—Testamento de George Glenn —dijo el abogado—. Redactado y firmado el treinta de abril de mil novecientos noventa y nueve en presencia de tres testigos, uno de ellos abogado colegiado, a saber: yo.
El abogado echó un vistazo alrededor: tras las gafas brillaban dos ojos curiosos. Los vecinos de Glennkill no eran los únicos que sentían curiosidad por ver qué pasaba: al abogado le sucedía lo mismo. Bajo el tilo, el ambiente era similar al que precede a una tormenta de verano: de enojosa espera, temerosa tensión, calor mudo y sofocante, tormenta interior.
—Para ser leído el domingo siguiente a mi muerte o un domingo después, a las doce del mediodía, bajo el centenario tilo de Glennkill.
El abogado miró la fronda que tenía encima. Una hoja bajó planeando y se posó en el hombro de su exquisito traje. Se la quitó y la giró ante sus ojos.
—Un tilo, sin duda —aseguró—. Pero ¿es el centenario tilo de Glennkill?
—Pues claro que es el centenario tilo de Glennkill —repuso Josh con impaciencia—. Empiece de una vez.
—No —rehusó el abogado.
—¿No? —inquirió Lilly—. ¿Nos ha hecho venir hasta aquí para no leernos nada?
—No —repitió el abogado.
—Y eso ¿por qué? —preguntó Eddie.
El abogado suspiró. De repente en su muñeca brilló un reloj: un reloj elegante como el que llevaba George cuando trabajaba en el huerto.
—Son exactamente las once y cincuenta y seis. Pueden creerme. —Eso iba por los que habían consultado su propia muñeca—. Por desgracia, antes de las doce no puedo serles de ayuda.
La gente empezó a murmurar: sus voces de insecto transmitían ira, indignación, nerviosismo e incluso cierto alivio.
Capitaneadas por Othello, las ovejas se atrevieron a acercarse más. Se habían puesto en marcha a la hora en que las sombras son cortas, para ver si de la lectura del testamento salía a la luz algo decisivo: el asesino o al menos algún indicio importante. Nadie les prestaba atención. Othello las había aleccionado para que se aproximaran a los humanos con sigilo, como si tal cosa, igual que los perros. Pero, aunque hubiesen llegado hasta el tilo al galope y balando a pleno pulmón, difícilmente se habría dado cuenta nadie: los hombres estaban demasiado ocupados con sus relojes.
El reloj de la torre de la iglesia dio las doce.
—¡Ahora! —cuchichearon los hombres bajo el tilo.
Pero el abogado meneó la cabeza.
—Va mal. Deberían ponerlo en hora cuando se presente la ocasión.
De nuevo un murmullo de decepción. Luego los hombres fueron callando uno tras otro. Mopple volvió a ver al miedo pasearse entre sus filas con su ondeante melena, rozando las piernas de Josh, el tabernero, como un gato, echando su frío aliento en la espalda de Eddie y olfateando risueño el vestido negro de Kate.
Después los humanos dejaron escapar de nuevo un murmullo ahogado. Entre ellos había aparecido Rebecca, su vestido una gota de sangre en el negro pelaje de la predominante indumentaria de luto. Las miradas se clavaron en ella, ojo tras ojo tras ojo. Othello entendió perfectamente lo que estaba pasando: Rebecca era una perita en dulce y los hombres se la comían con los ojos.
El abogado hizo desaparecer el reloj bajo un puño blanco y carraspeó para concitar la atención de los aldeanos.
Las ovejas estaban expectantes: por primera vez desde hacía mucho tiempo alguien les leería algo. Y escrito el propio George.
—A mi mujer, Kate, le lego mi biblioteca, compuesta, entre otros, por setenta y tres novelones, un libro de cuentos irlandeses y un libro sobre enfermedades del ganado lanar, así como todo lo que prescriba la ley. —El abogado levantó la vista—. Podrá conservar la casa —aclaró—, y también le corresponde una pequeña pensión.
Kate asintió apretando los labios.
—A mi hija, Rebecca Flock… —un murmullo recorrió la muchedumbre. ¿George, una hija? ¿Un desliz? ¿Adulterio?— le lego mis tierras, que constan de pastos en Glennkill, Golagh y Tullykinree.
