El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron[1]

La primera buena mirada que le pegué a los autos pichicateados fue en un acontecimiento llamado «Festival Quinceañero», realizado en Burbank, un suburbio de Los Angeles, más allá de Hollywood. Era un lugar loquísimo para estar contemplando objetos de arte, debo precisar que en realidad uno tiene que llegar a la conclusión de que estos autos pichicateados son objetos de arte, por lo menos si utilizamos los patrones que se aplican en una sociedad civilizada. Pero llegaré a eso en un momento. En fin, a eso del mediodía uno alcanza un lugar que parece un parque de diversiones al aire libre y encuentra a tres muchachos de traza seria, que evocan al comité encargado de la cafetería, recibiendo boletos; pero en el interior la escena es delirante. Una vez dentro lo sorprenden a uno dos cosas. La primera es una enorme plataforma elevada, de unos siete pies de altura sobre la que hay una banda que toca hully-gully, the bird y shampoo[2]. Como dije, es mediodía. Los bailes de los muchachos son muy agitados. Chicos y chicas no se tocan, ni siquiera con las manos. Sólo giran unos en torno de otros. Entonces uno se da cuenta de que todas las chicas están vestidas exactamente igual. Tienen sus peinados crepados —absolutamente todas— y pantalones que, bueno, apretados no explica el asunto; es más un asunto de forma que de adhesión a la piel. Es como si un viejo sastre lascivo y además obceso por el gluteus-máximus se hubiera tomado la molestia de diseñarlos estría por estría. Para cuando uno ha logrado enfocar esto resulta que en medio del parque hay una piscina inmensa, perfectamente circular; en realidad es bastante enorme. Y en la piscina hay un Chris-Craft que da vueltas y vueltas, generando grandes olas, con varias de las muchachas de cabello crepado apiñándose en su parte posterior. En el agua, suspendidos como plankton, hay unos muchachos con equipos de caza submarina; otros dan vueltas sumergidos, respirando a través de snorkels. Y el lugar hierve de kioskos instalados por los fabricantes de zapatos, los fabricantes de guitarras y Dios sabe qué otros fabricantes; en todos hay muchachos bailando —bailando bird, hully-gully y shampoo— al compás de la banda de hully-gully, cuya música inunda el parque a través de altavoces.

Durante todo este tiempo Tex Smith, de «Hot Rod Magazine»[3], quien me ha traído aquí, insiste en conducirme al lugar donde se exhiben los automóviles pichicateados —«Tom, quiero que veas el auto que ha construido Bill Cushenberry, El Silhouette»—, o sea que aquí, donde hay doscientos muchachos contorsionándose sobre una plataforma al mediodía y un botecito que da vueltas y vueltas y vueltas en una piscina circular, yo soy la única persona distraída. La exhibición de autos pichicateados resulta siendo la Caravana Ford de Autos Pichicateados que la Ford está paseando por todo el país. Al principio, con todos los ruidos, los desplazamientos periféricos y el incipiente libertinaje al que uno probablemente deriva, y con las crepadas ninfas disparándose por todo el lugar, estos autos pichicateados no parecen nada del otro mundo. Obviamente ellos son muy especiales, pero lo primero que viene a la mente es lo de siempre —es decir, que los muchachos que manejan estos autos probablemente son unos hampones flacuchentos que usan camisetas y que llevan sus cigarrillos en un pliegue de la manga.

Pero después de un rato me alegró haber visto a los autos en ese escenario natural que era, después de todo, una especie de República de Platón para quinceañeros. Porque cualquier cosa observada detenidamente en este festival arrojaba el mismo resultado. Estos muchachos son maniáticos de la forma. Su relación con ella es casi religiosa. Los bailarines, por ejemplo: ninguno de ellos sonreía. Concentrados, se oteaban mutuamente las piernas y los pies. Los bailes mismos no teman ninguna gracia, eran parecidos a las danzas de los campesinos norteamericanos, pero todos estaban siendo realizados de la manera correcta. Y todos los muchachos tenían forma, una forma exhuberante pero, se supone, según patrones rígidos. Hasta los muchachos. Su ropa era prosaica —Blue Jeans, pantalones tubo, camisas sport, camisetas, polos— pero la forma era coherente: la silueta del tubo de la calefacción. Y todos llevaban el mismo peinado: algunos lo usaban largo, otros corto, pero ninguno con raya; todo ese pelo había sido cepillado hacia atrás desde la frente. Pasé por uno de los kioskos de guitarras, y allí había un muchacho pequeño, de unos trece años, sacándole la mierda a una guitarra eléctrica. El muchacho se llamaba Cranston o algo así. Por su apariencia hubiera debido llamarse Kermet o Herschel; todos sus genes eran terriblemente Okie[4]. Cranston tocaba frente a una muchedumbre. Pero Cranston estaba encorvado contra una mesa, con la columna doblada como un arbolito, con facha de estar gloriosamente aburrido. A los trece años este muchacho ya era fanáticamente suave[5]. Todos lo eran. Todos eran maravillosamente esclavos de la forma. Han creado su propio estilo de vida y a la hora de imponerlo son mucho más autoritarios que los adultos. No sólo eso, sino que hoy estos muchachos —especialmente en California— tienen dinero; y está de más decir que eso es lo que explica la presencia de los mercaderes de zapatos, vendedores de guitarras y la Ford Motor Company en este festival quinceañero. No me preocupa anotar que es esta misma combinación —dinero más esclavizada devoción a la forma— la que explica Versailles o la Plaza de San Marcos. Naturalmente la mayoría de los artefactos que produce el dinero-más-forma de estos muchachos es horrenda. Pero también lo fueron los cacharros que aparecieron en Inglaterra durante la Regencia. Quiero decir que la mayor parte de ellos pertenecía al género de las corbatas almidonadas. Podía uno entrar a la casa de Beau Brummel a las 11 de la mañana y encontrar al mayordomo portando una bandeja con linos marchitos. «Estos fueron algunos de nuestros fracasos», nos confiesa. Pero entonces aparece Brummel descendiendo la escalera con una corbata perfectamente almidonada. Como un iris perfecto, la flor de la civilización de Mayfair. Pero el período de la Regencia vio algunas excelentes piezas de arquitectura formal. Y la sociedad formal de estos muchachos también ha aportado una cosa básica para un desarrollo formal de calidad —los autos pichicateados—. No creo tener que explicar que para estos muchachos los autos significan lo que la arquitectura significó para el gran siglo formal de Europa, digamos de 1750 a 1850. Ellos son libertad, estilo, sexo, poder, movimiento, color —todo está allí.

Muchas cosas han sucedido en el desarrollo de la actitud formal de los muchachos frente al automóvil desde 1945, cosas muy sofisticadas de las cuales los adultos no son ni remotamente conscientes, sobre todo porque los muchachos son tan inarticulados al respecto, sobre todo los que están más en el ajo. Ellos no provienen de los estratos sociales que producen niños capaces de escribir prosa analítica a los diecisiete, y si acaso vienen de allí, pronto caen bajo la influencia de instructores que les revelan a Hemingway o a una caterva de tipo sexo-y-carajo. Si acaso vuelven a escribir sobre una carretera, será sobre una autopista resbalosa de lluvia y el ruido de los automóviles que pasan sobre ella evocando un sonido de sedas rasgadas, aunque desde 1945 sólo un hogar entre diez mil haya oído la seda rasgarse.

