El segundo deporte de puertas adentro más popular en Estados Unidos sufrió una derrota aún peor aquella misma noche, y desde entonces se hizo imposible.
Veamos lo que sucedió al grupo de amigos que jugaba al póquer cada jueves por la noche en la casa que George Séller tenía en la playa, unos cuantos kilómetros al norte de Laguna, California. George era soltero y vivía allí todo el año. Los otros vivían en Laguna, donde tenían sus empleos o negocios.
En la noche de aquel jueves se reunieron seis de los amigos, contando a George. El número ideal para una buena partida, y ellos podían jugar excelentes partidas, con apuestas lo bastante altas para que el juego fuese excitante, pero no hasta el punto de que las pérdidas fueran serias para ninguno. Para todos ellos el póquer era más una religión que un vicio. Los jueves por la noche —desde las ocho hasta la una o incluso las dos de la madrugada— constituían la emoción de sus vidas, esas brillantes horas hacia las que miraban con anticipación durante los aburridos días y noches de la semana. No se les podía llamar fanáticos, quizá, pero sí llenos de dedicación.
Pocos minutos después de las ocho ya se habían puesto cómodos, en mangas de camisa y con las corbatas aflojadas, y se sentaron alrededor de la gran mesa en el salón, dispuestos a empezar la partida tan pronto como George terminara de barajar las cartas nuevas que acababa de sacar del paquete precintado. Todos habían comprado fichas, y todos tenían burbujeantes vasos o latas de cerveza abiertas delante de ellos. Siempre bebían, aunque con moderación: nunca lo suficiente para embotar su juicio.
George terminó de barajar y repartió cartas, boca arriba, para ver quién sacaría la primera sota a fin de ser mano en primer lugar; fue a parar a Gerry Dix, cajero del banco de Laguna.
Dix dio y ganó la primera partida, con un trío de dieces. Sin embargo, no ganó mucho; sólo George había ido, pero luego no pudo apostar; había sacado una pareja de nueves de entrada y no logró mejorar sus cartas.
La mano siguiente, Bob Trimble, propietario de la papelería del pueblo, recogió las cartas para la siguiente partida.
—Haced las apuestas iniciales, muchachos —dijo—. Este juego va a ser mejor. Voy a dar buenas cartas a todos.
En el otro extremo del salón, la radio tocaba una música suave. A George Séller le gustaba la música de fondo, y sabía en qué emisora podía obtenerla a cualquier hora de la noche del jueves.
Trimble dio. George cogió sus cartas y vio dos modestas parejas, sietes y treses. Podía abrir, pero era un poco flojo para abrir al principio de la partida; sin duda algún otro mejoraría la mano. Si era así, podría quedarse y sacar otra carta.
—Paso —dijo.
Otros dos pasaron, y luego Harry Wainright, gerente de un pequeño almacén en South Laguna, inició las apuestas con una ficha roja. Dix y Trimble se quedaron y George hizo lo mismo. Los dos hombres que habían pasado entre George y Wainright volvieron a pasar. Así, quedaron solamente cuatro en la partida, y George sólo tenía que robar una carta para unir a sus dos parejas; si hacía un full probablemente ganaría.
Trimble volvió a coger la baraja y dijo:
—¿Cartas, George?
—Un momento —dijo George de repente.
Había vuelto la cabeza y estaba escuchando la radio. Ahora no emitía música, y de pronto se dio cuenta de que ésta había cesado hacía un minuto o dos. Alguien estaba hablando, con demasiada excitación para ser un anuncio; la voz parecía histérica. Además ya eran las ocho y cuarto, y el programa que había sintonizado, «La hora de las estrellas», sólo era interrumpido, a la media, para un breve anuncio.
¿Podría tratarse de un aviso de emergencia, una declaración de guerra, el aviso de un inminente ataque aéreo o algo parecido?
—Un momento, Bob —dijo a Trimble.
Dejó las cartas encima de la mesa y se levantó. Se acercó a la radio y elevó el volumen.
—… Pequeños hombres verdes, docenas de ellos, corriendo por toda la emisora. Dicen que son marcianos. Tenemos noticias de que están por todas partes. Pero no se alarmen; no pueden causar ningún daño. Son perfectamente inofensivos porque no se les puede coger. La mano, o cualquier cosa que se les tire, pasa a través de ellos, y ellos tampoco pueden tocarnos por la misma razón. De manera que no…
Continuó durante un largo rato. Los seis hombres prestaban atención. Finalmente, Gerry Dix dijo:
—¿Qué diablos te pasa, George? ¿Vas a interrumpir el juego para escuchar un programa de ciencia ficción?
