritor. Pero en cuanto a decir si aún puedo volver a amarle…, quiero esperar hasta volver a verle.

—Entonces mi oferta sólo es válida en el caso de que decida que aún le quiere. Si decide venir a trabajar y vivir aquí, hay una puerta que une la habitación de Luke y la contigua. Generalmente cerrada, desde luego, pero…

Margie volvió a sonreír.

—Ya le haré saber lo que he decidido antes de marcharme, doctor. Y creo que le gustará saber que, si decido quedarme no estaría tolerando nada ilegal. Legalmente aún estamos casados. Y puedo anular la petición de divorcio en cualquier momento antes de que sea definitivo, dentro de tres meses.

—Bien. Lo encontrará en la habitación seis del segundo piso. La puerta se abre desde fuera, pero no es posible hacerlo desde el interior. Cuando quiera marcharse, apriete el botón de servicio y alguien vendrá a abrirle la puerta.

—Gracias, doctor.

Margie se puso de pie.

—Y… vuelva aquí, por favor, si quiere hablar conmigo antes de marcharse. Sólo que espero que…

—¿Qué no estará levantado a esas horas?

Margie le dirigió una brillante sonrisa, que se extinguió poco a poco.

—Sinceramente, doctor, no lo sé… Ha pasado tanto tiempo desde que vi a Luke por última vez…

Margie salió de la oficina y subió por la escalera cubierta de gruesas alfombras; luego avanzó por el pasillo hasta la puerta que ostentaba el número seis. Detrás de ella se escuchaba el rápido teclear de una máquina de escribir.

Llamó con suavidad para avisarle y luego abrió la puerta.

Luke, con el cabello revuelto y los ojos llenos de salud y alegría, saltó de la silla para cogerla entre sus brazos mientras la puerta se cerraba a espaldas de Margie.

Él dijo:

—¡Querida! ¡Oh, Margie querida!

Y luego la besó. Ella no tuvo tiempo de ver si había algún marciano dentro de la habitación. Ni tampoco le importaba, decidió unos minutos más tarde. Después de todo, los marcianos no eran humanos. Y ella sí.