Bueno, estamos de vuelta en el Festival Quinceañero y yo estoy hablando con Tex Smith y con Don Beebe, apuesto joven de camisa sport blanca y gafas oscuras Cubanas. A medida que me van contando sobre la Caravana Ford de Autos Pichicateados, puedo ver que la Ford ha empezado a comprender este estilo de vida juvenil y su potencial. La Ford parece haber visto la cosa así: Miles de muchachos están tomando autos y pichicateándolos para que corran más o cambien de forma, generalmente para lograr un poco de ambas cosas. Antes de casarse dedican a esto todo su dinero. Si la Ford logra crearles una adicción por sus automóviles ahora, después de casarse aquellos muchachos comprarán nuevos Fords. Pero inclusive los muchachos que no son fanáticos a tiempo completo son influenciados por el auto considerado «capo». «Capo», la palabra circula mucho. El Ford era considerado el auto cojonudo pero entonces, de 1955 a 1962, el Chevrolet se volvió favorito. Estos últimos tenían motores grandes y eran fáciles de pichicatear, su diseño era simple y los muchachos podían remodelarlos fácilmente. En 1959, y aún más en 1960, Plymouth se volvió auto cojonudo. Y en 1961 y 1962 todo fue Chevrolet y Plymouth. Ahora la Ford está metiendo el codo. Muchos de los profesionales dirán que ahora es el Ford, sobre todo los adultos, pero hay que tomarlo con un grano de sal, porque de una forma u otra la Ford está repartiendo dinero a diestra y siniestra. En la Caravana de Autos Pichicateados todos han sido remodelados a partir de Fords, excepto los que han sido íntegramente construidos a mano, como el antes mencionado Silhouette.

Bueno, y entonces por un altavoz Don Beebe está diciendo: «Odio interrumpir el baile, pero veamos un poco de drag»[6]. Tiene un tocadiscos enganchado al altavoz y pone un disco, producido por Riverside Records, que emite sonidos de carreras, sobre todo dragsters quemando llanta desde la partida y rugiendo hacia la meta. Bueno… en realidad no logra interrumpir el baile, pero los ruidos atraen a unos cien muchachos, quienes se aproximan al lugar donde Beebe tiene un kiosko de scaletrix. Los scaletrix son un juego similar al tren eléctrico, donde dos dragsters en miniatura, cada uno de unas cinco pulgadas de largo, impulsados a electricidad, recorren un modelo reducido del cuarto de milla. Beebe toma un micrófono y anuncia que está aquí Dick Dale, el cantante, y que quien compita con Dick en el scaletrix recibirá uno de sus discos. Dick Dale es muy popular entre estos muchachos porque interpreta muchas canciones de «tabla». Los tablistas —quienes practican el deporte de la Tabla Hawaiana— son muy admirados por todos los muchachos. Tienen su propia jerga, con palabras como hang ten, que significan lo mejor del mundo[7]. Y también se dedican a un tipo específico de pichicateo: toman las viejas camionetas con panel de madera, que llaman woodies[8], y las acondicionan para dormir en ellas y llevar el equipo necesario para correr tabla los fines de semana. Por algún extraño motivo los tablistas se dedican también a competir en scaletrix, con lo cual Dick Dale compitiendo en scaletrix en el Festival Quinceañero resume en una tres áreas del arcano mundo de los adolescentes.

Dick Dale, decorado con una camisa Byronesca, jersey de cachemira azul con cuello en V, anteojos mosca, uniforme del cantante U.S.A., sostiene un interruptor al final de un cable, mientras que una ninfa de Newport llamada Sherma, Sherma de los pantalones Capri, sostiene el otro. Beebe da la partida y Sherma suelta un grito, no un grito de entusiasmo, sólo nervioso, y la réplica de un Ford modelo 63 sale a competir con un dragster en miniatura sobre un tablero que le da a la altura del pecho. Es fama que el tablero es una reproducción, a 1/25, de un autódromo para dragsters, lo cual de alguna manera me recuerda esos increíbles dibujitos del diccionario con la anotación de que esto es un centésimo de la dimensión de un elefante real. Cien muchachos estaban reunidos en torno a la pista sin que la escena les pareciera inverosímil. Es decir que todos estaban genuinamente interesados en el resultado de la competencia, en la posible victoria de Dick Dale o de Sherma. Estoy seguro de que no tuvieron problemas para telescopar el espectáculo a las verdaderas y auténticas dimensiones del esotérico mundo de los autos pichicateados.

En el Festival Quinceañero conocí a George Barris, una de las celebridades del mundo del automóvil pichicateado. Barris es el primer nombre de ese universo. Él es un buen ejemplo de muchacho que creció totalmente absorbido por el mundo automovilístico adolescente, que persiguió la llama pura y sus formas con una devoción que lo convirtió en artista. Fue como Tiepolo emergiendo de los talleres venecianos, donde las redondeadas ancas griegas de los murales del Paladio pendían de la atmósfera como nubes. Sólo que Barris emergió de entre los talleres de planchado de carrocerías en Los Angeles.

Barris me invitó a su estudio —aunque a él jamás se le ocurriría llamarlo así, él lo llama Kustom City— en el 10.811 de Riverside Drive, en North Hollywood. Si existe algún río a mil millas de Riverside Drive[9], no vi ni rastro. Es como todos los lugares de por allí: infinitas avenidas chamuscadas, orladas con tiendas de un piso, establecimientos, pistas de bolos, pistas de patinaje, drive-ins de tacos, ningún edificio rectangular, todos trapezoidales, con tejados inclinados de atrás hacia adelante y ventanas de vidrio inclinándose como si fueran a caer sobre la vereda y vomitar. También los anuncios son increíbles. Todos instalados sobre postes, lejos de los edificios. Todos tienen esas horribles formas de pata de perro que yo llamo moderno boomerang. En cuanto a Kustom City —Barris creció en la época en que lo elegante era cambiar la «C» por «K». También vende Kandy Lac, pintura para automóviles que viene en diversos Kandy Kolors, y estoy seguro de que en algún momento de su vida lo ha preocupado esa C silbilante de City. Creo que es interesante que siga llamando al lugar Kustom City, y que siga vendiendo Kandy Kolors, porque él es una persona inteligente. Con esto quiero decir que ha permanecido inmune al gran dios ameba de la sofisticación anglo-europea que opera en el Este. Todos sabemos como es la cosa en el Este. Un buen día descubrimos que la camisa de cuello abotonado del jefe tiene esta especie de dulce textura apercalada, mientras que la nuestra ha sido obviamente ensamblada por los productores masivos que ahorran un octavo de pulgada de tela por camisa, doce pulgadas por pieza o algo así, y la constatación empieza a devoramos.

Barris, cuya familia es griega, es un hombrecito sólido, de cinco pies con siete pulgadas, treinta y siete años, idéntico a Picasso. Para trabajar, lo cual ocurre la mayor parte del tiempo, viste una gruesa camiseta blanca, pantalones ya blancuzcos, llenos de pliegues, como Picasso caminando en el viento sobre los farallones de Rapallo, y una especie de zapatos-chancletas con suela de crepé, igualmente próximas al blanco. Debo añadir que, para Barris, Picasso no significa nada, aunque sabe quien es. Y es que para Barris y los pichicateadores no existe un gran universo de forma y diseño llamado Arte. Sin embargo, Barris está dentro de ese universo. Él no construye autos, él crea formas.

Barris me conduce a través de Kustom City, y al principio el lugar es igual a cualquier taller de planchado, pero al rato uno comprende que está en una galería. Este lugar está lleno de automóviles jamás vistos. La mitad de ellos nunca alcanzará las pistas. Serán puestos sobre camiones y remolques y exhibidos en los festivales automovilísticos de todo el país. Llegado el momento podrían correr —contienen grandes y poderosos motores totalmente pichicateados y cromados, pues toda esa velocidad y ese poder tienen, para quien vive el pichicateo, un tremendo significado emocional. Pero en el fondo son como una de esas alfombras de Picasso o de Miró. Simplemente uno no camina sobre las malditas cosas. Lo mismo sucede con los autos de Barris. Son, en efecto, esculturas.

