Poco después Othello reunió al rebaño en torno a la loma. Era la primera vez que veían al carnero negro tan diligente. No obstante, las ovejas se mostraban escépticas: una cosa era acostumbrarse poco a poco al extraño olor de Melmoth y admirarlo por sus aventuras y su valor, y otra muy distinta dejar que les enseñara algo. Al fin y al cabo, Melmoth casi hablaba como una cabra. Y hasta un cordero lechal sabe que las cabras están locas.
Melmoth se había colocado en el punto más elevado de la colina para que todas pudiesen verlo. Un viento cálido azotaba sus greñas y convertía su lana en titilantes llamas grises. Sus cuernos relucían al sol.
—¿Quién es vuestro peor enemigo? —preguntó Melmoth.
—¡El carnicero! ¡Gabriel! ¡El cazador! ¡El lobo! —balaron a coro las ovejas. Últimamente eran tantos los enemigos que les costaba decidirse.
—El abismo —opinó Zora, filosófica.
—Error —contestó Melmoth—. Vuestro peor enemigo sois vosotras mismas. Sois vagas e indolentes, cobardes y miedosas, irreflexivas y simplonas.
Ahora lo comprobaron definitivamente: Melmoth estaba loco. Era una pérdida de tiempo escucharlo mientras Gabriel afilaba el cuchillo. Sin embargo, nadie se atrevía a darle la espalda sin más a Melmoth, que las miraba fijamente.
—A fin de cuentas —continuó Melmoth—, el escepticismo es un comienzo. No debéis creer lo que no entendéis. Debéis entender lo que creéis. Othello, mi amigo, el de los cuatro cuernos, el negro, el de los ojos audaces, os ayudará a entender.
Orgulloso, Othello fue al encuentro de Melmoth en la loma. Este le hizo una seña con los ojos, y Othello se puso a pacer. Las ovejas lo observaron, impacientes porque ellas no podían pastar.
—Ahí veis a una oveja pastando —dijo Melmoth al poco—. Ensimismada en su búsqueda del verde, absorta en la pradera, despistada. Y ahora —le hizo otra señal— a una oveja pastando con atención, tensa como el gato antes de dar el salto, oteando la hierba con todos los sentidos, con las antenas en todas las direcciones, incluso hacia el cielo.
Othello pastaba con fruición, y las ovejas lo miraron de nuevo un tanto envidiosas.
—¿Dónde reside la diferencia? —inquirió Melmoth.
Ellas reflexionaron un momento.
—En las orejas —contestó Zora—. Mueve a menudo las orejas.
—Hunde más los cuernos —baló Lane.
—Menea menos el rabo —apuntó Heide.
—El olor —baló vagamente Maude. Con el olor rara vez podía una equivocarse.
—Mal —espetó Melmoth—. Mal, mal y otra vez mal.
—¿La nariz? —inquirió Sara—. Ha ensanchado la nariz.
—Mal —replicó Melmoth.
—La comida —intervino Mopple—. Come otras cosas. Más trébol y menos avena.
—¡Mal!
—No hay ninguna diferencia —afirmó Maple.
—Bien —aprobó Melmoth, y fulminó a las ovejas con la mirada—. Aprended: la atención ve sin ser vista. El único que se puede encargar de que haya atención es uno mismo. Si no lo hacéis, seréis vuestro peor enemigo. Y es que existe una diferencia: el Othello atento ¡sobrevive!
—Pero Gabriel… —empezó Sara con cautela.
Melmoth la interrumpió.
—La atención os ayudará a descubrir las ideas calvas de los bípedos. Hipócritas de ruidos, traidores de olores, pero contra la atención nada pueden.
Melmoth les escrutó el rostro para averiguar si lo habían entendido, pero, gracias a las explicaciones de George, las ovejas tenían mucha práctica en aparentar comprensión, y el carnero se dio cuenta de que no resultaba tan sencillo verles el juego.
Luego, cuando la mayoría de las ovejas ya había perdido la esperanza, comenzó la parte práctica de la clase, si bien empezó menos emocionante de lo que se imaginaban. El primer ejercicio consistía en mirar mal una gran piedra redonda y con la mayor concentración posible.
