El inspector Holmes miraba frustrado su Guinness. En cualquier otro momento aquella visión lo habría animado, pero no allí. Una Guinness de trabajo, por así decirlo, echaba a perder la diversión. Precisamente allí, en Glennkill, un pueblucho dejado de la mano de Dios. Precisamente cuando se celebraba aquel estúpido concurso de ovejas, viéndose apretujado entre turistas y aldeanos de un humor festivo. El ambiente no le gustaba. La animación era estupenda y la gente estaba insufriblemente animada. Aunque tal vez sólo lo creyera así porque él no podía disfrutar de la diversión.
Nunca debería haber entrado en la policía. No con ese apellido suyo. En Galway tenían a un tal Watson y nunca lo dejaban en paz, pero en su caso… Las gracias eran lo de menos. Todos los casos desesperados acababan en su mesa con gracias incluidas. No era culpa suya que tuviera el peor porcentaje de éxitos del condado. Y sin visos de mejorar. No con asuntos como ése. George Glenn. Lo supo desde el principio: «Si no ha sido obra de la familia, no lo resolveré nunca». La familia era aquella pelirroja guapa y regordeta. Y tenía coartada, claro. Luego salió a la luz lo de la herencia. Él se proponía detener sin más a los herederos. «Mejor que no efectuar ninguna detención», pensó. Al fin y al cabo, después siempre podía soltarlos.
Pero ahora… Difícilmente podía detener a un rebaño de ovejas. Para ser sincero, no podía ni ver a esos animales. Y teniendo en cuenta que se celebraba aquel maldito concurso, era evidente que se encontraba en el lugar equivocado.
En medio del salón de fiestas del Mad Boar habían levantado una plataforma de madera a la que no se subía por ninguna escalera, sino por unas rampas. Todo para aquellos animaluchos. Detrás se encontraban los pastores con sus campeonas. Era difícil decir quién de ellos despedía un hedor más penetrante debido a la agitación. Tal vez los culpables fueran los turistas: algunos habían ido en bicicleta con la calorina estival, y eso se olía, claro está. A decir verdad, ¿qué se le había perdido a él allí? ¿Esperaba acaso que el asesino se presentara voluntario en plena borrachera? ¿Que las ovejas le proporcionaran la pista decisiva? Aunque lo cierto es que no quería volver al despacho a archivar casos sin resolver: no había más secreto que ése. Mejor investigar un poco más.
La cosa se había calmado. Un poco, al menos. Las ovejas seguían balando alegremente, por supuesto. No parecían muy listas. Un tipo flaco se subió a la plataforma. Si era el tabernero, no es que dijera mucho en favor de la comida del local. Él habría preferido comer donde el gordo de la silla de ruedas. ¿Acaso no formaban parte esos dos del grupo que encontró el cadáver? Sí. Baxter y Rackham.
Un muchacho discreto, ese Baxter, había pensado cuando lo interrogó. Sin embargo, ahora ya llevaba varios minutos hablándole al público: «San Patricio… Yeats y Swift… la tradición… la tradición… Glennkill se siente orgulloso de sus ovejas». ¡Patético! Y la Guinness se había terminado.
El tabernero flaco terminó por fin y dio comienzo el concurso: ahora el silencio era absoluto. Expectante. Hasta las ovejas habían dejado de balar.
En medio de aquel silencio llamaron a la puerta; un minuto antes no habría surtido ningún efecto, pero ahora todos los ojos se volvieron hacia ella. Qué absurdo, llamar a la puerta de un bar. Probablemente fuera parte del estúpido ceremonial. Pero nadie se movió. Llamaron de nuevo. Lo cierto es que sonaba más bien como si alguien golpeara la puerta con un objeto sólido. Nada.
Sólo a la tercera alguien se compadeció: una gran nariz. Con aquél también había hablado. El padre no-sé-qué: el párroco.
Este se dirigió a la puerta y la abrió con una clerical sonrisa que al punto se malogró: se quedó helada, se desfiguró y se tornó pasmo. El párroco miró horrorizado lo que tenía delante.
Cuando finalmente se abrió la puerta, las ovejas habrían preferido salir huyendo. Jamás habían imaginado que en el mundo hubiera tantos hombres: más que aquella vez en la pradera, más incluso que los que se reunieron bajo el tilo. Y aquella peste. Los olores de todos aquellos humanos se unían en un gigantesco olor común, grasiento y humoso, agrio, rancio y extraño. El hedor inundó su nariz como si fuese aceite, privándolas de la posibilidad de olfatear nada.
