Tom O’Malley contemplaba su Guinness. Los últimos días no habían estado nada mal: la gente hablaba con él de buena gana, porque tenía algo que contar. Qué diferente era que la gente hablara con uno de buena gana.
Magnífica tonalidad. Si le preguntaran qué era lo que más le gustaba de la Guinness, lo primero que le vendría a la cabeza sería la tonalidad. Un negro que a menudo podía ser rojo oscuro o marrón. Una vez Tom había visto un caballo de un marrón así: marrón Guinness. Y encima ese blanco cremoso, como nata dulce. Irresistible. No obstante, los últimos días no le había hecho falta tanta. De pronto todo el mundo quería algo de él, pero él apenas lo recordaba. Sólo recordaba algo blando en el pie y un buen susto.
Qué raro que ahora, cuando ya casi nadie le preguntaba por ello, empezara a acordarse de nuevo. Cuánto tiempo había tardado en comprender que la pala lo atravesaba. ¡Lo atravesaba, nada menos! No era de extrañar que O’Malley estuviera de nuevo en el Mad Boar empinando el codo.
«Por lo menos no vi los ojos —pensaba—. Si no se ven los ojos, todo va bien».
Por tercera vez en su vida, Mopple miró fijamente al carnicero, desde muy cerca, y el carnicero le devolvió la mirada con aire amenazador. Esta vez sin cristal, sin niebla, tan sólo a través de un poco de humo. Decididamente, tres veces eran demasiadas. Mopple dio media vuelta y se dirigió hacia la rampa: lo de la justicia sonaba muy bien, pero el carnicero era el carnicero.
Othello se interpuso en su camino sin decir palabra.
—El carnicero —jadeó Mopple—. Nos va a matar. ¡A mí el primero!
Othello sacudió la cabeza.
—Es un espectador, y los espectadores no hacen nada. ¡Nunca!
Intranquilo, Mopple miró de reojo a los humanos. Othello parecía tener razón: el carnicero no se movía. Sólo sus manazas se abrían y se cerraban en torno a los brazos de la silla de ruedas. Mopple, con el corazón en un puño, volvió a colocarse al borde de la tarima, donde Maple y Othello esperaban para realizar su número, con Zora ya situada en el centro del improvisado escenario.
En primer lugar debía conseguir que los humanos entendieran de qué iba aquello: iba sobre George. Zora empezó por la última postura del pastor: se tumbó de costado y puso las patas tiesas.
Algunos aplaudieron, pero a decir verdad nadie pareció impresionado.
Miss Maple meneó la cabeza levemente: no habían entendido nada. Zora se levantó y probó de nuevo, esta vez con una escena de muerte bastante más teatral.
Mientras Zora doblegaba despacio las patas delanteras y balaba dramáticamente, Mopple escrutó al público. Así que sólo eran espectadores. En realidad no hacían nada, y lo que sucedía en sus mesas no carecía de interés. Había un montón de Guinness en vasos, comida humana en pequeños comederos y unos extraños platillos con ceniza. Mopple olisqueó la comida humana con nariz experta. La mayor parte olía a incomible, pero allí, en medio de la primera mesa, un hilillo de olor dulce y prometedor flotaba entre el humo. Mopple miró a Zora, que yacía de lado y sacudía las patas. Todavía faltaba mucho para su actuación.
Con cuidado, dio un paso hacia la rampa. Aquellos humanos no eran más que espectadores. Si ni siquiera el carnicero hacía nada, ¡cuan inofensivos debían de ser los demás! Mientras toda la atención se centraba en Zora, que justo entonces exhalaba su último suspiro, Mopple dejó el trapo en el borde del escenario, bajó a hurtadillas por la rampa y se plantó delante mismo de la mesa que olía tan bien.
Arriba, en el escenario, Zora volvió a levantarse. Esta vez tenían que haberlo entendido. A continuación le tocaba el turno al asesino.
Zora-George se pavoneó por la tarima-pradera con el paso largo y erguido del pastor, en los ojos una expresión de a-trabajar-animaluchos-perezosos. Luego alzó las orejas: tenía una idea. Zora-George dejó la tarima-caravana para ir a visitar a Maple-Beth, que se encontraba en el otro extremo del escenario, tranquila como un lobo, a la espera.
