15

Por la mañana salieron temprano a la pradera para ver George’s Place a la luz del día. Se sentían satisfechas: George’s Place estaba intacto, e incluso la hierba pisoteada comenzaba a erguirse poco a poco. Las intrusas volvían a hallarse en su sitio, tras la cerca, y ni una sola había osado atravesar por segunda vez la abertura. Las ovejas de George estaban orgullosas de sí mismas, y esperaban a Gabriel con interés: éste debía ver la que había armado su rebaño, así se enteraría de una vez de la clase de glotonas inútiles que les había llevado.

Gabriel llegó con retraso: hasta los abejorros, poco amigos de madrugar, habían salido ya, y en la tapia que flanqueaba la cancilla tomaban el sol las lagartijas, que desaparecieron como oscuras flechas cuando el pastor se presentó finalmente en el prado. No venía solo; lo acompañaba un hombre de ojos intranquilos, en la mano una bolsa negra. Ambos se detuvieron ante la caravana.

—Sería útil que pudiera entrar —dijo Gabriel—. Podría dejar mis cosas dentro. Y pasar la noche de vez en cuando.

—Sí —respondió el otro de manera significativa, parpadeando con sus ojos veloces—, sería útil. E interesante. Vamos a ver. —Sacó unas herramientas de la bolsa.

Una urraca se posó en el techo de la caravana y ladeó la cabeza, curiosa.

Con aquellas cosas de metal el hombre se puso a trabajar en la puerta de George. Al poco estaba sudando. También las ovejas sentían los primeros calores del nuevo día. No era un calor bueno: era el calor mudo que precedía a una tormenta.

Al cabo de un rato el hombre se incorporó y se enjugó la frente con la manga de la camisa. Las moscas zumbaban.

—Lo siento —se disculpó.

—¿Qué significa eso? —preguntó Gabriel.

—No puedo hacerlo con estas pocas herramientas. Necesitarás tiempo y un especialista.

—Pensaba que tú eras un especialista, Eddie.

—Pero no para algo así. Aprendí a hacerlo en su día, cierto, pero cuando sólo se practica esporádicamente, además de la agricultura… —Se encogió de hombros.

—¿Dónde está el problema? —inquirió Gabriel.

—En la cerradura. Es de seguridad. No es tan fácil hacer una segunda llave.

—¿Entonces?

—Mira, Gabriel, los dos sabemos por qué quieres entrar ahí. Tus cosas pueden ir en cualquier otra parte. ¿Por qué no fuerzas la puerta sin más? Si te la cargas, ¿qué más da? No sería una gran pérdida. Menuda estupidez: semejante cerradura para una puerta de papel…

—Entonces, entrar se podría, ¿no?

—Entrar se podría sin más.

—Pero ¿se notaría?

—Se notaría.

—¿Y por las ventanas?

—Lo mismo. Entrar no es ningún problema, pero se notaría.

Gabriel asintió.

—Se tomó muchas molestias. Vamos a dejarlo.

El hombre lo miró sin comprender, y las ovejas se percataron de las ganas que tenía de entrar en la caravana, casi tantas como el propio Gabriel. De nuevo se dieron cuenta de lo distinto que era George de los demás hombres. A él sólo le interesaban las ovejas; a los otros sólo les interesaba la caravana.

El rostro de Eddie se iluminó.

—Ah, tienes miedo. De ellos. De la mafia de la droga. Si se ocupan de que la policía no registre la caravana, es que es importante. Así que hay algo de verdad en ello…

—No tengo miedo —objetó Gabriel. Mentía. Los hilos de miedo le salían incluso por la chaqueta de lana, que estaba impregnada de humo de pipa—. Es sólo que no quiero chismes innecesarios. Aunque por lo visto soy el único que no los quiere. —Le dirigió una mirada penetrante al hombre.

—Quizá unos chismes más en el lugar adecuado no hubiesen venido mal —opinó Eddie—. Aunque, claro, cada uno hace lo que puede en cada momento.

Gabriel lo miró como un manso mira las ocurrencias de un joven carnero, casi con amabilidad. Luego sacó del bolsillo un reluciente objeto de metal.