George contestó:
—¿Crees que se trata de eso? Yo he sintonizado «La hora de las estrellas», un programa musical.
—Es verdad —dijo Walt Grainger—. Hace un momento tocaban un vals de Strauss. Creo que era Los bosques de Viena.
—Prueba en otra emisora, George —sugirió Trimble.
En aquel instante, antes de que George pudiera alcanzar el dial, la radio enmudeció de repente.
—¡Maldición! —tronó George, manipulando todos los botones—. Debe de haberse fundido una lámpara. Ni siquiera se oye un zumbido.
Wainright dijo:
—Quizá lo hicieron los marcianos. Volvamos a la partida, George antes de que se enfríen mis cartas. Están lo bastante calentitas para ganar esta mano.
George vaciló y luego miró hacia Walt Grainger. Los cinco hombres habían venido de Laguna en el coche e Grainger.
—Walt —dijo George—, ¿tienes radio en el coche?
—No.
George exclamó:
—¡Maldición! Y no tengo teléfono porque esa avara compañía no quiere tender la línea tan lejos de… En fin olvidémoslo.
—Si estás preocupado de verdad, George —dijo Walt—, podemos ir a la ciudad en un momento. Tú y yo solos, y dejamos a los otros que sigan jugando, o podemos ir los seis y volver en menos de una hora. No perderemos mucho tiempo, y podemos quedarnos hasta más tarde para recuperarlo.
—A menos que encontremos un cargamento de marcianos por el camino —dijo Gerry Dix.
—Tonterías —terció Wainright—. George, lo que pasa es que tu radio ya estaba a punto de estropearse; de lo contrario, ahora funcionaría.
—Yo opino igual —dijo Dix—. ¡Qué demonios!, si hay marcianos por los alrededores, que vengan aquí si es que quieren vernos. Ésta es nuestra noche de póquer, señores. Vamos a jugar.
George Séller suspiró.
—De acuerdo —dijo.
Volvió a sentarse a la mesa y recogió sus cartas, mirándolas para recordar el juego que tenía. Ah, sí, sietes y treses. Y le tocaba pedir.
—¿Cartas? —preguntó Trimble, cogiendo la baraja de nuevo.
—Una para mí —dijo George, descartándose.
Pero Trimble nunca llegó a darle la carta.
De repente, Walt Grainger exclamó con voz aterrorizada:
—¡Dios mío!
Todos se quedaron helados por un instante, luego le miraron y se volvieron rápidamente hacia donde él miraba.
Eran dos marcianos. Uno estaba sentado en la parte superior de la lámpara de pie; el otro, de pie encima de la radio.
George Séller fue el primero que se recobró de la sorpresa, probablemente por haber estado más dispuesto que los demás a aceptar las noticias que acababan de oír por la radio. De modo un tanto absurdo, dijo:
—Bu… buenas noches…
—Hola, Mack —dijo el marciano que estaba encima de la lámpara—. Oye, será mejor que tires esas cartas antes de coger otra.
—¿Eh?
—Haz lo que te digo, Mack. Tienes sietes y treses, y vas a tener un full porque la carta de arriba es un siete.
El otro marciano dijo:
—De veras, Mack. Y vas a perder la camisa con ese full, porque este tipo… —señaló a Harry Wainright, que había iniciado la apuesta— abrió con tres sotas, y la cuarta es la segunda carta de arriba. Tendrá póquer de sotas.
—Seguid jugando y lo veréis —dijo el primer marciano.
Harry Wainright se puso en pie y puso sus cartas sobre la mesa, boca arriba, las tres sotas entre ellas. Extendió la mano y cogió la baraja que sostenía Trimble, volviendo las dos primeras cartas. Eran un siete y una sota. Tal como habían dicho.
—¿Pensabas que te engañábamos, Mack? —preguntó el primer marciano…
—Maldito bicho…
Los músculos de los hombros de Wainright se tensaron bajo la camisa mientras se dirigía al marciano más próximo.
—¡No lo hagas! —dijo George Séller—. Harry, recuerda lo que dijo la radio. No puedes tirarlos por la ventana si no puedes agarrarlos.
—Así es, Mack —dijo el marciano—. Vas a parecer más burro de lo que eres.
El otro marciano dijo:
—¿Por qué no seguís jugando? Nosotros os ayudaremos.
Trimble se puso de pie.
—Tú ve por aquél, Harry —dijo, sombrío—. Yo voy a por éste. Si la radio tenía razón no podremos tirarlos por la ventana, pero no nos hará ningún daño intentarlo.
No les hizo ningún daño, en efecto; pero tampoco les sirvió de nada.