Othello miró a Rebecca, con su resplandeciente vestido rojo: era como una amapola entre aquellos aldeanos oscuros y grises. Había palidecido y apretaba los labios. Nadie le hacía caso. Kate sollozaba, y Ham la miró afectado.
—Ya está —dijo alguien.
—No —corrigió el abogado—. No está.
Mopple vio cómo se tensaban los músculos bajo las negras ropas. ¿Saldría ahora a la luz? Pero ¿qué? Mopple se dispuso a darse a la fuga.
—A Beth Jameson le dejo mi Biblia.
En la tercera fila, Beth la Misericordiosa rompió a sollozar desconsoladamente tapándose la boca con la mano.
—A Abraham Rackham le lego mi Smith & Wesson, junto con el silenciador, pues a mi entender la necesitará.
Ham estaba en su silla de ruedas, los ojos humedecidos. Asintió con gesto avinagrado.
—Sé lo que estáis pensando —aseguró el abogado—. No todos, pero sí unos cuantos.
—¿Cómo puede saberlo? —inquirió Lilly.
—Estoy citando —respondió el abogado. Miradas atónitas. El letrado volvió a suspirar. Las ovejas lo entendían perfectamente, incluso sabían lo que significaba citar. Al menos aproximadamente: era algo como leer en voz alta—. Lo he estado pensando bien —prosiguió el abogado—, y he decidido no hacerlo. Seguid viviendo vuestra pequeña y miserable vida. —El abogado levantó los ojos—. Eso lo entenderán ustedes mejor que yo.
—¿Ya está? —preguntó Josh con tono de alivio.
El abogado sacudió la cabeza, carraspeó y hojeó sus papeles.
—El resto de mi fortuna, que en la actualidad asciende a… —leyó una cifra que las ovejas nunca habían oído—, se lo lego a… —Se interrumpió y entornó sus vivarachos ojos para observar a los habitantes de Glennkill. Todos guardaban completo silencio, y en medio de éste Kate soltó una risita nerviosa—. Se lo lego a mis ovejas, para que, tal como les prometí, puedan ir a Europa.
La risa de Kate rompió el silencio, una risa desagradable que las ovejas percibieron como lluvia fría sobre el pelaje. Ham pestañeó con vehemencia, como si también a él le hubiera pillado la lluvia.
—¿Es una broma? —quiso saber Harry el Pecador.
—No —contestó el abogado—, es completamente legal. La fortuna la administraré yo. Claro está que los animales también necesitarán a un apoderado que los lleve a Europa en calidad de pastor. Sus derechos y obligaciones están perfectamente estipulados en el testamento.
—¿Y de quién se trata? —preguntó Tom O’Malley, curioso.
—Eso está por determinar. Soy yo quien debe supervisar su elección. Lo mejor será que lo hagamos ahora mismo. ¿Algún voluntario?
Silencio.
El abogado asintió.
—Naturalmente, han de saber lo que se espera de ustedes. Les he preparado esto. —Repartió unas hojas impresas.
Lilly soltó una risita.
—¿A las ovejas se les leerá todos los días al menos media hora? ¿Quién tendrá que hacer eso?
—El apoderado o apoderada —respondió el abogado—. Por supuesto, todos los libros serán supervisados por una instancia neutral, a saber: yo.
—¿No se podrá vender ni sacrificar ninguna oveja? —intervino Eddie—. Desde luego no es muy económico.
—No tiene por qué serlo —afirmó el abogado—. Abajo de todo se menciona el salario. Con cada oveja que muera se irá reduciendo, pero yo diría que, aun así, es más que considerable.
—¿Y si mueren todas? —preguntó Gabriel—. ¿De una epidemia, por ejemplo?
—En ese caso habrá una pequeña prima de agradecimiento, y se suspenderán los pagos restantes.
—Yo lo haré —decidió Gabriel, y dio un paso al frente.
—Muy bien. ¿Alguien más?