Hay, por ejemplo, un objeto increíble que él mismo construyó, llamado el XPAK-400, que es un auto de aire. A los pichicateadores les encanta todo ese asunto de las X. Se desplaza sobre un cojín de aire, detalle irrelevante pues la máquina entera es una sola escultura abstracta y curvilínea. Si Brancusi es bueno, entonces esto también merece un pedestal. No contiene una sola línea recta, sólo lleva un verdadero círculo y luego infinitos planos, aletas increíblemente barrocas, todo integrado en un rígido conjunto de armoniosa geometría sólida. En realidad tanto Brancusi como Barris desarrollaron sus formas a partir de un concepto del diseño que podemos llamar Moderno Aerodinámico o Curvilíneo de los Treintas —claro que por caminos diferentes—, y Barris, con los otros artistas del pichicateo, utilizan esta idea de la curva abstracta, noción difícil de manejar, una, otra, y otra vez en una era en que los diseñadores convencionales —desde los arquitectos hasta los tipos que diagraman las revistas— son todos Mondrian. Hasta los jóvenes diseñadores de autos en Detroit son todos Mondrian. Sólo los diseñadores de aviones han seguido trabajando con lo Aerodinámico, y esto únicamente por necesidades físicas, y así sucesivamente. Volveré a este tema en un minuto, pero antes quiero hablar sobre otro auto que me enseñó Barris.

Este estaba oculto en un depósito. A Barris no le interesaban, pues había sido construido nueve años atrás. Pero este auto —para Barris era el auto viejo— era como una premonición onírica de un vehículo deportivo, el Quantum, que la Saab ha lanzado este año, tras dos de consultas con todo tipo de expertos en aerodinámica y diseñadores de vanguardia. Son automóviles hermosos —los de Saab y los de Barris—. Son prácticamente la misma carrocería, con su adorable topología descendiendo en ondas sobre los faros cóncavos, con la capota curvándose hacia abajo hasta llegar al suelo en la parte delantera. Le dije a Barris sobre el parecido que había descubierto, pero él se limitó a encogerse de hombros; ya se ha acostumbrado a la idea de que un fabricante aparezca, cinco o seis años más tarde, con una idea suya.

Bueno, entonces Barris y yo dimos la vuelta a Kustom City, pasando por el estacionamiento donde vi un Avanti, nuevo modelo deportivo de la Studebaker y automóvil muy caro. Este tenía añadidos de papel mâché en la parte trasera y en la punta, y le pregunté a Barris qué significaban. No era nada, dijo: los añadidos prolongaban la capota unos 30 centímetros y le daban una inclinación más elegante. Estaba haciendo lo mismo en la parte trasera para quitar al auto su apariencia de pan envuelto en celofán. Eso arma el auto. Para Barris éste no es un proyecto importante. Tal vez termine en uno de esos equipos que uno puede comprarse, como los viejos equipos Continental[10], para hermosear proa y popa.

Pienso que si Barris y los pichicateadores no hubieran estado enterrados en el heterodoxo y siempre sospechoso mundo de la juventud califomiana hoy nos parecerían menos extravagantes. Pero ellos no han tenido acceso sino a la prensa especializada en autos pichicateados. Son como habitantes de la Isla de Pascua. Uno descubre los asombrosos objetos y luego tiene que descubrir cómo llegaron y por qué están allí.

Si uno estudia la obra de Barris o de Cushenberry, el mencionado Silhouette, o de Ed Roth o de Darryl Starbird, ¿puede superarse este último nombre?,[11] creo que el resultado será un fragmento de la historia del arte. En algún remoto paraje de los treintas, los diseñadores, entre ellos los de automóviles, descubrieron lo aerodinámico. Sonaba «funcional», y en el caso de los aviones es funcional, pero no en el de los autos, a menos que éstos compitan en las pistas salinas de Bonneville. En realidad es barroco. Lo aerodinámico es barroco abstracto o barroco moderno o lo que uno quiera llamarlo. Bien, para cuando lo aerodinámico cogió impulso —recordarán que en los treintas tuvimos edificios curvos, parecidos a las vitrinas que llegaron a la Feria Mundial— apareció el movimiento de la Bauhaus que en realidad fue una ampliación de Mondrian. Antes de que nos diéramos cuenta, todo fue Mondrian —la caja de Kleenex: Mondrian; el formato de la cubierta de Life: Mondrian; esas fotografías diagramadas a sangre del Paris-Match: Mondrian. Hasta los automóviles: Mondrian. Se dice que los automóviles de Detroit son aerodinámicos, pero no lo son. Si no lo creen, suban a un avión y observen desde la altura los autos estacionados alrededor de los centros comerciales y, concediendo a la sustitución del color primario por el color pastel, ¿qué es lo que tenemos? Un cuadro de Mondrian. El principio Mondrian y sus bordes rectos son muy rígidos, muy apolíneos. El principio aerodinámico, que en realidad no tiene función alguna, que se curva, se dobla y fluye por puro placer, es muy libremente dionisíaco. Por motivos que huelga explicar, los muchachos prefirieron lo dionisíaco. Y desde que Detroit se deshizo de él, el principio dionisíaco ha quedado en manos de gente del submundo adolescente, gente como George Barris.

Cuando comenzó a pichicatear automóviles en 1940, Barris vivía en Sacramento. Y luego tenemos la historia de siempre: el niño creativo, el rompimiento con los patrones paternos, la lucha en la buhardilla, la vida bohemia, el primer éxito, el esotérico espaldarazo que le sigue y, finalmente, el dinero que empieza a entrar a mares. Con la siguiente diferencia: estamos en la vieja Isla de Pascua, en el subterráneo mundo de los adolescentes califomianos, y estos objetos, estos autos, tienen mucho que ver con los dioses, el espíritu y la mística de la comunidad.

Barris me dijo que sus padres eran griegos y propietarios de un restaurante, y que «deseaban que yo fuera hombre de restaurante, como todos los griegos típicos, supongo», dijo. Pero ya a los diez años Barris era un apasionado de los automóviles, y labraba autos aerodinámicos en madera balsa. Unos años más tarde compró un auto, un Buick de 1925 y luego un Ford de 1932. Barris ha establecido muchas de las convenciones del pichicateo. Tuvo clientes desde el principio: eran otros muchachos que le pagaban para que pichicateara sus autos. En 1943 se mudó a Los Angeles, aterrizando en medio de la tremenda cultura adolescente que se desarrolló allí durante la guerra. La vida familiar se fue al diablo, como se dice, pero el dinero empezó a llegar y los muchachos empezaron a desarrollar su propio estilo de vida —como lo han ido haciendo desde entonces— y a establecer con fanatismo las formas y las convenciones a las que me refería más arriba. Evidentemente el centro del fenómeno fue el automóvil. La guerra hizo que los autos escasearan y los muchachos empezaron a frecuentar los cementerios mecánicos en busca de piezas de repuesto, lo cual condujo a los autos «a la medida», sobre todo a los autos de turismo y también a algunos motores intensamente pichicateados. Todos los adolescentes fanáticos del automóvil asimilaban ambos elementos a su obra —el remodelado y el aumento de la potencia, la forma y el poder— pero tendiendo a especializarse en uno de ellos. Naturalmente Barris gravitó hacia el remodelado —más tarde Ed Roth me dijo que su caso había sido igual. En la secundaria y, por breve tiempo, en el Sacramento College y en el Los Angeles Art Center, tomó cursos que me describió como diseño mecánico, taller y arte libre.

Me gustó la expresión «arte libre». En el mundo del Barris de esos tiempos, y también en el de ahora, no existía la noción de un Arte imponente y respetable. Había diseño mecánico y había arte libre, lo cual no quería decir que este último liberara de alguna manera, sino que era un arte suelto, libre y sin una dirección específica. El tipo de arte que atraía a Barris, y que significaba algo para la gente que andaba con él, era el automóvil.

Cuando comienza a hablar sobre los viejos tiempos, el rostro de Barris se ilumina de una manera especial —es decir cuando habla de los años 1944 1948. Su rostro parece decir que él era un pichicateador cuando los pichicateadores eran pichicateadores. Todos tienen esa expresión. Los pichicateadores profesionales —como la organización editora Petersen («Hot Rod Magazine» y muchas otras) y la National Hot Rod Association— se han tomado muchas molestias para obliterar el recuerdo de los viejos tiempos distribuyendo transfusiones de Halo en todo el mundo para que el público vea en los pichicateadores un grupo de muchachos sanos, con camisetas de manga corta recién llegaditas de la lavandería y un equipo de química, hobby siempre tan lindo.