Ambas se saludaron. Maple-Beth puso cara de santurrona amabilidad y empujó con el morro a Zora-George con la nariz: quería inducir al pastor a algo, pero éste no quería y meneaba la cabeza con impaciencia. Luego Zora-George se puso a parpadear con aire divertido, como tantas veces hiciera el pastor. Entonces a Maple-Beth se le ocurrió una idea: baló cariñosa invitando a Zora-George a un refresco, y éste hundió inocentemente el morro en la invisible charca emponzoñada y bebió a placer.
Mientras lo hacía, observaba al público de soslayo. Los hombres miraban con cara de incomprensión; Ham era el único al que se le notaba cierta inquietud. ¿Habría descubierto el plan de Beth? Llegados a ese punto, el resto del pequeño rebaño emitió algunos balidos de advertencia que decían: «¡George, no lo hagas!». Pero era demasiado tarde: George ya había bebido del agua envenenada. Por tercera vez esa noche, Zora representó en el escenario una muerte espectacular.
Allí estaba: un trozo de pastel con un tenedor clavado. Mopple tenía buenas experiencias con los pasteles, pero no tanto con los tenedores. Vaciló. Y fue un error, ya que el hombre que había al otro lado del pastel lo vio.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Largo de aquí! ¡Fuera!
E hizo unos repentinos movimientos con la mano que, en circunstancias normales, habrían asustado a Mopple. «Eres un espectador», pensó el carnero, y estiró el pescuezo. El hombre apartó el trozo de pastel con un ademán asombrosamente ágil y lo sostuvo por encima de la cabeza, fuera del alcance de Mopple.
En ese mismo instante las patas de Zora-George se agitaron en el aire por última vez antes de quedar tendida en el suelo, inmóvil.
También en ese mismo instante, por vez primera desde hacía un buen rato, Tom O’Malley levantó la cabeza de su Guinness, vio una forma alargada de la que sobresalía verticalmente un objeto de metal, vio detrás una oveja (¿muerta?, ¿y no era aquélla la cabeza negra que había visto al borde del precipicio?), junto a ella un carnero negro con cuatro cuernos (¡las ovejas de George!), y su pie golpeó algo blando…
—¡George! —aulló Tom.
Bajo la mesa aulló también Cuchulainn, el viejo perro ovejero de Josh, al que Tom había dado un puntapié en la ijada sin querer.
El nombre de George permaneció suspendido en el aire mientras todos los sonidos iban cesando poco a poco. Algo cambió en el ambiente, como si una ráfaga helada hubiese irrumpido en el Mad Boar y apagado unas cuantas luces a su paso.
—Siéntate, Tom —le ordenó Josh con severidad en medio del silencio—. Estás borracho. Haz el favor de sentarte.
Pero Tom no tenía intención de sentarse. Señalaba el escenario.
—¡Las… ovejas! Eso es… Quieren decirnos algo sobre el asesinato.
—No tiene gracia —gruñó una segunda voz.
—Siéntate —repitió Josh.
Tom recorrió la sala con la vista, el semblante pálido y la nariz enrojecida.
—Que te sientes —insistió por tercera vez la perentoria voz de Josh—. Estás borracho.
Era verdad: Tom estaba borracho. Se dejó caer en el banco y le acarició la cabeza a Cuchulainn para consolarlo. Otra vez borracho. La sala se volvió borrosa, y eso que hacía unos segundos todo estaba más que claro. Las ovejas… aquello significaba algo, seguro; aunque probablemente sólo que él estaba borracho. Otra vez. Un caso perdido.
Para entonces, en el escenario ya había aparecido la muerte misma en forma de carnero negro. La verdad es que la actuación de Othello no era realmente necesaria: nadie que hubiese visto a Zora interpretar la muerte de George podía poner en duda que estaba muerta. Pero las tres ovejas habían insistido en que Othello las acompañara al Mad Boar: Othello conocía el mundo y el zoo, sin él no se habrían atrevido a ir.
Y ahora Othello y Maple-Beth acechaban el cadáver, ambos ávidos de hacerse con la pequeña alma humana de Zora-George. Luego Maple-Beth se cansó de esperar y arrastró a Zora-George hasta el extremo de la tarima-pradera. Era la única parte de su actuación que no parecía verosímil: para que Maple-Beth pudiese mover el cadáver, la propia Zora tenía que ayudarla empujando con fuerza con las patas (en los ensayos, llegadas a ese punto habían sido interrumpidas por gritos exaltados: «¡Está vivo! ¡Está vivo!»).
