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Tiempo: primeras horas de la tarde del jueves 26 de marzo de 1964.

Lugar: una cabaña de troncos, de dos habitaciones, en el desierto, a kilómetro y medio de su vecino más próximo y no muy lejos de Indio, California, a unos doscientos cuarenta kilómetros al este y ligeramente al sur de Los Ángeles.

En escena, al levantarse el telón: Luke Deveraux, solo.

¿Por qué empezamos por él? ¿Y por qué no? Por algún sitio habrá que empezar. Y Luke, como escritor de novelas de ciencia ficción, debería haber estado más preparado que nadie para lo que iba a ocurrir.

Les presentamos a Luke Deveraux. Treinta y siete años, un metro setenta y setenta kilos de peso. Posee un selvático cabello rojo al que no es posible dominar sin la ayuda del fijador, y Luke nunca ha querido usar fijador. Debajo de los cabellos, unos ojos azul pálido, de mirada ausente; la clase de ojos que uno duda que le estén viendo, aunque le miren directamente. Debajo de los ojos, una larga y fina nariz, bastante centrada en un rostro alargado, sin afeitar durante las últimas cuarenta y ocho horas.

En aquel momento, las 8:14 de la tarde, hora del Pacífico, vestía una camiseta blanca, que ostentaba en el pecho, con grandes letras rojas, las siglas de YWCA, unos vaqueros desteñidos y zapatillas muy usadas.

No dejen que el YWCA de la camiseta les engañe. Luke nunca había sido ni será miembro de esa organización de jóvenes católicas. La camiseta pertenecía a Margie, su esposa o ex esposa. (Luke no estaba seguro de su posición legal con respecto a ella; se había divorciado hacía siete meses, pero la separación definitiva no sería concedida hasta dentro de otros cinco). Cuando ella dejó la mesa y la cama de Luke debió de dejar también aquella camiseta entre las de él. Luke rara vez usaba camisetas en Los Ángeles, y no la había descubierto hasta aquella misma mañana. Le quedaba muy bien —Margie era una muchacha bastante grande—, y Luke había pensado que, solo y en el desierto, bien podía usarla durante un día antes de clasificarla como un trapo para limpiar el coche. Ciertamente no valía la pena devolverla, aunque estuvieran en mejores relaciones que las que disfrutaban en la actualidad. Margie se divorció de la YWCA mucho antes que de Luke, y no la había usado desde entonces. Quizá la había puesto deliberadamente entre las camisas de él, como una broma, cosa que Luke dudaba, recordando el humor que tenía Margie cuando se marchó.

Bien, durante el día había pensado que si ella la dejó como una broma, le había salido el tiro por la culata, porque él la encontró en un momento en que se hallaba solo y podía usarla. Y si por casualidad la dejó con toda deliberación para que él la encontrara, pensara en ella y se lamentará de su pérdida, también en eso se engañaba. Volvía a estar enamorado, y de una muchacha que era el reverso de Margie en casi todos los aspectos. Su nombre era Rosalind Hall, y era taquígrafa en la Paramount. Estaba perdido por ella. Loco por ella. Rabioso por ella.

Lo cual sin duda era un factor importante, porque en aquel momento se encontraba solo en la cabaña, a muchos kilómetros de una carretera asfaltada. La cabaña de troncos pertenecía a un amigo suyo, Carter Benson, también escritor, quien, en ocasiones, en los meses más frescos del año, la utilizaba por la misma razón que había movido a Luke a dirigirse allí: el deseo de la soledad y de encontrar argumento para sus obras.

Era ya la tarde del tercer día que Luke pasaba allí y aún seguía buscando sin encontrar nada, excepto grandes dosis de soledad. Ninguna llamada telefónica, ninguna carta, y tampoco había visto a otro ser humano, ni siquiera a distancia.

Pero estaba seguro de que aquella misma tarde había empezado a barruntar una idea. Algo todavía demasiado vago, demasiado diáfano para empezar a escribir, ni siquiera en forma de notas; algo tan impalpable, quizá, como una sombra fantasmal, pero de todos modos era algo. Aquél era el principio, esperaba, y suponía una gran mejora con respecto a cómo le iban las cosas en Los Ángeles.

