Poco después, todas salvo Mopple estaban en pie, medio dormidas pero de buen humor. Sin duda Miss Maple era la más lista de todo Glennkill y quizá del mundo entero. ¡Y ahora lo sabía todo! ¡Todo sobre el asesinato de George! Las demás habrían preferido conocer sin más el nombre del asesino, pero Maple parecía no saber por dónde empezar.
—Jamás se me habría ocurrido si no hubiera salido en el libro que nos leyó —afirmó—. Menos mal que George dijo en el testamento que Rebecca tenía que leernos.
Las ovejas no entendían ni jota y se inquietaron: Maple parecía muy agitada.
—Volverá a leernos —dijo Cordelia con aire tranquilizador—. Tiene que hacerlo. Lo pone en el testamento.
—Pero es suficiente —aseguró Miss Maple—. Nos leyó lo justo. ¿Os acordáis de lo que nos leyó? Exactamente, quiero decir.
Todas miraron a Mopple the Whale en busca de ayuda, pero éste seguía dormido como un tronco. Zora le dio un brusco mordisco en las nalgas, pero ni siquiera movió las orejas. Miss Maple aguardó paciente a que las tentativas de despertar al carnero culminaran con unos balidos de frustración.
—Pensadlo —pidió.
Obedientes, las ovejas lo pensaron.
—Que no reposes —dijo Maude—. Eso leyó.
—También decía algo de un abismo —apuntó Zora.
—La víctima persigue a su asesino —observó Cordelia, sobrecogida.
—Exacto —dijo Miss Maple—. Es como una pista en la hierba, ¿entendéis? Por qué la pala, nos preguntábamos, si George ya estaba muerto. ¿Por qué? —Se propuso dejar que el rebaño reflexionara un poco, pero al instante perdió la paciencia y resolvió ella misma el enigma—. El asesino tenía miedo de que lo persiguieran, y la pala tenía por objeto evitarlo. ¿Cómo iba a perseguir George a su asesino si la pala lo tenía clavado a la pradera? Eso es lo que seguramente pensó el asesino. Pero… —hizo una pausa dramática— se equivocaba.
La cosa se ponía realmente interesante. Las ovejas se apiñaron más, si cabe.
—Porque la víctima puede perseguir a su asesino «bajo la forma que sea». Eso también lo pone en el libro, pero el asesino no lo tuvo en cuenta. George no necesitaba para nada su propia forma, podía escoger otra. Y todas sabemos qué le gustaba a George.
—Le gustábamos nosotras —observó Heide, orgullosa—. Le gustábamos más que los humanos.
—Eso es —aprobó Miss Maple—. Lo que significa que George persigue a su asesino en forma de oveja. Lo único que tenemos que averiguar ahora es a quién perseguimos las ovejas.
Era fácil.
—¡A Dios! —balaron Lane, Cordelia y Cloud al unísono.
—Eso es —asintió Miss Maple.
—Pero —intervino Zora con escepticismo— ¿ése no era Othello?
Maple asintió.
—Sí, en una ocasión. En el cementerio. Pero él también habló de un carnero gris. Imaginaos a George en forma de oveja: podría fácilmente tener la apariencia de un carnero gris.
—Me gustaría verlo así —aseveró Cordelia.
Miss Maple sacudió la cabeza.
—No creo que sea posible. Probablemente sólo pueda verlo el asesino.
Las ovejas exhalaron un suspiro. Con gusto habrían admitido a George en su rebaño.
—Pero ¿por qué? —baló Heide.
—Así son las cosas —dijo Cloud en tono conciliador.
—¡No! —Heide meneó la cabeza—. Es decir, ¿por qué iba a matar el narigudo a George?
Todos los ojos se clavaron en Miss Maple. ¿Por qué?
—Eso también lo pone en el libro —afirmó—. «No puedo vivir sin mi alma», dice. —Miró a su rebaño con ojos destellantes.
—¿Y? —baló Heide.