—¿Qué te parece?

El hombre silbó.

Gabriel puso una cara rara. Tensa. Era la primera vez que las ovejas lo veían tenso.

Eddie lo notó.

—Pero eso no se encuentra sin más en la calle —dijo—. ¿De dónde la has sacado?

—Cayó del cielo —gruñó Gabriel.

El otro sacudió la cabeza.

—Las cosas no son así, Gabriel. ¿Sabes lo que pasa en el pueblo? ¿En el Mad Boar? La gente se sienta a beber y esperar. Hablan de todo, se ríen hasta de los chistes de O’Malley. De esto no hablan, claro. Pero tienen derecho a saber lo que está pasando aquí.

—Aquí no pasa nada —respondió Gabriel, y lo miró fijamente con sus ojos azules—. Yo me encargo de que no pase nada.

Las ovejas se quedaron boquiabiertas: esa noche habían pasado un montón de cosas, y Gabriel era el último que había hecho algo al respecto. Empezaron a admitir que estaban algo decepcionadas con Gabriel.

El hombre suspiró.

—Bueno. La llave de una caja fuerte. Sólo que no es una caja que puedas comprar por correo. Una buena de verdad. Cara. Cara de verdad, quiero decir. Puede que incluso tenga una combinación. Puede que hagan falta varias llaves. En cualquier caso, muy astuto.

Gabriel asintió como si ya supiese todo eso.

—¿Qué tamaño tendrá más o menos?

Eddie se encogió de hombros.

—Difícil saberlo. ¿Como un microondas? ¿Como una nevera? Por lo que sé, la cosa no depende del tamaño. Las grandes tienen la ventaja de que uno no se las puede llevar sin más; y las pequeñas no se pueden volar sin destruir su contenido. Depende de lo que busques. —Miró a Gabriel con curiosidad, y éste, a su vez, miró con indiferencia a sus ovejas, como si ya supiese todo eso.

—Gracias —replicó—. Creo que eso es todo.

Pero Eddie no estaba dispuesto a que lo despachara así como así.

—Ya casi es mediodía —anunció—. ¿Sabes qué? Me quedaré a almorzar aquí.

—Como quieras —respondió Gabriel con aire ausente.

Había descubierto la abertura de la alambrada y se puso a buscar un trozo de tela metálica y una estaca bajo la caravana.

—Tienes suerte de que no se hayan largado —observó Eddie.

—Están bien educadas.

—De animales sabes, eso hay que reconocerlo.

Las ovejas estaban furiosas. ¡Bien educadas! De no ser por el pequeño milagro, ahora estaría buscando a sus maravillosas ovejas por los huertos de Glennkill. Sólo gracias a Melmoth seguían detrás de la alambrada y no se atrevían a salir.

Mientras Gabriel reparaba el cercado sus ovejas lanzaban ávidas miradas hacia George’s Place.

—Tienen hambre —anunció Eddie.

Gabriel asintió, casi un tanto orgulloso.

—Sí, comen mucho, pero a cambio engordan como es debido. Hay que darles más todavía.

Gabriel fue hasta el diminuto cobertizo que había detrás de la caravana y revolvió en busca de algo. Salió con una guadaña en la mano.

La guadaña de George. Las ovejas conocían ese extraño utensilio de madera y metal, pero no sabían para qué servía. «Quien tiene ovejas puede ahorrarse la guadaña», solía decir George cuando bruñía la hoja con un trapo blanco y rojo. Sólo por esmero.

Gabriel no se ahorró la guadaña.

No les ahorró la guadaña.

Se puso a pastar al pie de la loma, por la cara opuesta al mar.

Las ovejas enmudecieron. Era la primera vez que veían pastar a un hombre, un espectáculo espeluznante. En la mano de Gabriel aquella singular herramienta se transformaba en una inmensa garra de hierro que recorría la hierba con una hostil cantinela. Por la pradera silbaban extraños ruidos, como de pájaros de pico puntiagudo en vuelo bajo. Allá por donde pasaba la guadaña, la hierba caía al suelo sin oponer resistencia. Eso era lo horripilante: Gabriel pastaba y al mismo tiempo rehusaba la hierba. Era una imagen de destrucción gratuita. El buen olor que ascendía de la hierba muerta no hacía sino empeorar las cosas.