Los vecinos de Glennkill se miraron, nerviosos. Contemplaron la hoja y luego a Gabriel y el abogado. Algunos parecían reflexionar febrilmente. Ahora tenían un extraño brillo en los ojos, y de repente en el aire había un tenue olor a sudor. Expectante. Ávido. Sin embargo, miraron a Gabriel, de pie junto al abogado y con las manos en los bolsillos del pantalón, y no dijeron nada. Como un manso, pensaron las ovejas. Cuando el manso asumía una tarea, a nadie se le ocurría disputársela.
Pero sí que se le ocurrió a una oveja.
—¿De verdad que nadie más? —insistió el letrado. En su tono se percibía cierta decepción.
—Yo lo haría con gusto —se ofreció una voz cálida. Una voz de lectora.
—Excelente. —Y dirigió a Rebecca una mirada casi de agradecimiento.
Ésta se hallaba junto a Beth, pálida y radiante. Las ovejas se sintieron aliviadas: con Gabriel no habrían querido ir ni siquiera a Europa.
—Y ahora ¿quién decide cuál de los dos será? —quiso saber Lilly—. ¿Usted?
—Las herederas, claro está —contestó el abogado.
—¿Las ovejas? —repuso Ham, sin aliento.
—Las ovejas —confirmó el abogado.
—Entonces tendremos que subir a los pastos —propuso Gabriel, sus ojos azules burlándose de Rebecca.
—No lo creo —objetó el abogado—. Me parece que las herederas ya se encuentran entre nosotros. Un carnero negro con cuatro cuernos de las Hébridas, una Mountain Blackface, un merino y el resto un cruce de Cladoir y Blackface: el último rebaño de Cladoir de toda Irlanda. Una antigua raza irlandesa; es una vergüenza que no se críe en ninguna otra parte.
Los hombres se volvieron, en un primer momento sólo sorprendidos, pero luego miraron el rebaño con verdadera hostilidad. Gabriel examinó a las ovejas con la frente fruncida, en actitud crítica.
—¿Ovejas? ¿Las ovejas? —jadeó Ham. Pero nadie le hizo caso.
El rebaño humano y el ovino se hallaban frente a frente. Las miradas de los hombres merodeaban entre las ovejas como piojos. Observaban con desagrado a Othello, Ritchfield y Melmoth: los tres carneros, precavidos, habían retrocedido un tanto, pero no tenían intención de echar a correr.
—Bien —dijo el abogado—. Veamos.
—¿Cómo vamos a verlo? —preguntó Lilly un tanto burlona.
—Todavía no lo tengo claro del todo —admitió el abogado—. Dado que mis nuevos clientes no pueden hablar, tendremos que probar de otra manera. Usted —se dirigió a Rebecca— póngase aquí, por favor, y usted —Gabriel—, allí. Bien.
Se volvió hacia los animales.
—Ovejas de George Glenn —empezó, al parecer bastante divertido con todo el asunto—, ¿quién queréis que vaya con vosotras de pastor a Europa? El señor… —Miró a Gabriel.
—Gabriel O’Rourke —dijo éste con los dientes apretados.
—O la señora…
—Rebecca Flock —dijo ésta.
Un murmullo recorrió el gentío; incluso el abogado enarcó las cejas. Kate profirió de nuevo su risa histérica.
—El señor Gabriel O’Rourke o la señora Rebecca Flock —repitió el abogado.
Los ojos de las ovejas miraban mudos ora al abogado, ora a Rebecca. Querían a Rebecca, estaba claro, pero ¿cómo decírselo al abogado?
—¡Rebecca! —baló Maude.
—¡Rebecca! —balaron Lane, Cordelia y Mopple a coro.
Pero, por lo visto, el abogado no las entendió. Confusas, las ovejas callaron.
—Así no llegaremos a ninguna parte —opinó alguien a media voz—. Déselas a Gabriel, por lo menos él entiende de ovejas.
La sorpresa de los aldeanos se había transformado en enemistad hacia Rebecca.
—Esa no distingue una oveja de una borla —farfulló alguien.
—Mujerzuela —murmuró una voz de mujer.
Los hombres se pusieron a cuchichear. Sin embargo, entre los cuchicheos surgió una sencilla y embriagadora melodía: Gabriel había empezado a musitar en gaélico. Su dulce voz poseía un encanto incuestionable.
