19

En la caravana no se movía nada. El hombre cogió la manija de la puerta y la accionó. Sin soltarla, consiguió abrir la chirriante puerta de George sin hacer un solo ruido.

Y volvió a cerrarla tras de sí.

Poco después, tras las ventanillas de la caravana brilló una luz tenue y temblorosa.

—¿Lo habéis olido? —preguntó Maude—. ¿El metal? Ese hombre también tenía una pistola. Como George. —Se estremeció un poco.

—¡Pero no tiene diana! —apuntó Ramses, y se sintieron aliviadas. Sin diana poco podría hacer el hombre con el arma.

—Puede que quiera la diana de George —razonó Lane con aire pensativo—. Tal vez quiera llevársela.

Othello miró la caravana, intranquilo.

—Deberíamos averiguar qué está pasando ahí dentro.

Todas se acercaron más a la caravana. Maple y Othello empezaron a pacer bajo la única ventanilla que estaba abierta.

—¿Por qué iba a decírselo? —dijo la voz del hombre, tan baja que no se percibía acento alguno. Una voz mezquina.

Rebecca no respondió nada, pero las ovejas oyeron su respiración, rápida y entrecortada. Algo sonó en la caravana. Un objeto pesado cayó al suelo.

—Así que la ha encontrado —observó el hombre—. Enhorabuena.

Y tras una breve pausa:

—¿Dónde?

Rebecca rió muy quedamente.

—No lo creería.

—Lo creeré —aseguró el hombre—. George era uno de los mejores. Especialista en el transporte entre Irlanda e Irlanda del Norte. Imaginativo. Ni un solo incidente.

Rebecca rió de nuevo, algo más alto esta vez pero de manera un tanto ahogada.

—Y todo esto por… ¿la hierba? —inquirió, áspera y apagada, no con su voz de lectora.

Othello miró la ventanilla, preocupado.

—Principalmente hierba. A veces cigarrillos. A veces otras cosas. Lo que cuadrara.

—Me lo cuenta porque cree que ya da igual, ¿verdad?

—Me temo que sí —contestó el hombre—. También tiene la carpeta. ¿Sabe lo que podría hacer con la información que contiene esa carpeta? Sería un duro golpe para nuestra empresa.

—Pero no lo haré —aseveró Rebecca.

—Eso creo —replicó el hombre.

Rebecca enmudeció.

—Yo la creo —dijo el hombre al cabo de un rato—. Sólo que, por desgracia, no basta. —Vaciló—. De verdad que lo siento.

—¿Le importaría apagar esa luz? Es cegadora.

La tenue luz se extinguió tras las ventanillas de la caravana. Maple olisqueó con cuidado. Allí dentro el clima era extraño: opresivo, sofocante y tormentoso. Un clima capaz de traer al galope por el cielo a las ovejas nube. Si se olfateaba con detenimiento, incluso se notaba un soplo de lluvia.

—¿No cree que es poco profesional? —preguntó Rebecca al cabo—. Ahora tengo un empleo en toda regla, de pastora, bien remunerado. Y mi única obligación es recorrer Europa. No tengo nada contra eso y no tengo nada contra usted. Lo último que quiero ahora son más problemas. No diré nada. Jamás. A nadie.

—El riesgo sería poco profesional —aseguró el hombre.

—Otro muerto más en estos pastos también sería poco profesional.

—No mucho. Conocemos al inspector que está a cargo. Un incompetente muy cooperador. Qué le parece: hija ilegítima de dudoso pasado irrumpe de noche en una caravana, encuentra una pistola, se pone a juguetear con ella y se pega un tiro por error. O por el dolor causado por la muerte de su padre. A la gente le gustan esas cosas. O porque se sentía culpable…

—¿En camisón? —apuntó la mujer.

—¿Cómo dice?

—Bueno, yo diría que ésta no es precisamente la indumentaria adecuada para irrumpir en ningún sitio… por si no lo había notado.

—Hum.

—Además, ésa no es la pistola de George. Si quiere que su historia resulte convincente, tendrá que utilizar ésta.

Las ovejas oyeron que la respiración del hombre se agitaba con miedo.

—Tenga cuidado, y aparte ese chisme. Esa no es una pistola para señoritas.

—Ni yo soy una señorita —musitó Rebecca—. Lárguese.

Algo golpeó el tabique por dentro con gran estruendo. Rebecca profirió un gritito y el hombre una palabrota.

Después volvió a reinar el silencio en la caravana. Un silencio absoluto.

