17

Mucho antes, cuando Miss Maple todavía no conocía el invierno, George comía todas las mañanas una rebanada de pan con mantequilla y jarabe de arce. Los días que hacía buen tiempo siempre desayunaba fuera, ante las miradas envidiosas de sus ovejas. Primero colocaba una desvencijada mesita ante los escalones de la caravana, luego preparaba café, después sacaba el plato con el pan ya untado y, a continuación, tenía que volver a entrar para meterle prisa a la cafetera. Durante ese lapso el pan permanecía al sol, sin vigilancia. A las ovejas les habría gustado comérselo, pero sólo Maple sabía contar hasta cincuenta: en cuanto la cafetera golpeteaba porque George le daba con la palma de la mano, empezaba la cuenta. 1-15: Maple avanzaba a hurtadillas hacia la caravana. 15-25: para mayor seguridad, atisbaba por la puerta de la caravana. 25-45: lamía con cuidado el jarabe del pan, con tanto cuidado que ni siquiera se notaba que por la mantequilla hubiese pasado la lengua de una oveja. También era importante dejar una finísima capa del pardo jarabe, para que George no se diera cuenta. 45-50: volvía corriendo con las demás ovejas y se escondía tras el lanudo cuerpo de su madre, a la cual todo aquello le resultaba un tanto embarazoso. 51: George aparecía en la puerta de la caravana con una humeante taza de café y se ponía a desayunar.

Un día la cafetera se estropeó y George apareció en la puerta con los brazos cruzados cuando aún iba por 35. Fue el día que George le puso el nombre Maple, que significa «arce», antes aun de que pasara su primer invierno. Las otras ovejas sintieron una punzada de envidia, y a su madre se la veía tan orgullosa como si hubiese sido ella la que birlara el jarabe del pan. La propia Maple estuvo paseándose ufana por la pradera hasta que se puso el sol: nunca una oveja tan joven había tenido su propio nombre.

A esas alturas todas las ovejas tenían claro que Miss Maple debía de ser la oveja más lista de todo Glennkill… y tal vez del mundo. Por eso, a pesar del cansancio, se mantuvieron atentas mientras Maple, Mopple y Othello relataban sus experiencias en el pueblo con Dios y el carnicero. La cosa volvía a versar sobre la carne, y el miedo al cuchillo, vencido a duras penas, se propagó de nuevo. Sin embargo, Miss Maple quería mencionar otro asunto.

—Dios ha dicho una cosa importante —afirmó—. Ha dicho que a él nadie le ha contado nada. Le resulta inquietante. Y yo creo que tiene razón. Si lo hubiesen hecho en rebaño, se sentirían seguros y se lo contarían. Como pasó con McCarthy. Aquella vez Dios no los delató… ¿por qué iba a hacerlo ahora? George no le caía bien.

—Quizá lo hayan olvidado —opinó Cloud.

Mopple the Whale sacudió la cabeza.

—Los hombres no olvidan tan fácilmente. En primavera George aún sabía quién había roído en otoño la corteza de los árboles. McCarthy lleva ya siete inviernos muerto, casi una vida ovejuna, y ellos todavía se acuerdan. —Estaba claro que a Mopple le inspiraba respeto la memoria de los hombres.

—No es cuestión de memoria —confirmó Miss Maple—. Yo creo que el silencio tiene otro motivo. Creo que, a diferencia de cuando McCarthy, no estaban todos juntos. No son como un rebaño que haya comido algo conjuntamente. En ese caso se mantendrían juntos, se apiñarían en un sitio y esperarían. Pero no lo hacen. Van de un lado a otro confusos. Sospechan unos de otros. Cada cual quiere averiguar algo de los demás. Por eso Josh vino a ver a Gabriel, y por lo mismo estuvo Eddie aquí. Por eso Gabriel observaba cómo Josh, Tom O’Malley y Harry se colaban en el prado por la noche.

Las ovejas balaron sorprendidas: eso les era nuevo.