Además, un denso humo de tabaco envolvía como una bruma los rostros de quienes las observaban desde arriba. El acre humo las golpeó en plena cara y las hizo lagrimear. Tampoco podían fiarse ya de sus orejas: era como si un singular velo las tapase. En alguna parte sonaba música, amortiguada como por el follaje de un seto, y les llegaba ruido de pies bajo los bancos. Nada más.
Los numerosos hombres se quedaron mirándolas en silencio. Dios, que fue quien les abrió la puerta, retrocedió unos pasos con la boca abierta, se dejó caer en una silla y se llevó las manos al pecho. Othello abrió la marcha por el pasillito que quedaba entre las hileras de mesas, y las demás avanzaron pegadas a él. No por convicción —gustosamente se habrían largado deprisa y corriendo de aquel horrible antro—, sino porque fue lo único que se les ocurrió. En un principio todas deseaban presentarse al concurso, pero la mitad de ellas se había quedado en la pradera, ofendidas, cuando finalmente se decidió que sólo irían cuatro: Miss Maple, Mopple the Whale, Zora y Othello. Ahora el miedo había borrado el orgullo y la alegría iniciales de Mopple, Zora e incluso Maple. Othello era el manso para la ocasión y no tenían más remedio que dejarse guiar por él.
Y las guió con maestría: avanzó entre las mesas con la cabeza bien alta, sin el menor asomo de miedo. Lo seguía muy de cerca Zora, después Miss Maple y por último, rollizo y nervioso, Mopple, el trapo sujeto entre los dientes con resolución: aquel apestoso trapo era el accesorio más importante.
Más o menos por la mitad de la sala, un hombre gritó algo y se armó un cisco infernal: los hombres empezaron a dar palmadas rítmicamente, vociferar y bramar. Las ovejas se juntaron más aún, empujadas por Mopple, el cual, en su delicada posición de retaguardia, se sintió aterrado y se pegó a Miss Maple. La cabeza del carnero descansaba sobre las nalgas de Maple, y la de ésta en las de Zora, que iba pegada a Othello.
—¿Qué es eso? —musitó Zora, asustada.
—Un aplauso —explicó Othello, imperturbable—. Significa que les gusta.
—¿Este jaleo?
Pero Othello había reanudado la marcha, y a Zora y Maple las apremiaba Mopple. El palmoteo y los gritos no parecían cesar, y las siguieron por todo el local. Cuando el manso circunstancial finalmente llegó a la tarima, el clamor se hizo ensordecedor. El carnero negro se detuvo y se volvió hacia los humanos. Sobre la cuadrada tarima de madera las ovejas por fin volvían a tener algo de sitio. Sin embargo, de pronto se vieron bañadas por una luz cegadora. Mopple, Maple y Zora aprovecharon la ocasión para volver a dejar a Othello entre ellas y la horda humana: lo rodearon y se apiñaron detrás de él, hombro con hombro con hombro. El manso bajó tres veces la cabeza hasta el suelo, y el ruido subió de volumen.
—Que paren —rogó Mopple en un susurro ininteligible debido al trapo que tenía entre los dientes—. Haz que paren.
Pero Othello no hizo nada, permaneció allí sin más, contemplando tranquilamente aquel mar de cabezas humanas. Las otras ovejas miraban inquietas hacia todos los lados. En la parte posterior de la tarima había una segunda rampa que descendía hacia un rincón, donde se encontraban las demás ovejas y sus pastores. En comparación con el infierno que tenían delante, allí detrás todo parecía sosegado y apacible, oscuro y protegido. Querían bajar allí, pero Othello no daba muestras de moverse. Esperaba algo. Poco a poco el ruido disminuyó hasta extinguirse por completo.
Othello se levantó sobre las patas traseras.
Y el ruido volvió, más alto que antes: la gente daba voces y aplaudía con vehemencia.
—¿Veis? —dijo Othello sin volverse—. Es muy sencillo: cuando hacemos algo, ellos hacen ruido. Cuando no hacemos nada, ellos no hacen ruido.
—Entonces no deberíamos hacer nada —propuso Mopple.
—Son inofensivos —aseguró Othello, ya a cuatro patas—. Son espectadores.
Y dicho eso, dio media vuelta y condujo a su pequeño rebaño hacia la segunda rampa para bajar al rincón, con las otras ovejas.