—Maldita sea —dijo Rebecca por fin.

—No tiene importancia —afirmó el hombre—. Supongo que merecía la pena intentarlo.

Un pie empezó a golpetear rítmicamente la madera.

—¿De verdad me habría matado a tiros así sin más? —preguntó el hombre con tono de respeto.

—¿Por qué no? Lo que han hecho con George…

—Nosotros no tuvimos nada que ver con eso, créame. Era de fiar. Un colaborador correcto. Una gran pérdida para la empresa.

Rebecca respiró hondo.

—¿Sabe quién fue?

—No. En todo caso, nadie del ramo. Fue tan teatral… casi un asesinato ritual. Por favor, nosotros no trabajamos así. No nos hace falta intimidar de ese modo.

—¿Ah, no?

—No.

Silencio. Un buen rato. El pie golpeteaba más aprisa.

—¿Puedo hacer algo por usted? —dijo el hombre—. ¿Tiene un último deseo?

—¿Un último deseo?

—Bueno, algo. ¿Un vaso de agua? ¿Un cigarrillo?

Rebecca volvió a reír, una risa extrañamente forzada.

—¿Dónde iba a encontrar aquí un vaso de agua? Usted nunca ha hecho esto, ¿no?

—Sí. No. No se preocupe.

Rebecca suspiró, un suspiro que Othello sintió hasta en la punta de sus cuatro cuernos. Melmoth había aparecido a su lado, y ambos miraban tensos la ventana entreabierta.

—Maldita sea —repitió Rebecca—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué precisamente ahora? No puedo creerlo. Tiene que haber algo que pueda hacer para dejarle claro que no represento ningún peligro para usted.

—Eso me lleva a pensar… —replicó el hombre despacio—. Suena tentador, pero tan poco profesional no soy.

—¿Qué? ¿Acaso cree que me refería a «eso»? —gruñó Rebecca—. Olvídelo. Pero ¿qué se ha creído usted? Irrumpe aquí sin más y… Seguramente piensa que haría todo lo que me pida sólo porque tiene esa pistola, ¿eh?

—No —repuso el hombre, sorprendido—. Ha sido usted quien… Ni siquiera se me había ocurrido.

—Ya. ¿De veras?

—A ver si se piensa que me hace falta. —Ahora también el hombre sonaba enfadado.

Silencio, otro buen rato.

Después los dos rompieron a reír a la vez.

Silencio de nuevo.

—Muy bien —dijo Rebecca—. En ese caso tendremos que pensar en otra cosa. Pero siéntese.

—Hum —respondió el hombre.

—Podría contarle historias. Como Sherezade, la de Las mil y una noches.

—La verdad es que no pienso quedarme tanto tiempo. Por otra parte…

Por la ventanilla de la caravana salió un silencio denso y pesado, como un hálito tibio.

Las ovejas se miraron. Tal vez allí dentro la cosa se pondría interesante. ¿Debían entonar un balido de ánimo? Como obedeciendo una orden, Maude y Heide balaron.

—¡Historias! —balaron—. ¡Historias!

Miss Maple tardó lo suyo en lograr calmarlas.

—Aunque cuenten alguna historia ahí dentro, ¿cómo vais a oírla si armáis tanto jaleo? —argumentó.

Pero las ovejas no oyeron historia alguna. En la caravana no se habló más, cosa que en realidad no les sorprendió: conocían la situación de las novelas de Pamela. Cuando el extraño misterioso —y no cabía duda de que ése lo era— se quedaba a solas con una mujer, cabía esperar que la historia se perdiera en la nada. Llegado el momento, el hombre y la mujer dejaban de hablar sin más y el capítulo finalizaba. No se sabía qué pasaba después. Para las ovejas aquello era un enigma, porque algo tenía que pasar. Los hombres no desaparecían porque sí. La mayoría de las veces aparecían de nuevo en el siguiente capítulo, sanos, contentos y de buen humor. Pese a ello, en las historias se producían esos extraños vacíos.

Así pues, hicieron lo mismo que hacían cuando George les leía esos pasajes truncados: se pusieron a pastar con paciencia hasta que la cosa continuara. Maple fue la única que alzó una vez más la cabeza para olfatear por si acaso el clima de la caravana. Tormentoso, pero despejado. Lluvia que caía perfumada sobre las hojas. Más tranquila, Maple hundió el hocico en la hierba.