—Pero las piedras no son peligrosas —objetó Heide.
—No te equivoques —gruñó Melmoth—. Si te da en la cabeza puede matarte. —Melmoth soltó una risita, como si hubiera hecho un chiste muy bueno.
Heide, asustada, se alejó de la piedra de un salto.
—Se trata precisamente de que consideramos inofensiva la piedra —aclaró Melmoth—. Cualquier cordero se muestra atento una vez comprende que está en juego su propio pellejo.
Las ovejas miraron con atención concentrada la piedra, que de no haber sido una piedra sin duda se habría deshecho bajo sus fulminantes miradas como una manchita de nieve en primavera. Mientras las ovejas estaban ocupadas con la piedra, el calor del día se disolvió en una fuerte tormenta. La piedra se mojó con la lluvia y brilló al resplandor de los rayos: el trueno retumbaba y las ovejas quedaron empapadas.
Heide fue la primera en perder la paciencia.
—Ya no quiero estar atenta —refunfuñó—. Quiero aprender de una vez a cuidar de las ovejas como tú. Quiero aprender a ser peligrosa.
—Mientras no puedas cuidar de ti misma no podrás cuidar de nadie —aseveró Melmoth—. Y peligrosa ya eres… para ti misma. En cuanto hayas aprendido a no serlo para ti misma, lo serás para los demás. Sencillo, ¿no?
Esa tarde no todas las ovejas aprendieron el «arte intenso e inmenso de la atención», como lo llamaba Melmoth, pero todas aprendieron algo. Maude aprendió que podía dormir en pleno día con los ojos abiertos, Mopple aprendió que era posible aguantar una tarde sin pastar, Sara aprendió que estremeciendo y contrayendo distintos músculos una podía sacudirse las moscas sin mover las orejas, y Heide aprendió a estar callada. Para ser la clase inicial, Melmoth estaba satisfecho.
Más tarde, en el fragante y límpido aire posterior a la tormenta, empezó a ponerles pequeñas tareas. Debían pasear a la orilla del acantilado y prestar atención a cada paso. Melmoth supervisaba ese ejercicio desde la roca de Zora, que estaba muy impresionada. Mopple parecía más pensativo que de costumbre. Después Melmoth las envió a birlar el empapado sombrero de Gabriel de los escalones de la caravana, donde éste se lo había dejado cuando corrió a refugiarse al establo del chaparrón.
Las ovejas aprendían más deprisa que entendían. Se percataron de que tenían muy poco tiempo para sentir miedo cuando de verdad observaban las cosas con la atención requerida por Melmoth.
Claro está que no siempre salía todo bien. En uno de los simulacros de ataque de Melmoth, la atención hizo que Mopple olvidara evitar la embestida y Melmoth se lo llevara por delante. Heide se atragantó al pastar porque la atención hizo que tragara cuando no debía.
Al caer la tarde, Melmoth les enseñó algo contrario al espíritu ovejuno: les enseñó a no dejarse cuidar.
—Esto no será posible —se lamentó Lane—. Pasa porque es instintivo. Somos así.
—Pasa porque dejáis que pase —replicó Melmoth—. La única razón por la que os pueden cuidar es porque no sabéis cuidaros vosotras mismas. Olvidad el rebaño. Olvidad los perros. Cuidaos vosotras mismas.
Las ovejas practicaron lo de no dejarse cuidar hasta que anocheció. Melmoth asumió el papel de perro ovejero y correteaba balando a su alrededor, un torbellino de ataques ficticios, fintas y repliegues. El cometido de las ovejas era, simplemente, permanecer inmóviles. Pronto estaban todos agotados, el uno de correr y las otras de mantener su heroica inmovilidad.
—¿Vamos a acabar pronto? —inquirió Maude.
—¿Acabar? ¿Con qué? —Melmoth le dirigió una mirada inocente.
—Con lo del aprendizaje —baló Sara.
—¡No! —exclamó Melmoth.