—Me recordó que la muerte y el alma están relacionadas —explicó Maple, demasiado concentrada para enfadarse por el descarado balido que soltó Heide—. Cuando una muere, el alma debe abandonar el cuerpo porque el cuerpo huele a muerte y el sensible olfato del alma no lo soporta. Luego el alma es vulnerable; y hemos oído hablar de los perros del diablo. Alguien quería el alma de George. Alguien quería sacarla de George antes de que cayera en las fauces de los perros del diablo. —Respiró hondo. Casi era posible ver sus ideas corriendo por el establo, saliendo a la pradera y dirigiéndose al dolmen, al precipicio y de vuelta, a un lado y a otro, con una rapidez desconcertante, siguiendo misteriosos patrones—. Nosotras, sin ir más lejos, hemos visto lo mucho que le preocupa a Dios su propia alma. Es lógico que intentara hacerse con una de repuesto…
Las ovejas ladearon la cabeza con aire pensativo: ellas no lo habían considerado de ese modo. Segura de su triunfo, Miss Maple sacudió las orejas y continuó.
—La pala en sí revelaba algo. ¿En qué pensáis cuando pensáis en una pala?
—En una pala, claro está —respondió Cloud. A veces Maple hacía preguntas muy raras.
Ésta suspiró.
—¿En qué más?
—¡En la hierba ratonera! —exclamó Maude.
Las demás la miraron.
—¿Por qué en la hierba ratonera? —quiso saber Zora.
—¿Por qué no? —replicó Maude—. Pienso a menudo en la hierba ratonera.
—Pero eso no tiene nada que ver —objetó Heide.
—Es que ella tampoco ha dicho que tuviera que tener que ver —se defendió Maude, ofendida—. Puedo pensar en la hierba ratonera tanto como se me antoje.
—Pero no quiere decir nada —insistió Heide.
—¡Dice mucho! —Maude fulminó al rebaño con su mirada de enojo—. Y ahora me voy a pasar toda la noche pensando en la hierba ratonera, para que lo sepáis.
Maude cerró los ojos y se puso a pensar con empeño en la hierba ratonera. Las otras seguían reflexionando. ¿Qué quería decir la pala?
—¡El huerto! —baló Zora.
Era evidente: George había removido la tierra del huerto con la pala. Con ella arrancaba las malas hierbas y dibujaba líneas rectas en el suelo. Con el mango trazaba estrechos surcos en los que introducía semillas. La pala y el huerto iban juntos.
Miss Maple asintió satisfecha.
—Exacto. Estaba segura de que la pala quería decir algo. El campo santo de Dios, ¿os acordáis? Era un indicio. El huerto donde siembran muertos. Con una pala. Todo con una pala. El narigudo cavó los agujeros y capturó las almas con una pala. No quería una única alma, quería un montón de ellas.
Las ovejas se quedaron boquiabiertas: de pronto todo encajaba, de forma clara, perfecta y sencilla, igual que las castañas encajan en su cáscara como si fuera un guante. Ciertamente Miss Maple era la oveja más lista de Glennkill.
—Pero… —se oyó un tímido balido desde la última fila.
Todas volvieron la cabeza: ¡Maisie! ¡Precisamente Maisie! Curiosas y con cierta malicia, levantaron las orejas para escuchar lo que Maisie tenía que decir.
—No puede ser —baló ésta, agitada—. Él dijo que George era un caso perdido. Si pensaba que de todas formas George ya había perdido su alma, no tiene sentido quitársela. —Apocada, movió las orejas, y las demás la miraron mal.
Pero Miss Maple no estaba ofendida; al fin y al cabo se trataba de dar con la verdad y no de alardear de inteligencia: ella sabía desde hacía mucho que era inteligente, pero al parecer seguía sin saber la verdad.
—Estoy segura de que guarda relación con el alma —aseveró—. Seguro que encaja de alguna otra forma.
—Beth no tiene alma —intervino Maude, que no había tardado en aburrirse de pensar en la hierba ratonera.
Aunque las ovejas nunca se habían parado a pensar en ello, de pronto les parecía evidente: nadie que oliera tanto a muerte como Beth podía tener olfato. Con olfato aquello resultaba insoportable.