Estaba en el peor bache de su carrera de escritor, y casi le volvía loco el pensar que no había escrito una sola línea en varios meses. Su editor le bombardeaba con frecuentes cartas por correo aéreo desde Nueva York, pidiendo por lo menos un título que pudieran anunciar como su próximo libro. ¿Y cuándo terminaría el libro y podrían preparar su edición? Teniendo en cuenta que le habían adelantando quinientos dólares a cuenta, había que admitir que tenían derecho a preguntar todo aquello.

Finalmente, una sombría desesperación —y hay pocas desesperaciones más sombrías que la de un escritor que debe crear y no puede— le había impulsado a pedir prestadas las llaves de la cabaña de Carter Benson y el permiso para utilizarla mientras fuese necesario. Por suerte, Benson acababa de firmar un contrato de seis meses con unos estudios de Hollywood y no la usaría, por lo menos durante ese tiempo.

De manera que aquí estaba Luke Deveraux y aquí seguiría hasta que hubiera encontrado un argumento y empezado su libro. No sería necesario que lo terminase aquí; una vez que hubiese arrancado, sabía que podía continuar en su ambiente habitual, sin negarse el placer de pasar las tardes con Rosalind Hall.

Durante los tres últimos días, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, había paseado por la cabaña, tratando de concentrarse. Sobrio, y a veces sintiendo que estaba a punto de enloquecer. Por las tardes, comprendiendo que esforzar su cerebro durante más horas le haría más mal que bien, se permitía descansar y beber unas copas. Exactamente cinco copas; una cantidad que sabía que le aflojaría los nervios, sin llegar a emborracharle ni darle un terrible dolor de cabeza a la mañana siguiente. Espaciaba cuidadosamente sus cinco copas para que durasen hasta las once de la noche. Las once en punto era su hora de irse a la cama mientras vivía en la cabaña. No hay nada como la regularidad, pero hasta el momento no le había servido de nada.

A las 8:14 ya estaba en su tercera copa —la que debía durarle hasta las nueve— y acababa de beber el segundo sorbo. Estaba tratando de leer sin mucho éxito, porque su mente, ahora que quería concentrarse en la lectura, prefería pensar en el posible argumento de su novela. Las mentes demuestran con frecuencia ese tipo de perversidad.

Y quizá porque no la perseguía, estaba mucho más cerca de la idea de un argumento de lo que lo había estado en mucho tiempo. Se hallaba vagamente pensando que sucedería si los marcianos…

Llamaron a la puerta. La miró por un instante, sorprendido, antes de dejar el vaso y levantarse de la silla. La noche era tan tranquila que no era posible que un coche se hubiera acercado sin que él lo oyera, y desde luego no era posible que nadie hubiese llegado andando hasta allí.

Se repitió la llamada, más fuerte. Luke se acercó a la puerta y la abrió, mirando hacia el desierto iluminado por la luna. En el primer momento no vio a nadie; luego miró hacia abajo.

—¡Oh, no! —dijo.

Era un hombrecillo verde, de unos setenta y cinco centímetros de altura.

—Hola, Mack —dijo el hombrecillo—. ¿Es esto la Tierra?

—¡Oh, no! —dijo Luke Deveraux—. No puede ser.

—¿Por qué no puede ser? Tiene que serlo. Mira —señaló hacia arriba—. Una luna, y del tamaño y distancia correctos. La Tierra es el único planeta en el sistema con una sola luna. Mi planeta tiene dos.

—Oh, Dios —dijo Luke—. Sólo hay un planeta en el sistema solar que tenga dos lunas.

—Mira, Mack, a ver si te espabilas. ¿Es esto la Tierra o no?

Luke movió la cabeza asintiendo, sin poder pronunciar una sola palabra.

—Muy bien —dijo el hombrecillo—. Eso ya está arreglado. Ahora, ¿qué diablos te pasa?

—G… g… g —dijo Luke.

—¿Estás loco? ¿Y ésa es la forma en que recibes a los forasteros? ¿No vas a invitarme a entrar?