Othello dio un paso adelante; el rebaño permaneció detrás de él. El carnero negro miró brevemente a Gabriel con ojos centelleantes y, a continuación, se volvió imperturbable y echó a trotar hacia Rebecca. Los arrullos de Gabriel en gaélico eran como los de un palomo loco, pero no le sirvieron de nada: una tras otra, las ovejas se fueron apiñando en torno a Rebecca.
Maude se puso a balar nuevamente:
—¡Rebecca!
—¡Rebecca! —corearon las demás ovejas.
—Bien —dijo el abogado—. A esto lo llamo yo un resultado claro. —Cerró la cartera y se dirigió al rebaño—. Ovejas de George Glenn —dijo muy educadamente—, que os divirtáis en Europa.
En silencio, como en un sueño, poco después las ovejas regresaron a la pradera. Había muchas cosas del abogado y el testamento que no habían entendido, pero una estaba clara: Europa. Las esperaba una enorme pradera llena de manzanos.
—Nos vamos a Europa —comentó Zora, aturdida.
—Con la caravana. Y Rebecca —añadió Cordelia.
—Es… —Cloud respiró hondo. Le habría gustado decir maravilloso, o extraño, o simplemente bonito. Pero de repente no le salían las palabras. En cierto modo le daba miedo.
—Es como si George nos echara a la vez remolacha azucarera y pan —observó Mopple con sabiduría—. Y manzanas y peras y forraje.
—Y pastillas de calcio —agregó Lane.
La alegría las iba invadiendo poco a poco.
Zora se retiró a su peña para reflexionar en un momento tan especial. Heide hizo unas cuantas piruetas en el aire.
—¡Nos vamos a Europa! —repetían los corderos, felices, y todo el que pastaba lo bastante cerca de Ritchfield pudo oír cómo el manso los coreaba en voz baja.
Sin embargo, la mayoría del rebaño se alegraba en silencio, y había que mirar dos veces para percibir el centelleo en sus ojos.
El que más se alegraba era Othello. Ahora podría utilizar todo aquello que George le había enseñado detrás de la caravana al anochecer: a conducir un rebaño, a conservar la calma en el camino, a lograr que el resto sorteara los obstáculos con determinación y prudencia, e incluso a salvar el rebaño. «A ti te estaba esperando yo —le decía siempre George cuando Othello volvía a hacerlo todo bien—. Contigo Europa será un juego de niños». Y ahora iba a empezar todo. No con George, por desgracia, pero Rebecca no estaba nada mal.
—¡Justicia! —baló Othello, satisfecho—. Justicia! —Luego enmudeció. Había algo que no cuadraba. Lo de Europa era maravilloso, pero aun así… De repente el negro alzó la cabeza—. No ha salido a la luz —bufó.
Las ovejas se detuvieron en medio de su júbilo y miraron a Othello: tenía razón. En el testamento ponía muchas cosas estupendas, pero seguían sin saber quién había asesinado a George.
—No importa —baló alegremente Heide—. Nos vamos a Europa y el asesino tendrá que quedarse aquí. Ya no es peligroso.
—No obstante, ha de salir a la luz —opinó Mopple con valentía.
Cordelia asintió.
—Nos leía en voz alta. Hizo el testamento para que pudiésemos ir a Europa. En realidad, él debería venir con nosotras, no esa Rebecca.
—No debemos tolerarlo —espetó Zora—. Era nuestro pastor. Nadie puede matar a nuestro pastor sin más ni más. Tenemos que descubrirlo antes de irnos a Europa. Justicia!
Todas levantaron la cabeza con orgullo.
—Justicia! —balaron a coro—. Justicia!
En medio se hallaba Miss Maple, sus curiosos ojos centelleando.
Por la tarde llegó Rebecca. La hija de George. La nueva pastora. Llegó a pie, con una maletita en la mano. Tenía la cara más blanca que la encalada caravana. Dejó la maleta en el suelo herboso y subió los escalones que conducían a la puerta.
—Ahora viviré aquí, hasta que nos vayamos a Europa —les explicó a las ovejas—. No voy a quedarme en ese pueblo.