Pero George Glenn ya estaba muerto cuando las ovejas se preparaban para el gran final. Ya en el prado, Zora-George yacía sobre el lomo con rigidez. A falta de pala, Maple-Beth le clavó en el pecho una de sus pezuñas delanteras. Era un golpe de efecto impresionante que, durante los ensayos, había dejado a Zora unos cuantos moratones. La muerte en forma de carnero negro seguía rondando el cadáver con un centelleo demoníaco en los ojos.
Abajo, entre el público, Mopple renunció al pastel y volvió deprisa al escenario. De repente se alegraba de no habérselo comido: tenía una sensación extraña en el estómago, como si en su interior revolotearan mariposas. Su papel era importante. Ahora llegaba la tercera parte, la más complicada, de la representación: Beth. Consciente de su trascendencia, Mopple cogió el apestoso paño entre los dientes y se situó junto a Maple justo a tiempo.
Le habían estado dando muchas vueltas a la forma de representar con acierto al asesino. Al final a Mopple se le había ocurrido lo del olor. Claro está que ello suscitó discusiones, sobre todo entre Mopple y Maude, acerca del tamaño del alma, la cosa y la capacidad olfativa de los hombres, pero Mopple se impuso. «Después de todo, los humanos tienen nariz —afirmó—. Grande y en mitad de la cara. Algo olerán con ella. Y a Beth la olerá cualquiera que tenga nariz».
De modo que pusieron manos a la obra: en un trapo del cobertizo Maude percibió un débil olor ácido que se parecía bastante al de Beth. Para reforzarlo, lo dejaron toda la noche enterrado en tierra putrefacta, al día siguiente lo cubrieron de acederas mascadas (sir Ritchfield, en su condición de manso más viejo, acometió la dura tarea de mascar las acederas), y después envolvieron en él una musaraña recién muerta que encontró Heide. El resultado era impresionante. Por supuesto que no olía exactamente como Beth, pero la similitud bastó para que las ovejas la identificaran de forma inequívoca, así que para los hombres, con sus indiferenciados órganos olfativos, debía ser suficiente.
Mopple sacudió espectacularmente el trapo para esparcir nubes del olor acre y putrefacto del asesino por el local. Era la parte más complicada. Tenían el olor y tenían la cosa: una cadenilla con un reluciente colgante parecido al que llevaba Beth. Lo más realista habría sido que Miss Maple se la colgara del pescuezo: habían probado a hacerlo, pero la cadena desaparecía entre la densa lana de Maple y ya no había forma de verla. De modo que Maple-Beth cogió la cosa, que hasta ese momento había mantenido oculta en la boca, entre los dientes, y fue hasta el borde del escenario. Mopple permanecía pegado a ella con su apestoso trapo.
Abajo, entre el público, algo se movió. Se oyó una queda imprecación. Un ruido. Un vaso cayó al suelo.
El carnicero subió la rampa con gran estrépito, las ruedas de su silla reluciendo a la luz de los focos.
Una vez en el escenario vaciló un instante: sus ojos iban de Mopple a la cosa que Maple sostenía en la boca. Finalmente se abalanzó sobre Mopple, que no perdió ni un segundo: dio media vuelta y bajó a toda velocidad la rampa trasera, el trapo bien apretado entre los dientes. El carnicero le pisaba los talones: era asombroso lo deprisa que se movía con la silla de ruedas. Las otras ovejas contemplaban desde la tarima cómo el carnicero perseguía al carnero por la sala, pasillo abajo y pasillo arriba.
Ninguna oveja supo si lo que finalmente llevó a Mopple a meterse por un estrecho pasadizo entre dos filas de mesas fue pura desesperación o una genial ocurrencia. Como cabía esperar, el carnicero lo siguió ruidosamente. Sin embargo, ahora se demostraba que Mopple the Whale, a pesar de su gordura, era considerablemente más flaco que el carnicero con su silla. Mientras que Mopple recorrió el pasadizo sin contratiempos, Ham se quedó atascado a unas cuantas ovejas de distancia. Todo el mundo se preparó para oír un rosario de imprecaciones estremecedoras, pero el lisiado se limitó a mirar a Mopple, extrañado, y apoyó las manos en el regazo sin decir palabra.
