4

—Una tarta estupenda —dijo Luke, dejando el tenedor—. Gracias otra vez.

—¿Más café?

—No, gracias. Ya he bebido bastante.

—¿Está seguro de que no quiere nada más?

Luke sonrió.

—Sí, un empleo.

El camarero se apoyaba con ambas manos sobre el mostrador. De repente se enderezó.

—Oiga, tengo una idea, hermano ¿Quiere un empleo por medio día? ¿Desde ahora hasta las cinco?

Luke se le quedó mirando.

—¿Habla en serio? Claro que lo quiero. Mucho mejor que perder la tarde buscando.

—Entonces ya lo ha encontrado.

El joven dio la vuelta al mostrador, quitándose el delantal mientras lo hacía.

—Cuelgue ahí su chaqueta y póngase esto.

Tiró el delantal encima del mostrador.

—De acuerdo —dijo Luke, sin coger todavía el delantal—. ¿Qué es lo que pasa?

—Que me marcho al campo, eso es lo que pasa.

Luego, ante la sorprendida expresión en el rostro de Luke, sonrió.

—Bien, voy a explicárselo. Pero primero déjeme que me presente. Me llamo Rance Carter.

Y le ofreció la mano. Luke la estrechó y dijo:

—Luke Deveraux.

Rance se sentó en un taburete, frente a Luke.

—No bromeaba cuando dije que soy un campesino, —explicó—; al menos lo era hasta hace dos años, cuando vine a California. Mis padres tienen una pequeña granja cerca de Hartville, Missouri. Entonces yo no me sentía contento allí, pero con todo lo que ocurre ahora, y sin trabajo hasta Dios sabe cuando, creo que me gustaría regresar a casa.

Sus ojos brillaban de excitación —o de nostalgia—, y con cada frase su acento se deslizaba más hacia el sencillo lenguaje del campesino.

—Buena idea —asintió Luke—. Al menos podrá comer. Y habrá menos marcianos en una granja que en la ciudad.

—Usted lo ha dicho. Me decidí a regresar tan pronto como el dueño dijo que iba a cerrar el negocio. Cuanto antes mejor. Toda esta mañana he estado ardiendo en deseos de marcharme, y cuando usted dijo que quería un empleo, eso me dio una idea. Le prometí al dueño que estaría aquí hasta las cinco, que es la hora en que él vendrá, y creo que soy demasiado honrado para cerrar y dejarle abandonado. Supongo que no importará que le deje a usted en mi lugar, ¿no?

—No creo —dijo Luke—. ¿Pero piensa que él me pagará?

—Yo lo haré. Cobro diez dólares al día, además de las comidas, y he cobrado hasta el día de ayer. Hoy me tocan diez machacantes. Los sacaré de la caja y dejaré una nota; le daré cinco y me quedaré cinco.

—Eso es razonable —dijo Luke—. Trato hecho.

Se puso en pie, se quitó la chaqueta y la colgó en uno de los ganchos de la pared. Luego se puso el delantal, atándose los cordones a la espalda.

Rance ya se había puesto la americana y estaba sacando los billetes de cinco dólares de la caja registradora.

—California, ya me voy… —cantó y luego hizo una pausa, sin duda en busca de algo que rimara.

—De regreso a Hartville, hoy —apunto Luke.

Rance se le quedó mirando con asombro.

—Eh, amigo, ¿cómo ha podido salirle así, tan fácilmente? —chasqueó los dedos—. Debería ser novelista, o algo por el estilo.

—Me conformo con ser algo —le dijo Luke—. Oiga, ¿hay algo que deba saber de este trabajo?

—No. Los precios están en ese cartel en la pared. Todo lo que no está a la vista, lo encontrará en el frigorífico. Aquí tiene sus cinco y gracias mil.

—Buena suerte —dijo Luke.

Se estrecharon las manos, y Rance se marchó cantando alegremente:

—California, ya me voy…, de regreso a Hartville…

Luke pasó diez minutos familiarizándose con el contenido del frigorífico y los precios del cartel. Huevos fritos con jamón parecía ser lo más complicado que podría verse obligado a preparar. Y ya lo había hecho muchas veces en casa. Cualquier escritor soltero al que no le guste interrumpir el trabajo para marcharse al restaurante, no tarda en convertirse en un pasable cocinero de platos rápidos.

Sí, el trabajo parecía sencillo, y Luke deseó que el dueño cambiara de idea sobre la cuestión de cerrar el negocio. Con diez dólares al día, y las comidas gratis, podría arreglarse algún tiempo. Y una vez libre de preocupaciones, quizá podría volver a escribir por las noches.

