Las Vegas (¿Qué?) Las Vegas (¡No te oigo! Mucha bulla) ¡¡¡Las Vegas!!!

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«¿Qué es eso de hernia hernia?».

Ese es Raymond dirigiéndose al hombre de cabello ondulado que tiene el palito, el repartidor de una mesa de craps a eso de las 3,45 de la madrugada, un domingo. El hombre del palito no entendió lo que estaba diciendo este pendejo, pero el tono lo molestó. Le hizo a Raymond aquella paciente arqueada superciliar conocida como el desprecio de Gancho Rojo, maniobra que se supone transmite un significado algo así como: Soy un tipo muy rudo pero a la vez suave, como podrás darte cuenta por la manera que tengo de llevar mis ojos sumidos en las órbitas, y si éste no fuera un sitio tan elegante, pendejos como tú ya estarían molidos a golpes en el patio trasero.

Sin embargo a estas alturas Raymond ya era inmune a las miradas sutiles.

El hombre del palito intentó recomenzar el juego, pero cada vez que iniciaba su cantaleta soltando las palabras por la nariz, lo cual parece ser el estilo standard del croupier de Las Vegas —«Bien, otro jugador… ocho es el punto, el punto es ocho» y así sucesivamente— Raymond comenzaba a imitarlo en el mismo tono de voz, «Hernia, hernia, hernia, hernia, HERnia, HERnia, hernia; hernia, hernia, hernia».

Todos los de la mesa observaban, consternados de que alguien intentara molestar a un soldat tan rudo, tan in, tan elegante como un croupier de craps en Las Vegas. Las odaliscas de lamé dorado venidas de Los Angeles observaban. Los muchachotes del Oeste, hombres de cincuenta y ocho que llevan aquellas dos soguillas que forman una corbata tejana, observaban. Las viejas adictas a los tragaperras, con vasitos de papel repletos de monedas, observaban las mesas de craps, pero dándole a la palanca todo el tiempo.

Raymond, que tiene treinta y cuatro años y trabaja como ingeniero en Phoenix, es macizo pero no aterrador. Tiene un peinado tipo «choza» y la frente tan pequeña que no deja un sitio lógico para hacer una raya que, sin embargo, él trata de hacer. Su enorme quijada conforma un caso de prognatismo, aunque sea lisa, suave y redonda como una sandía, lo cual da a Raymond la apariencia definitiva de un estudiante de Teología de la Fe Episcopal.

Los guardias eran maravillosos. Llevaban uniformes de vaquero, como los de Bruce Cabot en Sundown, y usaban estrellas de alguacil.

«Oiga, ¿podemos ayudarlo en algo?».

«Se dice Señor», dijo Raymond. «Usted dijo “oiga”. Se dice Señor. ¿Cómo va la vieja Cosa Nostra?».

Sorprendentemente, los guardias del casino estaban sacando a Raymond a lo pacífico, sin ponerle las manos encima. Yo nunca lo había visto antes, pero tal vez el interés que demostré por él en los cinco minutos anteriores lo llevó a decirme: «¿Tiene auto? Ya vuelve a comenzar este zafarrancho».

La cosa era que había dejado su auto en algún lugar y quería ser llevado al Stardust, uno de los grandes hoteles-casino. No describo a Raymond por ser típico, aunque tenía algunos rasgos típicos del turista que viene a Las Vegas, sino por ser un buen ejemplo del maravilloso impacto a los sentidos que causa Las Vegas. Los sentidos de Raymond estaban en el climax de su excitación, con el único problema de que ya le estaba comenzando a patinar el coco. Estaba despierto desde la tarde del jueves y ahora eran las 3,45 de la madrugada del domingo. Tenía un sobre lleno de estimulantes —anfetamina— en el bolsillo izquierdo de su chaqueta y un sobre lleno de Equaniles —meprobamato— en el bolsillo derecho. ¿O eran los Equaniles en el izquierdo y los estimulantes en el derecho? Podía distinguirlos mirando, pero ya no tenía ganas de mirar. No le preocupaba saber cuántas pastillas le quedaban.

Había estado recorriendo el increíble mundo del anuncio luminoso que es el Corredor de Las Vegas, Autopista 91, donde los neones y las lámparas —bullendo, girando, elevándose y explotando en llamas que alcanzan diez pisos de altura en medio del desierto— sirven para celebrar casinos de un piso. Había estado jugando y bebiendo y comiendo intermitentemente en los buffets que día y noche los casinos mantienen repletos de comida; pero sobre todo había estado excitándose con la anfetamina, relajándose con el meprobamato, luego bebiendo más alcohol, hasta ahora que, sesenta horas después, estaba acercándose a los síntomas de la esquizofrenia tóxica.

También estaba disfrutando de aquello que los profetas de lo alucinógeno llaman «expansión de la conciencia». El tipo estaba psicodélico. Estaba comenzando a reducir los componentes del bombardeo a los sentidos que representa Las Vegas. Tenía toda la razón con lo de hernia, hernia. Cada casino de Las Vegas es, entre otras cosas, un aposento lleno de mesas de craps, con croupiers que repiten una cantaleta que suena como si estuvieran diciendo «hernia, hernia, hernia, hernia, hernia» y así sucesivamente. Allí están, día y noche, soltando ese fluido comentario por las fosas nasales. Su mensaje no quiere decir nada específico. Su contenido implícito es: Nosotros somos los iniciados, corriendo la ola del azar. El que el sonido compuesto sea «hernia» no es sino un lamentable accidente fonético. En realidad es parte de algo poco frecuente y levemente grandioso: una combinación de estímulos barrocos que evoca los gongs de bronce, no más grandes que un plato, que Luis XIV, cubierto por el sucio polvo de la Vieja Bizancio, buscaba personalmente en los bazares de Asia Menor, con el fin de proveer de una acústica exótica su nuevo palacio de las afueras de París.