En realidad, me dijo Barris, fueron tiempos truculentos. Todo el mundo se encontraba en los drive-ins, siendo el más famoso uno llamado Piccadilly, ubicado cerca del Boulevard Sepúlveda. Los autos pichicateados y sus motores vroom-vroom eran un espectáculo formidable. Para ese entonces ya Barris tenía un Ford del 36, totalmente repleto de exóticos detalles.

«Yo era un recién llegado de Sacramento y se suponía que no sabía nada. Era un turista, pero mi auto era el mejor de todos. Recuerdo una noche en que llegó un modelo turismo sin manijas en las puertas. Se veía suave, pero el muchacho que manejaba tenía que abrir las puertas dándoles un puntapié desde dentro. Le hubieras visto la cara cuando vio abrirse las mías —eran iguales, pero con un sistema eléctrico a botones».

Pero los verdaderos acontecimientos eran las carreras, que eran bastante, pero bastante, ilegales.

«Nos reuníamos en el Piccadilly o algún otro lugar, y allí los muchachos empezaban a desafiarse. Tú sabes, un tipo iría hasta el auto de otro, y mirándolo de arriba a abajo como si tuviera gangrena o algo así diría: ¿Quieres quemar llanta? O, si existía alguna mala uva entre los dos, el que desafiaba podía decir: ¿Corremos a boletos rosados? Las tarjetas de propiedad de los autos eran rosadas; es decir que el ganador se quedaba con el auto derrotado.

»Bueno, y apenas unos cuantos se habían desafiado, todo el mundo manejaba hasta un lugar determinado del Boulevard Sepúlveda, o a la antigua carretera partida de Compton, y los autos empezaban a competir, uno a cada lado de la línea central. Un cuarto de milla. Era loquísimo. Algunas noches había miles de jóvenes, chicos y chicas, mirando desde el borde de la pista, sentados sobre sus autos, alumbrando la carretera con sus faros».

Pero George, ¿qué ocurría si en ese momento llegaba un auto normal por la carretera?

«Bloqueábamos los dos extremos de la pista y, si algún tipo quería pasar de todos modos, entonces le decíamos: “Mire Señor, en unos instantes van a aparecen dos autos a toda velocidad por ambos lados de esta carretera; puede pasar si quiere, pero tendrá que elegir muy bien el momento”.

»Por supuesto que siempre se iban, y después de un rato llegaban los guardianes del orden. Entonces, ése que era un espectáculo. Todo el mundo se metía en su auto y salía disparado en cualquier dirección. Algunos huían a campo traviesa. Y todos nuestros autos estaban tan pichicateados que los polis nunca pudieron coger a nadie.

»Entonces una noche tuvimos redada en el Piccadilly. Era viernes por la noche. Los polis entraron y empezaron a meter a todo el mundo en sus camionetas celulares. Yo estaba sentado en un auto con un guardia de civil —también era pichicateador—, si no fuera por eso también me hubieran llevado. El sábado por la noche todo el mundo volvió al Piccadilly para comentar lo sucedido la noche anterior y los polis volvieron y se llevaron a trescientos cincuenta. Puede decirse que eso acabó con el Piccadilly».

Desde el instante en que empezó a ganarse la vida en Los Angeles, a los dieciocho, Barris nunca ha hecho nada sino pichicatear automóviles. Nunca tuvo otro trabajo. Empezó trabajando en un taller de planchado que lo contrató porque los muchachos llegaban con pedidos esotéricos que el propietario no sabía realizar. Al principio Barris no ganó casi nada, aunque no recuerda un momento de estrechez, como no lo recordó ninguno de los muchachos con que hablé. Tienen un sentido mágico de la economía, o algo así. Al fin, en 1945, Barris abrió su propio taller en Compton Avenue, Los Angeles, dedicado exelusivamente al pichicateo. Había gran demanda. No le costaba trabajo, dijo; en poco tiempo empezó a ganar más de 100 $ a la semana.

La mayor parte de sus contratos eran para modificar automóviles de Detroit —modificando techos y carrocerías. Los techos eran bajados para que conservaran la línea de la capota. Las carrocerías eran sumidas entre las llantas. También se eliminaban las manijas de las puertas, los cromos y se cubrían las ruedas traseras[12]. En esa época a los muchachos les gustaba que la carrocería estuviera inclinada hacia abajo en la parte trasera y un poco elevada en la punta, aunque hoy el gusto es exactamente lo opuesto. En esos días el parabrisas estaba partido por un poste, lo cual daba a los techos sumidos una apariencia siniestra. Siempre el parabrisas parecía un par de ojos diminutos y acanalados. Y creo que esto, más que otra cosa, apartó a la gente de lo que Barris y los otros estaban haciendo. En esa época todos tenían una pésima reputación y nadie distinguía entre los corredores clandestinos y los pichicateadores de autos, esto porque, a decir verdad, todos eran maniáticos de la velocidad.

Esta fue la época del Mercury sumido de Barris. Los Mercury eran sus favoritos. Todos los muchachos conocían el estilo de Barris y éste recibía muchos contratos. Lo que él realmente estaba haciendo, en un sentido formal, era tratar de llegar al tipo de diseño aerodinámico que Detroit había abandonado completamente. Una vez pichicateados, algunos de los antiguos Mercurys eran más aerodinámicos que cualquier modelo corriente fabricado por Detroit en nuestros días. Muchos de los coupés que modificó tenían esa ventana trasera inclinada que recién este año ha aparecido en el Riviera, el Sting Ray y unos cuantos autos más.

En realidad en esta época Barris y los otros pichicaateadores no tenían el capital necesario para construir autos completamente originales, pero se fueron radicalizando más y más en la remodelación de los autos de Detroit. Hicieron cosas que Detroit no haría sino años más tarde —aletas en la cola, techos de burbuja, faros delanteros dobles, faros retráctiles, faros «a la francesa», y las mismas carrocerías sumidas. A él solo le piratearon unos veinte diseños. Uno de ellos, por ejemplo, es la manera en que ahora los tubos de escape salen por el parachoques o el guardafango trasero. Otro es el parachoques delantero en forma de obús, o de seno si lo prefieren, del Cadillac.

Barris dice «pirateados» porque algunos de los diseños han sido reproducidos hasta el más mínimo detalle. Hace tres años Barris fue a Detroit y conoció a muchos diseñadores. «Asombroso», me dijo, «me hablaron de autos que yo había construido en 1945. Conocían el Studebaker 1948 de cuatro puertas que había pichicateado. Le rebajé el techo y la capota, y quedó un auto bastante bien parecido. Y el techo de burbuja que construí en el 54 —lo conocían todo. Y todo este tiempo nosotros pensamos que nos despreciaban».

Aún hoy —aunque tratan con estrellas de cine, fabricantes de autos y todo tipo de gente del exterior— Barris y los otros parecen sentirse psicológicamente pertenecientes al submundo adolescente en que crecieron. Todo ese tiempo ellos llevaron la antorcha del Aerodinamismo. Eran los nuevos diseñadores barrocos de los Estados Unidos —y, extrañamente, los diseñadores «serios» anglo-europeos, están volviendo a esa onda. Tomemos, por ejemplo, a Saarinen en el diseño del terminal de la T.W.A. en el aeropuerto Kennedy.

Es interesante notar que los pichicateadores, al igual que los aficionados al automóvil deportivo, han buscado liberarse de la mayor cantidad posible de cromos —aunque ambos grupos por diferentes motivos. El aficionado al automóvil deportivo considera que el cromo interfiere con el aspecto «clásico» de su vehículo. En otras palabras, quiere simplificar la cosa. El pichicateador piensa que el cromado interfiere con otra cosa— con el exuberante aerodinamismo barroco. Los deportivos se ríen de las aletas. Los pichicateadores las aman y éstas, vistas desde el patrón estético barroco, no son después de todo tan vulgares. Son, digamos, una inspiración, una maravillosa y fantástica extensión de la línea curva, y como de todos modos el automóvil norteamericano es medio fantástico, siendo una extensión barroca del ego, las aletas son bastante defendibles.

