8

Como La Linterna Amarilla, sito en la avenida Pine, a Long Beach. Un bar como otro cualquiera, pero en el que se halla Luke Deveraux, y ya es hora de que volvamos a él, porque está a punto de ocurrirle algo importante.

Tiene el estómago pegado a la barra, y un vaso en la mano. Permanece con los ojos cerrados, de modo que podemos observarle sin que se dé cuenta.

Parece un poco más delgado; aparte de eso, no se observan otras diferencias desde que lo vimos por última vez, siete semanas atrás. Aún presenta un aspecto limpio, y está bien afeitado. Sus ropas siguen presentables y bien cortadas, aunque su traje necesita plancha, y las arrugas en el cuello de la camisa nos dicen que Luke se lava él mismo la ropa. Pero se trata de una camisa de deporte y no le queda mal.

Para ser francos, hasta esta noche ha tenido suerte. Suerte en el sentido de que ha podido lograr que sus cincuenta y seis dólares con la ayuda de pequeños y ocasionales ingresos, le duren estas siete semanas, sin haber tenido que recurrir todavía a la ayuda del gobierno.

Ya estaba decidido; al día siguiente lo haría. Había llegado a esa decisión mientras aún le quedaban seis dólares, y con una buena razón para ello. Desde la noche en que se había emborrachado con Gresham y telefoneó a Margie, no había vuelto a beber. Había vivido como un monje y trabajado como un castor siempre que encontró algo en qué trabajar.

Durante siete semanas su orgullo le había sostenido. (El mismo orgullo que le había impedido telefonear a Margie de nuevo como le prometió aquella noche. Deseó hacerlo muchas veces, pero Margie tenía un empleo, y no quería verla ni hablar con ella hasta que él también tuviera uno).

Sin embargo, esa noche, después del décimo consecutivo y descorazonador día (once días atrás había ganado tres dólares ayudando a un hombre en una mudanza), y después de pagar una frugal comida de buñuelos resecos y salchichas frías para comer en su habitación, había contado el resto de su capital, que ascendía exactamente a seis dólares.

De modo que había decidido que todo se fuese al diablo. A menos que ocurriese un milagro, y Luke no creía que pudiera sucederle tal cosa, tendría que declararse vencido y buscar el subsidio estatal dentro de un par de días. No obstante, si decidía ir al subsidio al día siguiente, aún le quedaba lo suficiente para tomar unas copas. Después de siete semanas de abstinencia total y con el estómago medio vacío, los seis dólares eran bastante para emborracharse aunque los gastara en un bar. Y si no le gustaba el bar, podía gastar parte de ellos allí y el resto en una botella para llevársela a la habitación. En cualquier caso se despertaría con un terrible dolor de cabeza, pero con los bolsillos vacíos y una conciencia tranquila respecto a la necesidad de recurrir al gobierno para seguir comiendo. Probablemente, sería menos desagradable con un terrible dolor de cabeza.

Por tanto, convencido de que no podía ocurrirle ningún milagro, había ido a La Linterna Amarilla, donde el milagro le esperaba.

Se hallaba de pie ante el mostrador, con su vaso —el cuarto— delante de él, y bien sujeto en la mano. Aún le quedaba dinero para unos cuantos más; en el bolsillo, desde luego; uno no deja dinero encima del mostrador de un bar lleno de gente y se queda allí con los ojos cerrados. Bebió otro trago.

Sintió una mano sobre el hombro y una voz que gritaba: «¡Luke!», muy cerca de su oído. El grito podía ser de un marciano, pero la mano no. Sin duda era alguien que le conocía, precisamente aquella noche que quería emborracharse solo. Maldición. Bien, ya vería la forma de quitarse al tipo de encima.

Abrió los ojos y se volvió. Era Carter Benson, sonriendo alegre. Carter Benson, el mismo que le había prestado las llaves de su cabaña en el desierto, cerca de Indio, donde, hacía ya un par de meses, había intentado empezar aquella novela de ciencia ficción que nunca empezó y que ahora nunca terminaría.

