Noche de viernes, noche de paseo elegante en el drive-in de Harvey, y yo parado en el garaje que da a la parte de atrás de las oficinas de Ed Roth, Príncipe de los Pichicateadores, en la Avenida Slauson, Maywood, un barrio… rancio de Los Angeles. Las luces que usan los mecánicos para iluminar, iluminaban mi corbata, mi chaqueta de crepé, mis pantalones blancos, mis zapatos blancos. Ed «Big Daddy» Roth estaba boca arriba debajo de uno de sus autos pichicateados, «Colmillo Amarillo», y sacó la cabeza por un costado para contemplarme. George «La Serpiente» Schreibner, que maneja el auto para Roth, estaba colocando la placa del múltiple sobre el motor y miró hacia arriba con su barba de Fu-Manchú para observarme. Lou «Superboca» Schorsch estaba meditando sobre un nuevo texto… rancio para la Muñeca Maldita de Roth —fabricación 100 % garantizada del peor plástico Japonés— y de pronto también me estaba contemplando.
«Así no puedes ir donde Harvey», dice Roth. «Nos matarían».
«Nos matarían y te despedazarían», dice Lou Schorsch.
«¿Qué quieren decir? Para mí, esto es bastante deportivo».
«Nooo», dice Roth, «¡nooo! No está a la altura». Empieza a explicar, pero parece que el asunto es demasiado evidente para decirlo con palabras. «Consíganle una camiseta. Consíganle una de esas camisetas de tablista. Tal vez podamos hacerlo pasar por un tablista».
La camisa azul Oxford, la corbata —eso salió primero— la chaqueta de crepé. Súbitamente había penetrado a un mundo de estilo en el cual yo estaba completamente fuera de estilo. Llevar a un tipo con chaqueta y corbata a lo de Harvey sería como hacerse acompañar donde Dior, en septiembre, por un cuidador de parquímetros, de ésos que tienen la camisa kaki y los pantalones bolsudos, también color kaki, con un sujeta-lápices en la cintura y una tablita para hacer anotaciones.
¡Pero, por supuesto! El drive-in de Harvey, ubicado en el Bulevar Firestone, entre el Bulevar Paramount y la Avenida Garfield, en Downey, un pueblo al sudeste de Los Angeles, es el salón mundial de la Nueva Elegancia que está creando en la moda masculina los cambios más radicales desde la desaparición de los jubones, las bragas y las calzas, a principios del siglo diecinueve. Harvey es el Dior, el Balenciaga, el Chanel de la nueva ola: prendas masculinas que no han sido creadas para trabajos, sino para roles, el rol de Vividor, de Artista, de Hippy, de Hombre-Tigre, de Hell’s Angel.
Cada viernes por la noche, a eso de las 9,30, empiezan a llegar muchachos de todo el submundo adolescente de Los Angeles, del oeste de Los Angeles, de Bell, de Maywood, de Hollywood, de Gardena, de San Pedro, del Watts blanco, de San Gabriel, y hasta de Santa Ana, Santa Mónica, Covina —todos llegan al drive-in de Harvey en sus autos. El motivo exterior de su llegada es obtener algo de comer: hamburguesas, doble-bubba-burguesas, patatas fritas, lonjas de langostino, chile-maxicali, todo aquello que han aportado a los Estados Unidos las glorias del ají y la grasa hirviente. Sin embargo el verdadero motivo de su llegada es pasearse o, en el vocabulario del drive-in de Harvey, navegar. Navegan sus automóviles en el enorme estacionamiento, chicos y chicas, exhibiendo mutuamente lo último en automóviles, peinados (masculinos y femeninos) y prendas del estilo Adolescente-Los Angeles… o Segunda Generación Adolescente-Los Angeles. ¡Rancio moderno! ¡Un París quinceañero! ¡El drive-in de Harvey!