A pesar del sol estival, las ovejas sentían frío. Mopple empezó a tiritar levemente, entre irritado y horrorizado.

Aparte del malvado sonido de la guadaña no se oía nada. Las ovejas de Gabriel habían cesado de balar pidiendo comida y miraban al pastor con sus blanquecinos ojos.

—¿Por qué no cortas eso de detrás? —sugirió el hombre—. Ahí la hierba es mucho más alta. —Y señaló George’s Place.

Las ovejas contuvieron la respiración.

—Mejor no. Si las otras no la comen, quizá haya algún veneno en el suelo. Sólo me faltaba que se me murieran ahora, después de engordarlas.

—Entiendes de animales —insistió el hombre—. Más que yo de cerraduras.

Gabriel lo miró con aspereza.

Al cabo de un rato pareció satisfecho con su obra de destrucción. Se metió una larga brizna de hierba entre los dientes, allí donde solía estar la pipa, y echó a andar con parsimonia hacia la caravana para coger la carretilla. Eddie seguía sentado en los escalones de la caravana. Hacía tiempo que se había comido el pan. Gabriel no le prestó atención; les llevó la hierba a sus ovejas y se la lanzó por encima del cercado. Ellas entonaban de nuevo su petición de comida, y siguieron balando hasta que la más rezagada pudo hundir el hocico en la hierba muerta.

Después reinó la calma. Gabriel regresó a la caravana, cuyos escalones aún ocupaba Eddie. Ambos se miraron largamente.

—Entonces, ¿quieres esperar a que se lea el testamento el domingo? —le preguntó Eddie.

Gabriel asintió. Eddie se puso en pie bruscamente, cogió su bolsa y echó a andar en dirección al pueblo.

Las ovejas tardaron un rato en recuperarse del episodio de la guadaña. Ahora ya nadie afirmaba que Gabriel era un buen pastor.

—Ni siquiera es un pastor —espetó Heide—. Deberíamos hacer como si no existiera. Él tampoco nos mira.

Un buen plan.

Poco después había un montón de traseros ovejunos de cara a la caravana. Decidieron pacer por delante de Gabriel con ostensivo desprecio: George se habría irritado, pero Gabriel ni siquiera pareció darse cuenta. En cambio, una de sus ovejas las miró con interés: era el robusto carnero en que Zora ya había reparado. Había dejado de atiborrarse de hierba guadañada y observaba concentrado las ovejas de George.

Zora fue la primera en verlo. A decir verdad, se había propuesto no volver a hablar con las ovejas de Gabriel ni pensar inútilmente en ellas. Lo decidió después de su fallido intento de entablar conversación, y luego una segunda vez, esa misma noche, cuando aquellas ovejas se abalanzaron sobre sus pastos como orugas mortecinas.

Pero ese carnero despertaba su interés. Era mayor que los demás y —en opinión de Zora— más juicioso. Además, en algún lugar entre sus blanquecinos ojos, Zora olía un precipicio. Empezó a pacer en su dirección lo más discretamente posible. Pasó por delante de él una vez. Luego otra. Los ojos del carnero la seguían, pero sólo eso. Zora decidió probar una tercera vez, bien pegada al cercado.

Esa vez tuvo éxito.

—Comida —dijo el carnero—. Muerte.

Tenía una bonita voz, dulce y melodiosa, que no pegaba con su cuerpo paticorto y rechoncho. Era la voz de una oveja muy elegante.

—Sí —contestó Zora, compasiva—. Vuestra hierba ha muerto. Él la ha cortado. Con una guadaña.

El carnero meneó la cabeza.

—Nosotras somos comida. Él es la muerte. ¡Escapad!

—¿Gabriel? —inquirió ella—. ¿La muerte? Qué disparate. Es un pastor. Aunque sea malo.

El carnero sacudió nuevamente la cabeza.

—Nosotras somos comida —repitió.

Zora lo miró extrañada. Algo en ella comenzó a temblar. El precipicio estaba allí, en alguna parte ante ella, pero no lo veía. Sólo lo olía.