Los sonidos de estos croupiers están, digamos, en el registro medio. En el registro bajo estarán las viejas adictas a los tragaperras. Claro que los hombres también se aficionan a los tragaperras, pero una de las imágenes indelebles que proyecta Las Vegas es la de aquellas filas de señoras frente a una palanca y una máquina. Están allí tanto un domingo a las seis de la mañana como a las tres de la tarde de un martes. Algunas envuelven sus abolsados glúteos en pantalones Capri, pero muchas usan el clásico vestido estampado, el mismo día tras día, y los mismos zapatos de tacón ancho: como si acabaran de salir para hacer las compras en Tupelo, Mississippi. Tienen un vasito de papel lleno de monedas de cinco o diez centavos en la mano izquierda y la derecha forrada de un guante industrial para proteger sus callos. Cada vez que tiran de la palanca la máquina emite un sonido similar al que hace una registradora antes de que suene la campana, y entonces en las pantallas las imágenes empiezan a ordenarse de izquierda a derecha, las naranjas, los limones, las ciruelas, las campanas, las barras, los dolarillos —la figura de un vaquero domando un potro cerril. Esta excéntrica serie sonora se repite una y otra vez por todo el lugar, como una de esas sinfonías de sonidos radiales arbitrarios que arma John Cage. Pueden oírse a cualquier hora del día o de la noche por todo Las Vegas. Uno puede caminar al alba por la Fremont Street y oír sin tener que asomarse a las puertas las series sonoras y el girar de la «rueda de la fortuna», una especie de ruleta simplificada, aburrida y poco popular, cuando las paletas empiezan a detenerse. Como un armónico, o a veces sencillamente como un estrépito, llega la cháchara de las muchedumbres en los casinos, con un ocasional chillido proveniente de las mesas de craps o, entre las 4 de la tarde y las 6 de la mañana, el sonido de los instrumentos de bronce, o las cuerdas electrificadas, que llega desde los espectáculos.

Claro que el sonido de la muchedumbre y de los conjuntos musicales no es muy extraordinario. Pero el Muzak de Las Vegas sí lo es. Muzak satura Las Vegas, desde que uno toca tierra en el aeropuerto hasta que uno abandona el último casino. Es bombeado hasta la piscina. Está en las tiendas. Es como si existiera un temor colectivo de que alguien, en algún lugar, permanezca un minuto entero en el blanco de la nada.

Las Vegas ha logrado saturar una ciudad, situada en medio del desierto, con estímulos electrónicos que no descansan de día ni de noche. En el automóvil que alquilé no podía apagarse el radio de ninguna forma. Durante días manejé envuelto en la dichosa algarabía de Action Checkpoint News, «Monkey N.° 9», «Donna, Donna la Prima Donna», y los gingles en pizzicato del banco Frontier y del hotel Freemont.

Uno puede ver la magnitud de lo alcanzado. Las Vegas toma lo que en otras ciudades norteamericanas no llega a ser sino una quijotesca inflamación de los sentidos para algún pobre mulo asalariado que está recorriendo el espacio que media entre el tren de las 8 y el ascensor automático de la oficina, y lo magnifica, lo hace florecer, lo embellece hasta convertirlo en una institución.

Por ejemplo, Las Vegas es la única ciudad del mundo cuyo horizonte no está delineado por edificios, como en el caso de Nueva York, o árboles, como en el caso de Wilbraham, Massachusetts, sino de anuncios. Uno puede pararse sobre la Autopista 91 y contemplar Las Vegas a 2 kilómetros de distancia sin ver edificios ni árboles, sólo anuncios. Pero, ¡qué anuncios! Son torres. Giran, oscilan, se elevan en formas frente a las cuales se agota el vocabulario de la historia del arte. Sólo puedo ensayar algunos nombres —Moderno Boomerang, Curvilíneo Paleta, Espirales Flash Gordon Alerta-Ming, Parábolas de las Hamburguesas McDonald, Elíptico del Casino de Menta, Riñones de Miami. Los fabricantes de anuncios de Las Vegas trabajan tan por delante de lo convencional que ellos mismos no tienen nombres para las formas que crean. Vaughan Cannon, uno de esos hombres altos y rubios del Oeste, constructor de lugares como Las Vegas y Los Angeles, cuyos ojos parecen haber sido desteñidos por el sol, está en el taller de la Young Electric Sign Company en el Boulevard Charleston, con Herman Boernge, uno de sus diseñadores, mirando el modelo que han preparado para el Casino Lucky Strike, y Cannon señala el lugar donde las dos grandes caras curvas se encuentran para formar un angosto rostro vertical, y dice:

«Bien, y aquí estamos —¿qué nombre le ponemos a éste?».

«No sé», dice Boernge. «Tiene un aspecto como de nariz. Llámalo nariz».

Sí, bueno, una nariz, pero esta nariz se eleva dieciséis pisos sobre un edificio de dos. Ningún empresario consciente de Las Vegas compra un anuncio a partir del edificio que posee. Construye el edificio para sostener el anuncio más grande que pueda comprar y, si es necesario, cambia su nombre. El Casino Lucky Strike es hoy el Casino Lucky, nombre más adecuado a dieciséis pisos de color melocotón ardiente y amarillo incandescente en medio del Desierto de Mojave. En la era de la Young Electric Sign Co., los anuncios se han convertido en la arquitectura de Las Vegas y, comparados con los más caprichosos recursos de Frank Lloyd Wright y Eero Saarinen, dos genios del Barroco Moderno, éstos se ven tan pesados como un chiste contado en un seminario de la Universidad de Yale. Boernge, Kermit Wayne, Ben Mitchem y Jack Larsen, que había trabajado para Walt Disney, son los diseñadores-escultores genios de la ciudad, pero en todo Las Vegas sus motivos han sido fielmente reproducidos por hombres de menos talento, para gasolineras, moteles, funerarias, iglesias, edificios públicos, pensiones y baños turcos.

Existe también un estímulo que es a un tiempo visual y sexual —las nalgas escotadas de Las Vegas. Este es un vestido provocativo que se ve cada vez más por todo Estados Unidos, pero que las páginas de modas evitan como a la ropa interior bordada con mensajes («Bésame, tengo frío») que impuso Broadway, por lo cual todavía no se ha establecido el eufemismo de rigor y me veré obligado a utilizar términos clínicos. Para escotar sus nalgas las mujeres utilizan shorts pequeños, tipo bikini, que cortan los glúteos en vez de sostenerlos por debajo, de manera tal que los bordes inferiores de esas masas, o «mejillas», quedan expuestos. Estoy en el hall del hotel Hacienda, hablando con Dick Taylor, el director-gerente, acerca del gran éxito que ha tenido su hotel atrayendo familias y grupos de turistas, y en torno mío están las camareras con sus tacones altos, sus piernas desnudas y sus nalgas escotadas, brevísima ropa interior de nomenclatura incierta. Oteo, pero porque soy nuevo aquí. Una morena encinta entra al drugstore de White Cross Rexall llevando shorts negros con glúteos escotados por detrás y un velo de ilusorio nylon colgándole por delante, y no se detienen a mirarla ni los viejos jubilados que se pasan el día junto a la puerta. Se contentan con palanquear los tragaperras. La moda del escote posterior no es exclusiva de las coristas (la ciudad alberga a unas doscientas cincuenta, bona fide), sino que ha sido asumida por muchachas de todo tipo, especialmente por las jóvenes escolares que ornan 1o que la gente «decente» llama «nuestra ciudad de iglesias y escuelas» y que llevan el escote gluteal sobre calzones pegados a la piel, lo cual resalta con elegancia los bordes de la prenda interior. Alcanzan el efecto de haber sido sumergidas una vez, por un instante, en nylon elástico Helanca. Cada vez se parecen más a esas maravillosas chicas de Flash Gordon que iban envueltas en pantalones Bagdad, con Flash como única barrera entre ellas y los inyectados, enfermizos ataques de los esbirros de Ming. Es como si todas las chicas onda de Suburbia llamadas Lana, Deborah y Sandra, que se reúnen allí donde brillan los faros sellados y los machos arreglan sus melenas en el reflejo del cromo, se hubieran dado cita en Las Vegas con sus crepados por arriba y la tensa anatomía del trasero y del pantalón por abajo, aquí en la nueva frontera norteamericana. ¡Exactamente así!