Luke dijo:

—Eh… entra…

Y se apartó a un lado.

Una vez dentro, el marciano miró a su alrededor y arrugó el ceño.

—Vaya un lugar más destartalado —dijo—. ¿Todos vosotros vivís así, o tú eres uno de los que llaman basura blanco? Argeth, qué muebles más feos.

—No los escogí yo —dijo Luke, pasando a la defensiva—. Pertenecen a un amigo mío.

—Entonces, tienes un pésimo gusto para escoger a tus amigos. ¿Estás solo?

—Eso es lo que me pregunto en este instante —dijo Luke—. No estoy seguro de que crea en tu existencia. ¿Cómo puedo saber que no eres una alucinación?

El marciano se sentó ágilmente en una silla y se quedó balanceando las piernas.

—No puedes saberlo. Pero si lo piensas es que te falta un tornillo.

Luke abrió la boca y volvió a cerrarla. De repente recordó su vaso y tanteó a sus espaldas sin volverse, haciendo caer el vaso con la mano en vez de sujetarlo. No se rompió, pero derramó su contenido encima de la mesa y por el suelo antes de que pudiera ponerlo derecho. Luke maldijo en voz baja y luego recordó que de todos modos la mezcla no era muy fuerte. Y en vista de las circunstancias quería un trago que fuese un trago. Se acercó al fregadero, donde se hallaba la botella de whisky, y se sirvió medio vaso, solo.

Bebió un sorbo y casi se ahogó. Cuando se aseguró de que el licor iba a seguir el camino adecuado, volvió a sentarse en una silla con el vaso bien apretado en la mano, observando al visitante.

—¿Me estás estudiando? —dijo el marciano.

Luke no contestó. Lo estaba examinando con atención, tomándose todo el tiempo necesario. Su visitante era humanoide, pero decididamente no era humano. La ligera sospecha de que uno de sus amigos hubiese contratado a un enano de circo para gastarle una broma desapareció.

Marciano o no, el hombrecillo no era humano. No podía ser un enano porque su torso era muy corto con respecto al largo de sus delgadas piernas y brazos; los enanos tienen torsos largos y piernas cortas. En proporción, la cabeza resultaba grande, y mucho más esférica que una cabeza humana; el cráneo era completamente calvo. No se veía ninguna señal de barba, y Luke tuvo el presentimiento de que aquella criatura estaba desprovista de pelo en todo el cuerpo.

El rostro… bueno, tenía todos los elementos que debía tener un rostro, pero también resultaban desproporcionados. La boca era el doble de grande que una boca humana, al igual que la nariz; los ojos, tan pequeños como brillantes, y muy juntos. Las orejas también eran muy pequeñas, y carecían de lóbulo. A la luz de la luna la tez le pareció de un verde oliva; pero bajo la luz artificial, notó que era de un color verde esmeralda.

Cada una de sus manos disponía de seis dedos. Probablemente significaba que también tendría seis dedos en cada pie, pero como llevaba zapatos no era posible comprobarlo.

Los zapatos eran de un verde oscuro, igual que el resto de sus ropas, unos ajustados pantalones y una camisa suelta, confeccionados en el mismo material, algo que se parecía a la gamuza o a una piel de antílope muy suave. No llevaba sombrero.

—Empiezo a creer en ti —dijo Luke, dudoso.

Volvió a levantar el vaso. El marciano gruñó:

—¿Todos los humanos son tan estúpidos como tú? ¿Y tan mal educados? ¡Estar bebiendo sin ofrecer una copa a un invitado!

—Perdón —dijo Luke.

Se levantó y se dirigió en busca de la botella y de otro vaso.

—No es que yo la quiera —dijo el marciano—. No bebo. Un vicio muy desagradable. Pero podías haberla ofrecido.

Luke volvió a sentarse y suspiró.

—Debí hacerlo —dijo—. Lo siento. Empecemos de nuevo. Me llamo Luke Deveraux.

—Un nombre muy tonto.

—Quizás el tuyo me parezca tonto a mí. ¿Puedo preguntar cuál es?

—Claro, pregunta.

Luke suspiró de nuevo.

—Los marcianos no usamos nombres. Es una costumbre ridícula.