Mucho después, cuando la contemplación de la caravana empezaba a resultarle aburrida incluso a Miss Maple, la puerta se abrió despacio. El hombre salió y se quedó un rato mirando la resplandeciente luna.

—Bonita noche —dijo.

Rebecca había aparecido a su lado en los escalones de la caravana. Había vuelto a ahuecarse el vestido, que en la oscuridad parecía negro como el de Beth. Se le había resbalado un tirante, y un hombro azul luna había quedado al descubierto.

Rebecca canturreaba para sí. De pronto, los dos se miraron y Rebecca dejó de canturrear.

—Me he fumado un porro —confesó a modo de disculpa.

El hombre le restó importancia con un movimiento de la mano, y ella soltó una risita.

—Y falta un paquetito entero. Se lo comió una oveja, esa gorda de ahí.

—Creo que es un carnero —observó el hombre—. Un animal caro. Pero podremos vivir con eso.

Y comenzó a recoger los paquetitos de la falda de Rebecca y metérselos en los bolsillos del abrigo al tiempo que los contaba.

—… veintiuno, veintidós, veintitrés. Descontando el que se zampó la oveja, el envío está completo. Incluyendo la carpeta. ¿Qué es esto? —Sostuvo el paquete cuadrado en la mano.

—Yo diría que una cinta de vídeo —apuntó Rebecca—. ¿No sabes qué contiene?

—No sé nada de ninguna cinta —respondió el hombre, echándose el paquete al bolsillo del abrigo.

Cogió la mano de Rebecca entre el pulgar y el índice, la levantó despacio, como si fuese muy pesada y frágil, y le besó la punta de los dedos. Luego dio media vuelta y regresó al coche sin despedirse. El zumbido del motor se fue alejando.

Las ovejas no estuvieron tranquilas hasta que dejó de oírse el coche. El hombre silencioso las había puesto nerviosas, aunque no sabían exactamente por qué. Pero ahora todo volvía a estar en orden. Tan en orden como hacía mucho que no estaba. La hija de George se hallaba sentada en la caravana, Gabriel y sus voraces ovejas se habían esfumado, y Europa las aguardaba.

Pero por desgracia el orden no duró mucho. Fue una de esas noches en que todo el mundo se colaba en su pradera. En esta ocasión se trataba de una figura menuda y regordeta que andaba a tientas alrededor de la caravana, torpe y ruidosamente.

De pronto Rebecca apareció en la puerta, pistola en mano.

Lilly profirió un gritito agudo.

—¿Qué significa esto? —inquirió Rebecca—. ¿Qué hace usted aquí?

—Yo sólo quería… pensaba… —Los ojos de Lilly miraban como hipnotizados el arma—. Quería pensar un poco en George.

Rebecca sacudió la cabeza.

—No lo creo. Más bien me parece que quería entrar aquí. —La pistola señaló un instante la puerta de la caravana y volvió a centrarse en Lilly—. Y quiero saber por qué. Y después me gustaría poder dormir de una vez. Vamos, desembuche.

Lilly trató de escurrir el bulto, pero al poco se rindió.

—Yo sólo quería el recibo —repuso—. Para que no tengan nada contra mí. Sólo el recibo. —Hizo una pausa, pero continuó hablando deprisa cuando Rebecca hizo un movimiento con la pistola—. A veces trabajo en el Lonely Heart Inn —dijo—. Sólo en ocasiones. Cuando…

Rebecca la miró con ceño y a continuación asintió con aspereza.

—Muy bien. ¿Qué pasa con el Lonely Heart Inn?

—Los clientes no sólo van a… —Lilly se tocó tímidamente el cabello—. También les gusta fumar. Yo conocía a George, y él era un buen contacto… Yo siempre le compraba a él. Sólo que la dueña… es muy desconfiada, ya sabe, una tacaña. Me exigía entregarle un recibo con mi nombre cada vez que le compraba a George. Y esa maldita noche se me olvidó cogerlo. Y luego él murió. Y si lo encuentran tendrán algo contra mí. Eso es lo que esperan todos aquí.

Rebecca bajó la pipa y Lilly se calmó un poco.

—¿Estuvo usted aquí? —preguntó Rebecca—. ¿La noche que mataron a George? —Silbó entre dientes, igual que hacía George cuando algo le resultaba interesante—. Pues si eso se sabe y usted sigue merodeando por aquí, pronto tendrá más problemas que un simple recibo por un poco de hierba.

Lilly torció el gesto.

—Eso mismo dice Ham. Dice que si no tengo cuidado me colgarán el sambenito. Pero es que necesito el recibo.