Sin embargo nada hubiera podido hacerse sin una de esas históricas combinaciones de naturaleza y arte, de ésas que hacen época. En este caso, el Desierto de Mojave más el padre de Las Vegas, el malogrado Benjamín «Bugsy» Siegel.

Bugsy era un hombre inspirado. En 1944 los notables de Las Vegas estaban considerando la promulgación de una ordenanza que hasta el día de hoy hubiera mantenido a Las Vegas como una especie de ciudad-monumento histórico con sabor a Lejano Oeste; y sólo la perspectiva de los ingresos del juego pudo ablandar sus corazones protestantes. Todos los nuevos edificios hubieran tenido fachadas como la de esas salas de Virginia donde el pianista usaba ligas en las mangas, allá por 1880. Debemos anotar que en 1944 el lugar más estimulante de Las Vegas era el bar de la Freemont Street, reducto del compositor de «Deep in the Heart of Texas», donde los parroquianos engullían cervezas de a quince centavos.

Bugsy llegó a Las Vegas en 1945 con varios millones de dólares que, después de su asesinato pudo comprobarse, procedían de los medios financiero-gangsteriles. Siegel montó un hotel-casino jamás visto en Las Vegas y lo bautizó Flamingo —todo en estilo Moderno Miami, ¡y al diablo con el pianista de las ligas y todo eso! La gente se desviaba hacia la Autopista 91 sólo para verlo. ¡Qué formas!, pilares Moderno Boomerang, bares Curvilíneo Paleta, techos volados Hot Shoppe y piscina de bordes ondulados. ¡Qué colores! Todos los nuevos tonos de pastel electroquímico del litoral de Florida: mandarina, magenta ardiente, rosado lívido, carne, fuchsia recatado, rubí del Congo, verde metileno, aguamarina, fenosafranina, naranja incandescente, morado escarlatina, azul cianuro, bronce teselado, naranja tipo canasta-de-fruta-en-hospital. ¡Y qué anuncios! A los extremos del Flamingo se elevaban dos cilindros —de ocho pisos de altura y cubiertos de arriba a abajo con anillos de neón en forma de burbujas que impulsaban los ocho pisos hacia las alturas del cielo desértico, como un vaso de whisky-soda iluminado cuyos bordes dejaran resbalar un champaña rosado.

Sin embargo, la historia comercial del Flamingo no fue tan exitosa. Por lo pronto las mesas de juego perdían dinero a una velocidad que refutaba las estadísticas sobre el azar y el cálculo de probabilidades. Parece que los financiadores de Siegel empezaron a sospechar que éste comía de dos carrillos, coludido con los tahures profesionales que mantenían una extraña familiaridad con el establecimiento. Una cosa llevó a otra y alguien decidió que para Benny Siegel, amo del Flamingo, la noche del 20 de junio de 1947 sería la última. Fue acribillado en Los Angeles.

Pero como en el caso de Cézanne, Freud y Max Weber, los postulados estéticos, psicológicos y culturales de Siegel no podían morir. Ya la visión y la estética de Siegel habían barrido Las Vegas como una fiebre de oro. Y los constructores del Oeste demostraron estar a la altura de la oportunidad. Los increíbles tonos de pastel eléctrico fueron reproducidos por toda la ciudad. De la moche a la mañana el Barroco Moderno convirtió Las Vegas en una de las pocas ciudades arquitectónicamente unitarias del mundo —el estilo era Tardío-Norteamericano-Rico— y sin las molestias y los malos humores de la ordenanza municipal. No había empresa demasiado pequeña, pedestre o solemne para La Imagen. El Lavacarros Supersónico, el Mercury Jetaway, las gasolineras Las Vegas Village y Terrible Herbst, el motel Par-a-Dice, la funeraria Palm, el Bar Orbit, el Desert Moon, el drive-in Blue Onion —y así siguió, como Wilwood, New Jersey, entrando al Cielo.

La atmósfera de las seis millas de hoteles-casinos que aloja la avenida principal impacta a toda la población, inclusive a quienes jamás se asoman por allí. A unos dos mil quinientos pies de la avenida, cerca del Convention Center, se encuentra Landmark Towers, un rascacielos de treinta pisos, lleno de apartamentos y coronado por una estructura circular que debió contener un restaurante y un casino. En algún momento la empresa propietaria del edificio cayó en bancarrota, probablemente en la última de las muchas crisis, en el momento en que los obreros aún insistían en pasar la mitad del día echados boca abajo contemplando la piscina de los apartamentos Playboy en tierra firme, que cuenta con una zona «sólo desnudos» para las chicas cuyo trabajo exige un tostado integral.

En el resto de Las Vegas las bellas escolares y sus pantalones elásticos de glúteos escotados moran sobre la espuma de jebe que acolcha la parte trasera de lujosos automóviles, pelando de su cuerpo toda esa elegancia el tiempo necesario como para brindar a la ciudad el más alto índice de enfermedades venéreas entre escolares registrado al norte de los deletéreos manglares del Octavo Paralelo. Los negros, que construyeron Las Vegas durante los dieciséis años de su boom, están presentes en su ghetto occidental y algunos están fumando marihuana, comiendo peyote o inyectándose heroína, todo legado vía Tijuana; quiero decir que la cosa es muy sencilla, cariño, eso viene por el correo, y el viejo Raymond, ingeniero de Phoenix, no es el único que vuela y se divierte.