Carter Benson, un buen tipo, pero con un aspecto tan próspero como siempre y probablemente lleno de dinero en el bolsillo; que se fuera al diablo. En cualquier otra ocasión, bien, pero esa noche Luke no quería la compañía de Carter Benson. Ni siquiera aunque Carter le pagara la bebida, como sin duda haría si Luke lo permitía. Esa noche quería emborracharse solo para sentirse triste por lo que le iba a ocurrir al día siguiente.

Saludó a Carter con la cabeza y dijo:

—El dragón azul con los ojos de fuego vino resoplando por el bosque de hayas.

Carter podía ver como sus labios se movían, pero no podía oír nada en medio de todo aquel estruendo; de modo que no tenía importancia lo que dijera. Volvió a saludar con la cabeza antes de volverse de nuevo hacia su vaso y cerrar los ojos. Carter no era ningún estúpido; comprendería lo que deseaba y se marcharía.

Tuvo tiempo de tomar otro trago y suspirar una vez más, empezando a sentir lástima de sí mismo. Y de nuevo la mano volvió a apoyarse en su hombro. Maldito Carter, ¿es que no era capaz de entender nada?

Abrió los ojos. Su visión estaba obstruida por algo que estaba delante de ellos. Algo rosado, de modo que no era un marciano. Lo que fuera estaba demasiado cerca de sus ojos y le hacía bizquear. Tuvo que echar la cabeza atrás para verlo mejor.

Era un cheque. Un cheque de aspecto muy familiar, aunque hacía mucho que no veía uno como aquel. Un cheque de Ediciones Bernstein Inc., su propio editor, así como el de Carter Benson. Cuatrocientos dieciséis dólares y algunos centavos. ¿Para qué se lo enseñaría Carter? Sin duda para demostrarle que aún ganaba dinero escribiendo y que quería que le ayudasen a celebrarlo. ¡Que se fuera al diablo! Luke volvió a cerrar los ojos.

Un nuevo y más urgente golpe sobre su hombro y tuvo que volver a abrirlos. El cheque aún seguía delante de sus ojos. Y esta vez vio que estaba extendido a nombre de Luke Deveraux, y no a favor de Carter Benson.

¿Cómo era posible? Era él quien debía dinero a Bernstein por todos aquellos anticipos, y no al revés. De todos modos, extendió una mano que de repente empezó a temblar y cogió el cheque, manteniéndolo a la distancia adecuada de sus ojos para examinarlo cuidadosamente. Parecía real, desde luego.

Se sobresaltó y dejó caer el cheque cuando un marciano, que corría y se deslizaba por encima del mostrador como si fuera una pista de hielo, patinó de repente a través de su mano y del cheque. Pero Luke lo volvió a coger sin siquiera sentirse molesto y se volvió hacia Carter, quien seguía sonriente.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó, deletreando esta vez exageradamente, a fin de que Carter pudiera leer en sus labios.

Carter señaló hacia la puerta y levantó dos dedos mientras decía:

—¿Quieres salir a la calle?

No era una invitación a la pelea, como habría significado en tiempos más felices una frase semejante pronunciada en un bar. Ahora tenía un nuevo significado debido al ensordecedor ruido que imperaba en los bares. Si dos personas querían hablar un minuto o varios minutos sin tener que gritar con toda la fuerza de sus pulmones o leer en los labios de su interlocutor, salían a la puerta principal o trasera y se apartaban unos pasos, llevando sus bebidas con ellos. Si ningún marciano les seguía o kwimmaba de repente para unirse a la conversación, podían hablar sin más molestias. Si un marciano empezaba a entrometerse podían regresar al enloquecedor ruido del interior y no habrían perdido nada. Los camareros lo comprendían y no les importaba si dos personas salían al exterior con los vasos; además, los camareros solían estar demasiado ocupados para darse cuenta.

Luke se metió rápidamente el cheque en el bolsillo, recogió los dos vasos que Carter había pedido y se dirigió por la puerta trasera hacia un callejón poco iluminado, sin llamar la atención de nadie. Y la suerte, que había visitado a Luke una vez, siguió a su lado; ningún marciano les siguió.