Volviendo a la Isla de Pascua. Aquí estaban Barris y los otros con sus sopletes y martillos de jebe creando su escultura barroca, aislados del mundo y promovidos únicamente por las redes del universo quinceañero. Barris lograba ingresos considerables, pero otros se estaban muriendo de hambre. La historia era siempre la misma: un tipo instalaba un taller de planchado y aceptaba suficientes reparaciones como para pagar el alquiler, lo cual le permitía encerrarse allí a las 2 de la mañana para hacer algo de pichicateo, y al poco tiempo el tipo no podía dedicarse ni siquiera a las reparaciones. Tratar con esos viejos hijos de perra esclerosados te quita todo el tiempo, y entonces tratan de ganarse la vida haciendo exclusivamente trabajo de pichicateo, y se mueren de hambre.

Hoy la situación sigue igual, sólo que el pichicateo de autos ha empezado a ser racionalizado, en el sentido que da Max Weber a esa palabra. Esta racionalización, o explotación eficiente, empezó en los últimos años de la década del cuarenta, cuando Robert Petersen, un guionista de 80 $ a la semana, descubrió a estos muchachos que gastaban dinero en los autos del mundillo que se habían creado, se decidió a explotar ese mundo con «Hot Rod Magazine» que pegó de inmediato y generó cantidad de revistas sobre los diversos aspectos del pichicateo. De paso sea dicho, hoy Petersen está lleno de plata y maneja Maseratis y otros autos deportivos apolíneos, jamás las máquinas dionisíacas pichicateadas. Lo cual es una verdadera lástima, porque él cuenta con dinero suficiente como para encargar una maravilla.

Hasta ese momento la sola exhibición de autos pichicateados era un acontecimiento delirante que Barris organizaba al margen de los promotores de cuarenta y dos años y corbata con nudo Windsor, que se especializan en producciones de bajo costo. Esta exhibición automovilística era exclusiva del submundo adolescente, sin ningún tipo de prensa o propaganda. Se realizaba cada primavera —durante las vacaciones de Pascua— cuando los muchachos se reunían en la playa de Balboa, como lo siguen haciendo, para sus ritos de cerveza y fasching, o como lo llamen los alemanes. Barris alquilaba el estacionamiento de una gasolinera por una semana, y de toda California llegaban los muchachos con sus autos pichicateados. La cosa empezaba con un desfile; unos ciento cincuenta autos recorrían las calles de Balboa y los muchachos se alineaban sobre las veredas para contemplarlos; luego volvían al estacionamiento y permanecían en exhibición el resto de la semana.

Barris sigue acudiendo a Balboa y lugares parecidos. Le gusta el ambiente. El año pasado en Pacific Ocean Park vio a todas aquellas chicas y se le ocurrió rociar esos inmensos peinados con acuarelas fluorescentes de los mismos colores que utiliza sobre sus autos. Barris tomó su compresora, las muchachas formaron cola, y, por cincuenta centavos el peinado, pasó la tarde aplicando extrañas y brillantes combinaciones de color hasta que se le agotaron las acuarelas. Las muchachas se alejaban brincando y gritando hacia las veredas y las playas. Barris me dijo: «Aquella noche fue formidable elevarse en la Burbuja y contemplar todos esos coores fluorescentes. Los muchachos bailaban y corrían por todo el lugar».

La Burbuja es un juego mecánico que da un paseo sobre el mar. Se supone que es un satélite en órbita.

«Aunque los paracaidistas que descendían en caída libre tuvieron la mejor vista».

En 1948 Petersen organizó en el arsenal de Los Angeles su primera exhibición de autos pichicateados, y esto difundió un poco el pichicateo. Uno de los éxitos de la exposición fue un delirante Buick pichicateado por Barris, quien también había comenzado su ascenso.

En los años cincuenta mucha gente de Hollywood descubrió a Barris y a los pichicateadores. Fue algo parecido a los literatos descubriendo a Tony Sarg, el titiritero, en los treintas, y deificándolo como artista y productor de status, aunque en este caso la relación Hollywood-Barris tuvo mucho más sentido. Hollywood está lleno de dionisíacos que se sienten incómodos y extranjeros ante el ethos anglo-europeo. Son un poco lentos en distinguir zapatillas de alpargatas, pero aprecian los lentes ahumados cubanos.

En su vitrina de Kustom City, ubicada más allá del carro de aire XPAK-400, Barris tiene un rincón empapelado con fotografías de los autos que ha pichicateado o hecho a mano para gente de Hollywood: Harry Karl, Jayne Mansfield, Elvis Presley, Liberace, inclusive celebridades como Barry Goldwater (un Jaguar con muchos marcadores tipo avión sobre el tablero), y muchas otras. En realidad él ha construido gran parte de los exóticos automóviles que la gente del mundo del espectáculo utiliza con fines publicitarios. Él aplicó el «polvillo de diamante» al Auto-Sueño de Bobby Darin, que fue diseñado y construido en Detroit por Andy Didia. De paso sea dicho, ese auto es un gran ejemplo de aerodinámico barroco. Fue muy atacado cuando aparecieron las primeras fotos, sobre todo porque parecía otro esfuerzo de Darin por imponer su ego al mundo. Pero como escultura barroca moderna —una vez más, considerando el cociente de imaginación que tienen los autos normales— no está nada mal.

A medida que fue prendiendo la idea de exhibir autos pichicateados, y hoy existen varias exposiciones importantes, como la del Coliseum de Columbus Circle el año pasado, empezó un boom cultural similar al de otros artes. Los grandes nombres, Barris y Roth, pero también Starbird, empezaron a hacer mucho dinero con el mismo recurso que ha enriquecido a Picasso: las reproducciones. Las creaciones de Barris son reproducidas por AMT Models como miniaturas. Las de Roth son reproducidas por Revel. La forma en que la gente ha aceptado estas réplicas vuelve a probar que ya no estamos frente a un auto, sino frente a un objeto diseñado, un objeto, como se dice.

Claro que se trata de una forma artística saneada, como la pintura al óleo o la escultura moderna convencional. Trae consigo un enorme bagaje mental, artesanía mecánica, las connotaciones de la velocidad y el poder, y la ya mencionada mística que el submundo adolescente aporta al automóvil. Lo que tenemos aquí es algo como la escultura en tiempos de Benvenuto Cellini, cuando ésta estaba más relacionada con la religión y la arquitectura. También es Renacentista en muchos otros sentidos. Por ejemplo el taller de Barris ha recibido a jóvenes pichicateadores que llegaron como aprendices al taller del maestro. Barris dijo que en este momento había en Los Angeles once tipos jóvenes que trabajaron para él y que luego se instalaron por cuenta propia, actitud que él jamás les ha reprochado.

«Pero aceptan demasiados trabajos», me dijo. «Quieren hacerse de un nombre rápido y aceptan mucho trabajo por el que no cobran casi nada; y esto para hacerse un nombre. Generalmente no tienen el capital necesario y aceptan demasiados trabajos, y cuando no pueden cumplir llegan a la bancarrota».

La cosa también tiene otro aspecto. Está el muchacho de un pueblito del Medio Oeste que es como el muchacho de Keokuk que quiere ir a Nueva York para vivir en el Village, convertirse en artista y todas esas cosas —cosas como que el pueblo es irremediablemente pacato; y eso incluye al hogar y todo lo que acompaña. Sólo que el muchacho del Medio Oeste que quiere ser un artista del pichicateo va a Los Angeles. Allí hace más o menos lo mismo. Vive una especie de bohemia de suburbio, asume trabajos ocasionales y pasa el resto del tiempo a los pies de alguien como Barris trabajando en autos.

Donde Barris conocí a un muchacho de éstos. Ibamos por su taller, de vuelta a interiores —interiores de autos—, y encontramos a Ronny Camp. Ronny tiene veintidós años, pero su actitud adolescente lo hace representar unos dieciocho. En realidad Ronny es un muchacho despierto y sensible, con talento artístico; pero a primera vista parece estar siempre con los pies sobre una mesa, o algo por el estilo, de forma que éstos no permitan el paso, así que hay que apartarlos de un golpe; y luego Ronny retuerce la boca, retrae los ojos y lo mira a uno con una especie de mueca colgante roja. Pero ésa fue mi errónea primera impresión.