Estoy en el tercer piso del Tribunal del Condado de Clark hablando con el alguacil Capitán Ray Gubser, otro de estos tipos fuertes y de ojos claros que construyeron el Oeste, quien me está explicando amablemente cómo se realiza el mantenimiento del orden en la avenida principal donde el problema no son los borrachos, los delincuentes o los matones, sino los chiflados que toman pastillas y ya no quieren irse a dormir nunca más, que tienen alucinaciones y luego quieren —como Sansón— derribar las columnas de los casinos. Para ellos el Condado tiene dos celdas acolchadas. Tres o cuatro días más tarde se calman y terminan siendo respetables cabezas de familia en Denver o Minneapolis, munidos de los documentos necesarios y deshaciéndose en apología y camaradería con los polis antes de tomar el vuelo que los sacará para siempre de la tierra de Nunca Jamás. El Capitán Gubser me cuenta sobre la vida y las excentricidades de Las Vegas, pero yo estoy distraído. La oficina del Capitán tiene ventanas que dan al corredor por donde está pasando un grupo de muchachas con saltitos, grititos y chilliditos, con cabezas que estallan de puro crepado-batidos color platino-y-amarillo-neón, o en forma de panal o de bufandas de seda frambuesa, los ojos decorados con un negro salido de las calcomanías, sus chompitas alojando pechos que apuntan en ángulo de combate antiaéreo y, al dar la vuelta a la esquina para dirigirse al ascensor, sus glutei maximi vibran en el inevitable escote de los pantalones elásticos marrones, negros y color carne. El grupo es parte del más reciente cargamento de coristas —setenta en total— llegadas a Las Vegas para actuar en la revista «Lido de París» que montará en el Stardust un espectáculo que ha de llamarse ¡Bravo! y que reemplazará al anterior llamado Voilà. Las muchachas están en el tribunal del condado para obtener sus permisos de trabajo, y quince días más tarde estos pequeños glutei maximi y estos pechos antiaéreos con estrellas en las puntas harán sus números por encima de las fláccidas quijadas y alertas narices de los parroquianos que ocupan las butacas junto al escenario del Stardust. Sigo escuchando a Gubser, pero en este tribunal las palabras son apabulladas, como el pobre Arturo Toscanini cuando se enfrentaba a la Sinfónica de la NBC. Se paraba allí, agitando los bracitos de juguete como un Tony Galento cualquiera haciendo finitas de boxeo al destino, tarareando frente a los músicos sindicalizados cuyo ruido lo ahogaba invariablemente y sin esfuerzo. Presencié tres juicios en el tribunal, y fue maravilloso, porque las salas son de madera clara y corte moderno y parecen escenarios para discusiones televisadas sobre el matrimonio y los quinceañeros. Aquí las declaraciones de los jueces son tan formales y fatuas como en otros lugares, pero cuarenta segundos más tarde todo se ha borrado, pues la atmósfera es precisamente la de un noticiero de KORK, la mejor estación de radio de Las Vegas. El informativo, como es llamado, empieza con una secuencia de lamentos electrónicos ubicados en aquellas frecuentes sonoras que sólo los cuadrúpedos pueden oír. Entonces una voz anuncia que es el Noticiero Action Ckeckpoint. «Las noticias —todas las noticias— pasan primero por Action Checkpoint luego lo alcanzan a ¡Usted! ¡A la velocidad del Sonido!». Más lamentos, pitos y arrullos electrónicos, y luego una noticia: «Casi se ahoga ayer el Primer Ministro Cubano Fidel Castro». ¡Burp! ¡Auiiiii! ¡Lulúúú! Aun con la ayuda de la velocidad del sonido, es difícil que un locutor de KORK pueda dar a Las Vegas una noticia que (no siendo la completa aniquilación de Los Angeles) logre competir con el impacto que causan estos gorgoritos electrónicos en las arcas craneanas.

Los auiiis, biiips, frrriiips, lulúúús electrónicos, el Moderno Boomerang y las explosiones Flash Gordon siguen elevándose a través de la noche, por sobre el ondulante sonido de los hernia hernia y las viejas ante los tragaperras, —hasta las 7,30 de la mañana cuando me encuentro observando a cinco hombres que juegan a poker entorno a una mesa cubierta de un paño verde. Entre sus manos se deslizan las cartas marca Bee, con los ojos y los labios en el rictus que adoptaría Conrad Veidt estudiando un mensaje cifrado del cuartel general de la S.S. Está allí Big Sid Wyman, célebre jugador de St. Louis; tras una noche entera frente a la mesa de poker sus ojos parecen dos huevos escaldados sobre los que se hubiera trazado el mapa de las carreteras de Virginia Oeste. Está allí el viejo Tommy Hargan, sesenta años, de Chicago, con su mechón de cabellos grises fijados contra el diminuto cráneo rosado y un cerro de fichas frente a su viejo esternón hundido. Está allí el viejo Dallas Maxie Welch, de sesenta y dos años, obeso y flemático como un potentado del Océano Indico. Están allí dos gerentazos de Los Angeles, llenando la penumbra con el humo de unos puros verde-candela. Es la perfecta viñeta de todo Juego Serio en el cuarto trasero, de todo «club deportivo», salón de billar y tugurio ambulante de la historia del género «opereta» de la lumpen-burguesía. Pero, ¿qué es todo esto? Sentada a un lado, sobre una tribuna, hay una criaturita impecable con un crepado/batido y piel inmaculada, el aire de quien se lustra cada mañana con una franela eléctrica circular. Sobre la tribuna, delante de ella, hay una esfera llena de café que descansa sobre un hornillo caliente. El único trabajo de la criaturita es mantener a los jugadores calientes con el café. Mientras tanto hay entorno a la mesa lacayos uniformados y atentos, cuya misión es traer a los cinco Grandes lo que ellos quieran: cigarrillos, tragos, servilletas, gamucillas limpiagafas, teléfonos portátiles. A la respetuosa distancia de unos tres metros, hay una reja de frágiles postes dorados que aisla la mesa del mundo exterior. Inclusive a esta somnolienta hora de la madrugada, hay hombres y mujeres vestidos de gala que, apoyados contra la rejilla, contemplan la lucha de los titanes. La escena se desarrolla en el círculo encantado del casino del hotel Dunes. Como todos allí saben, o creen, estos hombres fabulosos están jugando sumas que van entre los quince y los veinte mil dólares. Cien dólares la ficha. Las mandíbulas se congelan en la contemplación de la batalla. Y ahora Sid Wyman, quien también es uno de los vicepresidentes del Dunes, está sentado contra un pequeño escritorio, detrás de la reja, firmando pagarés hasta por 4.500 $ impresos en el tipo mondrianesco de una máquina de hacer cheques Burroughs. Es como si los tahures de la opereta norteamericana hubieran recibido una palmada en el hombro para ser inmediatamente armados caballeros de una nueva aristocracia.