Miss Maple permaneció un rato callada; ni siquiera movió la punta de las orejas. Estaba como los carneros muy viejos: sumida en sus pensamientos y completamente inmóvil.
—Pero Beth quería un alma —dijo al cabo—. A toda costa. Porque sin alma no se puede vivir de verdad. Lo pone en el libro.
Othello alzó la cabeza: las ovejas vieron en sus ojos que había entendido algo.
—Llevaba años viniendo a la caravana de George —prosiguió Miss Maple—. Le traía cuadernillos porque sabía que a George le gustaban los libros. Esperaba empezar a gustarle, tanto como para que él acabara entregándole su alma.
—Pero George no lo hizo —intervino Ramses—. Él quemó los cuadernillos.
—Exacto —contestó Maple—. Muy inteligente por su parte. Después Beth empezó a hablarle de las buenas acciones y de que su alma estaba en peligro. Ella quería llevársela a un lugar seguro donde el alma pudiera hacer buenas acciones.
—¿Con Dios? —preguntó Heide.
—Naturalmente, no era más que un pretexto —aclaró Miss Maple—. En realidad, Beth se quedaría con el alma y George no volvería a verla nunca.
—Pero él no lo hizo —dijo Lane, aliviada—. George empezó a trabajar en el huerto. Con la pala.
—También eso fue inteligente —observó Miss Maple—. Porque de ese modo podía realizar sus propias buenas acciones. Beth ya no tenía ningún pretexto para llevarse su alma.
Las ovejas se acordaban: Beth se había presentado muchas veces ante los escalones de la caravana para preocuparse por el alma de George, y ellas habían caído inocentemente en la trampa. Sólo ahora entendían lo que tramaba.
—Igual que un zorro —dijo Cordelia—. Un zorro que encuentra un cordero herido y lo ronda, el cerco estrechándose cada vez más, hasta que está tan débil que ya no puede defenderse.
—Pero George no era débil —objetó Othello—. Él siempre se defendía.
Miss Maple asintió.
—Y Beth siempre esperaba. Llegará el día, pensaba, llegará el día… Y luego… ¿os acordáis de lo que os he dicho? ¿Que todo guarda relación con la pala? Pues así es, sólo que al principio no entendí bien la relación. La pala quiere decir huerto. Quiere decir que George se defendió. Quiere decir que Beth no pudo arrebatarle el alma. —Hizo una breve pausa—. Pero entonces ella se enteró de que George quería irse. A Europa. Con su alma. Y ella había estado esperando todos esos años como una araña en su tela. Debía hacer algo si no quería que la espera hubiese sido en vano. Y todas sabemos lo que hizo.
Impresionadas, las ovejas guardaron silencio. Todas excepto Zora.
—Pero ¿qué hay de la víctima que persigue a su asesino? —inquirió Zora—. A Beth nunca la ha perseguido ninguna oveja.
Maple se paró a pensar.
—Eso parece —repuso—. Pero no es así. Hasta hemos visto dos veces con nuestros propios ojos que a Beth la perseguían.
Las ovejas reflexionaron, pero por más que lo intentaban no conseguían recordar nada. Y Mopple, la oveja memoriosa, no emitía más que ronquidos.
—Debéis tener en cuenta que probablemente no podamos ver a la oveja espíritu —señaló Miss Maple—. Sólo puede verla el asesino. Pero nosotras hemos sido testigos de cómo ella veía al espíritu. La primera vez fue en el picnic. ¿Os acordáis de que Beth miró el sitio donde George había muerto? Tenía tanto miedo que no pudo comer nada.
Las ovejas se acordaban: su falta de apetito, a pesar de los manjares que había sobre aquella vistosa manta, era una clara señal de que Beth estaba muerta de miedo.
—La segunda vez fue cuando Rebecca abrió la caravana. Todas esperábamos que saliera algo a la luz, y Beth vio salir algo.
Recordaron cómo Beth había mirado la puerta de la caravana, con los ojos como platos, aterrada.
—¿Tú crees que…? —inquirió Cloud.
Maple asintió.