—La carne es comida —continuó el carnero.

Zora negó con la cabeza.

—La hierba es comida —corrigió.

Frustrado, el carnero embistió la alambrada con su cabeza sin cuernos. En la pradera se oyó un ruido metálico y Gabriel les echó una ojeada.

—La hierba es muerte —dijo el carnero con autoridad—. La hierba causa la muerte. —Le lanzó a Zora una mirada casi suplicante.

Ella se preguntó si no estaría loco. Todas esas sandeces sobre la carne y la muerte. Nunca había oído hablar de carne a una oveja. Cuando iba a volverse y dar definitivamente por perdidas a las ovejas de Gabriel, le llegaron tres palabras del abismo.

Raza de carne, pensó.

Se quedó inmóvil. De pronto el aire era asfixiante y respiró con desagrado el calor de la tormenta que se avecinaba. El carnero miró a su propio rebaño, que seguía atiborrándose sin ton ni son de la hierba cortada.

—Comen. Engordan. Mueren —dijo el carnero—. Y yo… —Bajó la cabeza y no dijo más.

Zora apoyó las pezuñas en el suelo a la manera de las ovejas montaraces para lidiar mejor con los retazos de palabras que le lanzaba el abismo. Mopple, pensó, engordar, una raza de carne… pasar a cuchillo… engordar como es debido… engordarlas. De repente se disipó la niebla y vio abrirse el abismo ante sus ojos: era el abismo más profundo de su vida.

El carnero desconocido la miró expectante: leyó en sus abiertos ojos que había entendido y pareció aliviado.

—¡Escapad! —repitió.

—¿Por qué no les avisas a ellas? —preguntó Zora, temblando de ira contra aquel carnero que le había revelado tan horribles cosas—. ¿Por qué no escapáis? ¿Ayer, por ejemplo, en lugar de abalanzaros sobre George’s Place? —Nada más preguntarlo lo comprendió. El carnero tenía el rostro más triste que había visto jamás en una oveja.

—Miedo —respondió—. Cercas y miedo. Cercas de miedo. Son jóvenes. No entienden. No pueden ver. Las ovejas madre olvidan. Todos los años. Quieren olvidar. Sus cercos son altos. Sus perros son rápidos. —Le dirigió una mirada vacía a Gabriel.

Zora lo entendió, y sus ojos se humedecieron. Delante tenía a la oveja más valiente que nunca había conocido. Una oveja que, día tras día, miraba sola al abismo. Desesperadamente sola.

—Te convertirás en una oveja nube —le susurró—. Ya verás, a ti te será muy fácil. Pronto te veré en el cielo.

Luego no pudo aguantar más y se alejó al galope, atravesando la pradera de un lado a otro. ¿Adónde ir? ¿A su peña? El abismo del mar se le antojó insignificante. Se avergonzaba ante aquel extraño y ante sí misma, pero entonces cayó en la cuenta de porqué él había hablado con ella: era una advertencia. Y ahora ella tenía que advertir a su rebaño.

—Está loco —baló Heide.

—Que dijo ¿qué? —preguntó Cloud, perpleja.

—Que van a morir —repitió Zora con impaciencia—. Que Gabriel las va a matar. Pronto.

—Ese carnero está tarumba —insistió Heide—. Gabriel es pastor, se ocupa de ellas… mejor que de nosotras.

—Hace un momento decías que no era un pastor —apuntó Maude.

—No lo he dicho —baló Heide respondona, y se alejó con la cabeza alta.

—¿Por qué querría matarlas Gabriel? —inquirió Sara con incredulidad.

—Por su carne. —Zora entendía que el carnero desconocido no pudiera explicar el abismo a su propio rebaño. Ni siquiera el suyo quería creerlo, aun siendo ellas mucho más listas y juiciosas que las ovejas de Gabriel—. Les da hierba para que engorden deprisa. Y después… Todo encaja. Son una raza de carne porque engordan deprisa. Como Mopple, que también es de una raza de carne. Lo dijo George. «Pasar a cuchillo», dijo él aquella vez. Por favor, creedme.