Tal como lo soñó Bugsy Siegel, Las Vegas se ha convertido en el Montecarlo de los Estados Unidos —sin la inevitable densidad plutocrática de los casinos de la Riviera. En Montecarlo persiste la elegancia mustia de los nobles leones del siglo 19— del Barón Bleichroden, gran triunfador de la ruleta que gustaba repetir: «Amigos míos, es tan fácil sobre Negro», de Lord Jersey, quien ganó diecisiete apuestas seguidas sin haber retirado sus fichas de la mesa —sobre el Negro, ya que lo hemos mencionado—, luego hizo una seña al croupier, y dijo «Muy agradecido, viejo», llevó sus ganancias a Inglaterra, se retiró al campo y jamás volvió a jugar. O del viejo Duc de Dinc quien afirmaba que sólo podía ganar en el elegante Club Privé y que una noche ganó una suma considerable, vio a dos ingleses que observaban su buena suerte y les arrojó hasta el último de los billetes de mil francos que había ganado diciendo: «Tomen. Los ingleses sin dinero son francamente odiosos». Miles de europeos de los estratos menos favorecidos tienen ahora dinero suficiente para ir a la Riviera, pero van allí a la sombra del palio social impuesto por la aristocracia. En Montecarlo siguen existiendo Tenedores Equivocados, Acentos Deficientes, Cortes Defectuosos, Exhibiciones de Mal Gusto, Nueva Riqueza, Aridez Cultural —conceptos desconocidos en Las Vegas. Para la inauguración de Montecarlo como balneario, en 1879, el arquitecto Charles Garnier diseñó un palacio de la ópera en la Place du Casino; y Sarah Bernhardt leyó un poema simbólico. Al inaugurar Las Vegas como balneario en 1946, Bugsy Siegel contrató a Abott y Costello y en cierto modo eso lo explica todo.

Estoy en la oficina de Major A. Riddle, presidente del hotel Dunes. Peina su cabello hacia atrás y en el meñique lleva un diamante engastado en un grueso aro de oro. Como en el resto de Las Vegas, aquí el aire acondicionado funciona a una temperatura que hace inconfundible la expresión «aire acondicionado estilo Las Vegas». A las 4,30 Riddle tiene cita con el médico para curarse una molestia en el cuello. Su secretaria, Maude McBride, tiene la cabeza inclinada hacia delante y se sube la parte posterior del cuello. Lee Fisher, el hombre de las Relaciones Públicas, y yo subimos también los nuestros para evitar que se les congele los cojinetes. Riddle me está contando algo acerca de la «guerra francesa» y mueve el cuello. El Stardust compró e importó una versión del espectáculo del «Lido de París», y la visión de aquellas nínfulas cubiertas de lentejuelas moviéndose sobre piernas de flamenco sirvió para inflamar a los turistas. El Tropicana respondió con el «Folies Bergère», el New Frontier instaló «París, Ohh La La», el Hacienda se consiguió a las muñecas de «Les Poupées de París», y el Silver Slipper contrató los servicios de Lili St. Cyr la striptiseuse, que se afrancesó para estar a la moda. Y el Dunes había traído el tercero y último de los grandes espectáculos parisinos: el «Casino de París». Lee Fisher dice: «Y haremos cosas que ellos no pueden superar. En esta ciudad hay que avanzar por saltos cuánticos».

¿Cuánticos? ¡Pero claro! La belleza del Casino de París actuando en el Dunes es que el espectáculo está más allá del arte, más allá del baile, más allá del espectáculo mismo, inclusive más allá de las titilaciones de la entrepierna guiñante. El «Casino de París» será una pieza de cálculo norteamericano, al igual que el Proyecto Mercury.

«El espectáculo mismo nos costará dos millones y medio anuales para gastos de operación, y uno y medio de producción», está diciendo Major A. Riddle. «El vestuario será fabuloso. Tendremos más de quinientos juegos de indumentaria y —bueno, serán fabulosos».

«Y esta máquina —para cuando hayamos terminado de ampliar el escenario— esta máquina nos habrá costado 250,000 $».

«¿Máquina?».

«Sí. Sean Kenny está haciendo el escenario. Todo se desplaza electrónicamente frente a los ojos del público. Antes Sean trabajaba con ese tipo Lloyd Wright».

«¿Frank Lloyd Wright?».

«Sí. Kenny hizo el escenario de Blitz. ¿La vio? Fabuloso. Pues es completamente electrónica. Nos construyeron esta máquina en Glasgow, Escocia, y ahora la están embarcando hacia aquí. Se desplaza por todo el escenario creando humo y efectos especiales. Tendremos todo. Sirve hasta para poner en escena un bombardeo. Y parece que en efecto todo el teatro fuera a estallar.

»Hay que programarla. Contiene el mismo mecanismo que el cohete Skybolt; un “Celson” o algo así. La cosa es muy complicada. Tiene que tener lo mismo que el cohete Skybolt».

Mientras habla Riddle, uno va concibiendo la fantástica imagen de un sexo galopando sobre la cresta del futuro. Cuadros vivos con Cosmonudas de traseros redondos girando a velocidades fantásticas dentó de sus órbitas elípticas en La Posada del Casino de París en el hotel Dunes, un destello de lentejuelas por aquí, una mancha de ojos pintados por allá, un guiño de la entrepierna por aquí y por allá… vasto Proyecto Climax, y Sean Kenny, que ha trabajado con ese tipo llamado Frank Lloyd Wright, presiona el botón rojo y todo el vocinglero harén gritando oh-la-la entre los destellos abandona el escenario en el hongo de una luz atómica.

El cebo funciona mejor con los viejos que con los jóvenes. Nadie quiere admitirlo —pues no se trata de una idea moderna y glamorosa—, pero Las Vegas es un balneario para viejos. Es que en esos últimos años éstos buscan liberarse antes que los tejidos se deterioren y los alambres de la corteza cerebral empiecen a atiborrar el cráneo como una mota de algas secas.

Son las ocho de la mañana de otro domingo tediosamente soleado en el desierto y Clara y Abby, ambas de unos sesenta años, y sus esposos Earl, de sesenta y tres, y Ernest, sesenta y cuatro, salen con los ojos alterados del Mint Casino y se dirigen hacia la Freemont Street.