—Carter, un millón de gracias. Y perdona por tratar de esquivarte. Estaba empezando una última y solitaria juerga y…, bueno, dejemos eso. Pero, ¿para qué demonios es el cheque?

—¿Has leído alguna vez un libro titulado Infierno en Eldorado?

—¿Si lo he leído? Lo escribí hará cosa de doce o quince años; no era más que una mala novela del Oeste.

—Exactamente. Pero nada de mala; es una novela del Oeste bastante buena, Luke.

—De todos modos, está ya más muerta que un abrigo de pieles. ¿No irás a decirme que Bernstein piensa volver a editarla?

—Bernstein no. Pero los de Libros Miniatura Co. van a publicar una nueva edición de bolsillo. El mercado para las novelas del Oeste es ahora muy bueno, y están desesperados buscando nuevos títulos. Han pagado una sabrosa suma por los derechos de reedición de tu vieja novela.

Luke arrugó el ceño.

—¿Qué quieres decir, Carter? No es que vaya a mirarle el diente a un caballo regalado, pero ¿desde cuándo cuatrocientos dólares son una sabrosa suma por los derechos de una edición de bolsillo? No es que no suponga una fortuna para mí en estos momentos, pero…

—Calma, muchacho —replicó Carter—. Tu parte de los derechos ha sido de tres mil dólares, y eso está muy bien para una reedición de bolsillo. Pero le debías a Bernstein más de dos mil quinientos por todos esos anticipos, y ellos te los han descontado. El cheque que tienes en el bolsillo es neto. Ya no debes nada a nadie.

Luke silbó suavemente. Aquello era distinto, desde luego.

Carter dijo:

—Bernstein, el mismo Bernie, me llamó la semana pasada. Le devolvían el correo de donde vivías últimamente, y no sabía como ponerse en contacto contigo. Le dije que si quería enviarme el cheque a mí yo trataría de encontrarte. Y me dijo…

—¿Y como me has encontrado?

—Supe por Margie que estabas en Long Beach. Parece ser que la llamaste hace unas semanas, pero después no volviste a hacerlo, y ella no tenía tu dirección. Todas las noches he estado dando vueltas por los bares. Sabía que te encontraría tarde o temprano.

—Es un milagro que lo lograras —dijo Luke—. Es la primera vez que entro en un bar desde que hablé con Margie. Y la última hasta que…, quiero decir que habría sido la última por Dios sabe cuanto tiempo si no me hubieras encontrado esta noche. Pero sigue contando lo que te dijo Bernie.

—Que te dijera que te olvidases de la novela de ciencia ficción. La ciencia ficción ha muerto. Los seres extraterrestres constituyen precisamente una de las cosas de las que la gente no quiere oír hablar. Ahora tienen marcianos hasta en casa. Pero el público sigue leyendo, y hay una gran afición por las novelas policíacas y en mayor medida por las del Oeste. Que te dijera que si habías empezado esa novela de ciencia ficción… ¿A propósito, lo has hecho?

—No.

—Bien. De todos modos, Bernie se mostró justo sobre este asunto; dijo que él la había encargado y te había adelantado dinero, y que si ya tenías algo hecho te pagaría a tanto por palabra todo lo que tuvieras escrito, pero que luego podías romper las páginas manuscritas y tirarlas. Ya no lo necesita, y quiere que dejes de trabajar en eso.

—No me será difícil cuando ni siquiera tengo una idea para el argumento. Una vez pensé que ya la tenía, allí en tu cabaña, pero se desvaneció. Fue la misma noche en que llegaron los marcianos.

—¿Cuáles son ahora tus planes, Luke?

—Mañana voy a…

De pronto se interrumpió. Con un cheque por más de cuatrocientos dólares en el bolsillo ya no necesitaba la ayuda del gobierno. ¿Qué planes tenía? Con la baja de precios debida a la depresión podía vivir durante meses con aquel dinero. De nuevo solvente, hasta podría ir a ver a Margie. Si lo deseaba. ¿Lo deseaba de veras?

