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El caso de Luke Deveraux, sobre el que más tarde escribió una monografía el doctor Ellicot H. Snyder (psiquiatra y propietario de la Fundación Snyder, el sanatorio mental a que fue enviado Luke), fue probablemente único. Al menos no se conoce ningún otro caso, testificado por un reputado alienista en el que el paciente pudiera ver y oír a la perfección, y no captar la presencia de los marcianos.

Desde luego, existían muchas personas con la desgracia de sufrir a la vez sordera y ceguera. Ya que los marcianos no podían ser percibidos por el tacto, el gusto o el olfato, las hasta aquel momento afligidas personas no podían tener ninguna prueba objetiva o sensorial de la presencia de los marcianos, y por lo tanto tenían que aceptar la palabra, comunicada por los medios que fuese, de las demás personas con respecto a la existencia de los marcianos. Algunos nunca llegaron a creerlo por completo; en realidad no se les puede culpar de ello.

Y también existían millones de personas, muchos millones —locos y cuerdos, científicos, ignorantes y excéntricos— que aceptaban el hecho de su existencia, pero rehusaban creer que fuesen marcianos.

Entre éstos, los más numerosos eran los supersticiosos y los religiosos fanáticos, los cuales creían que lo que los demás denominaban marcianos eran realmente fantasmas, duendes, demonios, diablos, íncubos, gnomos, hadas, espíritus, brujos, impíos, aparecidos, almas en pena, poderes de la noche o fuerzas del mal, espíritus malignos o como se les quiera llamar.

En todo el mundo, las religiones, sectas y congregaciones se mostraron divididas sobre el tema. La Iglesia Presbiteriana, por ejemplo, se escindió en tres creencias distintas. Había los Demonistas de la Iglesia Presbiteriana, cuyos adeptos aceptaban que se trataba de marcianos, pero sostenían que su invasión no era ni más ni menos que un acto de Dios, como lo son muchos de los terremotos, inundaciones, fuegos y tormentas que, de vez en cuando, Él descarga sobre nosotros. Y por último, la Iglesia Presbiteriana Revisionista aceptaba la doctrina básica de los Demonistas, pero iba un poco más lejos al aceptarlos también como marcianos, revisando para ello su concepción con respecto a la situación física del infierno. (Un pequeño grupo disidente de los Revisionistas, que se llamaban a sí mismos los Re-revisionistas, creían que, ya que el infierno se halla en Marte, el cielo debe de estar situado debajo de las eternas nubes de Venus, nuestro planeta hermano en el lado opuesto).

Casi todas las demás religiones se encontraban divididas siguiendo líneas semejantes, o aún más sorprendentes. Dos de las excepciones las constituían la Iglesia del Credo Científico y la Iglesia Católica.

La Iglesia del Credo Científico mantenía a todos sus miembros unidos (y aquellos que se apartaban de esa creencia se unían a otros grupos antes que provocar una escisión en el seno de su iglesia), proclamando que los invasores no eran ni demonios ni marcianos, sino el visible y audible producto del error humano, que si nosotros rehusábamos creer en su existencia, los marcianos terminarían por marcharse. Una doctrina que, como puede observarse, mantiene muchos puntos de contacto con el delirio paranoico de Luke Deveraux, sólo que a él le daba resultado.

La Iglesia Católica también mantenía unidos a más del noventa por ciento de sus miembros gracias al sentido común, o, si se prefiera, a la infalibilidad de su Papa, quien decretó la creación de una asamblea extraordinaria compuesta de teólogos y científicos católicos, cuya finalidad sería determinar la posición de la Iglesia. Mientras no se adoptara una postura oficial, los católicos podían sustentar opiniones en uno u otro sentido. La asamblea de Colonia llevaba un mes reunida y aún estaba deliberando; dado que su clausura se hallaba supeditada a la obtención de una decisión unánime, las deliberaciones prometían continuar indefinidamente, y mientras tanto el cisma era evitado. Al mismo tiempo, adolescentes de diversos países tenían supuestas revelaciones de índole divina sobre la naturaleza de los marcianos y su ubicación y propósito en el universo; sin embargo, ninguna de ellas había sido reconocida por la Iglesia, y sus seguidores se restringían al ámbito local. Ni siquiera se aceptó el caso de la muchacha chilena, que mostraba unos estigmas en la palma de sus manos, en los que se apreciaba la huella de una pequeña mano verde con seis dedos.

Entre aquellos más inclinados a la superstición que a la religión, el número de teorías con respecto a los marcianos era casi infinito, así como los métodos para tratar con ellos o exorcizarlos. Los libros sobre brujería, demonología y magia negra y blanca se vendían de un modo asombroso. Se pusieron a prueba todas las fórmulas conocidas de la taumaturgia, la demoniomanía y la cábala, y se inventaron muchas otras.

Entre los adivinos, los astrólogos, los numerólogos y los que utilizaban cualquier otra forma de predicción, desde echar cartas hasta el estudio de las entrañas de los gallos, predecir el día y la hora de la marcha de los marcianos se convirtió en tal obsesión que, fuera cual fuese la hora en que nos dejaran, cientos de adivinos habrían acertado. Por otra parte, cualquier vidente que prefijara su partida para uno de los días siguientes podía ganar muchos adeptos, aunque fuera temporalmente.