«No sé qué me pasa», dice Abby. «Ni siquiera sentí esos últimos tres tragos. Fue como beber cerveza. ¿Saben qué quiero decir?».

«Oye», dice Ernest, «¿qué tal si vamos a aquel sitio? Nunca hemos estado allí. Vamos».

Los otros están parados en la esquina, con los ojos alterados lanzando miradas llenas de duda. Abby y Clara han entrado a un estado de juventud senil. Tienen los hombros carnosos y levemente encorvaditos. Sus torsos se han apretado hasta convertirse en pequeños panes de molde sostenidos por unas piernitas huesudas y atrofiadas que emergen de unas caderas cimbreantes. El cabello ha sido frito y teñido hasta asumir formas improbables.

«¿Saben qué quiero decir? Después de un rato no me da sino gases», dice Abby. «Ya ni lo siento». «¿Me vieron allí?», dice Earl. «Me estaba manejando despacito, tranquilo, sin apostar demasiado, ¿entienden? Y entonces no sé qué me pasó. Antes de darme cuenta ya estaba poniendo un billete de cincuenta dólares sobre la mesa…».

Abby suelta un enorme eructo. Clara se ríe a lo tonto.

«Me gasifica», dice Abby, mecánicamente.

«Oye, ¿y qué hay de aquel sitio?», dice Ernest.

«… tranquilo y sin alterarme…»

«… y me lleno de gases…»

«Anda, vamos…»

Y allí, a las ocho de la mañana de un domingo, están cuatro personas de Albuquerque, Nuevo México, que han pasado la noche despiertos, contemplando el sol, eructando los excedentes de un trago largo a las ocho de la mañana de un domingo y —¡maravilla!— no hay allí nadie que venga a burlarse de la señorona en pantalones Capri, con tacones altos en cuña.

«¿De dónde hemos venido?», me dijo Clara, hablando por primera vez desde que me acerqué en la Freemont Street. «Quiere saber de dónde somos. Cariñito, creo que deberías estar en cama».

«Sube las escaleras y a la cama», dijo Abby. Risas.

«Sube las escaleras» fue la mejor frase de Abby. Casi no hay escaleras en Las Vegas. Pronto aparecerán las casas Avalon, anunciándose como «¡Hogares de dos pisos!» como si éste fuera el más suntuoso y exótico de los conceptos. A medida que fui hablando con Clara, Abby, Earl y Ernest descubrí cosas como que «sube las escaleras» es una frase que llevaron a Albuquerque desde Marshalltown, Iowa, hace muchos años, junto con el resto de su equipaje: un aparador repleto de tabús protestantes contra la bebida, el sexo, el juego, la parranda, el levantarse tarde, la vagancia, el ocio, la deambulación por las calles de la ciudad llevando pantalones Capri —todos proyectados para negar a la gente los placeres a corto plazo y enrumbarla hacia metas más amplias y distantes.

«Estábamos allí dentro» —en el Mint— «hace un par de horas y un muchachón estaba tocando la guitarra, ya sabes, “Walk right in, sit right down”, una vieja canción que no había oído en veinte años. Es sobre un niño cuyos padres le dicen que es tarde y que tiene que ir a la cama. El niño repite, “No me hagan ir a la cama y seré bueno”. ¿Soy buena, Earl? ¿Soy buena?».

La gloria de la liberación no es otra que la de las señoronas ante los tragaperras. Algunas de ellas son turistas cuyos esposos les dijeron Aquí tienes cincuenta billetes y anda juega con el tragaperras, dirigiéndose ellos hacia placeres más complejos. Pero la mayoría de estas viejas señoronas es un elemento estable del paisaje de Las Vegas. Entran al Golden Nugget o al Mint con el cheque de su jubilación o su renta de la compañía telefónica de Ohio, lo cambian en la ventanilla, toman el vasito de papel y el guante industrial y se pierden entre las filas de tragaperras. Recuerdo especialmente haber hablado con otra Abby —una viuda de sesenta y dos años, breve y cilíndrica como un extintor. Tras vivir sola doce años en Canton, Ohio, se había mudado a Las Vegas para estar con su hija y su yerno, que trabajaba para el Ejército.

«Lo tomaron maravillosamente», dijo, «como perfectos hipócritas. Ella insistía en escribirme cosas como “Mamá, nos encantaría tenerte aquí, pero es difícil que te llegue a gustar. Es casi una ciudad de la frontera”, me decía mi hija, “tan ostentosa y de mal gusto”. Entonces le dije: “Bien, si prefieres que yo no vaya por allá…” “¡Oh no!” me contestó. Me habría gustado oír lo que comentaba su esposo. Él me llama “Mamá”. “Mamá” dice. Pues imaginaron que una vez aquí les sería útil para cuidar a los niños, lavar los platos, fregar el suelo y sacar el polvo. Los niños son criaturitas odiosas. Entonces un día con un pretexto cualquiera vine a la ciudad y me puse a jugar en un tragaperras. Es divertido —no le puedo describir la sensación. Supongo que pierdo algo. Pierdo un poco. Y ellos se molestan. “Dios mío, abuela”, y así sucesivamente. Siempre “abuela” cuando esperan que actúe de acuerdo con mi edad o desaparezca por entre alguna grieta del piso. Pues déjeme decirle: los tragaperras son mucho mejores que estar todo el día en casita. Tienen algo que atrae; no lo puedo explicar».

Está claro que la pueril megalomanía del juego ha sido proyectada con la misma intención que la ciudad. Y, en su condición de cortezas liberadas, los viejos y las muchachonas recorren la calle principal veinticuatro horas al día, como todo el mundo. No por casualidad muchos de los espectáculos de Las Vegas, sobre todo los de segunda que se realizan en los vestíbulos de los hoteles, le recuerdan a un hombre que envejece lo que fue glamoroso hace veinticinco años, cuando él no tenía ni el dinero ni la libertad de espíritu necesarios para disfrutar. En el gran comedor-teatro del Desert Inn, La Posada del Desierto Pintado, Eddie Fisher se concentra en su actuación y se dirige con soltura hacia un individuo que ha tomado una mesa contigua al escenario, «Manny, tú sabes que no has debido sentarte tan cerca —sabes que te has metido en un problema, cariño», y Manny tiembla de miedo. Pero en el vestíbulo, donde la cosa es antes que nada mantener una atmósfera festiva, está Hugh Farr, estrella de un Oeste que desaparece, compositor de dos de las cinco canciones del Oeste que la Biblioteca del Congreso ha grabado para la posteridad, «Cool Water» y «Tumbling Tumbleweed», ambas compuestas mientras Farr tocaba el violín para los Hijos de los Pioneros. Y ahora sus ojos parecen los de un sabio chino envejecido, pero con smoking blanco y botas azul-pastel, toca su triste violín Occidental que ahora suena al extremo de un hilo eléctrico que lo conecta a un grupo llamado The Country Gentlemen. Y luego tenemos a Ben Blue, que parece una versión en cera del vaudeville despojándose de la sarita para revelar las esculturales cualidades de su cráneo. Y en el vestíbulo del Flamingo —en el salón principal está Ella Fitzgerald— está Harry James, viejo y regordete, empaquetado en uno de esos trajes de juguete estilo italiano-en-la-farándula. Y los Ink Sports están en el New Frontier, Louis Prima en el Sahara y los muchachones lo están viendo todo, irrumpiendo al día siguiente a través de la aurora hasta que el sol no sea sino otra luz intermitente. Los casinos, los bares, las tiendas de licor están abiertos cada instante del día o de la noche, como un sempiterno estanque para el ego de una infancia. «… No me hagan ir a la cama…».