—Sin embargo, son útiles cuando queremos que alguien venga. Igual que… ¿Oye, no me has llamado Mack?

—Claro. Nosotros llamamos a todo el mundo Mack, o su equivalente en el idioma que estemos hablando. ¿Por qué molestarse en aprender un nuevo nombre para cada persona a la que te diriges?

Luke volvió a levantar el vaso.

—Hum —dijo—, quizá tengas razón en eso, pero pasemos a algo más importante. ¿Cómo puedo estar seguro de que estás realmente aquí?

—Mack, ya te he dicho que te falta un tornillo.

—Esa es la cuestión —dijo Luke—. ¿Estaré loco? Si estás realmente aquí estoy dispuesto a admitir que no eres un humano, y si admito eso no hay ninguna razón para que no acepte tu palabra respecto al sitio de donde vienes. Pero si no estás aquí, entonces es que estoy borracho o padezco una alucinación. Antes de que llegaras sólo había tomado dos copas, muy flojas, y no me hicieron ningún efecto.

—Entonces, ¿por qué te las bebiste?

—Eso no tiene nada que ver con lo que discutimos. Así pues, sólo quedan dos posibilidades: o realmente estás aquí, o me he vuelto loco.

El marciano emitió un sonido desagradable y descortés.

—¿Y que te hace pensar que esas dos posibilidades son autoexcluyentes? Naturalmente que estoy aquí. Pero no estoy tan seguro respecto a que no estés loco, y tampoco me importa.

Luke suspiró. Parecían requerirse muchos suspiros para tratar a los marcianos. O mucha bebida. Su vaso estaba vacío. Se levantó para volverlo a llenar. Whisky solo otra vez, pero ahora con un par de cubitos de hielo.

Antes de sentarse, tuvo una idea. Dejó el vaso encima de la mesa, dijo: «Perdona», y salió al exterior. Si el marciano era real, debería tener su nave espacial por allí cerca.

¿Probaría algo el que la viese?, se preguntó. Si veía al marciano, ¿por qué no podía llegar su alucinación hasta ver su nave espacial?

Pero no había ninguna aeronave imaginaria o real. La luna brillaba alegremente y el terreno era liso como la palma de la mano; Podía ver a gran distancia. Dio la vuelta a la cabaña y alrededor de su coche, aparcado a espaldas de la casita, a fin de poder ver en todas direcciones. Ninguna nave espacial.

Regresó al interior, se puso cómodo y bebió una generosa parte del contenido del vaso. Luego apuntó al marciano con un dedo acusador.

—No hay ninguna nave espacial —dijo.

—Desde luego que no.

—Entonces, ¿cómo llegaste aquí?

—Maldito si te importa, pero te lo diré. Kwimmé.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo esto —dijo el marciano.

Y desapareció de la silla. La palabra «sólo» llegó desde la silla y la palabra «esto» desde detrás de Luke.

Éste se volvió con rapidez. El marciano estaba sentado en el borde de la cocina de gas.

—¡Dios mío —dijo Luke— teleportación!

El marciano desapareció de nuevo. Luke se volvió y lo encontró otra vez sentado en la silla.

—No es teleportación —dijo el marciano—. Se necesitan aparatos para teleportarse. Para kwimmar basta la mente. El motivo de que vosotros no podáis hacerlo es que no sois lo bastante listos.

Luke bebió otro sorbo.

—¿Y has hecho todo el camino desde Marte?

—Desde luego. Salí un segundo antes de llamar a tu puerta.

—¿Habéis kwimmado aquí antes? Oye —Luke le apuntó otra vez con el dedo—, apostaría que lo habéis hecho muchos de vosotros, lo que explicaría las supersticiones sobre fantasmas y…

—Tonterías —dijo el marciano—. A vosotros os faltan tornillos en la cabeza y eso explica vuestras supersticiones. Nunca hemos estado aquí antes. Ninguno de nosotros. Acabamos de aprender la técnica necesaria para kwimmar a larga distancia. Antes sólo podíamos hacerlo a distancias muy cortas. Para realizar el viaje interplanetario hay que aprender hokima.