Alrededor de dicho rincón habían levantado una cerca baja que tenía una pequeña cancilla. Othello la abrió con una pezuña delantera, metió dentro a sus ovejas y cerró la puerta tras de sí con el morro. Luego echaron un vistazo: las otras participantes se hallaban atadas a la cerca; y los pastores, sentados a una mesa en medio del cercado, mirándolas a ellas boquiabiertos.
—Tenías razón —le dijo Zora a Miss Maple—. En este sitio se les hace mucho caso a las ovejas.
Se sintieron un poco mejor. Othello las llevó hasta un sitio tranquilo, entre un gordo carnero gris y una oveja madre marrón. Una vez allí, permanecieron a la espera de los acontecimientos.
El aplauso se convirtió poco a poco en un acalorado murmullo: en comparación con el jaleo de antes, aquello era casi un arrullo. Un desconocido con gafas se abrió paso entre la multitud apiñada en torno al vallado rincón de las ovejas. Cuando los pastores lo vieron, se abalanzaron hacia él.
—¡Esto va contra todas las reglas! —gritó uno, enardecido.
—¿Cómo es que nadie nos lo ha dicho? ¿Cómo es que no figura en el programa?
—¡Que se vayan ya!
—¿Qué significa esto? Nos dijisteis que no se podía inscribir a más de una oveja. Me habría podido traer a Peggy, a Molly y a Sue… ¡y habríais visto lo que es bueno!
—Las recién llegadas no están inscritas. —El de las gafas sonrió tímidamente—. Para ser sincero, ignoro de dónde han salido y dónde está su pastor.
Los exaltados hombres se miraron en silencio.
—El pastor no vendrá —dijo uno de ellos.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó el de las gafas.
—Ha muerto. Ésas son las ovejas de George Glenn.
—Ah. —El de las gafas parecía irritarse.
—¡No pueden participar! —chilló un labriego gordo y rubicundo—. ¡Sáquelas fuera!
Las ovejas se asustaron: ¿todo aquel esfuerzo para que ahora las echaran, cuando estaban tan cerca de la meta?
—No es tan sencillo —replicó el de las gafas—. ¿No oye a la gente? ¿A los turistas? Están entusiasmados. Si las sacamos ahora, ¿qué cree usted que pasará?
—Me da lo mismo. Las reglas son las reglas.
—De eso nada. —El de las gafas meneó la cabeza—. No nos conviene arruinarle la diversión a la gente.
—¡¿Diversión?! —exclamó furioso el labriego rubicundo.
—Las dejaremos participar fuera de concurso —decidió el de las gafas en tono conciliador—. Al final, cuando ya nadie preste atención.
Malhumorados, los pastores volvieron a la mesa, lanzando miradas iracundas a las ovejas de George.
Mopple, Maple y Zora observaban las cosas tan extrañas que sucedían a su alrededor con los ojos como platos. Manos infantiles se colaban por la cerca y les ofrecían dulces, pan, pasteles t incluso helado. Pero ni siquiera a Mopple le pasó por la cabeza probar esos manjares: por primera vez en su vida no tenía apetito. Puede que tuviera relación con el trapo, que había depositado en la paja, a su lado, y seguía despidiendo su asqueroso olor.
La música ahora era muy ruidosa: esta vez no procedía de una pequeña radio gris, sino de un grupo de hombres que se habían subido a la tarima y manoseaban unos extraños artilugios. La música era bonita y hacía que sus corazones latieran más aprisa, como al galope. Los hombres que permanecían boquiabiertos junto al cercado habían sacado unos aparatitos y disparaban a las ovejas rayos de luz. Maple parpadeó: era la más lista de todo Glennkill, pero en ese instante resolvió que nadie lo sabría jamás.
Maple, Zora y Mopple miraron a las otras ovejas en busca de ayuda. La marrón que tenían a su derecha mascaba nerviosa una brizna de paja. Justo cuando Maple iba a hacerle una pregunta, reparó en el gordo carnero de un gris aterciopelado, que las examinaba con curiosidad.
—Pues muy listas no es que seáis —aseguró el carnero fulminándolas con la mirada—. Venir aquí sin más, como quien se pasea por unos pastos de verano. Participar en esto. Yo a eso no lo llamaría ser astuto. —Les guiñó un ojo con picardía.
—Las demás también participan —se defendió Mopple.
—Las demás tampoco es que sean muy listas —respondió el desconocido.
Ambos carneros se dirigieron una mirada escrutadora. Mopple nunca había visto una oveja más gorda que él mismo, y el carnero gris le infundió respeto.