Las rodillas temblorosas, el carnero triunfante regresó a la tarima, donde, entre las otras ovejas, se sintió más a salvo. El trapo lo había perdido en algún punto de la huida.
Miró a Othello, enfadado.
—Conque espectadores, ¿eh? —bufó—. ¡No hacen nada!
Othello puso cara de desconcierto.
Los habitantes de Glennkill y las ovejas de George Glenn se miraron en silencio. Nadie aplaudía. Mopple, que poco a poco empezaba a recobrar el valor, se sentía un tanto decepcionado: en su fuero interno esperaba el aplauso. Puede que incluso más, ya que mientras actuaba bajo la atenta mirada de los humanos, había comenzado a plantearse cómo sabría una Guinness.
Las ovejas pestañeaban a causa de la humareda del tabaco. El silencio empezaba a resultarles inquietante y Zora, intranquila, miraba a todas partes. El humo inundaba la sala como una niebla especialmente malvada, y entre esa niebla, en alguna parte, una fiera se disponía a saltar sobre ellas.
Pero no ocurrió así. El silencio se fue disipando: primero se oyeron voces aisladas en las últimas filas, donde se hallaban los turistas. Preguntas y risas suaves. Alguien se puso en pie y llevó a Ham a su sitio. Y pronto la sala entera zumbaba como una colmena: el momento de atención a las ovejas había terminado y la justicia no asomaba por ninguna parte.
El de las gafas, el mismo que llamara Satán a Othello, apareció de nuevo en la tarima. Las ovejas se alejaron de él por la rampa trasera y, una vez abajo, se agruparon para ver si ocurría algo decisivo.
—Un aplauso para Peggy, Polly, Samson y el negro Satán. Ellas nos han enseñado hoy que las ovejas también entienden de teatro moderno —afirmó el de las gafas.
El aplauso fue, en el mejor de los casos, poco entusiasta, pero las ovejas tuvieron la sensación de que iba dirigido principalmente al de las gafas, no a ellas.
—Damas y caballeros, acaban de ver actuar a las ovejas más talentosas e ingeniosas de Glennkill. Ahora todo depende de ustedes…
Al fondo, en el otro extremo de la sala, se movió algo: Beth avanzaba lentamente por el pasillo principal; en las manos sostenía, con cariño, como una oveja madre, el trapo que Mopple había perdido. Beth lo había desdoblado y, a pesar de la mugre, las ovejas distinguieron dos marcas rojas sobre un fondo blanco.
Beth iba derecha a la tarima, imperturbable, como si siguiera un olor secreto. Caminaba tan tranquila y erguida que daba gusto verla.
Se detuvo delante del escenario, y el de las gafas la miró, irritado, desde arriba.
—Discúlpeme —dijo Beth—, pero me gustaría decir algo.
—¿Y tiene que ser ahora? —le susurró él.
—Sí —respondió Beth.
El de las gafas se encogió de hombros.
—Damas y caballeros —dijo en voz alta—, interrumpimos esta emisión para insertar una cuña con fines benéficos.
Hizo un gesto de invitación con la mano, pero Beth no subió a la tarima. Se sentó en el borde y alisó con los dedos su falda y el pañuelo.
—George —dijo—, quiero contaros algo sobre George.
A partir de ese instante, en la sala no se oyó ni una mosca: Beth llevó a cabo sin esfuerzo el truco de llamar la atención que ni al de las gafas ni a las ovejas había acabado de salirles del todo. Y, además, sin ninguna muestra de habilidad: se limitó a sentarse en el borde del escenario y hablar. A veces balanceaba un poco las piernas, a veces pasaba los dedos lentamente por el pañuelo.
Por lo visto el pañuelo era importante para ella, aunque apestaba. Al principio no habló de George, sino sólo del pañuelo.
—Se lo regalé yo —contó—. Hace una eternidad. Una eternidad. Fue tan fácil… Me pasé una noche entera bordándolo. Sabía de antemano cómo sería exactamente. Y por la mañana tenía la sensación de poder flotar, hacerlo todo, decirlo todo. Era… —Beth titubeó, tal vez para recuperar la voz, que se le había vuelto más y más débil y corría peligro de extinguirse por completo— era agradable.