Luke volvió a señalar con el dedo.

—Ya te he pescado. ¿Cómo es que hablas inglés entonces?

El marciano hizo una mueca. Sus labios eran muy aptos para las muecas.

—Puedo hablar todos vuestros sencillos y tontos idiomas. Por lo menos todos los que se oyen en los programas de radio, y los demás los puedo aprender en cosa de una hora cada uno. Algo muy fácil. Tú no podrías aprender el marciano ni en mil años.

—¡Así me condene! —dijo Luke—. No me extraña que no te gustemos si todas tus ideas sobre nosotros las has aprendido en los programas de radio. Debo admitir que la mayoría son una porquería.

—Igual que la mayoría de vosotros, o no los lanzaríais al éter.

Luke contuvo con dificultad su ira y volvió a beber otro sorbo. Finalmente, empezaba a creer que se trataba realmente de un marciano y no de un producto de su imaginación. Y además, pensó de repente, ¿qué iba a perder por creerlo? Si estaba loco, la cosa ya no tenía remedio. Pero si se trataba de un marciano de veras, constituía una magnífica oportunidad para un escritor de ciencia ficción.

—¿Cómo es Marte? —preguntó.

—No te importa un pito, Mack.

Luke bebió de nuevo. Contó hasta diez y trató de mostrarse tan tranquilo y razonable como le era posible.

—Escucha —dijo—, me mostré un poco descortés al principio porque estaba sorprendido. Pero lo siento te presento mis excusas ¿Por qué no podemos ser amigos?

—¿Por qué tenemos que serlo? Tu eres un miembro de una raza inferior.

—Aunque sólo sea por eso, la conversación resultará más agradable para los dos.

—No para mí, Mack. Me gusta mostrarme desagradable. Me gusta pelearme. Si vas a ser fino y educado conmigo, me iré a buscar a alguien con quien pueda discutir un poco.

—Espera, no te… —Luke comprendió de repente que llevaba el camino equivocado si quería que el marciano se quedara. Dijo—: Por mí puedes irte al infierno, si lo prefieres.

El marciano hizo una mueca de burla.

—Eso ya está mejor. Creo que llegaremos a entendernos.

—¿Por qué has venido a la Tierra?

—Tampoco te importa nada, pero me agradará darte una pista. ¿Porqué vais a los parques zoológicos en este planeta pobretón?

—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?

El marciano inclinó la cabeza a un lado.

—Eres un tipo difícil de convencer, Mack. No soy la oficina de información. Lo que hago o por qué lo hago no es nada que te concierna. A lo que es seguro que no vine es a enseñar a niños.

El vaso de Luke volvía a estar vacío. Lo llenó de nuevo. Miró al marciano con irritación. Si aquel tipo quería pelea, ¿por qué no complacerle?

—Oye, verruga verde… —dijo—, creo que debería…

—¿Deberías hacer qué? ¿Hacerme algo a mí? ¿Tú y cuántos más?

—Yo, una cámara y un flash —dijo Luke, recriminándose por no haber pensado en ello antes—. Por lo menos voy a sacarte una foto. Luego, cuando la revele…

Dejó el vaso y se metió en el dormitorio. Por suerte su cámara estaba cargada y el flash tenía una bombilla puesta; los había puesto en la maleta, no con la idea de fotografiar a un marciano, sino porque Benson le dijo que los coyotes a veces se acercaban a la cabaña por las noches y quería sacar algunas fotografías.

Volvió a la otra habitación, preparó la cámara rápidamente y la sujetó con una mano, manteniendo el flash en la otra.

—¿Quieres que pose para ti? —preguntó el marciano.

Se colocó los pulgares en los oídos y agitó sus otros diez dedos, miró bizco y sacó una larga lengua de un color amarillo verdoso.

Luke tomó su fotografía. Puso otra bombilla en el flash, pasó la foto y apuntó la cámara de nuevo. Pero el marciano ya no se hallaba allí. Su voz, desde otro extremo de la habitación, dijo:

—Con una basta, Mack. No tientes a la suerte haciendo que me aburra más de lo que estoy.