Miss Maple resopló impaciente.

—Podríamos haberlo descubierto mucho antes. De ese modo no nos habríamos dejado engañar tanto tiempo por él. ¡Gabriel es el cazador!

¿Gabriel, el cazador? En realidad eso no las sorprendió. Llegadas a ese punto, creían a Gabriel capaz de cualquier vileza. Pero ¿cómo lo había desenmascarado Miss Maple?

—Debió ocurrírseme en el acto —explicó ésta—. El solo hecho de que Maude no pudiera olerlo de inmediato. Sólo Gabriel es capaz de ocultar de ese modo su olor, tras lana húmeda y humo. Además… —escrutó los alrededores, ojo avizor— además sabía que los tres habían estado en el prado. Se lo dijo a Josh. Incluso sabía que nos habían puesto nerviosas. ¿Cómo iba a saberlo si no hubiera estado allí?

—Pero ¿cómo es que Gabriel caza personas? —inquirió Cloud.

—Tal vez quería su carne —aventuró Mopple—. Los hombres no son muy lanudos.

—Ninguna oveja puede abandonar el rebaño —baló Ritchfield.

Maple asintió.

—Creo que Ritchfield tiene razón. Gabriel es algo así como su manso. No quiere que anden correteando por ahí. Deberían permanecer en un sitio, y con la boca cerrada… como sus ovejas. Pero no lo hacen, y como Gabriel se dio cuenta de que tres se habían escabullido, los siguió.

—No es un manso muy bueno —apuntó Heide.

—No —convino Miss Maple—. No es capaz de mantener junto el rebaño. Por eso se ha quedado aquí a vigilar la caravana. En la caravana debe de haber escondido algo muy importante. Algo que bajo ningún concepto debe salir a la luz.

—¡La justicia! —exclamó Mopple.

Miss Maple ladeó la cabeza.

—Puede. Es una cuestión muy importante. ¿Qué pintan todos esos hombres en la caravana? ¿Eddie, Gabriel, Josh, Tom y Harry? ¿Qué buscan?

—Hierba —respondió Zora—. Tom dijo que buscaban hierba.

A las ovejas les pareció demasiado razonable: por lo común, los hombres no perseguían objetivos tan evidentes.

Mopple puso cara de escepticismo.

—Aquí hay hierba por todas partes. El prado entero está lleno de hierba, al menos donde esas de ahí —una mirada enojada a las ovejas de Gabriel— aún no se la han comido. ¿Por qué iban a buscar precisamente en la caravana cuando no tienen más que agacharse?

Debían admitir que Mopple tenía razón: hasta de los hombres se podía esperar un poco de buen juicio. Era un tema de conversación sumamente apetitoso: algunas cabezas se agacharon para hurgar en la paja del establo en busca de algo sabroso.

—No creo que todos quieran la hierba —dijo Miss Maple cuando su cabeza resurgió de la paja con una larga espiga en la boca—, o lo que sea. Creo que para Gabriel es mucho más importante que nada salga a la luz. Ni siquiera la hierba.

Mopple miró con envidia la espiga de Maple.

—Pero ¿por qué?

—Gabriel es el manso —dijo Miss Maple—. Creo que cuando mataron a McCarthy también lo era. Sabe que George y el carnicero se protegieron. Si les pasaba algo, todo saldría a la luz. Y ahora le ha pasado algo a George. Naturalmente todos esperan que salga a la luz. Y yo creo que piensan que va a salir de la caravana.

Las ovejas se reunieron a la puerta del establo y observaron con escepticismo la caravana, que dormía en la oscuridad como una enorme piedra negra. Hasta entonces siempre les había parecido inofensiva, y lo único que había salido de ella era el propio George.

—No sé —dijo Cordelia.

—Sea lo que sea, no saldrá —aseguró Lane—. Nadie puede abrir la puerta. Gabriel lo ha intentado, y también Eddie, Josh, Harry y Tom O’Malley. Y el hombre del coche silencioso. Y ninguno lo ha conseguido.