Pero el negocio, o mejor dicho la falta de él, mató aquella esperanza mucho antes de que acabase la tarde. Los clientes entraban a un promedio de uno por hora, y normalmente gastaban cincuenta centavos o menos cada uno. Un bocadillo y café por cuarenta centavos, o tarta y café por treinta y cinco. Un potentado hizo subir un poco el promedio gastándose noventa y cinco centavos en un bocadillo de ternera, pero era obvio, aun para un profano en cuestiones comerciales como Luke, que los ingresos no llegaban a cubrir el coste de las materias primas más gastos generales, aunque su sueldo fuera el único gasto general de aquel negocio.

Varias veces los marcianos kwimmaron a la cafetería, pero por suerte nunca mientras un cliente estaba comiendo en el mostrador. Al hallar sólo a Luke, ninguno de los marcianos se molestó en hacer ninguna travesura, y no se quedaron más que unos minutos.

A las cinco menos cuarto Luke todavía no tenía apetito, pero decidió que podría ahorrarse algún dinero si cenaba en ese momento. Se preparó un bocadillo de jamón cocido y se lo comió. Luego hizo otro, lo envolvió y lo puso en el bolsillo de la chaqueta.

Mientras lo colocaba allí, su mano encontró un papel doblado, el prospecto que le habían dado en la calle por la mañana. Volvió al mostrador con el papel en la mano y lo desplegó para leerlo, mientras bebía una última taza de café.

VENZA A LA DEPRESIÓN CON UNA NUEVA PROFESIÓN.

HÁGASE CONSULTOR PSICÓLOGO.

¿Es usted inteligente, de buena presencia y educación… pero sin trabajo?

Si posee esas cualidades, ahora existe una nueva oportunidad para que pueda ayudar a la humanidad, y a sí mismo, convirtiéndose en consultor psicólogo, enseñando a los demás a mantener la calma y el recto juicio a pesar de los marcianos, cualquiera que sea el tiempo que permanezcan entre nosotros.

Si goza de las condiciones necesarias, y especialmente si dispone de conocimientos generales de psicología, sólo requerirá muy pocas lecciones, quizá dos o tres, para adquirir suficientes conocimientos para ayudarse primero a sí mismo y luego a los demás a resistir el ataque concertado de los marcianos sobre la cordura humana.

Las clases serían limitadas a siete personas, a fin de permitir el coloquio y las preguntas después de cada clase. La cuota será muy moderada: cinco dólares por persona.

Su instructor será el abajo firmante, licenciado en ciencias (Estado de Ohio, 1953), doctor en psicología (U.S.C., 1958), con cinco años de experiencia como psicólogo industrial en la Convair Corporation, miembro activo de la Asociación Norteamericana de Psicólogos y autor de varias monografías y de un libro, Usted y sus nervios, Dutton, 1962.

Ralph S. Forbes

Y un número de teléfono de Long Beach.

Luke lo leyó dos veces antes de ponerlo de nuevo en su bolsillo. No parecía un timo; al menos, si aquel individuo realmente poseía tales grados académicos…

Y era algo razonable. Mucha gente iba a necesitar ayuda, y deprisa. Eran muchos los que no podían soportar la tensión y se derrumbaban. Si el doctor Forbes tuviera aunque sólo fuera una parte de la solución…

Miró el reloj y vio que eran las cinco y diez, y ya se preguntaba cuando llegaría el dueño y si debería cerrar la puerta y marcharse, cuando se abrió la puerta.

El hombre gordo y de mediana edad que entró se dirigió a Luke brevemente.

—¿Dónde está Rance?

—De vuelta a Missouri. ¿Es usted el dueño?

—Sí. ¿Qué ha pasado?

Luke se lo explicó. El dueño del negocio asintió y dio media vuelta al mostrador. Abrió la caja, leyó la nota de Rance y gruñó. Contó el dinero (no necesitó mucho tiempo) y arrancó la tira registradora para comprobar la suma. Gruñó de nuevo y se volvió a Luke.

—¿Tan mal ha estado el negocio? —preguntó—. ¿O es que se ha metido unos cuántos dólares en el bolsillo?

—Ha estado realmente mal. Si hubiera recaudado por lo menos diez dólares quizá me hubiera sentido tentado. Pero no cuando las entradas han sido menos de cinco. Eso está por debajo de mi precio mínimo para sentirme deshonesto.