Me pongo la camiseta negra de tablista. «Así está mejor, Coyote Tom», dice La Serpiente. Subimos al Chevrolet 1955 de Roth y enrumbamos hacia lo de Harvey. Ni Roth, ni Schorsch, ni Schreibner se visten de acuerdo a la Nueva Elegancia. Roth, por ejemplo, se limita a una camiseta que revela el inmenso tatuaje de su brazo izquierdo que sólo dice «Roth». Pero los tres tienen un sentido de las propiedades del asunto. Fuimos en el Chevrolet 1955 de Roth porque el Chevrolet 1955 es uno de los clásicos del pichicateo. Otro clásico es el Ford 1932. Mientras avanzábamos por la carretera, más allá del centro comercial, aparecieron tres muchachos en un Mustang 1965. El Mustang nos pasó como a un poste. Roth no pudo resistirlo. Aplastó el acelerador —¡Brrraaa!— por un instante fueron aquellos viejos días, cuando Roth y Schorsch crecían alrededor de Maywood y Bell, pichicateando autos, compitiendo por las calles. El gran salto adelante nos pegó contra los asientos y los tres muchachos del Mustang quedaron sembrados, es decir quedaron atrás, nada serio. El Chevrolet de Roth tenía un motor de 427 pulgadas cúbicas.
Esa pequeña exposición introdujo a todos en el espíritu rancio de la cosa. Superboca explica sobre lo rancio.
«A los muchachos de hoy les gustan las cosas rancias», dice. «Cuando yo era muchacho eso era distinto. Lo importante era si el viejo de uno se compraba un Thunderbird o algo por el estilo. Uno podía ir corriendo donde el vecino y decirle: “Mi viejo acaba de comprar un Thunderbird. Quisiera que lo vieras”. Y entonces el muchacho de al lado decía: “Caray, eso es maravilloso. Ojalá mi viejo hiciera lo mismo”.
»Al muchacho de hoy le importa un cuerno si su padre se compra un Thunderbird o no. Lo único capaz de impresionarlo será un gesto rancio. Como si tu viejo le dice a tu vieja que es una… Eso es rancio. Ya me entiendes. El viejo llega a la casa y ella comienza a jorobarlo para que se lave las manos. Lo único que quiere hacer él es ir al baño, sentarse y hacer un poco de lectura ligera, como los avisos de venta de los carros de carrera usados, y ella le grita para que venga a comer hasta que finalmente él estalla y le contesta. “Cállate la boca, …”». La palabra que utiliza es una venerable expresión proctológica. «¡Eso es rancio! Hoy un muchacho va corriendo donde el vecino y dice: “¡Oye! ¿Qué crees que le dijo mi viejo a mi vieja hace un rato?”. Y el otro muchacho dice. “¿En serio? Cojonudo. Ojalá mi viejo hiciera lo mismo”. Eso es rancio».
«Sí», dice Roth, «deberías ver algunas de las camisetas rancias que compran los chicos de hoy. Quiero decir que circulan ahora camisetas que ya están realmente podridas».
Llevan inscripciones como: «¿Es Ud. suficientemente hombre como para comerse a la Abuelita Pata?» Roth mismo produce camisetas y blusones para muchachos, pero sus inscripciones no son sino relativamente rancias, como por ejemplo, «Mi mamá no tenía razón».
¡Rancio! Lo rancio es un desarrollo natural de lo Podrido. Roth y Schorsch crecieron en la Era Podrida de los quinceañeros de Los Angeles. Se trataba de tener una actitud totalmente podrida frente al mundo de los adultos, más aún, frente a todo el sistema establecido de las estructuras de prestigio, todo el sistema de quienes organizan su vida en torno de un trabajo y encajan dentro de una estructura social que comprende a toda la comunidad. La idea de lo Podrido era el abandono de la competencia con el status convencional y la fundación de mundos independientes en el interior del submundo de los Adolescentes Podridos.
¡Harvey! Miles de muchachos en sus autos subiendo al asfalto del drive-in de Harvey. Forman una cola que llega hasta el Bulevar Firestone, y todos están esperando poder entrar a dar una vuelta por el establecimiento. El drive-in de Harvey es enorme y parece algo así como un gran cobertizo moderno y aerodinámico. Los Angeles tiene muchos edificios que son cobertizos modernos y aerodinámicos: lavaderos de autos y drive-in sobre todo, y gasolineras con techos inclinados y líneas diagonales enérgicamente lanzadas hacia las alturas. Bueno, bajo el tejado del cobertizo hay muchas luces brillantes y alrededor de las luces hay espacio como para que estacionen unos cien autos. Pero hay unos mil autos tratando de ingresar, o unos dos mil. Pero en todo caso, a nadie le obsesiona la posibilidad de no poder estacionarse. La gente quiere… navegar sobre sus automóviles y verlo todo. Van y vienen, dan vueltas y vueltas, paseando y viéndolo todo.