Se pasó un buen rato sacudiendo la puerta y haciendo palanca en las ventanillas, incluso hurgó en la cerradura con una horquilla del pelo. Después se sentó en el último escalón y cogió la maleta. También George se sentaba a veces así, inmóvil y solitario como un viejo árbol. A las ovejas les resultó un poco inquietante. Comprendieron que Rebecca estaba triste, y Melmoth se puso a canturrear en voz baja.
Rebecca alzó la cabeza como si lo hubiese oído y empezó a silbar una canción, revoloteando con obstinación, tambaleándose como una mariposa en su primer vuelo.
Sin que ella se diera cuenta, en la linde de la pradera había aparecido una figura negra. Las ovejas agitaron las orejas, nerviosas. A continuación el viento cambió y les reveló que quien acudía a su pradera era Beth. Beth en busca de buenas acciones. Se acercó a Rebecca, silenciosa como un espíritu. Si Rebecca se percató, no lo demostró. Estaba sentada, silbando, y ni siquiera volvió la cabeza.
—Lo siento —se disculpó Beth—. Esos paganos…
Rebecca silbaba.
—No tendrá suerte con eso —aseguró Beth—. Eddie dice que es una cerradura de seguridad. No podrá abrirla.
Rebecca seguía silbando, como si Beth no estuviera allí.
—Venga conmigo —le ofreció Beth—. Puede dormir en mi casa.
—No volveré a ese pueblo —afirmó Rebecca con tranquilidad.
Ambas permanecieron un rato calladas.
—¿Quién era Wesley McCarthy? —preguntó al cabo Rebecca.
—¿Qué? —Beth se sobresaltó.
—Wesley McCarthy. He estado en la hemeroteca, ¿sabe? Hace siete años, cuando usted se encontraba en África. Wesley McCarthy apareció muerto, asesinado, en la cantera. Lo comunicó una llamada anónima. No hubo sospechosos ni detenciones ni nada. No tardó en desaparecer de los titulares. Creo que es lo que usted buscaba.
—¡Wesley McCarthy! —Beth echó mano del reluciente colgante que llevaba al cuello—. El Comadreja McCarthy. Así lo llamaban.
Rebecca enarcó las cejas.
—En su día hubo rumores. Nadie sabía de dónde era ni qué se le había perdido en Glennkill. Pero tenía dinero. Compró Whitepark y la arregló. Vivió allí una temporada tranquilamente. O eso pensábamos. Por entonces caía bien, pero claro, después todo el mundo aseguró haber tenido una extraña sensación.
—¿Y luego?
—Al principio todo iba sobre ruedas —respondió Beth—. En el Mad Boar todos estaban pendientes de él cuando contaba cómo había hecho fortuna. Al parecer empezó siendo un pequeño constructor, y después… —Rió burlona—. La gente le confió su dinero. Inversiones en el extranjero. Los primeros incluso llegaron a ver una parte. Bueno —se encogió de hombros—, el resto se lo puede imaginar.
Rebecca asintió.
—Pero después la cosa se le fue de las manos —continuó Beth—. Poco a poco empezó a comprar tierras. Aquí, justo al lado de los pastos, y luego casi hasta llegar al pueblo. Se hizo dueño de todo. Pagaba bien y la gente no tenía elección. Aquí ya nadie tenía dinero. Nadie preguntó qué pretendía hacer con las tierras, al menos no al principio. Y después fue demasiado tarde.
—Demasiado tarde ¿para qué?
—Quería construir un matadero. El mayor matadero de Irlanda. Cuando me fui a África, todos se pasaban el día discutiendo cómo impedirlo. Iniciativas ciudadanas, peticiones. Y cuando volví, nada. Whitepark estaba vacía, y hoy me entero de que lo asesinaron.
—¿Qué hay de malo en un matadero? —quiso saber Rebecca.
Beth rió con tristeza.
—¿Alguna vez ha visto uno? ¡El hedor! ¡El transporte de los animales! ¡Es infernal! Los habría arruinado a todos. Habría arruinado el turismo, todos los Bed & Breakfast, el Mad Boar, pero también a los campesinos, que no habrían podido vender su carne. Así es la gente aquí, ¿sabe? Puede que se indignaran con ese extraño, McCarthy, pero la carne la habrían comprado donde fuera más barata.