El hombre suspiró.

—Le creo. ¿Ya ha cenado?

—Me comí un bocadillo. Y puse otro en el bolsillo de mi americana.

—Oh, hágase unos cuantos más. Los suficientes para que le duren todo el día de mañana. Voy a cerrar ahora, ¿para qué perder una noche?, y me llevaré a casa la comida que sobre. Pero hay más de lo que mi mujer y yo podremos comer antes de que empiece a estropearse.

—Gracias, voy a hacerlo así —dijo Luke.

Se preparó otros tres bocadillos fríos; no tendría necesidad de gastar dinero en comida durante otro día.

De regreso a su habitación, guardó cuidadosamente los bocadillos en una de sus maletas, que ajustaba perfectamente, para protegerlos de los ratones y de las cucarachas, si es que las había por allí; todavía no había visto ninguna, pero había tomado la habitación aquella misma mañana.

Se sacó el prospecto del bolsillo para volver a leerlo. De repente un marciano se sentó en su hombro y se puso también a leer. El marciano terminó primero, aulló de alegría y desapareció.

Aquel prospecto parecía muy razonable. Por lo menos lo suficiente para que Luke sintiera el deseo de arriesgar cinco dólares en una lección de las que ofrecía aquel profesor en psicología. Sacó la cartera y volvió a contar su dinero. Sesenta y un dólares; cinco más de los que le quedaban aquella mañana después de pagar una semana de alquiler de la habitación. Gracias a su golpe de suerte en la cafetería, no sólo se había enriquecido en cinco dólares, sino que no tendría que gastar dinero en comida ni aquella noche ni al día siguiente.

¿Por qué no arriesgar cinco dólares y ver si podía convertirlos en algo como ingreso regular? Aunque no acabase el curso ni ganase dinero con aquello, por lo menos tendría información por valor de cinco dólares sobre la forma de controlar su propia irritación hacia los marcianos. Quizás hasta el punto de que le fuera posible volver a escribir.

Antes de que pudiera arrepentirse y cambiar de idea, se dirigió al teléfono y marcó el número indicado en el prospecto.

Una voz masculina, serena y profunda, se dio a conocer como perteneciente a Ralph Forbes.

Luke dio su propio nombre.

—He leído su prospecto, doctor Forbes, y me siento interesado. ¿Cuándo celebra su próxima clase? ¿Y puede decirme si está completa?

—Aún no he dado ninguna clase, señor Deveraux. Empiezo mi primer grupo esta tarde a las siete, dentro de una hora. Y otro grupo mañana a las dos de la tarde. Ninguno de los dos está completo todavía; aún tengo cinco plazas disponibles en cada uno de ellos, de modo que puede escoger el que más le convenga.

—En tal caso, cuanto antes mejor. Anóteme para esta tarde por favor. ¿Celebra esas clases en su domicilio?

—No, dispongo de una pequeña oficina para este propósito. Despacho seis catorce en el Edificio Draeger de la avenida Pine, al norte del Ocean Boulevard. Pero espere un momento; antes de que cuelgue, ¿puedo explicarle algo y hacerle unas cuántas preguntas?

—Adelante, doctor.

—Gracias. Antes de aceptar su inscripción, espero que me perdonará si le hago unas cuantas preguntas respecto a su experiencia. Ya comprenderá, señor Deveraux, que esto no es un timo. Aunque espero ganar dinero con ello, naturalmente, también estoy interesado en ayudar a la gente, y hay un gran número de personas que van a necesitar mucha ayuda. Por esa razón he escogido este método, trabajando por medio de otros.

—Comprendo. Usted busca discípulos para convertirlos en apóstoles.

El psicólogo se echo a reír.

—Una forma inteligente de expresarlo. Pero no quisiera llevar más lejos la analogía; puedo asegurarle que no me considero un mesías. Pero tengo la suficiente fe en mi capacidad para ayudar a los demás como para querer escoger a mis alumnos con cuidado. Ya que doy mis clases a un número tan reducido, quiero estar seguro de dedicar mis esfuerzos a personas que…

—Le comprendo perfectamente —interrumpió Luke—. Puede empezar a preguntar.

—¿Tiene usted estudios universitarios, o algo equivalente?

—Sólo he hecho dos cursos en la universidad, pero creo que poseo el equivalente de una educación universitaria; al menos, una no especializada. Durante toda mi vida he sido un lector omnívoro.

—¿Y por cuánto tiempo ha sido eso, si me permite la pregunta?