—¿Rackham? ¿El carnicero?

Lilly asintió.

—Debió de verme cuando yo volvía de hablar con George. Pero dice que no tenga miedo. Dice que sabe que yo no tengo nada que ver con la muerte de George. Tiene pruebas. Y eso que en realidad me odia. Por Kate, ya sabe.

—¿Ham es el único que la vio? Y luego tuvo ese accidente en el acantilado. Pues debe de tener usted nervios de acero para seguir preocupándose por un recibo.

—Es que lo necesito —insistió Lilly con terquedad.

—Se lo daré si me cuenta exactamente lo que pasó esa noche con George —propuso Rebecca.

La otra la miró indignada.

—¡No pasó nada! ¡Nada de nada! Todo el mundo piensa lo mismo, y sobre mí pueden contar todas las mentiras que quieran, pero George era un buen tipo. Con él aún se podía tratar como con un ser humano. Yo le compraba la hierba y charlábamos un rato. Nada más.

Rebecca suspiró.

—¿Y de qué charlaban?

Lilly se paró a pensar.

—Del tiempo. Del estupendo tiempo que estábamos teniendo aquellas semanas. Tiempo de emprender la marcha, dijo. Estaba de buen humor, como unas castañuelas. Yo nunca lo había visto así. Dijo que en el futuro tendría que comprar el género en otra parte. Me dio un número de teléfono, y luego, de repente… pues casi se echa a llorar, me pareció.

Las ovejas leyeron en el rostro de Lilly que una idea nueva y molesta se le venía a las mientes.

—¡Oh, mierda! —exclamó—. ¡También me dejé olvidado el número!

—También le daré ese número —aseguró Rebecca.

—¿De verdad?

—¿Dijo George qué más se proponía hacer esa noche?

Lilly arrugó la frente.

—Tomarse una Guinness en el Mad Boar. Me extrañó, porque él nunca iba al Boar. Nunca, nunca. Dijo que quería ver una vez más al personal. Y después quería despedirse de alguien.

—¿De quién?

—No lo sé. No lo dijo. Sólo mencionó que era una vieja historia, y se rió un poco.

—Bien. —Rebecca subió los escalones de la caravana, desapareció brevemente y al cabo regresó con un papel.

—«Trescientos euros, recibidos de Lilly Thompson en pago de artículos de lana». Y el número también está ahí.

Lilly se metió el papel en el escote, feliz y contenta, y miró a Rebecca, agradecida.

—Váyase —le aconsejó ésta—. Y si se encuentra con alguien camino de aquí, dígale que será mejor que dé media vuelta: al próximo que me despierte le pego un tiro.

Lilly asintió asustada y, acto seguido, se dirigió a trompicones hacia la cancilla. Cuando iba a medio camino por la pradera, las ovejas volvieron a oír uno de sus grititos agudos: había pisado un montoncito de cagarrutas.

Las ovejas consideraron que lo mejor sería retirarse al establo; a saber qué podía despertar a Rebecca.

—¿Y Mopple? —dijo Zora—. No podemos dejarlo ahí solo en el prado.

A Mopple no había quien lo despertara, pero las ovejas descubrieron que podía caminar dormido: bastó con que Othello y Ritchfield lo empujaran por detrás con los cuernos mientras el resto del rebaño entonaba un seductor balido anunciando la llegada de comida.

Antes de quedarse dormidas, aún estuvieron un rato pensando en Europa.

—Será muy bonita, no me cabe duda —dijo Maude—. Y seguro que hay manzanos por todas partes, pero el suelo estará completamente cubierto de hierba ratonera.

—Tonterías —la contradijo Zora—. Europa se encuentra al borde de un precipicio, y todo el mundo sabe que junto a los precipicios no crece hierba ratonera.

—¿Cómo será Europa de grande? —preguntó Cordelia con aire soñador.

—Grande —afirmó Lane—. Una oveja ha de pasarse un día y una noche corriendo como el viento para recorrerla entera.

—¿Y hay manzanos por todas partes? —inquirió Maisie, asombrada.

—Por todas partes —confirmó Cloud—. Pero con manzanas de las buenas, rojas, dulces y amarillas, no como las de aquí.

Estaban entusiasmadas. Todas balaron impacientes que querían irse a Europa. Pero entonces Othello echó a perder la diversión.