—¿Por qué quieren abrir la puerta si nadie quiere que salga nada? —baló Heide. No era una mala pregunta.

Miss Maple movió las orejas, pensativa.

—Si no consiguen entrar en la caravana, siempre tendrán miedo de que otro lo logre y descubra su secreto. Pero si son ellos los que entran, entonces encontrarán las pruebas y las harán desaparecer de una vez por todas.

Permanecieron en silencio un rato, meditando, cavilando o sencillamente rumiando. Cuando parecía que esa meditación iba a convertirse en un agradable duermevela, Miss Maple volvió a sobresaltarlas.

—Imaginaos que fuera uno solo el que mató a George —soltó de pronto—. ¿Quién podría ser?

Algo asustadas, todas balaron a la vez: Gabriel y el carnicero eran los favoritos.

—Hum —dijo Miss Maple—. ¿No os dais cuenta de algo? Antes ninguna habría creído capaz de algo así a Gabriel, porque nos caía bien. Y ahora es sospechoso porque ya no nos cae bien. Puede que estemos cometiendo un error: el asesino también podría ser alguien que nos caiga bien.

—Si fuera el asesino no nos caería bien —replicó Heide con rotundidad.

—Pero es posible que aún nos caiga bien —objetó Miss Maple.

—¿Rebecca? —baló Cloud, asustada.

—¿Qué sabemos de ella, aparte de que huele bien? —planteó Miss Maple—. Se presenta sin más tras la muerte de George. Se comporta como si hubiese venido por lo del turismo, pero no es cierto. Intenta averiguar cosas sobre George.

—Ella también quiere dar con el asesino —apuntó Othello.

—O impedir que lo encuentren. Preguntó si había sospechosos. Tal vez sólo quiera saber si alguien le sigue la pista.

Parecía bastante convincente: en las novelas de Pamela, las bellas hijas a menudo eran la causa de la muerte de sus padres. Pese a todo, a ninguna oveja acababa de convencerle esa teoría.

—Me regaló el último tomate —recordó Othello.

Algunas ovejas miraron significativamente a Maple: ¿era capaz de matar alguien que hacía algo así?

Sin embargo, Miss Maple seguía en sus trece.

—No es de aquí. No tiene miedo de que algo salga a la luz. Ni siquiera sabe que haya algo que pueda salir a la luz. ¿Y os acordáis de lo que dijo Beth de la pala, el cadáver y los perros del diablo?

—«Imagínese el horror que debió de sentir ese perdido al verse junto al cadáver con la pala» —citó Mopple.

—Exacto. —Maple lanzó una mirada de aprobación a Mopple—. Pero Rebecca no es de aquí. No tenía ni idea de lo que eran los perros del diablo. Seguro que tampoco se habría sentido horrorizada.

—Es valiente. ¿Y qué? —resopló Othello—. Eso no demuestra absolutamente nada.

—En efecto. —Miss Maple exhaló un suspiro. Todas advirtieron que estaba cansada—. No demuestra absolutamente nada.

Empezó a pasearse arriba y abajo por el estrecho establo con aire meditabundo. Algunas ovejas a las que apartó o empujó balaron indignadas, pero Miss Maple no parecía oírlas.

—Los pequeños enigmas se resuelven —musitó—. Uno tras otro van abriéndose como capullos. Ahora sabemos por qué el carnicero y Josh se hallaban en la pradera en medio de la niebla: por esa cosa. Y quién se agachó y qué dejó en el suelo: Josh y la cosa. Quién es el espíritu del lobo y quién el cazador. Pero ¿qué hay del gran enigma? ¿Qué hay del asesinato? ¿Por qué no encaja?

Trotó hacia Sara, que logró esquivarla en el último instante.