—Treinta y siete años. Espere, quiero decir que tengo treinta y siete años de edad. No he leído durante todo ese tiempo, claro.

—¿Ha leído mucho sobre temas de psicología?

—Nada técnico. Bastantes libros de divulgación.

—¿Y cuál ha sido su principal ocupación?

—Escribir ciencia ficción.

—¿Es posible? ¿Ciencia ficción? ¿No será usted por casualidad Luke Deveraux?

Luke sintió el hálito de orgullo que un escritor siempre experimenta cuando su nombre es reconocido.

—Sí. No me diga que usted también lee ciencia ficción…

—Oh, sí, y me gusta mucho. Por lo menos me gustaba hasta hace dos semanas. En estos momentos no creo que nadie tenga interés en leer novelas sobre seres extraterrestres. Y ahora que pienso en ello…, supongo que habrá una seria interrupción en la venta de novelas sobre este tema. ¿Es por eso por lo que busca una nueva profesión?

—Me temo que aun antes de que llegasen los marcianos yo ya estaba en el peor bache de mi carrera de escritor, de modo que no puedo echarles toda la culpa a ellos. Tampoco me han ayudado en nada, desde luego. Y está usted en lo cierto en lo que ha dicho sobre la baja de ventas, mucho más de lo que pueda creer. Ya no existe ningún mercado para esas obras, y creo que no lo habrá hasta muchos años después de que se hayan marchado los marcianos…, si es que se marchan alguna vez.

—Entiendo. Bien, señor Deveraux, siento que haya tenido mala suerte en su carrera de escritor. No hace falta que le diga que me sentiré muy satisfecho teniéndole en una de mis clases. Si hubiera mencionado su nombre cuando me dijo su apellido hace un momento, puedo asegurarle que mis preguntas no hubieran sido necesarias. ¿Le veré esta tarde a las siete, entonces?

—Sin falta —dijo Luke.

Quizá las preguntas del psicólogo no fuesen necesarias, pero Luke se sentía satisfecho de que las hubiera hecho. Ahora estaba seguro de que no se trataba de una estafa, y de que aquel hombre era lo que decía ser.

Aquellos cinco dólares que iba a gastar podían ser la mejor inversión de su vida. Ahora estaba seguro de que tendría una nueva profesión, algo importante. Se sintió convencido de que iba a continuar con aquellos estudios y a tomar todas las lecciones que Forbes dijera que necesitaba, aunque fueran más de las dos o tres que el prospecto de Forbes decía que serían suficientes. Si se le acababa el dinero, sin duda Forbes, que le conocía y admiraba como escritor, estaría dispuesto a darle las últimas lecciones a crédito, permitiéndole pagar cuando empezara a ganar dinero ayudando a los demás.

Y además de las lecciones, pasaría muchas horas en la biblioteca pública o leyendo los libros en su casa; no sólo leyéndolos, sino en realidad estudiando a fondo todos los libros sobre psicología que cayeran en sus manos. Podía leer con rapidez y tenía buena retentiva, y si iba a dedicarse a esa nueva profesión, lo mejor sería que lo hiciera por entero y que se convirtiera en lo más aproximado a un verdadero psicólogo que fuera posible sin el prestigio de un título. Pero quizás hasta eso podría conseguirlo algún día. ¿Por qué no? Si realmente estaba acabado como escritor, lo mejor que podía hacer era buscar, por difícil que fuera la búsqueda, un puesto en otra profesión legítima. ¡Aún era joven, caramba!

Se duchó con rapidez y se afeitó, cortándose ligeramente cuando un repentino maullido resonó en su oído en mitad de una pasada de la maquinilla de afeitar; un segundo antes no había ningún marciano en la habitación. Sin embargo, no era un corte muy profundo, y su lápiz estíptico detuvo la hemorragia fácilmente. Se preguntó si ni siquiera los psicólogos podrían llegar a acostumbrarse a cosas como aquellas para evitar la reacción y el sobresalto que le había hecho cortarse. Bien, Forbes tendría la respuesta. Y si no había respuesta, una máquina de afeitar eléctrica solucionaría el problema. Se compraría una tan pronto como volviera a ganar dinero.

Deseaba que su aspecto respaldase la impresión producida por su nombre; de modo que se puso su mejor traje —el de gabardina color canela—, una camisa blanca, limpia, vaciló un instante entre su corbata a cuadros y una más seria de color azul, y escogió la azul.

Salió a la calle, silbando alegremente. Caminaba con paso rápido, sintiendo que aquel instante era un momento crucial en su existencia, el principio de una nueva y mejor época.