Ronny era un fanático del automóvil y en su pueblo natal, Lafayette en Indiana, nadie sabía nada sobre pichicateo. Y un buen día Ronny empaca y le dice a sus viejos, Hasta aquí, parto a territorios onda, Los Angeles, donde un artista del pichicateo es un artista. No sabía dónde iba, sólo que debía llegar al taller de Barris y comenzar de allí. Y parte en su Chevrolet 1960.

Ronny consiguió un empleo en una estación de gasolina y todos sus ingresos eran para pichicatear el auto donde Barris. Mientras hablábamos, su auto estaba frente a nosotros y yo era muy consciente de ello pues el joven no me dirigía la mirada. En ningún momento quitó los ojos del automóvil. Era lo que se llama un semi-pichicateado. Está a medio camino de ser una escultura, aunque le han sido añadidos muchos detalles aerodinámicos. Lo que más salta a la vista es el color —caramelo de ron. La pintura —uno de los brebajes Kandy Kolor de Barris— da al auto la apariencia de estar enchapado en media pulgada de laca transparente. A principios de siglo tuvimos algunos estudios, académicos y abstrusos, sobre el color y su simbolismo, y los teóricos llegaron a la conclusión de que la preferencia por ciertos colores estaba estrechamente vinculada a la rebeldía; estos colores son los que prefieren estos muchachos —morado, amarillo carnal, diversos tonos de violeta, lavanda, fucsia y muchos otros Kandy Kolors.

Tras arreglar su auto, Ronny hizo un triunfal retorno al hogar. Ganó el trofeo de su clase en la exposición nacional de autos pichicateados de Indianápolis y volvió a Lafayette, Indiana, recorriendo la calle principal con su Chevrolet caramelo de ron 1960. Era como Ezra Pound volviendo a Hamilton, Nueva York, con su placa del premio Bollingen y diciendo, Aquí estoy, Hamilton, Nueva York. Por la forma en que Ronny y Barris lo cuentan, el retorno fue un gran éxito —todos los muchachos consideraron que Ronny estaba bien, después de todo, y en su hogar todo fue causar sensación. Quiero decir que no imagino a Ronny triunfando con un Chevrolet caramelo de ron. Pero me place especular sobre sus padres. En realidad no sé nada acerca de ellos. Todo lo que sé es que yo hubiera quedado enfermo de ver a Ronny llegando a mi puerta con su auto color caramelo de ron, tan henchido de triunfo que nadie lo consideraría como el muchacho de la mueca colgante roja —Ronny, volviendo desde California con su graal.

Hacia 1957 Barris empezó a recibir noticias de los fabricantes de Detroit.

«Un día», dijo, «estaba trabajaado en el taller —entonces estábamos en Lynwood— y entró Chuck Jordán de la Cadillac. Pensé que se estaba refiriendo a la distribuidora local. Habíamos hecho un Cadillac para Liberace y el interior iba decorado con las notas de sus canciones en negro sobre cuero marroquí blanco, y pensé que pensaban hablarme sobre eso. Pero me dijo que venía del centro de diseño Cadillac en Detroit y que estaban interesados en mis colores. Chuck —creo que le va bien en la Cadillac— dijo que había leído algunos artículos sobre mis colores y entonces mezclé unas muestras para él. Utilizando seis ingredientes distintos, yo había desarrollado una pintura traslúcida con mucho brillo y mucha profundidad. Eso era lo que les interesaba. Con esta pintura uno ve el color, que es muy brillante, a través de una superficie transparente. Bueno, la cosa es que fue la primera vez que nos enteramos de que ellos sabían de nuestra existencia».

Desde entonces Barris ha hecho muchos viajes a Detroit. Los fabricantes, sobre todo Ford y G. M., le piden ideas sobre los nuevos gustos de la juventud. Él les comenta los defectos de sus automóviles, sobre todo su falta de sexy y aerodinamismo.

«Pero, como me dijeron, ellos tienen que diseñar un auto que guste simultáneamente al hacendado de Kansas y a la libélula de Hollywood».

Es por esto —inevitable componenda— que los pichicateadores no sueñan con trabajar como diseñadores para las compañías de Detroit, aunque sus vínculos son cada vez más fuertes. Es como si René Magritte o alguien así entrara a la plantilla de la Continental Can para darles ideas sobre el hombre occidental. Claro que ésta es una vieja historia en el mundo del arte, el genio vs. la organización. Pero los pichicateadores no ven al burócrata de las corporaciones con los mismos ojos que el artista convencional; sea éste William Gropper o Larry Rivers, ellos no lo ven como un diminuto Babbitt, ven al enemigo de la cultura, etc. Para los pichicateadores las grandes compañías no son sino parte de la gran masa de los Estados Unidos adultos, esclerosados por los años o la vejez, cuyas reglas e ideas aplastan a la juventud como una basta bolsa hinchada. Barris y Roth han conocido a los Jóvenes Diseñadores de Detroit, y parecen considerarlos monjes de otro país. Los Jóvenes Diseñadores son reclutados por Detroit en las escuelas de arte y luego conducidos a una sala, con arcilla e instrumentos de modelar, donde se les da la partida —y empiezan a modelar miniaturas, soñar autos, nuevas ideas. Roth no concibe que alguien no surgido del submundo adolescente pueda crear un concepto válido sobre el automóvil. Tal vez tenga razón. Mientras los Jóvenes Diseñadores modelan pequeños bólidos mondrianescos en sus estudios con luz del norte, Barris y Roth llevan adelante la dionisíaca voluta del barroco moderno aerodinámico.

He mencionado a Ed Roth varias veces en el texto sin decir nada sobre él. Y quiero hacerlo, porque él, más que nadie, ha mantenido vivo el espíritu marginal y rebelde, tan importante para el ethos adolescente del que surgió el pichicateo. Además es el más pintoresco, el más intelectual y el más arbitrario. También el más cínico. Es el Salvador Dalí del movimiento —surrealista en sus diseños, teatral en su temperamento, bromista. En realidad Roth es demasiado brillante para quedarse dentro del ethos, pero se mantiene en su interior con un espíritu de lujosa obstinación. Cualquier estilo de vida llevado a las últimas consecuencias terminará produciendo sus celebridades, pero en el Este lo más probable es que el tipo de talento acabe, de una forma u otra, sus días en el Establishment. En California esto no es tan inevitable.

Se me había dicho que Roth era un tipo hosco, que nunca se bañaba y con el cual era difícil llevarse; pero desde la primera vez que le hablé, por teléfono, demostró ser un tipo tratable y muy coherente. Su estudio —y aclaro que él sí lo llama estudio— se encuentra en Maywood, en el extremo opuesto de North Hollywood y en un barrio mucho más viejo y desvencijado. Cuando llegué, Roth estaba frente a su estudio ejecutando complicados dibujos y letras con una pistola de aire sobre un camión de helados. Por las fotos que había visto me di cuenta que era Roth; tenía una barba tipo beatnick. «¿Ed Roth?», dije. Ajá, me dijo, y empezamos a hablar y, etc. Un poco más tarde, sentados comiendo un par de sandwiches, Roth, que llevaba una camiseta de manga corta, señaló el inmenso tatuaje de su brazo izquierdo que dice «Roth» en el mismo estilo curvilíneo de su firma. «Me lo hice hace un par de años porque los tipos venían todo el tiempo a preguntarme: “¿Tú eres Ed Roth?”».