—Tú también participas —le espetó Miss Maple con cierto retintín. Al fin y al cabo, lo del concurso había sido idea suya—. Así que probablemente tampoco seas muy listo.
—Error —negó el gris—. Yo soy Fosco. Las demás es la primera vez que vienen, no tienen ni idea de lo que les espera. Salvo esa moteada de ahí atrás, que ha venido tantas veces como yo. Aunque tampoco tiene ni idea: se olvida de todo año tras año. Estaría loca si participara en esto por segunda vez.
—Entonces eres tú el que está loco, ¿no? —replicó Maple.
—Error —repuso Fosco—. Yo soy Fosco. Las demás participan, yo gano.
Maple iba a hacerle otra pregunta, pero la música cesó: el de las gafas había subido a la tarima.
—Damas y caballeros. Ha llegado el momento de la verdad. En breves momentos dará comienzo el tradicional concurso. La Oveja Más Lista de Glennkill. Una tras otra, las ovejas más listas de Glennkill les irán mostrando sus habilidades y, a continuación, ustedes elegirán a la vencedora con sus votos. Naturalmente, no se irán con las manos vacías: les espera la semana gastronómica de las especialidades de cordero, aquí, en el Mad Boar. A las ovejas también.
Los hombres prorrumpieron en gritos.
—Disculpen esta pequeña broma —prosiguió el de las gafas—. Claro está que no pasaremos por el cuchillo a la oveja más lista de Glennkill. A la ganadora le espera una pinta de Guinness y una corona de trébol irlandés, y después podrá demostrar su valía en una gira por los pubs de Ballyshannon, Bundoran y Ballintra.
El de las gafas no demostró ninguna habilidad espectacular, y sin embargo recibió un aplauso.
—Como muestra de reconocimiento, el pastor recibirá un cheque por valor de doscientos euros. Un gran aplauso, por favor. Y con esto, ¡declaro inaugurado el concurso La Oveja Más Lista de Glennkill!
El público aplaudió a rabiar.
Othello miró con desprecio al de las gafas, Zora sacudió las orejas y Mopple tragó saliva. El comentario sobre las especialidades de cordero les había dejado un regusto desagradable.
Fosco les guiñó un ojo.
—Siempre dice lo mismo. Miradme: ¿acaso parezco una especialidad de cordero?
—Comencemos —anunció el de las gafas—. Un aplauso para Jim O’Connor y Smartie.
—¡Cielos! —rió Fosco—. ¡Esa precisamente la primera! Prestad atención.
Las ovejas estiraron el pescuezo. El labriego rubicundo llevó a la manchada tirando de una cuerda hasta la tarima. Poco a poco, los hombres se fueron calmando.
El labriego hizo una reverencia.
—Smartie, la única oveja futbolista del mundo —informó, y puso en el suelo, ante Smartie, un balón blanquinegro.
Fosco se volvió hacia las ovejas de George.
—Se trata de empujar el balón con la pezuña. Os lo digo porque viendo el número no hay quien lo adivine.
Smartie olisqueó el balón a conciencia por todas partes y, acto seguido, se frotó la cabeza contra una pata delantera. El labriego la miraba convencido de su triunfo. Luego Smartie balanceó la pata delantera, y entonces clavó de nuevo la vista en el balón como si lo viera por primera vez. Se tomó su tiempo. Entre el público se oía algún que otro silbido y el labriego se fue impacientando: se acercó a Smartie y empujó él mismo el balón con el pie, pero más fuerte de lo debido, y el balón salió rodando por la tarima. Smartie fue tras él e intentó hincarle el diente, lo cual no hizo sino impulsar aún más el balón. Y pasó lo que tenía que pasar: el balón se salió de la tarima y Smartie saltó tras él sin vacilar, aterrizando entre los espectadores de la primera mesa. Los vasos tintinearon y los hombres que ocupaban la mesa balaron en señal de protesta.
Las ovejas revolvieron los ojos ante tamaña necedad.
—Miradla —resopló Fosco—, lleva años haciendo la misma tontería. El único de su rebaño que es aún más tonto que ella es el labriego.
Smartie, la única oveja futbolista del mundo, tan sólo recibió un discreto aplauso. El de las gafas sonrió a modo de disculpa cuando volvió a la tarima.
—Simón Foster y Einstein, que aspira a revalidar su título —anunció.