Luke giró rápidamente y apuntó la cámara en aquella dirección, pero cuando levantó el flash, el marciano había desaparecido. Y una voz a sus espaldas le decía que no se mostrase más estúpido de lo que era en realidad.

Luke abandonó la lucha y dejó la cámara encima de la mesa. Por lo menos tenía una foto. Era una lástima que no tratase de un carrete en color, pero no se puede tener todo.

Volvió a coger su vaso. Se sentó con él en la mano, porque de repente el suelo empezó a oscilar. Bebió un trago para serenarse, y dijo:

—Dizme. Quiero decir, dime. Podéis captar nuestros programas de radio. ¿Y que hay de la televisión? ¿Es que estáis atrasados en los últimos adelantos?

—¿Qué es la televisión, Mack?

Luke se lo explicó.

—Esas ondas no llegan tan lejos —dijo el marciano—, gracias a Argeth. Ya es bastante desagradable tener que escucharos. Ahora que he visto a uno de vosotros y sé lo que parecéis…

—Tonterías —dijo Luke—. Aún no habéis inventado la televisión.

—Desde luego que no. No la necesitamos. Si pasa algo en cualquier rincón de nuestro mundo que queramos ver, nos limitamos a kwimmar allí en un instante. Oye, ¿he tropezado con un fenómeno o todos los demás de tu raza son tan repugnantes como tú?

Luke casi se atragantó con el sorbo de whisky que bebía.

—¿Acaso… acaso te consideras muy atractivo?

—Para cualquier otro marciano lo soy.

—Apuesto a que vuelves locas a las chicas —dijo Luke—, si es que hay chicas en Marte.

—Las hay, pero desde luego los marcianos no actuamos como vosotros. ¿Vuestra raza se porta realmente del modo tan desagradable en que lo hacen los actores de radio? ¿Estás lo que denomináis «enamorado» de una de vuestras hembras?

—Eso no te importa.

—¿Lo crees así? —dijo el marciano.

Y desapareció. Luke se puso en pie, un poco vacilante, y miró alrededor, para ver si había kwimmado a otro lugar de la habitación. No lo vio.

Volvió a sentarse, sacudió la cabeza para aclarar sus ideas y bebió otro trago a fin de confundirlas de nuevo.

Gracias a Dios, o a Argeth, que tenía aquella foto. Al día siguiente iría a Los Ángeles para que se la revelaran. Si sólo mostraba una silla vacía, se pondría en manos de un psiquiatra a toda velocidad. Si aparecía un marciano…, entonces decidiría lo que debería hacer.

Mientras tanto, emborracharse lo más aprisa posible era lo único razonable que podía hacer. Ya había bebido demasiado para arriesgar a ir en el coche aquella misma noche, y cuanto antes bebiera hasta dormirse, antes se despertaría por la mañana.

Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir, el marciano estaba de nuevo sentado en la silla. Con una mueca de burla, dijo:

—Estaba en esa pocilga de dormitorio, leyendo tu correspondencia. ¡Uf, cuánta basura!

¿Correspondencia? Allí no tenía ninguna correspondencia, pensó Luke. Y luego recordó que sí. Un pequeño paquete con tres cartas, las que Rosalind le había escrito cuando él estuvo en Nueva York tres meses atrás para entrevistarse con su editor y convencerle que le diera otro adelanto sobre el libro que ahora trataba de iniciar. Estuvo allí una semana, dedicándose a renovar sus relaciones con los editores de revistas; había escrito a Rosalind cada día y ella le envió tres cartas. Eran las únicas que tenía de ella. Las había guardado amorosamente y las había traído pensando en volverlas a leer si llegaba a sentirse demasiado solo.

—Argeth, cuántas bobadas —dijo el marciano—. Y qué forma más estúpida tenéis de escribir vuestro lenguaje. Me costó un minuto entero descifrar vuestro alfabeto y relacionar los sonidos con las letras. Figúrate un lenguaje que tiene el mismo sonido escrito de tres modos distintos, como en hierba, yerba o hierva.

—Maldito bicho. No tenías por qué leer mis cartas.