—Beth vio el espíritu de George. En una ocasión incluso estuvo a punto de delatarse. ¿Recordáis que dijo que sólo volvería a vivir aquí cuando la oveja negra hubiese abandonado el rebaño? ¿Qué podía tener Beth en contra de Othello? ¡Seguro que hablaba del espíritu de George!
Esta vez no había ninguna duda: Miss Maple había resuelto el caso.
—¿La habrá conseguido? —preguntó Cordelia al cabo de un rato.
—¿El qué? —dijo Zora.
—El alma de George —contestó Cordelia—. Me pregunto si habrá conseguido el alma de George.
—Si la ha conseguido, tendrá que devolverla —aseguró sir Ritchfield con severidad. El alma era todo, no una mera cosa. Era algo con lo que se podía descubrir el mundo. Algo muy valioso e importante, aunque, como en el caso de los humanos, fuese muy pequeña.
Miss Maple meneó la cabeza.
—No la tiene. No hay más que mirarla: su pinta es la de alguien que ha perdido algo para siempre.
Estaba en lo cierto. Sintieron alivio al saber que a Beth se le había escapado el alma de George. Pero ¿era eso justicia?
—Justicia! —baló de repente el cordero de invierno en medio del silencio reinante.
Nadie lo ahuyentó.
—¡Justicia! —se le unió Othello.
—¡Justicia! —balaron las demás ovejas.
—Pero ¿cómo? —inquirió Lane.
—Ella tiene la culpa de que George haya muerto —afirmó Cloud—. Sería justo que ella también muriera.
Parecía razonable.
—Eso no es difícil —opinó Othello—. Puede que no podamos hacerlo igual que ella, con el veneno y la pala, pero podemos arrojarla por el acantilado.
—Por el acantilado no —se opuso Zora.
—Aun así es fácil —insistió Othello.
—Pero ella dijo que no tenía miedo a la muerte —baló Heide—. ¿Os acordáis? No dejaba de repetirlo. ¡Pues ahora lo tendrá!
Las ovejas balaron furiosas. Ahora Beth lo tendría. Era justo. Ellas también lo habían tenido en los últimos días debido a las cosas terribles ocurridas en la pradera.
—Podríamos volver a simular estar enfermas —propuso Cordelia—. Con Gabriel funcionó.
Sin embargo, de algún modo les pareció que una enfermedad no sería lo adecuado para Beth.
Miss Maple se paseaba arriba y abajo en la oscuridad.
—Ha de salir a la luz. Todos temen eso. Debemos encargarnos de que salga a la luz. No de la caravana, sino de nuestra cabeza. Han de saberlo todos los hombres. Eso es justicia.
—Pero no nos entienden —observó Cloud.
—Sí, es difícil —admitió Miss Maple—, pero creo que entenderían algo si se fijaran en nosotras. Pero no se fijan. Sólo se fijan en la caravana.
—Salvo el carnicero —observó Sara—. Ahora el carnicero se fija mucho en nosotras.
Pero a ninguna le apetecía hablar con Ham.
Maple volvió a pasearse, meditabunda. Lo hizo largo rato. Al cabo se detuvo súbitamente.
—Hay una cosa que consigue que los hombres se fijen en las ovejas. —Miró radiante al rebaño, pero la única que parecía alegrarse de tan genial ocurrencia era ella. Las demás se habían ido durmiendo una tras otra durante su larga meditación.
—Podría funcionar —opinó Miss Maple.
Habían despertado temprano, aunque seguían en el establo haciéndole compañía a Mopple en su sueño de lirón. El sol matutino se colaba por agujeros y rendijas y dibujaba caprichosas formas de un dorado reluciente en el pelaje de las ovejas. El humor era inmejorable. «Si buscan a la oveja más lista, tendrán que mirarnos bien».
La idea les resultó atractiva: siempre les había interesado secretamente el concurso La Oveja Más Lista de Glennkill. Corría el rumor de que allí a las ovejas les daban trébol y manzanas y eran admiradas por todos los humanos. George nunca las había dejado participar. «Sería lo único que me faltaba —dijo una vez que la conversación recayó en el concurso—. Esa panda de borrachos haciendo de jurado de mis inteligentes ovejas».