—Entonces, ¿cuándo vamos a acabar? —gimió Mopple. Le dolían los tendones y tenía el lomo agarrotado, aunque curiosamente no sentía hambre.
—Carnero gordito —le dijo Melmoth—, mírame a mí, que he vagado por el mundo en busca de atención y creo que no ha habido un solo día ni una sola noche que no aprendiera algo.
Mopple gimió. Ya podían irse olvidando del habitual reposo nocturno. Se preparó para pasar más horas agotadoras. Pero Melmoth aún no había acabado.
—Por otra parte —agregó—, también se puede aprender pastando. Rumiando. Incluso durmiendo. Así pues, ahora lo mejor será que aprendáis un poco pastando.
Las ovejas convinieron rápidamente en que pastar al caer la tarde era un modo estupendo de aprender. Después fueron al establo para continuar el aprendizaje durmiendo. Pero, aunque molidas, les costó conciliar el sueño. Una leve llovizna hacía crepitar los setos en la oscuridad. En el establo reinaba un silencio de lo más inquietante: las ovejas, exhaustas, pensaban en carneros desconocidos y ovejas errantes, piedras y sombreros de pastor, razas de carne y cercos de alambre. Todo mezclado. Ni siquiera se atrevían a tumbarse a dormir. Un mochuelo ululó, y hasta eso las puso nerviosas. Luego algo crujió cerca de la puerta y las ovejas se apiñaron en un rincón, pero sólo era Melmoth, una sombra negra en la entrada del establo.
—No estáis aprendiendo —observó—. No estáis durmiendo. ¿Qué ocurre?
—El miedo —reconoció Maude.
—El miedo —balaron las demás.
—El miedo —repitió Melmoth—. No está aquí dentro. Está ahí fuera, ¿no es así?
Tenía razón. Fuera, en alguna parte, se hallaban Gabriel, el carnicero y todos los carnívoros del mundo.
—Deberíais ahuyentarlo —sugirió Melmoth—. Es un ejercicio. Veréis para qué sirve la atención.
Melmoth distribuyó nuevamente tareas.
Sara, Cloud y Maude debían colocarse en las negrísimas sombras debajo del árbol de las cornejas y escuchar los pensamientos nocturnos de las aves. Ramses, Lane y Cordelia debían acudir al agujero que había bajo el pino y oír las amenazas que conjuraba el frío mar contra el acantilado desde las profundidades. Zora debía mirar el cielo e imaginar que no subiría, sino que descendería hacia un abismo colosal. Heide debía quedarse sola en el establo y oler el silencio en rincones y recovecos.
Y Othello, Maple y Mopple debían ir al pueblo, buscar al carnicero y observarlo hasta que no les diera miedo.
Seguía lloviznando. Las gotas de agua corrían cristal abajo, y cada una de ellas atrapaba una pizca de luz titilante de la habitación que quedaba al otro lado.
Miss Maple, Mopple y Othello oteaban a través de las gotas: dentro estaban Dios y el carnicero sentados a una mesa, uno enfrente del otro. Entre ambos había una botella marrón y dos vasos con un líquido dorado.
Ham tenía apoyado el mentón en sus grandes garras de carnicero y los ojos clavados en Dios.
Dios hundió la nariz en el vaso con líquido.
—No es más que vanidad —decía—, vanidad femenina. Se tiñen el pelo y se ponen esas cosas ceñidas, y luego es uno el que tiene que desviar la mirada. No es justo.
—Kate no se tiñe —respondió Ham—. Es natural, y menudo color.
—No es justo —repitió Dios—. Y en cambio a mí me va mal. Un tormento. ¿Entiendes?, a mí me va mal.
—Escucha —dijo el carnicero—, si yo bebo contigo, imagínate lo mal que me tiene que ir a mí.
Dios asintió, comprensivo.
—¿Acaso crees que tú me caes bien? Llevas años haciéndome la vida imposible, y todo por esa… —Sacudió la cabeza con tristeza.