Roth es un tipo grande y fuerte, de seis pies cuatro pulgadas de alto, doscientas setenta libras, treinta y un años. Tiene una especie de adjunto llamado Dirty Doug, un tipo flaquito que llegó de ninguna parte, un poco como Ronny Camp donde Barris. Dirty Doug se gana la vida barriendo en una siderúrgica, pero obviamente su verdadera vida es la que lleva en el estudio de Roth. Roth parece sentir mucha simpatía por el síndrome Ronny Camp-Dirty Doug y lo mantiene a su alrededor como un adorno permanente. Aceptando un pedido de Roth, Dirty Doug se ha deshecho de su apellido, Kinney, y se llama a sí mismo Dirty Doug [13] —no Doug a secas. La relación que existe entre Roth y Dirty Doug —algo como el Quijote y Sancho Panza, Holmes y Watson, El Llanero Solitario y Tonto, Raffles y Bunny— es parte del folklore de los pichicateadores. Ha llegado hasta las tiras cómicas sobre pichicateo, que son en sí mismas un fenómeno interesante. En este folklore, la figura de Dirty Doug representa a todo muchacho marginado por el mundo exterior, ante el cual Roth es un Robin Hood o gigante protector y comprensivo, aunque un poco bromista —un gigante bueno-malo que no pertenece al Establishment.

Un sábado por la tarde estaba yo donde Roth cuando llegó Dirty Doug en uno de sus dos Cadillacs quejándose de un nuevo rechazo. La policía acababa de sacarlo de Newport. Tiene dos Cadillacs, dijo, porque uno de ellos siempre está en el taller. Los autos de Dirty Doug, como los de la mayoría de los pichicateadores, siempre están en proceso de llegar a ser. Lo que llevó a su expulsión de Newport fue la capa de pintura «base» que llevaba su Cadillac en ese momento. «Basta que los polis vean pintura así para que uno se convierta en “uno de esos pichicateadores”», dijo. «Me siguieron por la calle entregándome una papeleta de infracción cada veinticinco pies. Pensaba quedarme todo el fin de semana, pero volví».

En las exhibiciones los muchachos preguntan a Roth, «¿Dónde está Dirty Doug?», y si por algún motivo Dirty Doug no puede acudir, entonces Roth recluta a cualquier muchacho que conozca el juego y lo erige en Dirty Doug para felicidad de los admiradores.

Así Roth protege la imagen de Dirty Doug aun cuando éste se encuentra ausente, y creo que éste es un aspecto muy importante de la mitología. La cosa es que Roth no transige con la National Hot Rod Association que, por razones propias que no necesariamente son las de los muchachos, quiere asimilar el ethos pichicateador a los Estados Unidos convencionales. Quiere que todos los muchachos terminen pareciendo candidatos al Cuerpo de Paz o algo por el estilo.

El meollo de la discordia entre la NHRA Institutional y Ed Roth puede ilustrarse con la actitud que cada uno tiene frente a la competencia en la vía pública. La Institución busca eliminar completamente esta práctica y restringir las competencias a las pistas; la NHRA difunde estas ideas, alienta a los clubs de pichicateadores a las buenas acciones: ayudar a ancianas cuyo auto se ha atascado en la nieve y luego entregarles una tarjeta que diga: «Usted acaba de ser auxiliada por un socio del Club de Pichicateadores Perno Azul, una asociación de entusiastas del automóvil dedicados a promover la seguridad en las autopistas».

La divisa de Roth es: «Diablos, si un tipo quiere quemar llanta, déjenlo quemar llanta».

Los diseños de Roth son completamente barrocos. Su carro de aire —el Rotar— no es de un diseño tan bueno como el de Barris, pero su beatnik Bandit es uno de los objetos importantes del pichicateo. Es un tour de force muy Rabelaisiano —una versión siglo veintiuno del Ford 1932. Y el nuevo auto de Roth, el Mysterion, sobre el cual estaba trabajando cuando fui a verlo, es otro tour de force, esta vez la innovación más candente del pichicateo: el diseño asimétrico. Supongo que el diseño asimétrico parte de que el chófer se sienta a un lado, no en medio, lo cual ya desde un principio da al auto un motivo excéntrico. En el Mysterion de Roth —un coupé con techo de burbuja y dos motores Thunderbird de 406 caballos de fuerza— un grueso brazo de metal se eleva hacia la izquierda desde la altura del parachoques, como del seis al tres de un dial, y sobre el brazo hay una forma elíptica que aloja tres faros. El lado derecho no tiene ningún faro; sólo una pequeña luz para orientar al auto que viene en sentido contrario. Balanceando aquel brazo sale otro de la parte trasera derecha de la burbuja, como del nueve al doce en un dial, y que también traza un arco esférico, si es posible visualizar todo esto. La cosa es que este auto hace progresar un paso el aerodinamismo, la curva abstracta y el curvilíneo barroco, y no me extrañaría verlo inspirando a los futuros productos de Detroit.

Roth es un diseñador brillante, pero como dije, su conducta y su actitud tienden a diluir el Halo que el Establishment trata de imponer al gremio. Por lo pronto Roth, un bohemio consecuente, insistía en presentarse a las exposiciones en camiseta. Así, por ejemplo, se vistió para la Gran Exposición Nacional del Coliseum de Nueva York. A pesar de tener mucho dinero y poder viajar en primera clase, Roth insiste en dormir en un auto o en una camioneta. Las cosas se agravaron este año cuando Roth fue a Terre Haute, Indiana, para una exposición. Por la noche, Roth metía su auto en un campo de maíz, se tumbaba sobre el asiento delantero con los pies asomando por una ventana y se dormía. Una mañana pasó un tipo por allí, lo vio, le tomó una fotografía durmiendo y la envió a la compañía de miniaturas pichicateadas con la que trabaja Roth, Revel, con una nota: «Estimados Señores: Adjunto les envío una fotografía del hombre al que vuestras cajas describen como el Rey de los Pichicateadores». Por la forma en que lo cuenta Roth, debió ser una cámara extraordinaria, ya que, como él mismo dice con orgullo, «había unas moscas paseando alrededor de mis pies y todas aparecían en la fotografía».

Revel le pidió a Roth que se arreglara un poquito por eso de la imagen y todas esas cosas, entonces Roth empezó una especie de juego a la inversa. Se compró un frac, un sombrero de seda, una camisa de gala, gemelos, todo el equipo, por unos 215 $, y también un monóculo, que completa su nuevo uniforme de asistir a las exposiciones. «Me inclino y beso las manos de todas las muchachas», me dijo. «A los tipos no les gusta nada, ¿pero qué pueden decir? Me estoy comportando como un perfecto caballero».

Para mantenerse dentro del circuito de las exposiciones, donde recibe de 1000 $ a 2000 $ por presentación —ya que es una atracción de ese calibre—, Roth crea y construye un auto nuevo al año. Este es también el sistema de Dalí. Generalmente produce al año un inmenso y (si ello es aún posible) chocante cuadro, lo embarca a Nueva York donde es instalado donde Carstairs o en un salón alquilado, si el cuadro es demasiado grande, se instala en el St. Regis y se presenta por televisión con un cuerno de rinoceronte sobre la frente. El auto nuevo que Roth presenta cada año también le sirve para mantener rodando su negocio de las miniaturas. Pero la mayor parte de los ingresos actuales de Roth proviene de las camisetas Weirdo y Monster. Roth es muy bueno con la pistola de aire —tiene un trazo muy seguro— y en una exposición le vino la idea de dibujar algo grotesco, a la pistola de aire, sobre la camiseta de un muchacho; allí empezaron las camisetas Weirdo. La típica camiseta Weirdo está dentro de una línea que podemos denominar Bosch tipo revista «Mad» (siendo el dibujo muy bien trazado para un tema tan grotesco) que puede ser un tipo que se parece a Frankenstein con una gran quijada rectangular, con la diferencia de que éste lleva una sonrisa desquiciada, se encuentra al timón de un auto pichicateado y generalmente tiene la mano derecha sobre un objeto redondo que flota en el aire unido al tablero por un cable. Resulta que esto último es la palanca de cambios. A mí no me parece una palanca de cambios, pero todos los muchachos la reconocen inmediatamente.

«Los muchachos aman las carreras», me dijo Roth. «Quiero decir que realmente las aman. Y lo que más aman es pasar de primera a segunda. En esos instantes llegan a sentir las r.p.m. Pueden hacer cambios casi sin tocar el embrague».

Generalmente estas camisetas llevan un texto en letras grandes, y casi siempre es algo rebelde o por lo menos alienado, algo como «LA MADRE SE EQUIVOCA» o «NACIDO PARA PERDER».