—¿Y eso te lo ha contado el carnero desconocido? —quiso saber Cordelia.

—No —admitió Zora—. No directamente. Pero tenía miedo.

Las demás ovejas callaron. El carnero desconocido les daba pena, pero ¿había que creer sin más sus extrañas historias?

Zora vio en sus rostros que no estaban convencidas.

—Por favor —insistió—, sé que es verdad.

—Hum —intervino Miss Maple—. Eso explicaría por qué no son lanudas. ¿Os acordáis de lo mucho que nos sorprendió que Gabriel perdiera el tiempo con unas ovejas tan poco lanudas? Pero si en realidad no le interesa su lana… ésa es una explicación.

Zora miró agradecida a Miss Maple, y las demás sopesaron de nuevo la teoría de Zora. Si hasta Maple, la oveja más lista de todo Glennkill y tal vez del mundo, la encontraba interesante, quizá hubiera algo de verdad en el asunto, por increíble que resultara.

Fue precisamente Mopple el que dejó a Zora en la estacada.

—No me creo una sola palabra —baló—. Lo que pasa es que ese carnero está loco. Ayer querían comerse George’s Place y hoy intentan meternos miedo de otra manera. Yo debería saberlo, soy una raza de carne. ¿Acaso trató George de pasarme a cuchillo?

—George era diferente —objetó Zora—. Él quería ovejas lanudas, tan lanudas como las noruegas.

Pero no había quien parara a Mopple.

—Raza de carne significa algo completamente distinto —baló—. Raza de carne significa… —Buscó en sus recuerdos con la cabeza ladeada, pero no encontró nada—. Algo completamente distinto —repitió tozudo.

Y así convenció al resto… de la teoría de Zora. Si ni siquiera a Mopple the Whale, con su portentosa memoria, se le ocurría otra explicación, es que la teoría de Zora tenía que ser cierta.

Cundió el pánico.

—¡Un lobo! ¡Un lobo! —baló Maude. Y echó a correr en zigzag por la pradera.

Lane y Cordelia metieron la cabeza la una en la lana de la otra, y las ovejas madre llamaron agitadas a sus corderos.

—Ahora somos su rebaño —se lamentó Ramses—. ¡Se acabó!

—Nos matará —musitó Cloud—. Es como el carnicero. ¡Debemos irnos de aquí!

—No podemos irnos —afirmó Sara—. Éste es nuestro prado. ¿Adónde íbamos a ir?

Mopple miraba enojado a unas y otras.

—¿De verdad la creéis? —baló—. ¿De verdad la creéis? ¿Yo también?

—¡Tú el primero! —bufó Zora, que aún estaba enfadada porque Mopple no la había creído.

Ni siquiera Miss Maple tenía una solución. Oteaba apocada la caravana para ver si Gabriel estaba afilando el cuchillo.

—Seguro que los carneros lo saben —musitó.

Las ovejas echaron una ojeada en busca de los carneros con más experiencia: en ese momento Ritchfield y Melmoth estaban jugando al pilla la oveja como dos corderos lechales, y Othello seguía poniendo los cinco sentidos en ocultarse de Melmoth. Sin embargo, al notar su desasosiego se acercó a ellas.

—¡Un lobo! —baló Maude.

—El carnero desconocido —susurró Cordelia.

—Nos va a matar a todas —baló Mopple—. A mí el primero.

Othello tardó un rato en enterarse de todo. También él se asustó: conocía el mundo y el zoo, pero no las ovejas de carne.

—Hemos de decírselo a Melmoth —resolvió—. Melmoth sabrá.

Miraron a Melmoth. Ahora él y Ritchfield simulaban un duelo. Melmoth se había dejado vencer por Ritchfield y rodaba por la hierba como un cachorro.

—¿Estás seguro? —preguntó Cloud.

Othello echó a trotar hacia la loma con el corazón acelerado y una sensación de mareo. El momento de la verdad. Por una parte se sentía aliviado: hacía días que buscaba un motivo para presentarse finalmente ante Melmoth.