—Pero a alguien tendré que contárselo —afirmó el carnicero—, si no me volveré loco. —Su voz sonaba extrañamente espesa e inerte. Tal vez fuera por el cristal—. Si George siguiera vivo, habría acudido a él. Hay que reconocer que George sabía mantener el pico cerrado. Al final no le sirvió de mucho, pobre diablo. Y tú, amigo mío, mantendrás el pico cerrado, tanto si te gusta como si no.
El narigudo esbozo una sonrisa forzada.
—Mi débil carne. ¿Sabes lo que es hablarle a la gente del cielo días tras día a sabiendas de que a uno lo esperan en el infierno? ¡Qué digo lo esperan! A mí vendrán a buscarme en persona.
—¿Y tú te crees que me caí yo sólito por el acantilado? ¿Eh? ¿Sin más ni más? ¿Al viejo Ham le entró el tembleque? —Miró con furia a Dios.
Éste parecía esperar otra respuesta. Miró fijamente al carnicero y luego asintió varias veces y con excesiva vehemencia, como un pavo gigante.
—Directamente del infierno. Y son horribles. Aullidos y castañeteo de dientes durante toda la eternidad, y todo por la maldita carne.
Maple y Mopple se miraron: por lo visto el narigudo había entendido la profesión del carnicero. Ni que decir tiene que el carnicero ni se inmutó.
—Es decir, no son más que ovejas —dijo—. Yo nunca habría sacrificado un caballo. Ni un burro. Un burro tiene una cruz en el lomo. En el pellejo. El Domingo de Ramos llevó al Señor. Eso el una señal. Pero ¿las ovejas? Están para eso. Para eso se las cría. Yo pensaba que no tenía por qué haber cargo de conciencia. Una muerte limpia y al mostrador. Así de sencillo. Pero después, después… —Los regordetes dedos de Ham golpearon la mesa a un ritmo frenético.
Dios callaba. De su nariz colgaba una gotita transparente que temblaba como el rocío con el viento. Los dedos de Ham dejaron de tamborilear. Por un momento reinó tal silencio que las ovejas pudieron oír el golpeteo de la lluvia en el alféizar, suave y nervioso como las patas de los ratones. Acto seguido, Ham echó mano de la botella y llenó su vaso de líquido dorado. La botella borboteó y Ham meneó la cabeza.
—George era distinto —prosiguió—. Les ponía nombre, unos nombres curiosos. Y hablaba con ellas. No se entendía con nadie más. Una vez vino a verme y me dijo: «Melmoth se ha ido. Lleva tres días fuera. Ya está bien. Cogeremos tus perros y lo rastrearemos». Primero pensé que se trataba de un niño… —El carnicero sacudió la cabeza risueño—. Menudo loco. Pero era decente, más decente que todos los demás juntos.
—¿George? —Envidioso, el narigudo agarró la botella marrón y clavó los ojos en el carnicero—. No te lo crees ni tú. Nunca sabremos a qué se dedicaba en esa caravana, pero te diré una cosa: no se dedicaba únicamente a las ovejas. ¡Decencia! ¡Bah! —Puso los ojos en blanco, bebió un buen trago del vaso dorado y tosió. Sus ojos se veían hinchados y húmedos—. George no hacía más que darme guerra. No tenía respeto, ni temor de Dios. Me las endosó a mí para vengarse. Ya podía habérselas endosado a los demás. Esos están mucho más metidos en el ajo que yo. Yo me limité a mantener el pico cerrado. Pero no: tenía que tomarla conmigo. ¿Sabes cuándo vi al primero? ¡En el entierro! La gente no tardó en largarse. Es comprensible que tengan cosas mejores que hacer que dar sepultura a George, y yo… bueno, ahora da igual, me pongo a echarle un vistazo a una de esas revistas, muy breve, y entonces oigo algo. Alzo la vista y allí, al otro lado de la lápida de George, veo una cabeza sonriente. Alto como un hombre, pero era una cabeza de… de… —La voz desapareció temblorosa en el vaso y reapareció al poco en forma de ronco susurro—. De un macho cabrío. ¡Mirándome directamente a los ojos! Un macho cabrío negro. ¡Con cuatro cuernos!