—Así que fue eso —dijo Rebecca—. Creo que no me gustaría conocer los detalles. Ya no. —Levantó la cabeza hacia la negra figura de espantajo de Beth—. Vine aquí porque quería saberlo todo acerca de él. En especial por qué lo habían asesinado poco antes de… —Se interrumpió y se pasó el dedo índice por la nariz hasta llegar a la frente, un gesto que las ovejas conocían de George—. Me escribió una carta —prosiguió—, y yo tardé algún tiempo en contestarle. Que espere, pensé. —Tragó saliva—. Seguro que habríamos hecho las paces.
—Yo también lo creo —aseveró Beth.
—¿De veras?
—De veras.
—Ahora sé un poco cómo vivía, al margen de ese… de ese pueblo. Es la primera vez que admiro a George.
Guardaron silencio. Como si hubiesen oído algo, ambas volvieron la cabeza hacia el mar, donde en ese momento tenía lugar una espléndida puesta de sol. Por si acaso, las ovejas miraron en la misma dirección, pero no descubrieron nada de particular.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Beth al cabo.
Rebecca se encogió de hombros.
—Contar ovejitas. ¿Y usted?
—Rezar. Rezaré por usted.
En ese instante, en cambio, se limitó a quedarse donde estaba, con los ojos cerrados, arrojando una sombra larga y recta. Los grillos cantaban. Un gato blanco con el rabo enhiesto se paseaba por la tapia, junto a la cancilla. Las primeras aves nocturnas empezaban a trinar. Las ovejas pastaban la delicada hierba vespertina. Todas salvo Melmoth, que seguía canturreando. Hasta que una urraca alzó el vuelo del árbol de las cornejas y se posó en su lomo.
Pero no aguantó mucho tiempo allí, sino que voló hasta el techo de la caravana. En el pico llevaba algo que brillaba como el fuego a la luz del ocaso. El objeto se cayó del pico de la urraca y fue a parar con estrépito al escalón superior de la caravana.
Rebecca cogió aquella cosa de fuego y se puso en pie bruscamente. La puerta de la caravana chirrió, y Beth abrió los ojos de par en par. Rebecca rió casi alegremente.
—¡Uau! —exclamó—. De haber sabido que funcionaba así… Cuando tenga ocasión, tráigame unos cuantos de esos panfletos suyos, se lo ruego.
Beth aferró el pequeño objeto reluciente que llevaba al pecho. Sus nudillos blanquearon.
—Entre —la invitó Rebecca, ya dentro de la caravana.
Pero Beth se apartó y meneó la cabeza con vehemencia. También las ovejas estaban nerviosas. ¿Saldría algo a la luz? ¿Qué podía ser? Pero de la caravana no salió nada, al igual que sucediera con el testamento.
—Debo irme —dijo Beth—. Será mejor. Si me lo permite, le daré un consejo: no encienda ninguna luz esta noche. Diré que se ha marchado.
Se volvió raudamente y enfiló hacia el pueblo, flaca y erguida, como tantas otras veces.
Rebecca y su maleta desaparecieron en el interior de la caravana. Las ovejas la oyeron girar la llave en la cerradura y juntaron las cabezas.
—¿Se habrá acostado para dormir? —inquirió Cordelia.
—Olía a cansada —respondió Maude.
—No puede dormir —opinó Heide con cierta tozudez—. Lo pone en el testamento: tiene que leernos. Es una mala pastora.
—Leernos, leernos —balaron las ovejas.
Enmudecieron cuando Melmoth se aproximó a ellas, peludo e inquietante como de costumbre.
—Bobadas —espetó—. ¿Es que no lo entendéis? La historia está aquí. La historia somos nosotras. La niña necesita la llave.
—Pero si ya tiene la llave —objetó Heide.
Melmoth sacudió la cabeza.
—El cordero rojo de George necesita todas las llaves —insistió.
—¿Te refieres a la llave de la caja que hay bajo el dolmen? —preguntó Cloud.
—Bajo el dolmen —confirmó Melmoth—. ¿Quién tiene la llave?
