Sin embargo, los capitalistas también tenían sus problemas. ¿Y quién no?
Tomemos el caso de Ralph Blaise Wendell, de sesenta y cuatro años de edad. Alto, ya un poco encorvado; delgado, con finos cabellos y ojos grises y cansados. Tuvo la desgracia de ser nombrado presidente de los Estados Unidos en 1960, aunque en aquella ocasión no pareciera una desgracia.
Ahora, y hasta que las elecciones de noviembre le permitieran descansar, era el presidente de una nación que contenía ciento ochenta millones de personas… y unos sesenta millones de marcianos.
En ese momento, una tarde de principios de mayo, seis semanas después de la llegada de los marcianos, se hallaba sentado, solo, en su despacho, reflexionando.
Completamente solo; ni siquiera un marciano presente. Tal soledad no era usual. Solo, o acompañado de su secretario, tenía las mismas posibilidades que cualquier otra persona de verse molestado. Los marcianos no perseguían a los presidentes y dictadores más de lo que perseguían a un dependiente o a un barrendero. No respetaban ninguna categoría social; no respetaban absolutamente nada.
Y ahora, al menos por el momento, se encontraba solo, y con el trabajo del día concluido; pero no sentía deseos de moverse. Estaba demasiado cansado para marcharse. Cansado con el especial agotamiento que produce la combinación de una enorme responsabilidad y la sensación de no ser apto para ella. Cansado de derrota.
Pensó amargamente en las últimas seis semanas y en la enorme confusión que se había generado. Una depresión que hacía parecer a la llamada Gran Depresión de 1929 un periodo de prosperidad surgida del sueño de un avaro.
Una depresión que había empezado, no con la caída de los valores de Bolsa, aunque eso se había producido rápidamente, sino con la repentina pérdida de trabajo de millones de personas a la vez… Casi todo el personal relacionado de algún modo con la industria del espectáculo; no sólo los actores, sino también los tramoyistas, taquilleros, mujeres de limpieza. Toda la gente relacionada con el deporte profesional. Todos los comprendidos en la industria del cine. Todos los que trabajaban en la radio y la televisión, excepto unos cuantos técnicos para hacer funcionar las emisores y proyectar antiguas películas o emitir obras grabadas en cinta magnetofónica; y unos pocos, muy pocos, locutores y comentaristas. Todos los músicos, para baile u orquesta.
Nadie había pensado nunca en cuántos millones de personas se ganaban la vida, directa o indirectamente, con el deporte o el espectáculo. Al menos hasta que todos perdieron el empleo a la vez.
Y la caída casi hasta cero de los valores de las empresas de espectáculos había iniciado el derrumbe de la Bolsa.
La depresión se había convertido en una pirámide, que aún seguía alzándose. La producción de automóviles quedó reducida a un 87% menos, comparada con el mismo mes del año anterior. Ni siquiera los que tenían empleo y dinero compraban coches nuevos. La gente se quedaba en casa. ¿Adónde podían ir? Desde luego algunos aún tenían el coche para ir y volver del trabajo, pero para eso el viejo cacharro era más que suficiente. ¿Quién sería lo bastante tonto para comprar un coche nuevo en medio de aquella depresión, y especialmente con el mercado de vehículos de ocasión atestado de coches casi nuevos que mucha gente se había visto forzada a vender? Lo extraño no era que la producción se redujese en un 87%, sino que aún se fabricasen coches nuevos.
Los coches sólo eran utilizados en casos estrictamente necesarios, pues los viajes de placer ya no constituían ningún placer, las compañías petroleras y las refinerías también estaban afectadas. Más de la mitad de las estaciones de servicio habían cerrado.
Las industrias del acero y del caucho trabajaban a la mitad de su capacidad. Más paro.
Apenas se construía, porque la gente tenía menos dinero y nadie quería hacerse una casa. Más desempleo.
¿Y las cárceles? Llenas a rebosar, a pesar de la casi completa desaparición del crimen organizado. Pero se habían llenado antes de que los delincuentes descubrieran que su oficio ya no era rentable. ¿Y qué hacer con los miles de personas arrestadas diariamente por delitos de violencia o desesperación?
¿Qué hacer con las fuerzas armadas, cuando la guerra ya no era una posibilidad amenazadora? ¿Licenciarlas? ¿Y aumentar el desempleo con otros cuántos millones? Aquella misma tarde había firmado una orden que concedía la licencia inmediata a cualquier soldado o marino que demostrara tener un empleo esperándole o suficiente capital para garantizar que no iba a convertirse un una carga para el estado. Pero muy pocos podrían reunir esas condiciones.
La deuda nacional, el presupuesto, los programas de obras públicas, el ejército, el presupuesto, la deuda nacional…
El presidente Wendell apoyó la cabeza en las manos, sobre el escritorio, y gimió, sintiéndose muy viejo y cansado.
De un rincón de la sala, como un eco, surgió otro gemido burlón.
—Hola Mack —dijo una voz—. ¿Otra vez haciendo horas extras? ¿Quieres que te ayude?
Y una risa. Una risa sarcástica.