Ham asintió con vehemencia.
—A mí me atacó un carnero blanco —afirmó—. Me empujó por el acantilado. Gigantesco. Fuerte como un verraco. Y salvaje. ¿Es normal? Es decir, no son más que ovejas. Y luego eso: de un blanco radiante. Resplandecía en la niebla. Te diré una cosa: ésa no era una oveja normal. Pero ¿por qué? Desde entonces no paro de verlo y preguntarme por qué.
El carnicero bebió un buen sorbo y Dios se sonó en un pañuelo.
—Lo habría dejado —farfulló éste—. Quemé la revista y me puse a rezar. Pero después, justo al día siguiente, vino a verme la nueva responsable de turismo. Por fin habíamos encontrado a alguien, y tenía que orientarla. Bueno, pues la miré… y debió de parecerles demasiado concupiscente. El caso es que apareció un demonio en la ventana. De nuevo con forma de carnero. Y no negro, no, sino gris con unos cuernos enormes y unas alas negras. Alto, como un hombre de pie. Claro está que despedí a la mujer en el acto, le dije que fuera a casa de Beth. Te digo que jamás volveré a ver a una oveja sin que un escalofrío me recorra la espalda.
El carnicero se echó al coleto el resto del líquido dorado y miró a Dios, compasivo.
—Yo tampoco —convino—. Le he estado dando vueltas y más vueltas. Me han dicho que sólo pasé una noche en el hospital, pero a mí se me hicieron semanas. Estuve pensando todo el tiempo: Kate, sí, no pude olvidarla, aunque se casara con George. Por ella compré aquella vez la cámara de vigilancia, para poder verla de nuevo por la noche comprando pechuga de pavo. Y su voz… —El carnicero miró con aire soñador—. No desearás… Pero no la habría tocado, debes creerme. Y en cuanto a lo demás, ni siquiera participé en la cerdada que le hicieron a McCarthy, y eso que yo habría sido el más perjudicado. Lo único que se me ocurrió fue lo de la carnicería. Pero alguien tiene que hacerlo. —El carnicero golpeó la mesa con el vaso vacío.
—Ahora todo se venga —musitó el narigudo—. Cualquier pensamiento pecaminoso, cualquiera. Incluso en la iglesia. Eso ha acabado conmigo. Imagínate, ¡en la casa de Dios! Yo estaba en el confesionario… quería hablar de algo con Gabriel. Vino y estuvimos hablando. Y luego… un horror, Ham, así como te lo digo, un horror. De pronto inundó el confesionario un hedor infernal, la voz se convirtió en un balido espantoso. Descorrí la cortina y en lugar de a Gabriel vi al carnero negro, rumiando. ¡Con siete cuernos, como el animal del Apocalipsis! —gimió.
Ham juntó la yema de los dedos formando una bóveda de nervaduras recias y rosadas y habló con gran realismo.
—O estaba mal matarlas —dijo—, y yo soy culpable. En cuyo caso esto es justo. —Sus manos golpearon la silla de ruedas—. O estaba bien, y entonces esto es una injusticia que clama al cielo. Pero en ningún sitio pone que sea un error, la Biblia no dice una sola palabra al respecto, en la Biblia también las matan.
—Venganza —susurró el narigudo, y se estremeció—. «Mía es la venganza», dice el Señor. Eso es lo que debí aclararles antaño con lo de McCarthy. Ese habría sido mi cometido. Demasiado tarde. Ahora la venganza es asunto de los de ahí abajo. —La mano de Dios hizo un gesto abatido señalando el suelo.
—Sólo existen dos posibilidades —aseguró Ham—. O me hago vegetariano, como Beth, o les enseño a ésas que a mí no se me trata así. Un carnero blanco. Sí, sí, sólo es un animal estúpido, instinto y demás. Yo también me lo digo a veces. Pero yo también soy un animal estúpido. Todo lo que vemos al fin y al cabo no es… no es más que… una especie de máscara, ¿comprendes? Detrás se oculta algo. No sé qué se oculta detrás, pero sé que aquello era un carnero blanco. Espera a que lo agarre. Me las pagará. —Ham apoyó las manos en la mesa como para ponerse en pie, pero sólo se levantó un poco de su extraña silla y se dejó caer de nuevo entre suspiros.