Hacia el final, los accidentes empiezan a acumularse. Estoy en la oficina del administrador de uno de los hoteles de la calle principal. También están, indignados, un hombre y su esposa, ambos de unos sesenta años, reclamando la devolución de los setenta dólares que alguien les ha robado del cuarto. El hombre pega saltitos sobre una silla y recorre el cuarto agitando sus codos de cerdo.

«¿Qué tipo de seguridad es ésa? Entran al maldito cuarto y se llevan el dinero. ¿Y dónde cree que encontré al detective del hotel? ¡¡A la vuelta de la esquina, leyendo una maldita revista detectivesca!!».

Punto a favor para la víctima, pero lo malo es que él llevaba una camiseta polo a rayas con un cuello Hollywood de un solo color y ella tenía puestos los pantalones Capri y ambos rostros estaban cubiertos de esos anteojos oscuros tipo «Mosca» que usan los jóvenes niños-héroes del cine nouvelle vague y, claro, era imposible dar crédito o prestar atención a una sola de sus palabras. Parecían mirar a través de los ojos saltones y resplandecientes de una mantis religiosa.

«Oiga, mire», está diciendo ella, «no me preocupan los setenta dólares. Los perdería en una de sus mesas de craps y no me preocuparía demasiado. Me jugaría setenta dólares y no me significaría nada. No lo lamentaría. Pero cuando alguien quiere entrar al cuarto y puede hacerlo —y a usted no le importa un carajo—. ¡Maldita sea!».

Los dos pares de córneas de insecto hacen una picada sobre el administrador. El administrador es un tipo suave, con una camisa blanca sobre blanco y una corbata plateada.

«Esto sucedió hace tres días. ¿Por qué no nos informaron entonces?».

«Pues yo pensaba tomarlo con calma. Setenta dólares», dijo como si el cerebro tuviera dificultades para captar una suma mucho menor. «Pero me encontré con su empleado, allí, leyendo esa maldita revista “True Detective”. En la cubierta había una foto de una chica con la pierna sobre una silla y la liga al aire. Parecía un anuncio de polvos anti pie de atleta. Entonces comencé a indignarme. Y cuando me indigno, ¡me indigno! ¿Me entiende? Allí estaba, leyendo el maldito “True Detective”».

«Cualquier hotel decente tiene seguro en las puertas», dice ella.

El administrador dice: «No conozco hotel en el mundo que ofrezca seguros contra robos».

«Alto ahí», dice él, «¿está usted llamando a mi señora mentirosa? ¡Compórtese o le parto la cara! Le parto la cara si acusa a mi esposa de mentirosa».

A estas alturas el administrador inclina la cabeza hacia un lado y observa al viejo a través de los superciliares, una variante del desprecio del Gancho Rojo, y el viejo empieza a tranquilizarse.

Pero otros ya no pueden tranquilizarse más. Hornette Reilly, ramera neoyorquina de caderas amantequilladas, yace en cama con un tipo calvo cuya piel parece de harina de avena. Él está dormido o desmayado, o algo así. Hornette está describiendo toda esta situación a su médico a través del teléfono Princesa que hay junto a su cama.

«Mire», dice, «estoy hecha un trapo No puedo decirle cuánto he bebido. Como una botella de brandy desde las cuatro, no estoy bromeando. Estoy en la cama con un tipo. En este momento. Le hablo por este teléfono y junto a mí está el tipo, tirado como un animal. Es todo gordura y su piel parece harina de avena. ¿Qué me sucede? Voy a tomar algunas pastillas más. No estoy bromeando. Estoy hecha un trapo. Me voy a suicidar. Tiene que enviarme a Santa Rosa de Lima. Me estoy deshaciendo y no sé qué es lo que me sucede».

«Y naturalmente usted quiere ir a Santa Rosa de Lima».

«Bueno, sí».

«Puede venir a la oficina, pero no pienso enviarla a Rosa de Lima».

«Doctor, no estoy bromeando».

«No dudo de que esté enferma, pero no pienso enviarla a curarse el alcohol en Rosa de Lima».

A las chicas no les gusta ir al Hospital del Condado. Quieren ir al Rosa de Lima donde los casos psiquiátricos reciben terapia ambiental. Los pacientes se visten con ropa de calle, llevan una vida social y juegan con el personal, comen bien, se relajan al sol, todo pagado por el Estado. Probablemente una de las heroínas del ambiente prostituido de Las Vegas es aquella muchacha que logró pasar todo el año anterior, de lunes a viernes, en el Rosa de Lima, saliendo los fines de semana para ganar de 200 $ a 300 $. Ella no se considera una cualquiera, sino una dama de compañía. Cuando algún tipo llega a Las Vegas y desvela las curvitas art-nouveau de su mente buscando a dos chicas que monten para él una escena de caricias mutuas, ésta sólo acepta el rol pasivo. Ser una de las chicas de Rosa de Lima oblige.

En el Hospital del Condado el pabellón psiquiátrico tiene seguros, candados, alambres y está repleto de pacientes que avanzan hacia el salón central, único lugar —aparte del patio— donde éstos pueden dar algunas vueltas.

Una muchacha alta, cuyo cabello oscuro aún evoca un viejo peinado en forma de panel, ojos de calcomanía y un embarazo evidente, es la más activa del grupo. Hace ojitos a todos los que entran. También señala alegremente los espacios desocupados que se alinean contra la pared.

«La Sra. ……… no acepta los remedios», dice la enfermera a uno de los psiquiatras. «Ni siquiera acepta abrir la boca».