—Tsk, tsk —dijo el marciano—. Yo hago lo que quiero, y tú no me habrías hablado de tu vida amorosa, de tu queridita, tu corazoncito y del encanto de la vida.

—¡Entonces es que de verdad las has leído, maldita verruga verde! Te daría…

—¿Qué? —preguntó el marciano, con desdén.

—Te daría un puntapié que te devolvería a Marte, eso es.

El marciano relinchó de risa.

—Ahorra el aliento, Mack, para hacerle el amor a Rosalind. Apuesto a que crees que ella sentía todas las bobadas que puso en esas cartas. Apuesto a que crees que está loca por ti.

—Está loca… maldición, quiero decir…

—No te excites, Mack. Su dirección está en el sobre. Voy a kwimmar allí ahora mismo y enterarme de eso. Sujétate el sombrero.

—¡Tú te quedas…!

Luke se quedó solo otra vez, y su vaso estaba vacío, de manera que se dirigió al fregadero para volver a llenarlo. Se sentía más borracho que en muchos años, pero cuanto antes quedara inconsciente mucho mejor. Y si era posible, antes de que regresara el marciano o kwimmase de vuelta, si es que realmente iba a regresar o kwimmar de nuevo allí.

Porque ya no podía aguantar más. Alucinación o realidad, ya no podía contenerse, y si el marciano volvía, lo tiraría por la ventana. Aunque hiciese estallar una guerra interplanetaria.

De nuevo en la silla empezó a beber. Aquel vaso sería el último.

—Eh, Mack… ¿Aún estás lo bastante sobrio para que hablemos?

Luke abrió los ojos, preguntándose cuándo los había cerrado. El marciano había regresado.

—Vete —dijo—. Piérdete. Mañana yo…

—Espabílate, Mack. Tengo noticias para ti, directas de Hollywood. Esa chica tuya estaba en casa y te echaba mucho de menos.

—¿Eh? Ya te he dicho que me quería, ¿no? Maldita verruga ver…

—Te echaba tanto de menos que ha llamado a alguien para que la consuele. Un tipo alto y rubio. Ella le llama Harry.

Aquello despejó a Luke por un instante. Rosalind tenía un amigo llamado Harry, pero era una amistad platónica; eran amigos porque trabajaban juntos en el mismo departamento de la Paramount.

—¿Harry Sunderman? —preguntó—. ¿Delgado, bien vestido, con una chaqueta deportiva…?

—No, ese Harry no es el que yo digo, Mack. No sé si suele llevar una chaqueta deportiva. El Harry de que hablo no llevaba más que un reloj de pulsera.

Luke Deveraux rugió y se puso en pie, lanzándose sobre el marciano. Con las manos extendidas buscó el verdoso cuello. Ambas manos pasaron a través del cuello y se estrecharon mutuamente.

El hombrecillo verde le dirigió una mueca y sacó la lengua. Luego le dijo:

—¿Quieres saber lo que hacían, Mack, tu Rosalind y su Harry?

Luke no contestó. Se tambaleó en busca de su vaso y lo vacío de un trago.

Aquello era lo último que recordaba cuando se despertó a la mañana siguiente. Estaba tendido en la cama; al menos pudo llegar hasta allí. Pero estaba encima de las mantas, y completamente vestido, incluso con los zapatos puestos. Tenía un espléndido dolor de cabeza y un sabor infernal en la boca. Se sentó en la cama y miró alrededor con cierto temor. No se veía a ningún hombrecillo verde.

Llegó hasta la pieza contigua y la examinó. Luego se acercó a la cocina, preguntándose si el café valdría el trabajo de hacerlo.

Decidió que no valía la pena, ya que podía tomarlo en uno de los paradores de la carretera, cuando volviera a la ciudad. Y cuanto antes volviera allí mucho mejor. Ni siquiera se detendría en limpiar la cabaña o en empaquetar sus cosas. Podía volver más tarde y recoger la maleta. O pedir a alguien que fuera a buscarla si es que tenía que entrar en el manicomio por algún tiempo.

En aquel momento lo que quería era salir de allí, y al infierno con todo lo demás. Ni siquiera se ducharía o afeitaría hasta que estuviera en su casa; tenía otra máquina eléctrica en su apartamento y también el resto de su ropa.