Extrañamente hay toda una hilera de espacios vacíos, al costado mismo del cobertizo, bajo las luces, donde unas rudas chiquillas de botas negras y piernas desnudas, las camareras, están despachando las doble-bubba-burguesas al auto, o los dos autos, que hay allí. «Ese es el Rincón del Ratón Mickey», dice Superboca. Nunca pude descubrir por qué. A Roth no le preocupa; él no tiene que probar nada a nadie. Se estaciona en el Rincón del Ratón Mickey y los muchachos siguen pasando y gritándole «¡Hola, Roth!». Los muchachos pasan por el cobertizo entre las filas de autos estacionados y uno puede percibir que el arte del pichicateo ha decaído mucho en California. Todos tienen autos nuevos, Lincolns, Sting Rays, Mustangs, tal vez con pichicateadas leves como una mano de pintura, decorados exteriores y llantas de carrera, Michelin Triple-X, tan enormes que abultan los guardafangos desde el interior. De vez en cuando llega alguien con un clásico, algo como un Pontiac 1960, modificado, asentado hasta quedar a 5 centímetros del suelo, con un sistema hidráulico que eleva toda la máquina cuando se acercan los guardianes del orden, pues ahora los autos demasiado bajos son ilegales. Pero la mayoría de los autos que llegan son máquinas flamantes. Dan vueltas y vueltas. A veces ve uno un auto que a la primera vuelta tiene dos muchachos en el asiento delantero y que a la siguiente tiene a uno sentado delante y otro atrás, cada uno con una muchacha, diminutos dientecitos de león con negros ojos de huríes. Y no están diciendo nada: sólo están, ya me entiendes, navegando. Al principio deben de haber tenido algo que decirse, para que los muchachos se las pudieran levantar, y todo eso; pero lo principal es hacer todas esas vueltas. Gradualmente, a medida que van llegando y partiendo, empiezo a captar… el estilo.
Los varoncitos cultivan el nuevo estilo del muchacho automovilista de Los Angeles. Ya no tienen peinados en cola de pato. La cola de pato consistía en peinarse hacia atrás en los costados y hacia delante en la parte superior, con una terminación de rulos que se precipitan sobre la frente. El nuevo estilo consiste en peinar todo el cabello directamente hacia atrás, pero haciendo que se eleve bastante sobre la frente, produciendo allí un efecto levemente batido, pero dejando al resto de la cabellera como un único sólido impecablemente suave por todos los lados. Los otros chicos los llaman Los Muchachos de la Melena. Los Muchachos de la Melena usan todos la misma prenda, un cardigan abierto adelante, muy lanudo, en pasteles intensos, magentas, melocotón, azules cerúleos, un cardigan lanudo de mangas amplias, casi abombadas, pero apretadas en las muñecas, y otras veces el cardigan algo suelto, lanudo sobre el cuerpo —pero con pantalones angostos y apretados, generalmente oscuros, descendiendo hasta diversos tipos de zapato en punta, botas acuchilladas y cosas así, con hebillas, a lo Rip Van Winkle. A veces una simple camiseta, o un jersey con cuello de tortuga, o una camisa delgada con un cuello alto, como una de broches o una «Dino», pero —es decir, por supuesto— sin corbata.
Estos muchachos tienen algo casi femenino. Me refiero al peinado perfecto, a la preocupación por la silueta perfecta —la forma del cardigan que tiende a crear líneas grandes, suaves, llenas, con zapatos y pantalones en un dramático contraste, al ser angostos y delgados. Claro que el conjunto sólo es femenino por comparación con los patrones convencionales del hombre adulto. Si nos remontamos a otros tiempos, el estilo tiene un extraño parecido con lo que vestían los hombres de poder, los verdaderos hacedores y deshacedores. Hablo de las modas en la corte inglesa del siglo diecisiete.
En esa época el traje de los hombres poderosos consistía en jubón, bragas y calzas. El jubón, como el cardigan de los Muchachos de la Melena, no tenía solapas. Era ancho de mangas y, según los patrones contemporáneos, femenino, hecho de varios tejidos de seda —satenes, damascos, terciopelos, y así sucesivamente— o géneros tejidos en oro y plata, encajes, trenzas, cintas. Las pelucas que llevaban los hombres, tan ornadas y enruladas, se parecían mucho a los peinados que usan hoy los Muchachos de la Melena, algo muy rígido, estilizado y elegante. Las bragas, las calzas y los zapatos con hebilla proporcionaban el mismo contraste dramático que los Muchachos de la Melena buscan hoy.