—Puede que no siempre tenga que encajar todo. Puede que sea un error pensar que siempre ha de encajar todo. En la novela policíaca todo debía encajar, y luego todo se embrolló y George se deshizo del libro. Tal vez la solución sea precisamente que algunas cosas no encajan. Cosas que creemos que guardan relación y que en realidad no guardan ninguna relación. —Se detuvo—. Debemos centrarnos más en el gran enigma —explicó—. El gran enigma es… la pala.

Miss Maple enmudeció un buen rato; en un principio dio la impresión de estar analizando algo a fondo, pero poco después su respiración, profunda y regular, reveló que la oveja más lista de Glennkill se había quedado dormida.

Por la mañana, el mar rugía y una luz amarillenta hacía que las troneras del techo del establo brillaran como ojos de gato en la oscuridad. Sin embargo, los pájaros entonaban con despreocupación su canto matutino. Al final, en aquel coro se entrometió, primero lejana y luego más y más cerca, una voz disonante.

Las ovejas atisbaron desde el establo y vieron a Gabriel sentado de nuevo en los escalones de la caravana. A través del tenue velo de bruma matutina, el rebaño al completo miró con desaprobación a su nuevo pastor.

—¡Tiene que marcharse! —exclamó Heide.

Nadie la contradijo.

—Pero ¿cómo? —inquirió Lane.

Observaron a Gabriel, que permanecía firme en los escalones como un pino al borde del acantilado, envuelto en el humo de su pipa. Resultaba inimaginable que una oveja —ni siquiera un rebaño entero— pudiera hacer nada al respecto.

—Miedo —intervino Zora—. Tenemos que meterle miedo.

Se pararon a pensar qué les daba miedo a ellas: los perros grandes, los coches ruidosos, el zotal, el espíritu del lobo, el olor a fiera. Nada de ello parecía indicado para expulsar a Gabriel.

Se miraron desconcertadas.

—Atención —bufó Melmoth de súbito—. Si hubieseis estado atentas, sabríais hace tiempo qué teme Gabriel… o por qué. ¿Qué hacen los hombres cuando tienen miedo?

Miss Maple abrió los ojos como platos.

—Levantan cercas —repuso.

Todas las cabezas se giraron hacia las ovejas de Gabriel, que de nuevo miraban hambrientas a través de la alambrada.

—¿Qué puede pasarles tras la alambrada con toda la comida que les echa Gabriel todos los días? —preguntó Heide amargamente.

—Podrían ponerse enfermas —aventuró Melmoth.

—Más les vale que no —razonó Zora—. Ya lo tienen bastante difícil.

—Si se ponen enfermas pueden contagiarnos —baló Mopple, asustado.

Melmoth guiñó un ojo con complicidad.

—¿Y si nos pusiéramos nosotras enfermas?

De pronto la cabeza de Cordelia bullía de palabras: todos los nombres inquietantes que aprendiera de George recorrían desbocados sus pensamientos: profilaxis, panadizo, meningitis, Creutzfeldt-Jakob… El libro sobre enfermedades del ganado lanar estaba lleno de palabras raras, y todas significaban algo.

Poco después tenían un plan.

Se fueron a practicar al establo, y cuando, al cabo de un buen rato, volvieron a salir, se sentían un tanto aturdidas por el tremendo susto que habían planeado en la penumbra del cobertizo.

Ahora le enseñarían a Gabriel lo que era el miedo.

Pero Gabriel ya no estaba en los escalones de la caravana.

Se hallaba pastando.

La fría cantinela de la guadaña se extendía por la pradera, y la hierba caía a sus pies. Las ovejas se estremecieron y decidieron esperar a que Gabriel terminase con aquel espantoso quehacer.

Luego, de pronto, notaron que el viento no sólo les llevaba el rumor de la guadaña y la hierba muerta: algo mucho más horrible flotaba en el aire que la brisa matutina arrastraba desde el pueblo. Echaron a correr hacia la loma, y desde allí vieron que el carnicero subía a duras penas por el camino y luego por la pradera, directo hacia Gabriel.