Se oyeron algunos murmullos.
—Luego llegó el momento de la verdad y no dije nada, tan sólo le puse el pañuelo en la mano, en silencio. Él me miró sin comprender, y yo no fui capaz de decir nada ni hacer nada. Nunca más. Hace un instante, al verlo de nuevo, me he dado cuenta de que ése es el delito de mi vida… no el otro.
Las ovejas advirtieron que un escalofrío nacía en la nuca de Beth, le recorría la columna y se instalaba en sus extremidades. La envolvente luz de los focos de pronto parecía muy fría.
—El pasado domingo, muy de noche, llamaron a la puerta. Yo aún estaba despierta, de modo que abrí, y allí estaba George. Me puse a contarle algo del Evangelio, como siempre que nos veíamos. Yo siempre hablaba del Evangelio. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Pero esa vez era distinto. «Beth», me dijo muy suavemente. «Déjalo, es importante». Me flaquearon las rodillas de la suavidad con que lo dijo, así que lo dejé, y él pasó al salón. Casi fue un poco como yo me lo imaginaba, aunque él pensaba en algo muy distinto, claro. «Quiero despedirme», me dijo. «Pues claro», le respondí sonriendo con valentía. Entonces me pareció valentía, pero ahora sé que fue un acto cobarde. «Pues claro, la llamada de Europa». «No», contestó él. «No de Europa». Lo entendí en el acto. Fue bonito que lo entendiera tan deprisa, aunque en realidad estaba desconcertada, claro. Luego me dijo por qué había ido a verme. Ya no recuerdo a ciencia cierta lo que pasó después. Sólo que le supliqué una y otra vez que lo olvidara. Pero era un cabezota. Siempre lo fue. —Sus finos dedos recorrieron las costuras del sucio pañuelo—. «Tenías tantas ganas de ir a Europa…», le dije. «Sí», repuso. «Y acabaré yendo algún día. Pero tengo miedo. No puedo. Es demasiado tarde».
Ahora Beth temblaba de tal modo que sus dedos ya no lograban seguir las costuras del pañuelo. Sus manos se unieron pidiendo ayuda, se entrelazaron y acariciaron como si tratasen de calmarse mutuamente.
—No fui capaz de infundirle ánimo, y luego incluso lo ayudé, como él quería. Cuando pensé que de lo contrario no lo enterrarían… —Su voz se perdió en un bosque y se detuvo un momento, temblorosa—. Yo habría ido con él, pero no quiso. «Dentro de una hora en el prado», me dijo. «Estaré listo». Y allá fui, bajo una lluvia torrencial. Ya estaba muerto. Si no puedo hacer esto por él, pensé, ¿de qué me vale?
Sonrió, los ojos húmedos, y las ovejas se quedaron sorprendidas. Pero, acto seguido, la sonrisa se desvaneció como la lluvia en la arena.
—Ay —suspiró—, fue un infierno. Y los días siguientes… Aquello fue un error, semejante pecado, y sin embargo… sin embargo…
—¿Por qué? —preguntó una voz ronca desde la primera fila, casi un susurro, pero claro e inteligible, en medio del tenso silencio.
Por vez primera desde que empezara a hablar, Beth levantó la cabeza.
—¿Por qué… así? —repitió Ham en voz todavía más baja.
Beth lo miró, irritada.
—No sé por qué. Tenía que ser la pala a toda costa. «Eso les dará que pensar», me dijo. No hubo forma de hacerle cambiar de opinión. Fue horrible.
Ham meneó la cabeza.
—La pala no… George.
—¿Tan difícil es de entender? —dijo Beth. De pronto parecía furiosa, herida… como una joven oveja madre que defiende a su primer cordero—. Aquella vez, cuando le di el pañuelo, a mí me pasó lo mismo. A veces la esperanza es tan grande que apenas se puede soportar. Tanto que el miedo es aún mayor. Había esperado demasiado para ir a Europa. Puede… puede que sencillamente ya no tuviera el valor de probar si de verdad lo conseguiría.
—Pero…
Beth no lo dejó hablar.