Todos estos estilos de la corte del siglo diecisiete y, en realidad muchos de los anteriores al siglo dieciocho, simbolizan algún rol carismático. Las elaboradas modas de la corte no simbolizaban el trabajo de gobernar el país, sino la majestad de ese rol, los derechos divinos, y todo eso. Algunos estilos previos a 1800 se aferran a nuestro país, y todos simbolizan algún rol carismático —es decir inspirado por Dios—: la Justicia, la Piedad, la Sabiduría. Las togas que usan hoy los jueces datan del siglo quince. Los actuales vestidos de las monjas son el traje de luto de las viudas del siglo dieciseis. Los gorros que usan los estudiantes para graduarse son crudas versiones de los que llevaban los eruditos del siglo dieciseis.
La mayor revolución de la moda masculina vino con la revolución industrial del siglo diecinueve. Sucedió por etapas, pero poco a poco los hombres dejaron de vestirse para un rol —Gobernante, Hombres de Dios, Guerrero, Sabio, Portador de Justicia— y comenzaron a hacerlo para un trabajo. La clase emergente de los comerciantes simplificó el vestido en parte como reacción contra la vida de la corte, en parte por motivos de tipo práctico, y ciertamente por motivos económicos. El jubón fue reemplazado por la chaqueta, más corta, con cuello y muchos bolsillos. Las bragas y calzas fueron reemplazadas por el pantalón. Aparecieron los géneros sencillos.
El corte de la prenda fue reemplazado en importancia por su comodidad, por su adaptación a las medidas del cuerpo. En las modas de la corte, todas a base de ricas sedas, lo que contaba en, digamos, un jubón, no era la adaptación sino el corte —la elegancia de las mangas, el vuelo del faldellín; vuelo, o sea como si volaran. Lo mismo —corte sobre adaptación— es aplicable a las modas femeninas de hoy.
Podemos observar el drástico cambio que los estilos comerciales del siglo diecinueve aportaron a la moda masculina contemplando el interior de cualquier oficina de hoy. Una oficinista, aunque sea una taquígrafa que gana 80 $ a la semana, no está allí para parecer una taquígrafa. Ella, al igual que una estrella de cine, se viste para parecer una mujer —su rol, tal como ella lo ve. Pero los hombres se visten para sus trabajos. Se visten antes que nada para parecer abogados, banqueros, gerentes de ventas, mensajeros, porteros o limpiadores de ventanas. Su rol… como hombres sólo es enfatizado de manera secundaria.
Después de la Segunda Guerra Mundial, varios grupos de jóvenes californianos empezaron a apartarse del sistema racionalizado de empleo y a crear sus propias esferas de status. En todos les casos se esmeraron por crear nuevas modas, prendas que significaran un rol, que simbolizaran sus nuevos estilos de vida. Estos fueron los beats, las pandillas de motocicistas, los muchachos automovilistas y, más recientemente, los rockanroleros, los tablisas y, por supuesto, los hippies. Al diablo con los trabajos que tenían o podían tener. Querían roles, como Rebeldes, Artistas, Poetas, Místicos, Tigres del Motor de Combustión Interna, Monjes del Mar, cualquier cosa que fuera dramática, excitante, no poderosa, ni útil, ni eficiente sino… ¡sí! un poquito divina, salida del territorio del heroísmo y la divinidad.
El extraordinario nivel de prosperidad de la zona les permitió crear sus propios estilos de vida, mantenerlos y hacerlos intensamente visibles. Y no es que alguno de estos grupos sea rico. Simplemente sucede que hay tanto dinero flotando en el ambiente que ellos pueden obtener lo necesario para expresarse y dedicar su tiempo a expresarse, a extremos nunca antes alcanzados en ese tipo de submundo. Los beats, los motociclistas, los rockanroleros, los tablistas, los hippies, todos enfatizan la primacía del corte (sobre la adaptación al cuerpo) como simbolizador del rol que ellos quieren desempeñar, pero todos se mantienen en el estilo bajo. Quieren tener lo que, desde un punto de vista convencional, se llama una apariencia desgreñada, entre otras cosas para expresar el rol de Rebeldes. Los tablistas, por ejemplo, usan pantalones cortos muy anchos y grandes casacas de nylon que parecen velas y se dejan crecer el pelo con devoción rabínica, pero no le dan forma. Son Rebeldes, son Monjes del Mar. Pero los automovilistas —los Muchachos de la Melena—, a pesar de ser conocidos como los Engrasadores, nombre que les han puesto los tablistas, están progresando hacia el estilo elegante. Esto puede deberse a que han estado tanto tiempo en compañía de ese objeto adornado, radiante, escultural que es el automóvil norteamericano.