De repente algo se movió junto a Maple. La gravilla crujió. Mopple the Whale se había apartado del cristal y miraba hacia la puerta del jardín.
Maple le dirigió una mirada de reproche.
—Melmoth dijo que nos fuéramos cuando tuviésemos miedo —afirmó Mopple, e intentó poner cara de tener miedo.
—Pero es importante —aseguró Maple—. Puede que sigan hablando de George. Puede que averigüemos algo sobre el asesinato. ¡Tú eres la oveja memoriosa!
En ese momento se oyó en casa del carnicero un ruido duro y frío con un eco espantado. Mopple se estremeció.
—¿Ves? —dijo Maple tratando de animarlo—. Ha pasado algo. Ven, tienes que memorizarlo.
En la oscuridad, los listones de la verja parecían dientes afilados, y la puerta emitía un crujido hostil con el viento. De repente volver a casa solo y por la noche ya no era tan buena idea. Mopple ocupó de nuevo su sitio, al abrigo entre Maple y Othello, y se puso a mirar con valentía por la ventana.
Dentro la botella se había caído y derramaba su líquido a borbotones. El narigudo agarraba ensimismado su vaso, y Ham miraba fascinado el charco que se extendía por la mesa, oscuro como la sangre.
—Esto no tiene nada que ver con tu pequeña y miserable alma —dijo el carnicero en voz muy baja. Sonaba más peligroso que todo lo que le habían oído hasta ese momento—. Pecado o no, haz penitencia, y el Señor te perdonará. ¿Es que no crees en nada de lo que predicas todos los domingos? Tu maldita castidad no me interesa. Es una cerdada que Alice te diese igual después. Y te haré sudar por ello mientras pueda.
Las ovejas observaron que la ira del carnicero volvía a sacar a Dios del vaso. Se enderezó.
—Fue ella la que me abandonó a mí —dijo, sereno y triste—. No al revés. Qué no habría hecho yo por ella. ¡Todo! Incluso hoy sigo viéndola en todas las mujeres. Es mi perdición. Esa… bruja.
Las manos del carnicero se volvieron dos puños. Un crujido amenazador. Mopple movió nervioso las orejas.
—¿Bruja? Lo único que quería mi hermana era un poco de honestidad.
Ante la fría ira del carnicero, el narigudo volvió a refugiarse en su vaso.
—No tienes idea de lo que estoy haciendo por ti —se lamentó éste—. ¿Acaso crees que no se han planteado matarte? ¿Y quién los ha convencido de lo contrario? ¡Pues yo! Y además, uno de esos artistas había calculado lo práctico que sería que encontraran tu cadenita en el escenario del crimen. La de oro de Kate. —Sonrió—. Por fortuna se confesó. Naturalmente salí en el acto a buscarla.
—Josh —dijo Ham casi aburrido.
Sorprendido, Dios enarcó las cejas.
—¿Lo sabes?
—Sólo sé que aún la llevaba puesta cuando Tom me llamó para que fuera a la taberna. Y luego, cuando volvimos de ver el cadáver de George, no la tenía. Está claro que alguien quería colgarme el sambenito. Quién, es otra cuestión. Esa rata de Josh. No le caigo bien, y ni siquiera sé por qué. —El carnicero sacudió la cabeza meditabundo.
—No debiste darle esa paliza después de la boda de George —opinó Dios.
—¿Y? —espetó el carnicero—. ¿Encontraste mi cadena?
—No —admitió Dios—. Pero lo intenté.
—Sólo porque sabes que todo saldrá a la luz si a mí me ocurre algo —respondió el carnicero con desdén.
—¡Pues hazlo! —El narigudo probó con la osadía—. Clava mis cartas de amor en la puerta de la iglesia, todas esas cochinadas. ¿Crees que aún le interesa a alguien después de tantos años?