—Ese soy yo —dijo Fosco—. Creen que me llamo Einstein. —Sus ojillos pestañearon con complicidad, como si el nombre falso fuese una jugada suya especialmente hábil.
El pastor de Fosco era alto y fuerte, y aún más gordo que Fosco. Tenía un bolso en una mano, y la otra mano en el bolso. Ambos subieron con calma al escenario; visto su volumen, los movimientos de Fosco eran sorprendentemente ágiles.
El pastor no dijo ni una palabra: sacó del bolso una botella de Guinness y un vaso, vertió la cerveza en el vaso y lo dejó en el suelo, delante de Fosco. Este cogió el vaso con los dientes y lo levantó. A continuación, echó la cabeza atrás y se lo bebió a grandes tragos. Aplausos. Fosco dejó el vaso en el suelo con absoluta perfección. El pastor sacó una segunda botella, manteniendo la mano libre en el bolsillo del pantalón; probablemente también quisiera demostrar habilidad en la tarima. Le siguió una tercera botella. Los hombres voceaban. A la cuarta botella los hombres ya se habían puesto en pie y jaleaban: «¡Einstein! ¡Einstein!», todos a coro. La quinta botella fue para el pastor, todavía manco. Después sacó la mano del bolsillo y saludó al público con las dos. Oveja y pastor regresaron al rincón en medio de un fuerte aplauso. Las otras ovejas los miraban con envidia. A Fosco lo ataron junto a las de George, y el pastor tomó asiento de nuevo.
—¿Así es como ganas? —le preguntó Miss Maple—. ¿Bebiendo?
—Error —la corrigió Fosco—. Bebiendo Guinness de un vaso. Como hacen ellos. Es evidente que están convencidos de que eso es lo más inteligente que se puede hacer. Por eso gano. Siempre.
—Pero no es difícil —opinó Zora.
Fosco permaneció impasible.
—Lo cual no hace sino demostrar mi inteligencia. ¿Por qué iba a hacer algo difícil si lo fácil vale?
—¿Y por qué quieres ganar? —inquirió Mopple, a esas alturas ya convencido de que se podían aprender muchas cosas de Fosco.
—Por la Guinness, claro está —replicó Fosco—. ¿Es que no habéis oído que se puede ganar una Guinness? Y repetir el número en otros pubs. Y recibir más Guinness a cambio. Y antes están las semanas de entrenamiento, por supuesto. —Sus ojos refulgían.
Les tocaba el turno a Jeremy Tipp y Wild Rose. Las ovejas de George estiraron el pescuezo con curiosidad, pero Fosco sacudió la cabeza.
—No vale la pena —aseveró—. Esta vez lo bueno iba al principio. Podéis olvidar lo que viene a continuación. Lo mejor será que ni miréis.
Pero las ovejas sí que miraron: Wild Rose daba vueltas y cambiaba de sentido cuando el pastor silbaba. Otra oveja saltaba torpemente pequeños obstáculos. Un carnero bastante pesado cabeceaba cuando el pastor le hacía una señal, y cuando le hacía otra, balaba. El pastor estuvo todo el tiempo hablando con él. Sorprendentemente, el número obtuvo una buena acogida y aplausos, aunque muchos menos que Fosco.
La actuación más penosa fue la de la oveja madre: ni siquiera tenía nombre y, ya en el escenario, el miedo le hizo perder la orientación y no fue capaz de recorrer la pequeña pista de obstáculos que le había preparado el pastor. Se quedó parada en mitad del escenario, desconcertada. El pastor salió tras ella con un palo y, presa del pánico, la pobre echó a trotar y se precipitó al suelo por el otro extremo. Incluso entonces hubo quien aplaudió.
Fosco guardaba silencio, furioso.
Luego el de las gafas apareció de nuevo en la tarima.
—Y ahora, damas y caballeros, nuestras invitadas sorpresa: Peggy, Polly, Samson y el negro Satán.
—Se ha inventado nuestros nombres por su linda cara —baló Zora, indignada.
También Othello bufó irritado.
—¿Acaso tengo yo pinta de burro?
—Da igual —dijo Miss Maple—. Ha llegado el momento. Hacedlo según lo convenido y recordad en todo momento lo que nos ha enseñado Melmoth.
Las ovejas de George subieron al escenario y se situaron en medio de la potente luz para tratar de que se hiciera justicia de una vez por todas.
Los humanos las miraban expectantes. La algarabía se convirtió poco a poco en un murmullo ahogado, similar al zumbido de los insectos, un sonido casi familiar. Al cabo, el silencio que se adueñó del local permitió que las ovejas oyeran de nuevo su propia respiración: una sensación tranquilizadora.