—Yo —respondió Zora, orgullosa.
—Ah, la abismal. —La voz de Melmoth denotó respeto—. ¿Quién más?
Silencio.
Melmoth asintió.
—Sustraída, en el aire, con alegría ratera, guardada de maravilla hasta que llegó el gato humano. Deberíamos darnos prisa.
—¿Tengo que entregarla? —Zora miró a Melmoth, indignada.
—A la pastora. Al igual que a George, el pastor —asintió Melmoth.
—Ni siquiera a George se la di así sin más —respondió Zora—. Él tuvo que esperar ante el precipicio.
—George lo sabía. Ella es un cordero, no sabe nada. Hay que guiarle el hocico hasta la leche, como si fuese un cordero —afirmó Melmoth.
Zora se puso cabezona.
Poco después, Rebecca salió de la caravana al oír el lastimoso balido de un cordero. Al poner el pie en el escalón vio algo que brillaba, no como el fuego, pues el sol ya se había escondido, sino más bien como sangre derramada. Se agachó: una llave sujeta a una delgada cuerda. Se encogió de hombros y se la metió en el bolsillo de la falda. Ese día ya nada podía extrañarle.
El cordero no paraba de balar, así que ella siguió el quejido hasta debajo del dolmen.
Las ovejas observaron atentamente cómo Rebecca encontraba la caja escondida: Othello había escarbado antes la tierra para facilitarle el hallazgo. Rebecca comprendió en el acto y volvió a reír. Se sacó la llave del bolsillo y abrió la caja. Un agradable olor la envolvió cuando se arrodilló para coger uno de los paquetitos que contenía la caja.
Cortó un cordón con los dientes: el plástico crujió, y algo seco se le desmigajó entre los dedos. Ella lo olisqueó, y las ovejas también. Olía… raro. Apetitoso. Mopple supo de inmediato que era comestible.
—¡Hierba! —exclamó Rebecca—. ¡Un montón de hierba!
Las ovejas se miraron. Así que ésa era la misteriosa hierba que traía de cabeza a los humanos. Todas ellas habían transportado alguna vez un paquetito de ésos bajo el vientre, sujeto por un hilo entre el pelaje, cuando George las llevaba a los otros pastos durante unas semanas. «Y ahora arriba —les decía—. Operación Polifemo». Si hubiesen sabido entonces que en aquel paquetito inodoro que llevaban anudado había hierba…
Ahora todo dependía de Rebecca. ¿Les daría algo de esa hierba? No tenía pinta. Ella ahuecó su falda y echó allí dentro todo lo que encontró debajo del dolmen. Salieron a la luz muchos, muchísimos paquetitos, y luego uno cuadrado algo más grande. Y papel. Una carpeta con papel.
Con cuidado, Rebecca llevó la henchida falda de vuelta a la caravana y desapareció un rato. Luego se sentó de nuevo en los escalones, a fumar una especie de cigarrillo, a juzgar por el puntito rojo que tenía delante de los labios. Un humo denso y dulzón fue extendiéndose por los alrededores y medio adormeció a las ovejas. En cambio, Rebecca se volvió más habladora.
—Así que os tengo que leer algo —dijo—. Os leeré como nadie os ha leído. Ya sé qué. A ver si os gusta…
Se metió en la caravana con paso vacilante y un minuto después salió con un libro en la mano. Lo abrió por la mitad. Las ovejas sabían que las cosas no se hacían así: el libro había que abrirlo por el principio y luego, según avanzara la lectura, el papel iría pasando poco a poco de una cubierta a la otra. Algunas ovejas balaron en señal de protesta, pero la mayoría estaba demasiado abotargada para alterarse por esa pequeña incorrección. Después de todo, por fin alguien volvía a leerles. No se podía esperar que la joven pastora lo hiciera todo bien a la primera.
Rebecca comenzó.
—«¡Catalina! ¡Haga Dios que no reposes mientras yo viva! Si es cierto que yo te maté, persígueme. Se asegura que la víctima persigue a su asesino. Hazlo, pues; sígueme, bajo la forma que sea, hasta que me enloquezcas. Pero no me dejes solo en este abismo. ¡Oh! ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!».