¿Y después qué? Bueno, después empezaría a preocuparse por lo que debía hacer. Pensó que por entonces el dolor de cabeza se le habría pasado lo suficiente para poder pensar con calma.

Al pasar por la otra habitación vio la cámara fotográfica y la recogió para llevársela. Quizá, después de reflexionar con calma, necesitaría revelar aquella foto. Aún había una posibilidad entre mil de que, a pesar de que sus manos habían pasado a través de su cuerpo, un verdadero marciano se hubiera sentado en aquella silla, y no se tratara de una alucinación. Quizá los marcianos tenían otros poderes aparte del kwimmar.

Sí, si aparecía un marciano en la foto, ese hecho haría cambiar todas sus ideas, de modo que sería mejor eliminar dicha posibilidad antes de tomar ninguna decisión.

Si no aparecía…, bueno, lo mejor que podría hacer sería telefonear a Margie y pedirle que le recomendara al psiquiatra al que varias veces le había pedido que consultara durante su matrimonio. Ella había sido enfermera en varias instituciones mentales antes de casarse con Luke, y volvió a trabajar en una de ellas cuando se separaron. Una vez Margie le dijo que había estudiado psicología en la universidad, y que si hubiera podido pagarse los cursos que le faltaban para terminar la carrera, habría obtenido el título de psiquiatra.

Luke salió fuera y cerró la puerta, contorneando la casa en busca de su coche. El hombrecillo verde estaba sentado encima del capó de su automóvil.

—Hola, Mack —dijo—. Pareces un condenado a muerte, pero creo que tienes derecho a sentirte de ese modo, la bebida es un vicio muy desagradable.

Luke dio media vuelta y volvió a entrar en la casa. Encontró la botella, se sirvió medio vaso como tónico matinal y lo bebió de un trago. Si aún sufría alucinaciones, pensó, lo necesitaba. Y ahora que la garganta ya no le ardía, se sentía mucho mejor físicamente. Bueno, quizá no tanto.

Cerró la casa de nuevo y volvió al coche. El marciano seguía allí. Luke se sentó al volante y puso el motor en marcha. Luego sacó la cabeza por la ventanilla.

—¡Eh! —exclamó—, ¿cómo voy a poder ver la carretera si tú estás sentado ahí delante?

El marciano volvió la cabeza y lanzó una risotada.

—¿Y a mí que me importa que puedas ver la carretera o no? Si tienes un accidente, yo no me haré daño.

Luke suspiró y puso el coche en movimiento. Condujo por el camino de tierra hasta la carretera principal con la cabeza fuera de la ventanilla. Alucinación o no, le era imposible ver a través del hombre verde, de modo que tenía que mirar por un lado.

Dudó un instante en si debía o no detenerse en el parador para tomar café, y decidió que sería mejor hacerlo. Quizás el marciano se quedase donde estaba. Y si no lo hacía y seguía a Luke al interior del parador, nadie podría verlo, de modo que tampoco tenía importancia. Con todo, tendría que recordar que no debía hablar con él, o todos le creerían loco.

El marciano saltó al suelo cuando Luke aparcó el coche, y le siguió hacia el parador. No había en aquel momento ningún otro cliente. Sólo un camarero de rostro triste, con un largo delantal blanco.

Luke se sentó en un taburete alto frente a la barra. El marciano dio un salto y se sentó en el taburete contiguo, poniendo los codos sobre el mostrador. El camarero dio media vuelta y se quedó mirando, pero no a Luke. Gimió:

—Oh, Dios, aquí tenemos a otro.

—¿Cómo? —exclamó Luke—. ¿Otro qué?

Apretó el borde del mostrador con tal fuerza que le dolieron los dedos.

—Otro marciano —dijo el dependiente—. ¿Acaso no puede verlo?

Luke aspiró profundamente.

—¿Quiere decir que hay más de ellos?

El camarero miró a Luke con profundo asombro.

—Amigo, ¿dónde estuvo anoche? ¿Solo en el desierto, sin aparato de radio ni televisión? Tenemos un millón de ellos.