—Créeme —contestó Ham, furioso—, a ellos sí les interesa.
Nervioso, Dios bebió un par de sorbos del vaso.
—Sin embargo, no envidio las confesiones que tienes que oír semana tras semana —musitó Ham al cabo—. ¡Menudas cosas tuvieron que contarte! ¡Con una pala! A quién se le ocurriría algo así… —Meneó la cabeza.
Dios se inclinó sobre la mesa, tanto que dio la impresión de caerse hacia delante, y miró con fijeza a Ham. Mientras que el carnicero se hundía despacio en su silla de ruedas, él parecía recobrar el ánimo.
—Ninguno ha dicho nada. Ninguno. Ni palabra. Ni siquiera en confesión. De McCarthy sí, ya estoy harto de oírlo. Pero de George… ni palabra. Seguro que lo han pensado. Pero ninguno tiene intención de hacerlo.
Ham se encogió de hombros como si aquello no le sorprendiera demasiado, pero el otro se iba agitando con lo que decía.
—Ese silencio me da escalofríos, Ham. Ni siquiera ante Dios… Realmente deseé que se confesaran. No es propio de ellos, ¿sabes? Siempre tenían ganas de descargar sobre mí su mala conciencia. Tal vez… es decir, lo de la pala es demencia! —Sus ojos adoptaron una expresión recelosa—. Oye, ahora que lo pienso, ¿por qué fuiste otra vez al escenario del crimen? El día del entierro de George.
Ham hizo una mueca. Al parecer, él también recordaba a su pesar aquella mañana neblinosa. Miró con ojos vidriosos por la ventana, directamente a los ojos castaños de Mopple.
—Porque quería recuperar mi cadena —gruñó—. Tuve la misma idea que tú… y sin oír ninguna confesión. El muy idiota de Josh. Y cuando la policía se presentó en mi casa, pensé: seguro que está allí… —Los ojos de Ham se clavaron en algo y enmudeció.
Dios rió.
—Seguro que Josh la estuvo buscando a esa misma hora… el arrepentimiento y todo eso. Tampoco encontró nada. Esto parece cosa de brujas, y creo… —Calló al ver el espanto congelado en el rostro de Ham. Siguió su mirada hasta la ventana y se quedó de piedra. De pronto palideció y se llevó la mano izquierda al pecho.
—¡Ese es! —exclamó Ham—. ¡Ahora no se me escapa!
Con un hábil movimiento, el carnicero giró la silla y fue hacia la puerta. Dios miraba estupefacto el negro rectángulo donde por un instante había visto tres cabezas de oveja envueltas en un resplandor rojizo.
Mopple, Maple y Othello regresaron a la pradera bajo la llovizna. Podían sentirse satisfechas: aunque no habían ahuyentado el miedo del todo, al menos habían logrado atormentar a Dios y el carnicero.
Othello trotaba delante, orgulloso: había impresionado a Dios con sus cuatro cuernos, ya sólo por eso la cosa merecía la pena. Hasta Mopple avanzaba con la cabeza alta. ¡Melmoth tenía razón! Con un poco de atención y una mirada ovejuna impávida se podía asustar de lo lindo a los hombres.
Absorto en sus pensamientos, que giraban en torno a su recién descubierto talento, Mopple trotaba junto a Othello a un ritmo enérgico.
—¿Tú empujaste al carnicero por el acantilado? —le preguntó Othello.
Mopple levantó la cabeza. ¡Había atacado al carnicero en la niebla con la fuerza de un verraco! Ciertamente una oveja podía conseguir cualquier cosa con atención… Pero al punto comenzó a recordar. Mopple era la oveja memoriosa, y por tanto lo había memorizado todo.
—No —admitió con leve decepción—. Él me persiguió por la niebla y luego se cayó.
Othello bufó divertido, pero lo miró con amabilidad.
—Aun así tiene mucho mérito —alabó.
Volvieron la cabeza en busca de Miss Maple, que se había rezagado. De vez en cuando se detenía y arrancaba unas hojas de los setos que crecían junto al camino. Los carneros esperaron pacientes.