La luna se escondió tras una nube oscura, y la única luz que iluminaba ya las páginas era el puntito rojo brillante que se veía ante los labios de Rebecca. Las ovejas se hallaban reunidas en torno a la caravana, fascinadas. A la luz del ascua, Rebecca se parecía un poco a como las ovejas se habían imaginado siempre los piratas siameses de Pamela y el bucanero amarillo, de ojos rasgados y melancólicos. El libro se cerró.
—Está demasiado oscuro —afirmó Rebecca—. Y es demasiado triste. Para contar historias tristes no necesito ningún libro, ovejas. —Guardó silencio un instante y exhaló aquel humo dulzón por la pradera. Luego volvió a hablar con su voz de lectora, pero sin libro—. Había una vez una niñita que no tenía un papá, sino dos: uno normal y otro secreto. Al secreto no debía verlo, pero claro que se veían, y se querían mucho. A la madre de la niñita, la hermosa reina, aquello no le gustaba, pero no podía evitarlo. Nadie podía. Pero un buen día la niñita y su papá secreto se pelearon, una pelea terrible por una cosa tonta, muy tonta, y la niñita hizo todo lo posible para enfadarlo, incluso cosas que le hacían daño a ella misma. Después estuvieron mucho tiempo sin hablar, ni una sola palabra. Finalmente, la niñita recibió una carta en la que su papá le decía que tenía pensado viajar a Europa, pero que antes quería verla. La niñita ocultó su alegría y lo hizo esperar. Y él murió esperando.
No era una mala historia, aunque no tenía comparación con lo que Rebecca les había leído antes. Sin embargo no les importó. De pronto se sentían tan cansadas que apenas podían seguir escuchando. Todas salvo una.
Mopple the Whale no tenía tiempo de cansarse: desde que Rebecca descubriera la hierba debajo del dolmen, le obsesionaba la idea de probarla. Ahora la ocasión parecía favorable. Rebecca estaba sentada en la oscuridad con los párpados medio cerrados, murmurando para sí en voz baja. A su lado, completamente desatendido, había un paquetito de hierba abierto. Mopple se plantó a su lado raudo y veloz, raudo y veloz metió el hocico en el paquetito y, raudo y veloz, se embuchó su contenido. Cuando Rebecca se percató de que algo no iba bien, Mopple ya estaba lamiendo las últimas briznas de los escalones. Ella se echó a reír.
—Porrero —le dijo.
Mopple mascaba consciente de su culpabilidad. La hierba le había decepcionado un poco: olía mejor de lo que sabía; no sabía tan bien como la hierba del prado, ni siquiera tan bien como el heno. Los hombres tenían muy mal gusto. Mopple resolvió no volver a comer nunca más cosas desconocidas.
El gusanito de luz que había ante el rostro de Rebecca se apagó.
—Es hora de dormir —les dijo a las ovejas, hizo una pequeña reverencia y se metió en la caravana. Esta vez no se oyó llave alguna en la cerradura.
La límpida brisa nocturna se llevó el humo, y las ovejas se sintieron más despiertas.
—Es amable —alabó Cloud.
Las demás asintieron, todas salvo Mopple, que se había quedado dormido de pie en medio del prado.
Al resto del rebaño aún no les apetecía irse a dormir. Los sobresaltos del día no les habían dejado tiempo para pastar. Decidieron quedarse un poco más fuera, terminar de alimentarse como es debido y, de ese modo, hacerle compañía a Mopple, que dormía como un lirón y no quería que lo despertaran.
Había caído la noche: las estrellas relucían y, en alguna parte, un mochuelo chillaba a pleno pulmón. En alguna parte croaba un sapo solitario, y en alguna parte dos gatos se entregaban a sus juegos amorosos.
En alguna parte se oyó ronronear el motor de un gran coche. Lane alzó la cabeza. El coche se detuvo en el camino, junto a la cancilla. Sin luces. Un hombre bajó y subió sin prisa por la pradera en dirección a la caravana. Poco antes de llegar se detuvo y olisqueó ruidosamente el aire. Luego subió los escalones y llamó a la puerta. Una vez, dos veces, tres veces.