«Todo quinceañero está en contra de la autoridad de los adultos», me dijo Roth. «Estas camisetas son como tatuajes, sólo que son tatuajes que pueden ser retirados a voluntad».

Supongo que Roth no contempla su propia infancia con gran afecto. Por lo visto su padre era muy estricto y jamás se preocupó por los intereses creativos de Roth que, al igual que los de Barris, estaban en función del automóvil.

«Hay que tener mucho cuidado al educar a un muchacho», me repitió Roth en varias ocasiones. «Hay que pasar tiempo con él. Si está trabajando en algo o construyendo algo, hay que trabajar con él». La trayectoria inicial de Roth fue casi idéntica a la de Barris, los autos pichicateados, los drive-ins, las carreras en la vía pública, la universidad (East Los Angeles Júnior College y UCLA), curso de diseño mecánico, el Ford 32 modificado (uno de los favoritos de los jóvenes), pintura morada, finalmente el taller de pichicateo, un compartimento de los diez que habían allí.

«Me echaron», dijo Roth, «por pintar una lata de Cerveza Lucky sobre la pared con mi pistola de aire. Era una perfecta lata de Cerveza Lucky con sus detalles, sus brillos, los sellos, las letritas, todo. No sé por qué esta lata de cerveza realmente preocupaba al dueño del local. ¡Una lata de Cerveza Lucky en su pared!».

El Establishment no puede soportar este aspecto de Roth, como ningún Establishment podría soportar a los dadaístas durante mucho tiempo. A los beatniks antes que a los dadaístas. El truco siempre ha sido absorberlos de alguna manera. Hasta ahora Roth se ha resistido a la absorción.

«Eramos los verdaderos gangsters del pichicateo», dijo Roth. «Nos repiten que tenemos una actitud negativa. Nuestra actitud es diferente y eso nos hace negativos».

Sin embargo, en varias ocasiones Roth se reía a solas como quien se acuerda de sus maldades, probablemente alguna broma pesada, como la de la Cerveza Lucky, y exclamó «soy un tipo de mierda».

Roth me señaló, creo que con agudeza, que los muchachos manejan un vocabulario revelador. «Podrido», «malo» y «duro», son palabras utilizadas de un modo muy irónico. A menudo un auto pichicateado, especialmente barroco y refinado, es llamado un «gran Merc maloso» (de Mercury), o algo por el estilo. En este caso, «maloso» significa «bueno», aunque conserva algo del significado de «malo». Los muchachos saben que a los adultos, como sus propios padres, el auto les parecerá siniestro y una especie de ataque a su estilo de vida. Lo cual es. Lo que los padres no aceptan es la rebelión —«mal» que para los muchachos significa «bien».

Roth dijo que Detroit está comenzando a comprender que grandes cantidades de estos muchachos malosos están creciendo en los Estados Unidos. «Y quieren un auto mejor. No quieren un auto para viejos».

La experiencia de Roth con los fabricantes de automóviles es similar a la de Barris. Se le invitó a Detroit, se le agasajó y ofreció un trabajo como diseñador y asesor. Pero él nunca tomó la cosa en serio.

«Conocí a muchos de los Jóvenes Diseñadores», dijo Roth. «Eran tipos simpáticos con muchos conocimientos sobre diseño, pero ninguno de ellos había construido un auto. Se pasan el día trabajando con la arcilla».

Pienso que aquí hubo más que el desprecio del artífice por el diseñador que no llega a realizar la obra, como algunos escultores contemporáneos que nunca han empuñado un cincel o vaciado un molde. Creo que el verdadero problema es que los Jóvenes Diseñadores de Detroit habían llegado al automóvil a través de la escuela de arte y el abstracto mundo del diseño —en lugar de haber llegado vía la mística adolescente del automóvil y el ethos del quinceañero rebelde. Este sentimiento de pertenencia a un grupo es muy importante para Roth y también, si nos ponemos en el caso, para Barris; y esto se debe a que fue sólo por la existencia de este grupo —y este estilo de vida— que se desarrolló el pichicateo de automóviles.

Con la Caravana de Autos Pichicateados dando vueltas por el país —ya ha alcanzado la Tierra de la Libertad— los fabricantes pueden estar a punto de convertir el carisma en rutina, como decía Max Weber, es decir de convertirlo todo en una amable y segura, glamorosa, vinílica y vendible bola de polietileno. Probablemente ya esté sucediendo. Los pichicateadores terminarán como esos pobres idiotas de Haití, los artistas, quienes recibieron demasiado y demasiado pronto de Selden Rodman y de otros folklorólogos que hablaban acerca del genio primitivo; y ahora están en Haití tallando máscaras africanas en caoba —quiero decir que la primera máscara africana de Haití fue llevada allí por Selden Rodman.

Pienso que Roth presiente la posibilidad de que suceda algo parecido, aunque él será el último a quien le suceda, si es que le llega a suceder. No pude sino entretenerme con lo que me contó Roth acerca de su nueva casa. Habíamos estado hablando sobre sus ingresos y me dijo que sus entradas gravables habían sido de 6.200 $ en 1959, pero que este año podían llegar a ser de 15.000 $, tal vez más, y que estaba construyendo una casa en Newport para su esposa y sus cinco hijos; una casa cerca de la playa. Inmediatamente le pedí detalles esperando descubrir una pieza barroca de arquitectura aerodinámica.

«No, ésta va a ser la casa de mi esposa, tal como ella la quiere, nada exótico; ya me entiendes, a ella le gusta hacer todo eso del hogar». También le había regalado un enorme Cadillac blanco, cuyo único adorno era la firma «Roth» sobre los costados. Vi la cosa, es enorme, y en el asiento trasero estaban sus hijos, unos muchachitos lindos que dibujaban en unas libretas.

Pero creo que Roth se sintió un poco incómodo de haberme defraudado con lo de la casa, porque pasó a explicarme su idea de la casa perfecta que resultó ser una especie de parábola irónica:

«La casa tendría una gran sala cubierta por un domo, ya me entiendes. En medio de la sala, habría un gran televisor articulado para que pidiera verse desde cualquier punto. Y un inmenso sillón, ya me entiendes, de los que dan para noventa y tres posiciones distintas, que vibra y masajea la espalda y todo eso, y este sillón estará sobre rieles como una tornamesa de locomotoras.

»Se puede tomar un raíl para ir a la cocina, que está a un lado de la sala, y si se quiere se puede ir hasta allí de espaldas para seguir mirando la televisión; entretanto ya has apretado una cantidad de botones de modo que la comida ya se esté preparando y lo único que hay que hacer es sacarla del horno.

»Entonces uno rueda de vuelta a la sala, y si alguien toca el timbre no hay por qué moverse. Se aprieta un botón de la inmensa consola y la puerta principal se abre, y se le grita al tipo que pase sin dejar de mirar la televisión.

»Por la noche, cuando te quieres ir a dormir, tomas otro raíl que te conduce al dormitorio, que está al otro lado de la sala y te caes como quien dice del sillón a la cama. En el cielorraso, sobre la cama, hay otro aparato de TV y puedes verla toda la noche».

Por lo visto Roth es adicto a explayarse en historias como éstas conservando una seriedad ritual, y ésta me la contó sin inmutarse. Supongo que no parecí estar escuchando con demasiada seriedad, porque me dijo: «Ahora ya tengo un aparato de TV sobre mi cama —pregúntale a mi esposa».

Conocí a su esposa, pero no se lo pregunté. Lo extraño es que terminé considerando seriamente aquella historia. Para mí era una especie de parábola de los Chicos Malos y la Escultura Pichicateada. Los Chicos Malos se construyeron un mundillo y llegaron a algo bueno, entonces el Establishment, todo tipo de Establishment, empezó a infiltrarse con sus maniobras, sus robos y su hipnosis; y al final, sumido uno en una fuente vinílica de Petri, la única manera de decirle a la gente que se vaya al diablo es dibujar un enorme retrato de la idiotez, que además guste a toda esa gente. Después de todo, la casa-sueño de Roth no es sino su frac y su camisa de gala ampliados hasta constituir un universo. Aunque él tampoco está muy seguro de eso.