—No es tan sencillo —bufó—. Ni siquiera en Europa. En ninguna parte. Es bonita, sin duda, de lo contrario George no habría querido ir, pero también es peligrosa y desconocida. Allí una oveja ha de estar tan atenta como en cualquier otra parte del mundo. Puede que incluso más atenta aún.

Ritchfield le dio la razón.

—En ningún lugar del mundo hay sólo manzanos. También hay aulaga y acederas, estramonio y hojas vomitivas. En todas partes hay vientos fríos que se cuelan entre la lana y piedras puntiagudas que se clavan en las pezuñas.

Ritchfield puso cara de manso y lanzó una severa mirada en derredor. Las ovejas bajaron la cabeza. Probablemente sus carneros más experimentados estuviesen en lo cierto: no había manzanas sin acederas ni lugares libres de peligro.

Al ver tantos rostros desilusionados, Ritchfield consideró su deber de manso añadir algo alentador.

—A pesar de todo, podemos alegrarnos de ir a Europa —dijo—. Sólo que desechando la idea de que será una fértil pradera de ensueño, sino como si fuera un… un… —No se le ocurría ningún ejemplo.

—¿Un esquileo? —propuso Cordelia—. Pellizca y aprieta y gira, pero después una se siente ligera y fresca.

Sir Ritchfield miró a Cordelia agradecido.

—Exacto. Como un esquileo.

Pensando en el agradable frescor del esquileo estival, las ovejas se fueron durmiendo una tras otra. Mopple hizo algo que nunca había hecho: dormido, comenzó a proferir resuellos y ronquidos.

Poco a poco, los ronquidos se volvieron más rítmicos y metálicos; de vez en cuando se oía un leve chasquido. Miss Maple abrió los ojos a duras penas: por las troneras del establo entraba una luz grisácea; debía de ser muy temprano. De pronto los resuellos se tornaron tabletees y martilleos, y saltaban piedras. Esos ruidos le resultaban familiares: llevaba prácticamente toda su vida oyéndolos todas las mañanas. El Anticristo había dejado el asfalto y subía por el camino.

Cuando salió a trancas y barrancas por la puerta del establo, George ya se encontraba sentado en los escalones de la caravana. Presa de la curiosidad, Miss Maple se acercó a él. Al verla, George alzó la cabeza y sonrió.

—¡A trabajar, perezosas! —exclamó.

Obediente, Miss Maple hundió el hocico en la hierba: ahora que George había vuelto de improviso, estaba dispuesta a hacerle ese favor de buena gana. Pero George no parecía satisfecho.

—¡A trabajar! —repitió, y esta vez sonó más serio.

Miss Maple comprendió que no se refería a la tarea de pastar, sino a otra cosa. Movió las orejas con desamparo.

George vio que sola no conseguía nada, y emitió un largo silbido. Significaba «orden entre las ovejas». Pero, en lugar de Tess, fue la pala la que salió pitando de detrás de la caravana. Para ser una pala hacía muy bien de perro ovejero: se plantó a unos pasos de Maple y hundió el morro en la hierba. Los dos clavos que mantenían la pala sujeta al mango parecían de pronto dos ojos, vivos y atentos. Maple baló intranquila, pero la pala no la perdía de vista. Se fue aproximando con cautela, poco a poco, los ojos clavo siempre fijos en la oveja.

La pala olfateó el aire de un modo horrible, desnarigado, y su flaca espalda de madera se curvó como para dar un salto. De repente Miss Maple sintió un miedo terrible: se pegó a George en busca de ayuda, pero éste estaba frío como la tierra helada.

—¿Por qué estás muerto, George? —le preguntó.

Sus palabras resonaron en la pradera, graves y sonoras como las de los humanos. George las entendería, sin duda. Miss Maple pensó que era estupendo poder hacerse entender así por un humano.

—No puedo vivir sin mi alma —aseguró el pastor.

La verdad, no era una respuesta convincente, pero era la única que Maple habría de obtener. Al hablar, George se transformó sin que en realidad se percibiera cambio alguno. Pero una oveja podía olerlo. Cuando la última palabra hubo salido de sus labios, arrastrándose como una ola perezosa, en los escalones de la caravana sólo quedaba un esqueleto vacío.

En ese mismo instante la pala pegó un salto, describiendo un arco perfecto, el morro metálico directo hacia Maple…

La oveja más lista despertó con un sobresalto.

—Ya lo sé —le dijo a Cloud, que se había arrimado a ella en sueños.

—¿El qué? —inquirió ésta adormilada.

—¡Todo! ¡Lo sé todo sobre el asesinato de George!