—¿Tan sorprendente es? ¿Acaso era yo la única que se había dado cuenta de lo solo que estaba, siempre a solas, únicamente él y sus ovejas? Claro que siempre se estaba riendo de mí, pero yo notaba cómo se iba alejando poco a poco de todo, cómo avanzaba hacia algo negro.
Las ovejas miraron a Othello, confundidas, y el manso puso cara de perplejidad.
Beth suspiró.
—¡Cuánto hace de eso! Hace siete años, cuando volví de África, la cosa estaba muy mal. No sé qué ocurrió entonces, ni quiero saberlo, pero desde ese momento dejó de entenderse con los hombres y con Dios. Al principio pensé que podría tener que ver conmigo, con mi ausencia, pero era… vanidad. ¡Qué no le diría! Pero no me escuchó. Y lo que siempre quise decirle no se lo dije. Ahora es muy fácil.
Era como si Beth y George hubiesen hablado de la muerte de George. Pero ¿cómo iba a saber George que estaba a punto de morir? ¿Y por qué no salió corriendo?
Lo que decía Beth no tenía sentido. Era una experiencia extraña para las ovejas: entendían las palabras, palabras sencillas, palabras como vida y esperanza y solo, pero apenas comprendían a qué se refería Beth con ellas.
Acabaron dándose por vencidas: resultaba agotador concentrarse en las palabras cuando no entendían el sentido. Al cabo de un rato la voz de Beth no era más que una melodía triste y queda para ellas.
Volvieron asombradas a la oscuridad, al rincón donde estaban las otras ovejas.
—Entonces, ¿quién es el asesino de George? —preguntó finalmente Mopple.
Nadie respondió.
Luego oyeron un bufido: Fosco estaba tras ellas. Los ojos le brillaban con demasiada intensidad y el aliento le olía raro.
—George —dijo Fosco.
Ninguna oveja reaccionó ante el extraño eco.
Después Zora preguntó despacio y con cautela:
—¿George es el asesino de George?
—Exacto —confirmó Fosco.
—Pero George está muerto —objetó Zora—. A George lo asesinaron.
—Eso es —contestó Fosco.
—¿George se asesinó a sí mismo?
—Eso es —dijo Fosco; de repente parecía muy impresionante y gris.
—Beth miente —baló Mopple, que había llevado aquel trapo apestoso durante el largo trayecto hasta el Mad Boar para esclarecer el asesinato de su pastor—. No quiere admitir que lo hizo ella.
Sin embargo, las ovejas podían oler que la misericordiosa Beth no mentía. Ni lo más mínimo.
—¿No es una locura? —inquirió Zora.
—No —negó Fosco—. Es suicidio.
Sui-ci-dio. Una palabra nueva. Una palabra que George ya no podría explicarles.
—A veces lo hacen… los humanos —aclaró Fosco—. Miran el mundo y deciden que ya no quieren seguir viviendo.
—Pero vivir y querer es lo mismo —baló Mopple.
—No —lo corrigió Fosco—. En el caso de los humanos a veces es distinto.
—No es que sea muy inteligente —apuntó Mopple.
—¿No? —repuso Fosco, en sus ojos un brillo como de luciérnagas tambaleantes—. ¿Cómo lo sabes? Yo llevo algunos años aquí, y si algo he aprendido es que no resulta fácil saber qué es inteligente y qué no.
Nadie lo contradijo. Las ovejas permanecieron un rato en silencio, intentando digerir lo que les había dicho Fosco. En la sala, Beth había dejado de hablar y los hombres balaban aturdidos todos a un tiempo.
Zora alzó la cabeza.
—¿Y el lobo? —quiso saber.
—El lobo está en el interior —replicó Fosco.
—¿Es como un abismo? —le preguntó Zora—. ¿Un abismo interior?
—Hum… como un abismo —confirmó Fosco.
Zora se paró a pensar. Precipitarse a un abismo… eso podía imaginárselo. Pero ¿precipitarse hacia el interior?
Sacudió la cabeza.
—Eso no va con las ovejas —dijo.
—No —contestó Fosco—. La verdad es que no va con las ovejas.
Miss Maple llevaba un rato sin decir palabra, la cabeza ladeada, cavilando. Ahora movía las orejas, confusa.
—Ha salido a la luz —aseguró finalmente—. Nos vamos a casa.
