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El número de víctimas humanas en todo el mundo durante aquellas primeras horas fue mucho más elevado entre el estamento militar.

En todas las instalaciones militares los centinelas usaron los rifles. Algunos dieron el alto y luego dispararon; pero la mayoría sólo dispararon y siguieron disparando hasta acabar las municiones. Los marcianos les hacían burla, impulsándolos a seguir.

Los soldados que no tenían armas a mano corrieron a buscarlas. Algunos utilizaron granadas. Los oficiales usaron sus pistolas. El resultado fue una terrible carnicería entre los soldados. Los marcianos parecieron divertirse mucho.

Con todo, la mayor tortura mental fue infringida a los oficiales al mando de las instalaciones militares secretas. Porque más pronto o más tarde, según su grado de inteligencia, comprendieron que los secretos dejaban de serlo, fuesen importantes o no. Al menos para los marcianos; y en vista de que los marcianos adoraban el chismorreo, tampoco serían secretos para nadie.

No es que los marcianos tuviesen ningún interés en los asuntos militares por sí mismo. Sólo les movía su afición a causar dificultades. De hecho, no se mostraron impresionados en lo más mínimo tras examinar las plataformas de lanzamiento de los cohetes intercontinentales, los depósitos secretos de bombas A o H, los archivos secretos o los planes secretos de defensa elaborados por el Pentágono.

—Bagatelas, Mack.

Uno de ellos, sentado encima de la mesa de despacho de un general, al mando de la base Able (en aquel momento nuestro secreto militar más importante), le decía al general:

—Bagatelas. Con todo lo que tienes aquí, no podrías vencer ni a una tribu de esquimales, si los esquimales supieran vahr. Y nosotros podemos enseñarles, sólo para ver qué pasa.

—¿Qué diablos es vahr? —rugió el general.

—Nada que te importe, Mack.

El marciano se volvió hacia otro de los marcianos que estaban en el despacho; en total eran cuatro en aquel momento.

—Eh —dijo—, vamos a kwimmar para echar una mirada a ver que tienen los rusos. Así podremos comparar notas con ellos.

Él y el otro marciano desaparecieron del despacho.

—Escucha esto —dijo al otro uno de los dos marcianos restantes—. Una verdadera juerga.

Y empezó a leer en voz alta un documento supersecreto guardado en la caja de caudales que había en un rincón. El otro marciano se echó a reír con desdén. El general también se echó a reír pero no con desdén. Siguió riendo hasta que se lo llevaron de allí enfundado en una camisa de fuerza.

El Pentágono era un manicomio, al igual que el Kremlin, aunque ninguno de los dos edificios recibió más que una parte proporcional de los marcianos, tanto en el momento de su llegada como en cualquier otro momento.

Los marcianos eran tan imparciales como ubicuos. Ningún lugar les interesaba más que otro, ya se tratase de la Casa Blanca o de la caseta del perro.

Tampoco se hallaban más interesados en las enormes instalaciones, como por ejemplo la base de Nuevo México donde se estaba montando el satélite artificial, que en los detalles de la vida del más humilde coolie de Shanghai. Se burlaron por igual de ambas cosas.

En todas partes irrumpieron en la vida privada de todos. Bueno, en realidad ya no existía tal cosa. Ya desde la primera noche resultó obvio que mientras ellos estuvieran en la Tierra no habría aislamiento posible, ni secretos, tanto en la vida de los individuos como en las maquinaciones de las naciones.

Todo lo referente a nosotros, como individuos o como grupo, les interesaba, les divertía y era motivo de burla para ellos. Sin duda, el verdadero objeto de estudio de los marcianos era el hombre.

Los animales no les interesaban, aunque no vacilaron en asustarlos o excitarlos cuando tal acción podía tener el efecto indirecto de molestar o perjudicar a un ser humano.

Los caballos fueron particularmente afectados, y el montar a caballo, ya fuese como deporte o como medio de transporte, se hizo tan peligroso que llegó a ser imposible.

Mientras los marcianos estuvieron con nosotros, sólo las personas obstinadas se atrevieron a ordeñar una vaca que no se hallase firmemente sujeta, con las patas atadas y la cabeza amarrada a un poste.

Los perros se volvieron frenéticos; muchos atacaron a sus dueños y tuvieron que ser eliminados.

Sólo los gatos, tras una o dos experiencias iniciales, se acostumbraron a ellos, tomándoselos con calma. Pero es que los gatos siempre han sido diferentes.