Hermano, las cosas iban mal. Y en ningún lado peor que en el mundo del delito y de la ley. Cabía pensar que si las cosas iban mal para los policías, irían bien para los granujas, o viceversa; pero en realidad no era así.
Las cosas iban mal para las fuerzas de la ley y el orden porque los crímenes violentos y las peleas florecían por todas partes. Los nervios de todos estaban a punto de estallar. No servía de nada el atacar o pelarse con los marcianos —ni siquiera en intentarlo—, así que la gente discutía y luchaba entre sí. Las peleas callejeras y domésticas abundaban. Los asesinatos —no con premeditación, sino cometidos en un arrebato de ira o locura temporal— iban en aumento. Sí, la policía tenía las manos llenas… y las cárceles aún más llenas.
Pero si los policías trabajaban horas extras, los delincuentes profesionales casi no tenían nada que hacer, y pasaban hambre. Los delitos contra la propiedad, con o sin violencia, los delitos planeados ya no se producían.
Los marcianos lo chismorreaban todo.
Tomemos un ejemplo cualquiera: lo que sucedió a Alf Billings, un carterista de Londres, casi en el mismo instante en que Luke Deveraux terminaba su tarta en la cafetería de Long Beach.
Eran las primeras horas de la tarde, hora de Londres. El pequeño Alf Billings, que acababa de salir tras pasar un mes en la cárcel, se hallaba a la puerta de un bar donde había gastado sus últimas monedas en un vaso de cerveza. De manera que cuando vio a un forastero de aspecto próspero que pasaba por la calle, decidió robarle la cartera. Ninguno de los viandantes parecía policía ni detective. Había un marciano sentado encima de un coche aparcado en la calle, pero Alf aún no sabía gran cosa de los marcianos. Y de todos modos, no tenía dinero; debía arriesgarse o aquella noche no tendría donde dormir. De modo que se acercó al forastero y le robó la cartera.
De repente, el marciano saltó a la acera al lado de Alf, señalando la cartera que éste llevaba en la mano y cantando alegremente:
—¡Yah, yah, yah, yah, yah, mira que cartera ha robado!
—¡Lárgate de aquí, maldito! —gruñó Alf, haciendo desaparecer la cartera en uno de sus bolsillos y dando media vuelta para perderse entre el gentío.
Pero el marciano no quería largarse. Siguió al lado del pobre Alf, cantando alegremente con voz estridente. Alf lanzó una rápida mirada por encima del hombro y vio que su víctima había dado media vuelta, se palpaba los bolsillos y se preparaba a correr detrás de él y su pequeño compañero.
Alf corrió como alma que lleva el diablo. Dio la vuelta a la esquina y cayo en los brazos de un imponente policía.
No es que los marcianos estuvieran contra el delito o los delincuentes, estaban contra todo y contra todos. Adoraban armar escándalo, y atrapar a un delincuente, fuese planeando un delito o en el acto de cometerlo, les proporcionaba una magnífica ocasión para divertirse.
Pero una vez el criminal en poder de la justicia, eran igualmente aficionados a atormentar a la policía. En los tribunales eran capaces de irritar de tal modo a los jueces, abogados, testigos y jurados que siempre había más vistas suspendidas que conclusas. Con los marcianos en las Audiencias, la justicia tendría que ser sorda al tiempo que ciega para poder ignorar su presencia.