Los ascensores del Edificio Draeger no funcionaban, pero no le desanimó tener que subir por las escaleras hasta el sexto piso; por el contrario, le hizo sentirse más lleno de vigor.

Cuando abrió la puerta del seis catorce, un hombre alto y delgado, vestido con un traje gris oscuro y unas gruesas gafas de concha, se levantó de detrás de un escritorio para acercarse a él con la mano extendida.

—¿Luke Deveraux? —preguntó.

—En efecto, doctor Forbes. ¿Cómo me ha reconocido?

Forbes sonrió.

—En parte por eliminación; todos los que se han inscrito ya están aquí, excepto usted y otra persona. Y en parte porque he visto su foto en la contraportada de un libro.

Luke se volvió y vio que ya había otras cuatro personas en el despacho, sentadas en cómodas sillas. Dos hombres y dos mujeres. Todos iban bien vestidos y parecían inteligentes y educados. También había un marciano, sentado con las piernas cruzadas en una esquina del escritorio de Forbes, sin hacer otra cosa por el momento que parecer aburrido. Forbes presentó a Luke a los presentes…, excepto al marciano. Los hombres se llamaban Kendall y Brent; las mujeres eran la señorita Kowalski y la señora Johnston.

—Y también le presentaría a nuestro amigo marciano, si supiera su nombre —dijo Forbes, con animación—. Pero siempre nos dicen que no usan nombre.

—Mack, vete a… —dijo el marciano.

Luke escogió una de las sillas vacantes y Forbes volvió a su silla giratoria detrás del escritorio. Echó una mirada a su reloj de pulsera.

—Las siete en punto —dijo—. Pero creo que debemos conceder unos minutos más a nuestro último colega para que pueda llegar. ¿Están de acuerdo?

Todos asintieron, y la señorita Kowalski preguntó:

—¿Quiere que le entreguemos nuestra cuota mientras esperamos?

Cinco billetes de cinco dólares, incluyendo el de Luke, pasaron de mano en mano hasta llegar al escritorio de Forbes. El psicólogo los dejó allí, a la vista de todos.

—Gracias —dijo—. Voy a dejarlos ahí por el momento. Si alguno de ustedes no se siente satisfecho cuando termine la lección, puede retirar su dinero. Ah, aquí está nuestro último miembro. ¿Señor Gresham?

Estrechó la mano del recién llegado, un hombre de mediana edad, con una incipiente calvicie, que le pareció vagamente familiar a Luke, aunque no podía recordar el nombre ni dónde le había conocido, y lo presentó a los otros miembros de la clase. Gresham vio el pequeño montón de billetes encima del escritorio y añadió el suyo, y luego se sentó en una silla vacía junto a Luke. Mientras Forbes arreglaba sus notas, Gresham se inclinó hacia Luke.

—¿No nos hemos conocido en alguna parte? —susurró.

—Creo que sí —dijo Luke—. Tuve la misma impresión cuando entró. Pero ya hablaremos más tarde. Espere, creo que…

—¡Silencio, por favor!

Luke se interrumpió y se echó hacia atrás bruscamente. Luego enrojeció un poco al darse cuenta de que era el marciano quien había hablado, no Forbes. El marciano le hizo una mueca.

Forbes sonrió.

—Permítanme que empiece diciendo que hallarán imposible ignorar a los marcianos, especialmente cuando dicen o hacen algo inesperado. No deseaba mencionar este punto inmediatamente, pero ya que es obvio que esta noche voy a tener «cierta ayuda» en la clase, quizá será mejor que empiece con una afirmación que había pensado desarrollar de modo gradual.

»Es la siguiente: su vida, sus pensamientos y su cordura, al tiempo que las vidas, pensamientos y cordura de aquellos a quienes espero que podrán aconsejar y ayudar, estarán menos afectadas por ellos si escogen un término medio entre tratar de ignorarlos por completo y tomarlos demasiado en serio.

»El ignorarlos por completo, o mejor dicho, el tratar de ignorarlos por completo, el pretender que no están aquí cuanto es evidente que sí están, es una forma de rechazo de la realidad que puede llevar directamente a la esquizofrenia y a la paranoia. Por el contrario, el prestarles plena atención, el permitir que lleguen a irritarles seriamente puede llevarles a un ataque de nervios… o a la apoplejía.

Parecía lógico, pensó Luke. En casi todas las cosas de este mundo, el término medio es el mejor.