Las ovejas se despidieron de Fosco, que entendía las cosas oscuras y que año tras año era coronado, con razón, la oveja más lista de Glennkill. Echaron a andar hacia la puerta trasera que Fosco les había indicado. Primero Othello, luego Zora, detrás Maple y, por último, Mopple the Whale.
Justo cuando Mopple, aliviado, se disponía a salir al aire libre tras Maple, una mano carnosa se apoyó en la puerta y la cerró con suavidad ante sus narices.
Mopple quedó atrapado en la hedionda taberna.
Junto a él se encontraba el carnicero, el semblante pálido y los ojos entornados. Las ruedas de su silla apestaban a goma. Mopple miró desesperado a todas partes: esta vez no había salida. De puro miedo, se sentó en el frío suelo de piedra: había caído en la trampa.
—Tú —dijo el carnicero con voz peligrosamente baja—. Tú…
El carnero temblaba como la hierba al viento. Toda carne era como hierba.
La mano de Ham dibujó un torpe gesto en el aire, y Mopple se estremeció. Por un instante temió que la mano fuera a soltarse del brazo y abalanzarse sobre él. Pero Ham se limitó a saludarlo con la cabeza, casi respetuoso.
—Ahora lo entiendo —afirmó—. Ahora sé que me merecía esto. Debí darme cuenta de lo mal que estaba el pobre. Aparte de mí no tenía ningún amigo… y yo tampoco.
Mopple miró al carnicero con los ojos como platos: la garra que tenía delante de las narices se había convertido en un puño.
—Pero no lo hice —prosiguió el carnicero—. Aparté la vista con indiferencia. Y George se lo tomó a pecho.
El puño del carnicero tembló un poco y luego retrocedió con cuidado. Mopple se sentía mareado.
De repente la puerta volvió a abrirse ante sus narices.
El carnicero no dijo más, pero se quedó observando a Mopple con los ojos brillantes. Sus manos descansaban, blandas y exangües, en los muslos. El carnero tardó un rato en comprender qué esperaba el carnicero.
Salió aturdido al exterior: fuera había oscurecido, y un aire denso y aterciopelado, de un dulzor y una nitidez increíbles, le entró por la nariz.
El inspector Holmes contemplaba perplejo cómo en el escenario del concurso La Oveja Más Lista de Glennkill su caso se desentrañaba solo. De modo que suicidio. Y lo de la pala había sido la mujer canosa: nunca lo habría adivinado. Aunque después se le antojaba verosímil: un viejo solitario, excéntrico, con un matrimonio fracasado, la hija lejos. Lo habitual. Aunque era imposible entenderlo del todo.
Un leve carraspeo a su lado lo arrancó de sus pensamientos.
Junto a Holmes había un hombre vestido de oscuro. Discreto, ésa era la palabra. Uno de esos tipos a los que ni siquiera al cabo de cinco minutos es posible describir debidamente.
—Mi border collie se llama Murph —dijo el hombre.
—Ah —respondió Holmes—, me lo imaginaba. ¿Qué quiere usted ahora? Los he dejado en paz, como acordamos.
—De eso no cabe duda. Estamos realmente impresionados con su talento para no hacer nada.
—¿Qué opina de eso? —preguntó Holmes, señalando con la barbilla el escenario, donde la canosa acababa de dejar de hablar.
El hombre discreto se encogió de hombros.
—No nos concierne. Pero a usted tampoco le concierne mucho, ¿no es así? ¿No le gustaría tener un auténtico éxito policial? ¿Uno propio?
De pronto en la mesa había una cinta de vídeo, justo al lado de la Guinness de Holmes. La Guinness ya estaba medio vacía.
—Véala —le aconsejó el hombre—. Y lo sabrá todo sobre ese McCarthy. Podría ser bueno para su carrera.
Cuando Holmes acabó de guardarse la voluminosa cinta en el bolsillo del traje, el hombre ya había desaparecido. Bueno, ¿y qué? Tampoco habría respondido a ninguna pregunta. Holmes clavó la vista en la mesa, donde un posavasos de cartón prometía fama y grandeza gracias a la Guinness. Tenía una extraña sensación en la boca del estómago, y no tenía relación únicamente con el caso Glenn.
Tenía relación con su vida: con la comisaría y la certeza de que no quería volver allí.
Dejó la Guinness medio llena.