La guadaña cantaba en voz alta, y las ruedas del carnicero apenas sonaban en la hierba: era muy posible que Gabriel aún no se hubiese percatado de su presencia. En todo caso no levantó la vista.

El carnicero sudaba. Estuvo un rato mirando cómo la hierba caía al suelo ante Gabriel, hasta que al final dijo:

—Porque toda carne es como hierba.

La guadaña se detuvo en el aire. Gabriel se volvió y esbozó su irresistible sonrisa.

—Al revés —replicó—. Toda hierba es como carne, si antes se la he echado a las bestias.

Las ovejas intercambiaron miradas significativas. Como si lo hubiese notado, el carnicero se volvió hacia la loma y entornó los ojos.

Gabriel lo miró.

—¿Qué te trae por aquí, Ham? —inquirió, cauteloso.

Ham sudaba debido al laborioso trayecto por la hierba, y su cabello, tan bello y dorado en la casa de Dios, se le pegaba grisáceo a la frente. Echó una mirada nerviosa alrededor.

—¿Irás hoy a la lectura del testamento bajo el tilo? —le preguntó a Gabriel—. A las doce del mediodía. No sabía si te habías enterado.

Ham se acercó un poco más al pastor, hasta situarse justo delante de él, y le dirigió una mirada escrutadora desde abajo.

Gabriel meneó la cabeza.

—Ham, hace casi una semana que la gente no habla de otra cosa. Todo el mundo se ha enterado. Y todo el mundo irá… todo el que pueda andar, todo el que aún no esté muerto. Salvo el padre Will, claro está, que volverá a demostrarnos que no le interesan las cosas mundanas. No dejará escapar esta ocasión. Perdona, pero lo sabes tan bien como yo. No has venido a preguntarme por la lectura del testamento. ¿Qué quieres?

Apocado, el carnicero pasó sus regordetes dedos por la rueda de la silla.

—Quería prevenirte —dijo en voz baja.

—¿Prevenirme? —Los ojos de Gabriel se entornaron—. ¿Contra qué habrías de prevenirme?

—Contra ellas. —Ham lanzó una mirada rápida a la colina. Sus ojos recorrieron el rebaño con nerviosismo hasta localizar a Mopple, que baló incómodo. Lo de la atención no funcionaba ni la mitad de bien cuando el carnicero no se hallaba tras un cristal.

—¿Contra las ovejas? —Gabriel dejó caer la guadaña—. Ay, Ham. Vamos, déjate de indirectas. Si quieres amenazarme, puedes hablar con franqueza, tranquilamente.

—¿Amenazarte? ¿Por qué iba a amenazarte precisamente a ti? ¡Tú no tienes ni idea! Eres de los pocos decentes por aquí. Quiero prevenirte.

—¿Contra las ovejas? —repitió Gabriel.

—Contra las ovejas —corroboró Ham—. Puede que pienses que estoy loco. Yo mismo lo pienso bastante a menudo. Que al caer me pasó algo en la cabeza. Pero no es cierto, porque en realidad pasó antes. ¡El carnero se adelantó! ¿Entiendes? ¡El tiene la culpa! —Señaló la loma con un dedo regordete—. Crees que son animales inofensivos que se dejan llevar. Eso pensaba yo. Ja! —Rió amargamente.

—¿Y? —preguntó Gabriel, irritado.

—Es un error. Saben de sobra lo que está pasando aquí. Pregúntale al padre William. ¡Ayer nos siguieron! Sobre todo ese gordo. ¡Es un demonio!

—¿Ese de ahí detrás, el que intenta esconderse tras el gris?

—¡Ése! —Ham se enjugó con un pañuelo unas gotas de sudor de la frente.

De pronto a Gabriel, que hacía un instante miraba con fijeza a las ovejas que señalaba el dedo índice de Ham, pareció llamarle la atención otra cosa. Sus ojos se entornaron de nuevo.