Luego, de repente, resonó un golpe tremendo: se había caído una silla. Justo después se cerró una puerta, y los hombres volvieron la cabeza sorprendidos.
—¿Qué ha sido eso?
—El padre William —respondió alguien—. A saber qué le pasa. Mira que marcharse como alma que lleva el diablo…
Sin que el resto se diera cuenta, entre los cuernos de Othello se había instalado un mal presagio. ¿Sería el numeroso público? Sentía sus ojos clavados en él como las garrapatas en el pelaje, igual que la primera vez que Lucifer Smithley lo había arrastrado hasta la pista del circo. Othello esperaba la voz: ésta le diría algo tranquilizador o algo provocativo o algo que lo hiciera pensar. En cualquier caso, la voz espantaría el malestar.
Pero Othello no oía nada. Escuchó con atención por el cuerno delantero derecho, por el delantero izquierdo, por el trasero izquierdo y, finalmente, por el trasero derecho. Nada. Nada de nada. Silencio. ¡La voz se había esfumado! Por primera vez en tanto tiempo estaba solo. Un escalofrío le recorrió la lana. En alguna parte entre el público acechaba el pánico. Sin embargo, en el preciso instante en que se disponía a embestirlo, Othello notó un empujoncito en las nalgas: era la aterciopelada nariz de Zora, que lo animaba a continuar. Othello se contuvo. Al fin y al cabo, había vencido a aquel perro. A muchos perros. Ahora era el manso. Y ese día, ese día especial, era la muerte.
«A veces estar solo es una ventaja», pensó, y apoyó sus negras pezuñas en la tarima con decisión.
Zora se sintió aliviada. Tras un momento de vacilación, Othello se había puesto de nuevo en movimiento. Por fin. La larga espera la había hecho pensar, pero ese día, en el escenario del concurso, Zora quería pensar lo menos posible, aunque ya era demasiado tarde. Pensó en lo que había dicho el hombre de las gafas: especialidades de cordero. Pensó en el carnero desconocido. Porque toda carne era como hierba. Los hombres la pastaban como si fuera hierba. Por eso se habían reído. Por eso existía el carnicero. Contempló todos aquellos rostros que querían ganar las especialidades de cordero. Un abismo que siempre había estado ahí, ante sus mismas narices, y nunca había barruntado. Las gaviotas enmudecieron. Por primera vez en su vida Zora sintió vértigo.
Perpleja, miró hacia todas partes y, luego, a unos pasos de ella, vio de repente, flotando en el aire, una ovejita nube perfecta: había surgido de la pipa de un joven de la segunda fila. Zora sabía que en realidad no era una oveja nube, pero le recordó para qué estaba el abismo: el abismo estaba para ser cruzado, así que subió con paso firme a la tribuna tras Othello. Ese día Zora era el pastor.
Miss Maple iba detrás de Zora y Othello, de buen humor pero tensa hasta su última sortija de lana. El plan había sido cosa suya; ¿funcionaría? ¿Entenderían los humanos lo que ellas les mostraran? Las ovejas lo habían entendido, todas, el rebaño entero. En los ensayos, algunas incluso habían huido a la loma, asustadas de lo horrible y genuina que les había resultado la escena que habían ideado. Maple pensaba con optimismo que, en sus días buenos, los hombres no eran mucho más tontos que las ovejas. Al menos no mucho más tontos que las ovejas tontas. Pero ¿las creerían? Y luego ¿qué pasaría? Maple tenía mucha curiosidad por ver cómo era la justicia. Subió con interés a los tablones de madera y parpadeó sin miedo ante el público que la miraba desde abajo. Miss Maple era el lobo.
Mopple the Whale, casi sin aliento, iba tras los otros con el paño entre los dientes. El repugnante olor tenía la culpa de que Mopple sólo pudiera respirar superficialmente. Aparte de eso, se encontraba bien: sabía lo que tenía que hacer, lo había memorizado todo. Y su papel era verdaderamente importante. Hasta las ovejas más duras de mollera se habían percatado de ello tras su salida a escena. Con los cuernos orgullosamente en alto y pezuñas cautelosas, Mopple se plantó en el escenario… y se quedó petrificado.
Y es que allí, en primera fila, a tan sólo unos pasos de él, se hallaba el carnicero, las manos aferradas a su silla de ruedas.