El marciano sentado en la esquina del escritorio bostezó desaforadamente.

Un segundo marciano kwimmó de repente al despacho, justo en el centro de la mesa, tan cerca de la nariz de Forbes que éste dejó escapar una exclamación involuntaria. Luego sonrió a sus alumnos por encima de la cabeza del marciano.

Volvió a mirar sus notas, pero el marciano ya estaba sentado encima de ellas. Pasó una mano a través del marciano y las corrió hacia un lado; el marciano se movió en el acto para mantenerse encima de ellas.

Forbes suspiró y levantó los ojos para mirar a la clase.

—Bien, parece ser que tendré que hablar sin la ayuda de mis notas. Su sentido del humor es muy infantil.

Se inclinó hacia un lado para ver mejor por el costado del marciano sentado delante de él. El marciano también se inclinó hacia el mismo lado. Forbes se enderezó y el marciano repitió su movimiento.

—Su sentido del humor es muy infantil —volvió a decir Forbes—. A este respecto, debo decirles que ha sido a través de mi estudio de los niños y sus reacciones hacia los marcianos como he llegado a desarrollar la mayor parte de mis teorías. Sin duda, todos ustedes habrán observado que después de las primeras horas, cuando ha pasado la novedad del primer encuentro, los niños se acostumbran a la presencia de los marcianos con mucha más facilidad que los adultos. Especialmente los niños de menos de cinco años. Yo tengo dos niños y…

—Tres, Mack —dijo el marciano que estaba en la esquina del escritorio—. He visto el contrato por el que pagaste dos mil dólares a aquella dama de Gardenia, para que ella no presentara una demanda de paternidad.

Forbes enrojeció.

—Tengo dos niños en mi hogar —dijo con firmeza— y…

—Y una esposa alcohólica —dijo el marciano—. No te olvides de ella.

Forbes esperó unos instantes con los ojos cerrados, como si contara en silencio.

—El sistema nervioso de los niños —continuó—, como ya he explicado en Usted y sus nervios, mi popular libro sobre…

—No tan popular, Mack. Ya sabes que la declaración de derechos dice que se han publicado menos de mil ejemplares.

—Quise decir que está escrito en estilo popular.

—Entonces, ¿por qué no se vende?

—Porque la gente no los compra —estalló Forbes. Luego sonrió al auditorio—. Perdónenme. No debí permitir que me arrastrasen a una discusión sin objeto. Si ellos hacen preguntas ridículas, no contesten.

El marciano que estaba sentado encima de sus notas, de repente kwimmó a la cabeza de Forbes, donde se sentó con las piernas colgando sobre su rostro y balanceándolas de tal modo que la visión del psicólogo quedaba alternativamente bloqueada y despejada.

Forbes miró sus notas, ahora de nuevo visibles, con intermitencias. Dijo:

—Ah…, aquí hay una nota para recordarles, y será mejor que lo haga mientras puedo leer la nota; se refiere a que al tratar con las personas a quienes deben ayudar deben ser completamente veraces y…

—¿Por qué no lo has sido tú, Mack? —preguntó el marciano sentado en la esquina del escritorio.

—… no hacer afirmaciones injustificadas sobre su persona o…

—¿Cómo has hecho tú en esa circular, Mack? ¿Por qué omitiste decir que varias de las monografías que mencionabas ni siquiera han llegado a publicarse?

El rostro de Forbes se iba volviendo de un rojo vivo por detrás del péndulo de las verdes piernas del marciano. Se puso lentamente en pie, con las manos agarradas al borde del escritorio.

—Yo…, ah…, uh…

—¿Por qué no les has dicho que no eras más que un ayudante de psicólogo en la Convair, y la razón de que te despidieran, Mack?

Y el marciano que estaba en la esquina de la mesa se puso los pulgares en los oídos, agitó sus otros dedos y emitió un estridente maullido.

Forbes le golpeó con todas sus fuerzas. Y a continuación aulló de dolor cuando su puño, pasando a través del marciano, golpeó, haciéndola caer, la pesada lámpara metálica que ocultaba con su cuerpo.

Retiró la mano herida y la contempló sin expresión a través del péndulo de las piernas del segundo marciano. De pronto, los dos marcianos desaparecieron del despacho.

Forbes, con el rostro ahora blanco en vez de rojo, volvió a sentarse lentamente y miró sin ver a las seis personas sentadas en su despacho, como si se preguntara la razón de que se hallaran allí. Luego se pasó la mano por la cara y dijo:

—Al tratar con los marcianos, es importante recordar que…

En ese momento, hundió la cabeza entre los brazos, apoyados en el escritorio, y empezó a sollozar suavemente.