—No lo sé —dijo, y aquello era la respuesta a las preguntas de Carter y a las propias.

—Bien, yo si lo sé. Sé lo que debes hacer si aún conservas algo de sentido común. Crees que estás acabado como escritor porque ya no puedes escribir ciencia ficción. Pero no es así. Es posible que no puedas escribir ciencia ficción por la misma razón que nadie puede leerla. Es algo muerto. Pero, ¿qué tienen de malo las novelas del Oeste? Una vez escribiste una; ¿o fue más de una?

—Una novela y unos cuantos cuentos y novelas cortas. Pero no me gusta el Oeste.

—¿Te gusta cavar zanjas?

—Pues… no. No mucho.

—Mira esto.

La cartera de Carter Benson estaba otra vez en su mano, y sacó algo para enseñárselo a Luke. Parecía otro cheque. Era otro cheque. Había luz suficiente para que Luke pudiera leerlo. Mil dólares a la orden de Luke Deveraux, firmado por W. B. Moran, tesorero, Editores Bernstein, Inc.

Carter extendió la mano y volvió a coger el cheque.

—Todavía no es tuyo, hijo. Bernie me lo envió para que te lo diera como adelanto de otra novela del Oeste, si estabas dispuesto a escribirla. Me dijo que si lo haces y no es peor que Infierno en Eldorado, por lo menos sacarás cinco mil dólares.

—Dámelo —dijo Luke.

Volvió a sostener el cheque en sus manos, mirándolo con cariño. El bache había pasado. Las ideas empezaban a empujarle hacia la máquina de escribir. Una llanura del Oeste, solitaria bajo la luz del atardecer, un vaquero cabalgando con el rifle en el arzón.

—Así me gusta —dijo Carter—. ¿Vamos a beber algo para celebrarlo?

—Sí. O mejor dicho…, espera un momento. ¿Te importaría mucho si no lo hiciéramos? ¿O por lo menos lo dejáramos para otra ocasión?

—Lo que tú digas. ¿Por qué? ¿Te sientes dispuesto a empezar?

—En efecto. Me siento lleno de ánimos, y creo que debo empezar esa novela mientras dure mi entusiasmo. Además, todavía estoy sereno; éste es mi cuarto vaso, así que aún no es demasiado tarde. ¿No te importa, verdad?

—No. Lo comprendo y estoy contento de que te sientas así. No hay nada como pasar una nueva página. —Carter dejó su vaso en la repisa de la ventana que estaba a su lado y sacó un librito de notas y un lápiz—. Dame tu dirección y tu número de teléfono antes de que se me olvide.

Luke le dio ambas cosas. Luego le tendió la mano.

—Gracias, sinceramente. Y no tendrás que escribir a Bernie, Carter. Yo mismo le escribiré mañana para decirle que la novela del Oeste ya está empezada.

—Magnífico. Ah, otra cosa. Margie está preocupada por ti. Pude darme cuenta por su manera de hablar cuando la telefoneé. Tuve que prometer que le daría tu dirección si te encontraba. ¿Te parece bien?

—Desde luego. Pero no es necesario que lo hagas. Yo mismo la llamaré mañana.

Apretó de nuevo la mano de Carter y se marchó de allí con paso rápido.

Se sentía tan excitado que hasta que no estuvo en las escaleras que llevaban a su habitación no se dio cuenta de que aún conservaba en la mano el vaso medio lleno de whisky y que, aunque había caminado muy deprisa, lo había llevado con tanto cuidado por las calles que no se había vertido ni una gota. Se echó a reír y se detuvo en el rellano para terminar de bebérselo.

Una vez en la habitación, se quitó la chaqueta y la corbata y se subió las mangas de la camisa hasta el codo. Puso la máquina de escribir y una pila de papel encima de la mesa y acercó una silla. Colocó el papel en la máquina. Sólo papel de copias. Había decidido hacer primero un borrador, de modo que no sería necesario detenerse para buscar ningún dato. Todos los detalles que requiriesen alguna información podrían ser atendidos en la versión definitiva.