Por otro lado, la idea de volver a mirar a los ojos al gran gris después de tanto tiempo le resultaba embarazosa. Melmoth lo conocía mejor que su propia sombra; había sido testigo de todos los errores y las tonterías de su juventud… y los había criticado sin piedad. Ese bochorno enfadaba a Othello. Al fin y al cabo, no era él quien se había escabullido de noche y con sigilo de la jaula del payaso cruel, con una única frase estúpida por toda despedida.

«A veces estar solo es una ventaja», resopló Othello, furioso. No había sido ninguna ventaja; estar solo le había causado un daño horrible: una única oveja entre cuatro perros, dos hurones y un ganso blanco. Las ovejas no estaban hechas para la soledad. La tristeza se instaló entre los cuernos de Othello, así como una especie de compasión por Melmoth, que se había pasado la vida entera trotando en soledad, en el fondo de su corazón solo en todos los rebaños. Ahora ocurría lo que a Othello siempre se le había antojado inimaginable: Melmoth se había hecho viejo.

Llevaba la edad como Othello nunca había visto llevar la edad a una oveja, pero, aun así, sin duda era el hastío lo que hacía crecer la barba del gris. Othello se planteó cómo podría acabar un duelo entre ellos dos y se asustó. Era una idea que nunca se había atrevido a plantearse. La primera vez que se vieron, Melmoth no parecía saber nada de la pétrea pesadez de la vida. Sus pezuñas apenas tocaban el suelo, cada uno de sus movimientos ofrecía una imagen de fuerza perfectamente controlada.

Y a su lado, él mismo, Othello, con cuatro cuernecitos ridículos y el corazón turbado. ¿Luchar? ¿Él, una oveja? ¿Contra unos perros?

—No sé luchar —baló con su obstinada voz de carnero joven.

—No —replicó Melmoth—, pero no importa. Luchar no es algo que se sepa hacer. Luchar es algo que se quiere hacer.

Cuestión de voluntad, como todo en la vida de una oveja. Una sensación de admiración por Melmoth le recorrió los cuernos a Othello, admiración por la voluntad y la sabiduría que tanto tiempo lo habían mantenido a flote en la soledad. Y luego —cómo iba a ser de otro modo—, de nuevo bochorno debido a su eterno cerrilismo.

Othello frenó en seco.

Ante sus pezuñas, en la hierba, yacía Melmoth, la víctima lamentable del juego del duelo. Unos ambarinos ojos de duende fulminaron a Othello como desde muy lejos.

—Dador de sombra —dijo Melmoth—. Es mejor hacer sombra que estar a la sombra. Pero que le den sombra a uno en un día caluroso como éste… tampoco está nada mal.

Melmoth volvió la cabeza hacia Ritchfield, que se hallaba a unos pasos de él, aún perplejo con su victoria en el duelo.

—Conozco un juego nuevo —aseguró Melmoth—. Quién teme a la oveja negra. —Se puso en pie con elegancia y se dirigió a Othello—: ¿Quién teme a la oveja negra? —le preguntó. Sus ojos eran serios: parecía imposible que hacía unos instantes brillaran maliciosos—. Un montón de perros, diría yo, y algunas ovejas, si son listas, y, claro está, el hombre de negro. Yo, sin duda, no. —Miró de arriba abajo a Othello con insistencia—. Pero la oveja negra… ¿a quién teme?

Así fue el reencuentro. Una familiar sensación de desconcierto se apoderó de Othello. Le explicó lo que Zora había averiguado sobre Gabriel.

—Deberíamos huir —opinó—. Si tú nos guías, podemos lograrlo.

—¿Todas? ¿Tantas? —Como si fueran una corneja, los ojos de Melmoth sobrevolaron el rebaño, que, a una distancia respetuosa, alzaba con interés la vista hacia la colina—. A veces estar solo es una ventaja.

—Ellas no se irán solas —aseguró Othello—. Ni una de ellas.

—Pues que se queden —contestó Melmoth a secas.

—Pero…

—Tanto mejor —continuó Melmoth—. ¿Huir? ¿Del de los ojos azules? ¿Del de la guadaña? No merece la pena. —Miró de nuevo a las ovejas—. Sólo tienen que aprender unas cuantas cosas, aprender a enseñar, enseñar al de los ojos azules a bailar… y a temer.