La señora Johnston era la que estaba más cerca de la mesa. Se puso en pie y se adelantó, poniendo una mano en el hombro del que lloraba.

—Señor Forbes —dijo—, señor Forbes, ¿se encuentra bien?

No hubo ninguna respuesta, pero los sollozos cesaron poco a poco.

Todos los demás también se pusieron en pie. La señora Johnston se volvió hacia ellos:

—Creo que será mejor que le dejemos solo… Y… —recogió uno de los billetes de cinco dólares— me parece que podemos llevarnos nuestro dinero.

Se quedó con uno de los billetes y entregó los restantes a los otros. Todos se marcharon en silencio, algunos caminando de puntillas.

Todos excepto Deveraux y Gresham.

—Quedémonos… —había dicho Gresham—. Puede necesitar ayuda.

Y Forbes había asentido en silencio.

Una vez solos, levantaron la cabeza de Forbes y lo pusieron recto en la silla. Tenía los ojos abiertos, pero vacíos de expresión.

—Shock psíquico —dijo Gresham—. Es posible que se recobre y no le pase nada. Pero… —Su voz se hizo dudosa—. ¿Cree que debemos hacer que venga alguien con la camisa de fuerza?

Luke estaba examinando la mano herida de Forbes.

—Está rota… —dijo—. Al menos necesita que le curen eso. Telefoneemos a un médico. Si no se ha recobrado hasta entonces, que el doctor cargue con la responsabilidad de que vengan y se lo lleven.

—Buena idea. Pero quizá no sea necesario telefonear. Hay un médico en este mismo edificio. Me fijé en su placa cuando venía hacia aquí, y la luz estaba encendida. Quizá tiene visita de noche o ha estado trabajando hasta tarde.

El médico había estado ocupado hasta tarde, pero se preparaba para marcharse cuando los dos entraron en su despacho. Lo llevaron a la oficina de Forbes, le explicaron lo ocurrido, le dijeron que ahora él era el responsable y se marcharon.

Cuando bajaban las escaleras, Luke dijo:

—Era un tipo simpático, mientras duró.

—Y su idea era buena, mientras duró.

—Así lo creo —dijo Luke—. Y ahora me siento totalmente apagado. Oiga, íbamos a tratar de recordar dónde nos conocimos. ¿Ha pensado algo?

—¿No pudo ser en la Paramount? He trabajado allí seis años, hasta que cerraron los estudios hace dos semanas.

—Eso es —dijo Luke—. Usted escribía en series. Yo pasé unas cuantas semanas trabajando en guiones, hace ya algunos años. No me gustaba mucho y lo dejé. Lo mío es escribir historias, no preparar guiones.

—Debió de ser ahí entonces. Oiga, Deveraux…

—Llámeme Luke. Y su nombre es Steve, ¿no?

—Así es. Bien, Luke, yo también me siento apagado. Pero ya sé en qué gastarme los cinco dólares que acabo de recobrar. ¿Tiene alguna idea con respecto a los suyos?

—La misma que usted. Después de comprar un par de botellas, ¿vamos a mi habitación o a la suya?

Compararon las ventajas de las respectivas habitaciones y se decidieron por la de Luke; Steve Gresham vivía con una hermana casada; había niños y otras molestias, de modo que la habitación de Luke sería la mejor.

Ahogaron sus penas vaso a vaso; Luke resultó ser el más resistente de los dos. Un poco después de la medianoche Gresham quedó inconsciente; Luke aún se tenía en pie, aunque sus movimientos eran un poco erráticos.

Trató de despertar a Gresham sin conseguirlo, y entonces se sirvió tristemente otro vaso y se sentó a beber y pensar en vez de beber y hablar. Pero deseaba hablar más que pensar y casi, aunque no del todo, deseó que apareciera un marciano. Y aún no estaba lo bastante loco o borracho para hablar solo.

—Todavía no —dijo en voz alta, y el sonido de su propia voz le sobrecogió, haciéndole quedar de nuevo en silencio.

Pobre Forbes, pensó. Él y Gresham habían desertado de su lado; debieron haberse quedado con Forbes y ayudarle, por lo menos hasta que se convencieran de que ya no tenía remedio. Ni siquiera habían esperado a oír el diagnóstico del médico. ¿Habría podido el médico despertarle, o habría enviado a buscar a los loqueros?