¿Y el título? No se necesita un buen título para una novela del Oeste. Basta con que indique acción y tenga el «sonido» del Oeste. Algo así como Revólveres en la frontera o Revólveres en el Pecos.

Bien, se quedaría con aquello de Revólveres en, sólo que no quería volver a escribir una novela de la frontera —Infierno en Eldorado ya había tratado de ese tema—, y no sabía nada sobre el territorio de Pecos. Quizás haría mejor en escribir algo de Arizona; había viajado bastante por Arizona y podría manejar las descripciones mucho mejor.

¿Qué ríos había en Arizona? ¡Hum!, vamos a ver, el Pequeño Colorado, pero eso era demasiado largo. El nombre, no el río. Y también un arroyo llamado de las Truchas, pero Revólveres en el Truchas sonaría estúpido.

Ya lo tenía. El Gila. Revólveres en el Gila. Eso parecería emocionante a los que no sabían que el Gila era un río muy modesto. Pero aunque lo supieran, seguía siendo un título estupendo.

Centró el título en mayúsculas al principio de la página. Debajo escribió: «Por Luke Devers». Aquél era el seudónimo que había usado en Infierno en Eldorado y las otras novelas del Oeste que había escrito, los cuentos y los relatos cortos. Deveraux parecía demasiado envarado para una novela de aventuras. Bernie probablemente querría que lo volviera usar. Si no era así, si creía que la reputación que Luke tenía en el campo de la ciencia ficción con su propio nombre podría ayudarle a vender sus novelas del Oeste. Luke tampoco tenía ningún inconveniente en que lo hiciera. Bernie podía usar el nombre que quisiera por aquellos mil dólares de adelanto y los otros cuatro mil de posibles ingresos. Eso era mucho más de lo que ganaba con la ciencia ficción.

Un poco más abajo escribió en el centro de la página: «Capítulo primero», y luego subió el papel otras cuantas líneas y empujó el carro hacia la izquierda. Listo para empezar.

Iba a escribir sin detenerse, y dejaría que el argumento, por lo menos los detalles del argumento, se fueran desenvolviendo mientras escribía.

De cualquier modo, no hay muchos argumentos para una novela del Oeste. Vamos a ver, podría usar el mismo argumento básico que ya había utilizado en uno de sus cuentos cortos, Tormenta sobre el Llano. Dos ranchos rivales, uno propiedad del villano y otro del héroe. Esta vez, los ranchos estarían a ambas orillas del río Gila, y eso haría que el título fuese perfecto. El villano, desde luego, tenía un gran rancho y pistoleros a sueldo; el héroe, un rancho pequeño y quizá unos cuantos vaqueros que no eran pistoleros. Y una hija, claro está. En una novela larga se necesita una dama.

El argumento aparecía a toda velocidad. Luego el cambio de punto de vista. Empezaría con un punto de vista desde arriba de un pistolero contratado por el villano, que llega para unirse al equipo del gran rancho. Pero el pistolero es en el fondo un buen muchacho, y se enamora de la hija del ranchero bueno. Y cambiará de bando para decidir la batalla a favor de los buenos cuando se entere de que… Eso era. No podía fallar.

Los dedos de Luke se posaron sobre el teclado, apretó el tabulador para marcar el párrafo y empezó a escribir:

Mientras Don Marston se acercaba a la figura que le esperaba en el sendero, la incierta silueta se convirtió en un pistolero de ojos duros que tenía en la mano un corto Winchester cruzado sobre el arzón de la silla y…

El carro de la máquina empezó a avanzar, primero despacio y luego más y más aprisa, mientras Luke se entregaba al ardor de su obra creadora. Con el tableteo de las teclas se olvidó de todo, excepto de la avalancha de palabras.

Y de repente, un marciano, uno de los más pequeños, apareció sentado a caballo del carro de la máquina, como si cabalgase un potro.

—¡Yupiii! —aulló—. ¡Vamos, Silver! ¡Arre! ¡Más aprisa, Mack, más aprisa!

Luke gritó.

Y…