Ahora George estaba muerto y ya no podía darles órdenes. Pero, con borrachos o sin ellos, si participaban tal vez podrían hacer justicia.
—Participaremos —baló el manso. Y el asunto quedó zanjado. Los ojos de Ritchfield centelleaban, rebosantes de actividad.
—Pero ¿cómo? —quiso saber Cloud.
Y aportaron cuanto sabían sobre el concurso La Oveja Más Lista de Glennkill:
—Es una solemne estupidez —opinó Maude.
—Es una trampa para turistas cuando no se tiene nada más que ofrecer —apuntó Heide.
—Es en el Mad Boar —informó Sara.
Aquello al menos era un comienzo. Las ovejas conocían el pub de sus excursiones a los otros pastos: el Mad Boar siempre les había llamado la atención por el olor a whisky y cerveza, pero también por los ojos que aparecían tras las ventanas para observar a George hasta que él y sus ovejas desaparecían tras doblar la calle principal.
—Iremos sin más —sugirió Zora con osadía—. De algún modo tendrán que ir las otras.
¡Las otras! ¡Otras ovejas! Todo estaría lleno de ovejas… sobre todo de ovejas listas de las que se podía aprender mucho. Quizá después se pudiese formar un solo rebaño gigante. Sara movió las orejas con entusiasmo, Zora aspiró profunda y placenteramente el fresco aire de la mañana, y Cloud se acomodó en la paja exhalando un suspiro de satisfacción.
—Pero ¿cuándo? —inquirió Lane.
Sabían que el concurso se celebraba tan sólo una vez al año, y un año era largo, iba de un invierno al siguiente.
—¡Pasado mañana! —informó Mopple.
Las ovejas se giraron hacia él: Mopple the Whale estaba despierto y las miraba con ojos vivaces.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Heide—. ¿Por qué precisamente pasado mañana?
—Lo dijo Gabriel. Se lo dijo al carnicero cuando el carnicero quería prevenirlo contra nosotras.
¡Así que pasado mañana! Empezaría después de dormir dos veces: quedaba poco tiempo para prepararse, pero también para que las dominaran la impaciencia y el nerviosismo.
Miss Maple fue la única que miró a Mopple con escepticismo.
—Pero desde entonces ya hemos dormido una vez. Así pues, ya no es pasado mañana, es mañana mismo.
—Pasado mañana —repitió Mopple, tozudo.
—La cosa ha cambiado —explicó Miss Maple—. Ha cambiado mientras dormíamos. Ahora el concurso es mañana mismo.
—Pero lo memoricé —insistió Mopple—. Cuando memorizo algo, ya no cambia. Ni siquiera mientras dormimos. Nunca más.
—Que sí —contestó Miss Maple—. Eso sí cambia.
Ofendido, el carnero se retiró a un rincón y se puso a mascar ruidosamente un puñado de paja. Las demás no dejaron que les estropeara su emprendedor espíritu matutino. ¡Así que mañana!
—Sólo necesitamos una habilidad —apuntó Heide, entusiasmada.
La única forma de presentarse al concurso La Oveja Más Lista de Glennkill era con una habilidad.
—¿Qué es una habilidad? —quiso saber un cordero.
El silencio invadió el establo y se amontonó alrededor de sus pezuñas como la nieve en invierno. En alguna parte, muy lejos, una vaca mugió. Un coche zumbaba por la carretera, no más que un insecto. En la tronera del heno hurgaba un pequeño ratón, las patas repiqueteando en la madera tosca y seca cual gotas de lluvia. Una araña grande y parda se escabullía con sigilo entre un bosque de patas de oveja.
—Puede que en el cobertizo haya alguna habilidad —aventuró Cordelia al rato—. George guardaba numerosas cosas útiles en el cobertizo.
—Aunque así fuera —razonó Zora—, ni siquiera la reconoceríamos.
—Podríamos llevar todo aquello que no conozcamos —propuso Heide, que quería ir al concurso a toda costa.