Podía telefonear al doctor y preguntarle lo ocurrido, pero no recordaba el nombre de aquel médico, si es que alguna vez lo había oído.

Podía llamar al Hospital Mental de Long Beach y enterarse de si Forbes se encontraba allí. O si preguntaba por Margie, quizás ella podría darle más detalles de la situación de Forbes de los que podría conseguir de la telefonista. Pero no quería hablar con Margie. Sí que quería. No, no quería. Ella se había divorciado de él; que se fuera ahora al diablo. Al diablo con todas las mujeres.

Salió al vestíbulo en busca del teléfono, tambaleándose un poco. Tuvo que cerrar un ojo para leer las diminutas letras del listín, y luego otra vez para marcar el número.

Preguntó por Margie.

—¿Apellido, por favor?

—Uh…

Durante un instante, no pudo recordar el apellido de soltera de Margie. Luego se acordó, pero decidió que probablemente aún no se habría decidido a usarlo de nuevo, especialmente teniendo en cuenta que el divorcio aún no era definitivo.

—Marjorie Deveraux. Enfermera.

Un momento, por favor.

Unos minutos más tarde, sonó la voz de Margie.

—Diga.

—Hola, Margie. Soy Luke. ¿Te he despertado?

—No. Trabajo en el turno de noche. Luke, estoy contenta de que hayas llamado. Estaba muy preocupada por ti.

—¿Preocupada por mí? Estoy muy, muy bien. ¿Por qué te preocupas por mí?

—Bueno…, por los marcianos. Hay tantas personas que… No sé, sólo estaba preocupada.

—¿Creías que podían volverme tarumba, eh? —repuso Luke con voz pastosa—. No te preocupes, querida, no podrán tumbarme. Yo escribía ciencia ficción, ¿no lo recuerdas? Yo inventé a los marcianos.

—¿Estás seguro de encontrarte bien, Luke? Has estado bebiendo.

—Claro que he estado bebiendo. Pero estoy bien. ¿Cómo estás tú?

—Muy bien. Pero muy ocupada. Este lugar parece… un manicomio. No puedo hablar durante mucho tiempo por teléfonos. ¿Necesitas algo?

—No necesito nada, querida. Estoy muy, muy bien…

—Entonces tengo que colgar. Pero quiero hablar contigo, Luke. ¿Querrás telefonearme mañana por la tarde?

—Desde luego, querida. ¿A que hora?

—A cualquier hora de la tarde. Adiós Luke.

—Adiós, querida.

Luke volvió a su vaso, recordando de pronto que se había olvidado de preguntar por Forbes. Bueno, no tenía importancia. O Forbes estaba bien o no lo estaba; y no podía hacer nada si no lo estaba.

Era sorprendente, pensó, que Margie se mostrara tan afectuosa. Especialmente dándose cuenta de que él estaba borracho. Ella no era una puritana con la bebida —bebía con moderación—, pero siempre se enfurecía cuando él bebía demasiado, como esta noche.

Debía estar preocupada de verdad por él. ¿Pero por qué?

Y entonces recordó. Ella siempre había sospechado que Luke no era muy estable mentalmente. Una vez había tratado de llevarle a un psicoanalista; era una de las cosas por las que habían peleado. De manera que ahora, con tantas personas perdiendo la chaveta, pensaría que Luke sería de los primeros en caer.

Estaba loca, si pensaba eso. Él sería el último en permitir que los marcianos le tumbaran, no el primero.

Se sirvió otro vaso. No es que en realidad lo deseara —ya estaba muy borracho—, sino que era un gesto de desafío hacia Margie y los marcianos. Ya les enseñaría él…

Ahora tenía a uno de ellos en la habitación. Apuntó un vacilante dedo hacia el recién llegado y dijo:

—No podrás tumbarme. Yo te he inventado.

—Ya estás en el suelo, Mack. Estás más borracho que una cuba.

El marciano paseó la mirada, con gesto de disgusto, de Luke a Gresham, quien roncaba en la cama. Y debió decidir que ninguno de los dos merecía que perdiera su tiempo, porque desapareció en el acto.

—¿Has visto? Ya te lo dije —murmuró Luke.

Bebió otro trago y luego dejó el vaso en el suelo en el momento oportuno, porque la barbilla le cayó sobre el pecho y se quedó dormido.

Soñó con Margie. A ratos soñó que discutía y peleaba con ella, y a ratos soñó… Pero aún cuando los marcianos estuvieran presentes, los sueños seguían siendo inviolables.