La mujer, con túnica blanca, es llevada al salón. Parece tener unos cincuenta años, pero su rostro sigue siendo extraordinario.

«Bienvenida a casa», dice el Dr. ………

«Ésta no es mi casa», le contesta.

«Pues, como le dije antes, tendrá que serlo durante un tiempo».

«Oiga, no me han hecho análisis».

«Sí. Dos psiquiatras la han examinado — de nuevo».

«Quiere decir allí en la cárcel».

«Exactamente».

«Pero ese análisis no puede decirles nada. Yo estaba excitada. Había estado en la calle principal, y esos estúpidos…».

El 75 % de los 640 pacientes que se apiñaron en el pabellón el año pasado fueron víctimas de la calle principal o de sus alrededores, afirma un psiquiatra. Es un hombre brillante y enérgico que lleva un traje de seda negra con cuello de chal y botones de bronce.

«Ni siquiera soy su doctor», dice. «No conozco su caso. No puedo hacer nada por ella».

Aquí, cómodamente apartados de la vista del público, están todos los que empezaron a girar y no resistieron la fuerza centrípeta. Algunos, como Raymond, que se pasa días volando con pastillas y alcohol y se mantiene despierto hasta la anoxia, pueden llegar a desintoxicarse en dos o tres días, u ocho o diez. Otros tienen conflictos que se suman al desequilibrio químico: el hombre que ha arrojado todo su dinero contra uno de esos sebosos homúnculos que hay frente a cada mesa de craps y cuya ocupación es lanzar las ganancias por un buzón casi oculto para que éstas no se acumulen ante los ojos de los clientes; el hombre que fue a un lugar que anunciaba «Efectivo a cambio de su automóvil —ahora mismo» y vendió el automóvil de la familia por una bicoca para tirar esa suma también contra el homúnculo; pero éste tiene todavía a la familia esperando, con inocencia y candidez, en el hogar; el hombre tiene problemas.

«… Tras venir aquí y hacer estudios personales», dice el doctor, «reconocí una agresividad extrema e incesante. No es únicamente lo que hace Las Vegas a las personas, es el tipo de personas que la ciudad atrae. El juego es un pasatiempo muy agresivo y Las Vegas atrae a gente muy agresiva. Tienen una increíble capacidad para desquiciar situaciones normales».

La chica, que debió ser hermosa en épocas más gratas, está con la cara aplastada contra la pared lanzando miradas al médico. La enfermera le dice unas palabras y ella esconde el rostro entre las manos, convulsionándose en silencio. Se dirige a su cuarto y empiezan los sonidos. El médico va inmediatamente. A lo largo del pasadizo hay otros cuartos, donde otros pacientes están lanzando alaridos.

«¿La joven?», le pregunta a la enfermera un hombre tranquilo. «La joven», transmite a alguien que está en el cuarto.

Pero la muchacha alta sigue entornando sus ojos de calcomanía.

Afuera, en el patio —todo de arena—, la luz es una especie de penumbra de focos eléctricos. Una vieja muchachona se mece sobre una silla normal, adelantando una mano de vez en cuando y luego jalando la silla contra su seno.

A mí la cosa me parece clara. «¿Un tragaperras?», le pregunto a la enfermera, pero ella me dice que no hay forma de saberlo.

«… sin embargo esos tipos agresivos son necesarios para construir las ciudades fronterizas y, objetiva y psicológicamente, Las Vegas es una ciudad fronteriza», me está diciendo el Dr. ……… «Emprenderán cualquier empresa y tendrán éxito en todas. Aquí la construcción ha sido increíble. No parece preocuparles el adversario, y avanzan».

Salgo al estacionamiento del Hospital del Condado y la cosa vuelve en menos de un segundo; apenas enciendo el motor vuelvo a oscilar con Action Checkpoint News, «Monkey N.° 9», «Donna, Donna, la Prima Donna», y los gingles en pizzicato del banco Frontier y el hotel Freemont. Yo y mi gran automóvil blanco navegamos por la calle principal y para todos los reyes-sol en la Gran Galería de la Young Electric Sign Company están estallando el Moderno Boomerang, el Curvilíneo Paleta, las Espirales Flash Gordon Alerta-Ming, la Parábola de las Hamburguesas McDonald, el Elíptico Casino de Menta, los Riñones de Miami. En el aeropuerto tuve dificultades entre el stand de los autos alquilados y la entrada al terminal, pero una vez pasada la puerta automática llegó el Muzak con «Song of India». En la parte superior de las rampas empezaron a tintinear los tragaperras. Están ubicados como «trampas», palabra que Las Vegas tomó prestada del golf. Un tipo viejo, que acaba de descender del avión que lo trajo de Denver, está subiendo la rampa con una gran bolsa de plástico a la espalda, llena de ropa, y una maleta con capacidad para dos trajes en la mano derecha. A cada instante tiene que detenerse, dejar la maleta en el piso y acomodar la bolsa de plástico para que no se caiga; sin embargo, es capaz de cavar dos monedas de su bolsillo y empezar a darle al tragaperras. Todo parece estar bien, pero caminando hacia mi avión siento una ausencia. Entonces recuerdo haber estado sentado en el vestíbulo del Dunes a las 3 de la tarde con Jack Heskett, gerente de distrito de la Federal Sign and Signal Corporation, y Marty Steinman, gerente de ventas, y Ted Blaney, diseñador. Me cuentan algo acerca del anuncio que construyen para el Dunes y que será instalado en el aeropuerto. Serán mil setecientos metros cuadrados de anuncio libre, en ardiente rojo encendido sobre ígneo oro desértico. La d —la D— de la palabra Dunes, trazada en Cirílico Moderno, tendrá casi dos pisos de altura. Un prisma giratorio de plexiglás, el mayor anuncio de plexiglás en forma de prisma del mundo, dará vueltas para mostrar primero al Dunes, con su ampliación de veintidós pisos, luego la piscina, luego el nuevo campo de golf. Las curvas en cimitarra del anuncio se encontrarán en el desaforado diamante de la parte superior. «Podrá verse desde el avión a veinticuatro kilómetros de distancia», dice Jack Heskett. «Ochenta kilómetros», dice Lee Fisher. Y tendrá veinte metros de altura —porque alguien se dio cuenta de que había que superar la altura de otro anuncio. Era el anuncio de dieciocho metros con la esfera encendida y los reflectores, es decir, la torre de control. Diablos, la torre sólo puede verse a sesenta y cuatro kilómetros de distancia. ¡Exactamente así!