Llenas de curiosidad, fueron al cobertizo. Lane accionó el pestillo con su diestro morro.
La puerta se abrió de par en par y dejó escapar el rancio aire del interior: aceite, metal, plástico y otros olores desagradables. Miraron esperanzadas el contenido del cobertizo: se trataba de una habitación pequeña, pero estaba abarrotada de cosas. Era muy posible que una de ellas fuese una habilidad.
La guadaña, el cayado, la esquiladora, un frasquito de aceite, la caja de las herramientas, la ratonera y semillas para el huerto. Las semillas no olían nada mal. Un vaso con tornillos, un pequeño rastrillo. Un collar antipulgas para Tess, una lata de raticida que George no había utilizado, el trapo blanco y rojo, y la gamuza. Todas cosas que las ovejas conocían: sabían perfectamente lo que George hacía con ellas, desde luego ninguna habilidad.
Lane, que se hallaba en primera fila, se volvió hacia las demás.
—Nada —dijo.
De repente oyeron una risita a sus espaldas: Melmoth. Todas se giraron y se asustaron. Era como si Melmoth se hubiera transformado en un animal completamente distinto: se sostenía sobre las patas traseras e iba arriba y abajo como un bípedo. Sus movimientos eran torpes y algo tontos, además de extraños, absurdos y bastante impropios. Las ovejas se estremecieron.
—¿Qué es eso? —musitó Cordelia.
—Eso —replicó Othello, que asimismo se había levantado sobre las patas traseras— es una habilidad.
Cuando el sol ya estaba muy alto y Rebecca salió descalza de la caravana y se estiró como un gato, las ovejas aún seguían discutiendo.
Por lo visto, nada de lo que sabían hacer era una habilidad: ni pastar ni correr ni subirse a la roca. Ni saltar ni pensar. Tampoco recordarlo todo ni comer pan.
—¿Y escuchar? —probó Heide.
Othello meneó la cabeza con impaciencia.
—Ha de ser algo completamente absurdo —aclaró por enésima vez—, absurdo y llamativo. Como andar sobre las patas traseras o sacudir un paño entre los dientes o hacer rodar una pelota.
—¿Por qué iba una oveja a hacer rodar una pelota? —quiso saber Maude.
—Justamente.
—¿Creen que las ovejas son listas porque hacen cosas absurdas? —Cloud movió las orejas con incredulidad.
Othello resopló.
—No tenemos que entenderlo, sólo tenemos que saberlo.
Melmoth hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—No tenemos pelota —objeto Lane, que era una oveja muy pragmática.
—Creo que no poseemos ninguna habilidad —reconoció Zora con calma—. Por suerte.
Algunas bajaron la cabeza, pero Miss Maple no se desanimaba tan fácilmente.
—No importa —dijo—. Lo único que queremos es que se fijen en nosotras, no queremos ganar.
—Yo sí —la contradijo Heide.
Maple no le hizo caso.
—Si conseguimos entrar, se fijarán en nosotras. Y así tal vez podamos hacerles entender.
—¿Qué han de entender? —preguntó Maude.
—Que Beth mató a George con veneno, y luego no estaba satisfecha, sino que quería su alma. Y que le clavó la pala para que su espíritu no la persiguiera —explicó, solícito, Ramses.
—No lo entenderán —se lamentó Mopple.
—Más fácil —pidió Miss Maple.
—Que Beth es la asesina de George. Primero lo mató con veneno y luego con la pala —propuso Heide.
—Más fácil —insistió Miss Maple.
—Beth… asesina… George —farfulló Zora, crispada.
—Exacto. Si tenemos mucha suerte, lo entenderán.
Las ovejas se miraron. Tres palabras tan fáciles, pero qué difícil sería hacérselas comprender a los hombres.
Buscaron ayuda en Maple, pero la inteligente oveja ya no estaba allí. Oyeron unos inquietantes arañazos procedentes de un rincón del establo y al momento reapareció Miss Maple, la nariz sucia y la cosa del carnicero entre los dientes.
Miss Maple tenía un plan.