—Ayer estuviste hablando con el padre Will. ¿Nada menos que tú con Will? ¡Todavía se producen milagros!

Ham asintió.

—Es un milagro, exacto. Pero ¿a qué obedece? Lo cierto es que yo no pienso consentirlo. ¡Míralas! Ayer eran tres. Te digo que esos bichos no son normales. Mira cómo cuchichean. Piensan todo el tiempo en cómo acabar contigo.

Las ovejas se miraron asustadas: el carnicero les había descubierto el juego.

Gabriel se protegió los ojos con la mano y volvió a mirarlas.

—Creo que tienes razón —dijo.

Un suspiro recorrió el rebaño: ahora Gabriel estaba al tanto. No sería él, sino ellas las que desaparecerían de la pradera. Porque toda carne era como hierba, y porque toda hierba era como carne. El propio Gabriel lo había admitido.

Ham lo miró extrañado.

—¿En serio? —le preguntó—. ¿Me crees?

Gabriel asintió con calma.

En la loma, las ovejunas cabezas se hundieron resignadas en la hierba. Maude fue la única que siguió observándolos con obstinación.

—A pesar de todo lo intentaremos —baló.

—La verdad es que no son ovejas normales —reconoció Gabriel—. Son anormalmente poco rentables. Una raza antiquísima. No engordan como es debido, paren muy pocos corderos. Para mí es un misterio qué se proponía hacer George con ellas.

Ham manoseaba tímidamente un botón del chaleco.

—¿No podrías venderme al carnero de ahí detrás?

—¿El peligroso asesino?

Mopple se quedó pasmado del susto. Pero de repente el carnicero bajó los ojos.

—No me crees —dijo resignado. Por lo visto ya no tenía ganas de seguir hablando con Gabriel.

Hizo girar la silla y se alejó de Gabriel. Éste observó cómo se abría camino a duras penas por la hierba. Luego hizo bocina con las manos y le gritó:

—¡Eh, Ham! ¿Vas a ir pasado mañana al concurso La Oveja Más Lista de Glennkill?

Pero el carnicero no se volvió. Siguió rodando más aprisa por la hierba, sudando y resoplando, en dirección al camino.

En cuanto Ham desapareció tras un recodo del camino, Gabriel sonrió: ahora le había tocado al viejo granuja; estaba completamente loco. Sacudió la cabeza y levantó la guadaña de nuevo. Sin embargo, algo llamó su atención: una oveja de George había tropezado y rodaba por la hierba. Una de cabeza negra. La sonrisa de Gabriel se ensanchó. ¡Vieja raza de animales domésticos! ¡Paso firme! La oveja se levantó como pudo y a poco volvió a desplomarse. Luego tropezó una segunda. Un carnero gordo restregaba la cabeza como un poseso contra la pared del establo. A Gabriel la sonrisa se le heló en los labios; de pronto sus ojos azules ya no eran como el hielo, sino como el agua del deshielo, inquietos y sucios. La guadaña cayó en la hierba.

—¡Mierda! —exclamó—. Síntomas de Scrapie. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Las ovejas siguieron tambaleándose por la hierba con movimientos inseguros y afectados, incluso después de que Gabriel dejara de mirarlas. Aquello les procuraba una inesperada diversión. Gabriel había llamado de inmediato a sus perros y ahora practicaba un agujero en la cerca que hacía escasos días levantara con tanto esmero. Lo que vieron a continuación fue una obra maestra del arte del pastoreo: en pocos segundos los perros sacaron a las ovejas del cercado en un orden exquisito, sin que a ninguna de aquellas nerviosas ovejas le entrase el pánico. Al poco se veía una nube de polvo en el camino y la alambrada desierta era el único recuerdo de Gabriel y sus ovejas.

—A ése no volveremos a verlo —aseguró Heide, satisfecha.

—Sí que volveremos a verlo —la corrigió Maple—. Hoy a mediodía, cuando las sombras son cortas. Bajo el viejo tilo. Puede que todo salga a la luz.