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Tomemos, por ejemplo, la triste cadena de acontecimientos que tuvieron lugar en la emisora de televisión KVAK, de Chicago. No es que lo que ocurrió fuese básicamente distinto de lo sucedido en el resto de emisoras de televisión, pero no podemos estar en todas partes.

Era un programa literario y muy espectacular. Richard Bretaine, el más renombrado intérprete de Shakespeare en todo el mundo, representaba una versión condensada para televisión de Romeo y Julieta, con Helen Ferguson como primera actriz.

La grabación empezó a las diez en punto, y catorce minutos después ya había llegado a la escena del balcón en el acto segundo. Julieta acababa de aparecer en el balcón, y Romeo, en el jardín, declamó sonoramente el más famoso de todos los discursos románticos.

Pero, ¡oh!, ¿qué luz es aquélla en lejana ventana?

¡Es el este, y Julieta el Sol!

Levántate, hermoso Sol, y hiere a la envidiosa Luna

que ya está enferma y pálida del pesar

de que tú, su doncella…

Había llegado a ese punto cuando de repente apareció un hombrecillo verde sentado en la balaustrada, medio metro a la izquierda de donde se apoyaba Helen Ferguson.

Richard Bretaine tragó saliva y perdió el ritmo, pero se recobró rápidamente y continuó. Después de todo, aún no había ninguna prueba de que alguien viese lo que él veía. Y en cualquier caso, la función siempre debe continuar. Siguió valerosamente:

… seas mucho más bella que ella.

Pero no su doncella, ya que siente envidia;

sus viejos cendales son pálidos y verdes…

La palabra «verde» se le atravesó en la garganta. Hizo una pausa para recobrar el aliento, y en aquella pausa escuchó un murmullo colectivo que parecía surgir de todos los rincones del estudio.

En ese momento el hombrecillo dijo con voz clara y burlona.

—Mack, eso es una solemne tontería, y tú lo sabes.

Julieta se enderezó y vio lo que había en la balaustrada, a su lado. Chilló una sola vez y cayó desvanecida. El marciano la miró.

—¿Qué demonios te pasa ahora, Jane? —quiso saber.

El director de la obra era un hombre valiente y decidido. Veinte años atrás había sido teniente de infantería de marina, y había procedido —no seguido— a sus hombres en los asaltos a Tarawa y Kwajalein; había merecido dos medallas al valor, en un tiempo en el que mostrarse valeroso dentro de los límites del deber era prácticamente un suicidio. Desde entonces había adquirido veinte kilos más y una casita en los suburbios, pero seguía siendo un valiente.

Lo demostró ahora echando a correr hacia el plató para agarrar al intruso y sacarlo de allí.

Trató de agarrarlo, pero sin resultado. El hombrecillo verde lanzó un agudo maullido, se puso de pie sobre la balaustrada y, mientras las manos del realizador trataban en vano de cerrarse sobre las piernas del hombrecillo, se volvió ligeramente para enfrentarse con la cámara y levantó la mano derecha, llevándose el pulgar a la nariz y agitando los demás dedos.

En aquel momento, el técnico que estaba en la sala de control recobró la serenidad lo bastante para interrumpir el programa; después de aquello, nadie que no estuviera en el estudio supo lo que ocurrió.

A pesar de todo, sólo una fracción del medio millón de personas que vieron empezar el programa se entretuvieron en seguirlo hasta el momento en que fue interrumpido. Tenían marcianos propios para mantenerse ocupados, y en sus mismos hogares.