Hoy la idea de vestirse para un rol está comenzando a prender entre muchos hombres mayores y más acomodados. Preveo el desarrollo de una esquizofrenia de estilos. Estos hombres tienen trabajos y van a ellos vestidos como han venido haciéndolo los hombres de Estados Unidos e Inglaterra durante los últimos 103 años. Pero después del trabajo y en los fines de semana —prendas para el rol. El rol, explicado con sencillez, es… ser un hombre; viril, muchacho libre con el rostro cubierto de Mennen contra el viento. Están comprando todo tipo de géneros pesados, casacas de marinero, de cuero, abrigos ingleses de piel de oveja y forrados por dentro con vellocino, jerseys gruesos con cuello de tortuga, todas esas rudas texturas apretadas directamente contra la piel, chompones daneses, pantalones de corduroy grueso, todo tipo de botería pesada, botas para el Desierto, detalles que confundirían a un escocés, botas con acuchillados, botas de motociclista, chaquetas de tweed que casi casi conservan aún el alambre de púas del pastor y trozos de corteza de árbol. Y los precios tampoco son deportivos, ya que los abrigos de piel de oveja empiezan en unos 175 $, las chompas danesas en 45 $ y 55 $, y así sucesivamente.
Y los cortes —son cortes de cazador, de leñador, de combatientes, de motociclista, de hombre libre… roles.
¡Cosa maravillosa! Durante años los estilos masculinos han sido creados exclusivamente por la nobleza. Samuel Pepys nos cuenta, en 1666, cómo el Rey decidió que había descubierto el mejor estilo de todos los tiempos y que éste ya nunca cambiaría; se trataba de una especie de chaleco, sólo que un chaleco tan largo y elegante como una sotana; entonces decretó el estilo y éste prendió. En 1870 Alberto Eduardo, Príncipe de Gales, hijo mayor de la Reina Victoria, más tarde Eduardo VII, creó la moda de usar raya en el pantalón. Se dirigía a un partido de cricket y la lluvia lo cogió con sus pantalones de franela blanca. Los pantalones se malograron y Eduardo tuvo que detenerse en una tienda de ropas hechas para comprarse otros; sin enbargo, los pantalones habían estado mucho tiempo en un cajón y, al ponérselos el Príncipe, mostraron dos rayas, una en cada pierna; todo el mundo vio a Eduard llevando un pantalón con rayas y eso fue suficiente.
Pero hoy, en los Estados Unidos —en el drive-in de Harvey—, lo que está sucediendo —es decir— blaaaaaaaaaaght.
«¿Qué diablos es eso?».
«Es un tipo quemando llanta», dice Roth.
«Le va a costar caro», dice Superboca. «Le van a poner una multa. Hay un guardia esperándolo. Tal como ellos lo ven, eso es totalmente rancio. El muchacho quiere quemar llanta, pero para ellos eso es completamente rancio».
Hay un Muchacho de la Melena allí dando vueltas en su Stingray con enormes llantas Michelín Triple-X que le abultan los guardafangos y tiene todo este poder bajo la capota y todo lo que quiere es acumular revoluciones en punto muerto, quemar, soltar ese poder para que finalmente sea oído. Pero los polis también lo oyen. Es como un grito que pidiera —¿qué?— nadie está seguro. Y el guardia está multando al muchacho; Roth, La Serpiente, Superboca y yo miramos hacia atrás, la navegación continúa.
—Blaaaaaaaaaaght.
—Suena el clarín de la moda masculina en los sesenta y del húmedo aire del drive-in de Harvey, de entre las doble-bubba-burguesas, las patatas fritas, las lonjas de langostino, el chile-mexicali, y las rudas camareritas llega, elevándose, la visión de la moda, la silueta, los jubones de Downey, Calif., inflados, lanudos, las bragas y las calzas, como tubos de estufa, el nuevo rol de Todos, zafado del sistema, marginal… ¡rancio! sembrado. Una feliz afectación de la masa.