14

Al anochecer reinaba un silencio absoluto en la pradera. Las palomas torcaces recorrían la hierba en busca de insectos, el cielo se veía blancuzco y rosáceo, y el mar, liso como la leche, bordeaba el acantilado. Incluso el monótono rumor de las ovejas de Gabriel al arrancar la hierba había cesado. Con los ojos blanquecinos se apiñaban realizando un mudo esfuerzo contra la alambrada, allí donde una de las estacas se había soltado del anclaje.

Las ovejas de George no se daban cuenta de nada. Seguían sentadas bajo el árbol de la sombra, boquiabiertas.

—Lo has conseguido —dijo Cordelia con admiración.

Las demás ovejas callaban. Aún sentían el corazón desbocado después de oír las aventuras de Melmoth, el reluciente cuchillo, el olor del carroñero, los aullidos de los perros del carnicero.

Melmoth también callaba. Daba la impresión de seguir vagando por la cantera. Tenía un aspecto curiosamente joven.

—¡Continúa! —baló una voz implorante: el cordero de invierno.

Melmoth volvió la cabeza a la velocidad del rayo.

—¿Que continúe con qué, joven rumiante?

Asustado, el cordero de invierno desapareció tras el tronco del árbol de la sombra.

—Me refiero a que cómo continúa la historia —baló desde allí.

—La historia no continúa —respondió Melmoth—. Una historia termina exactamente cuando termina. Como un aliento. Pero la vida continuó, salvando colinas y pantanos, lejos de las carreteras, a la orilla de playas salobres y ríos centelleantes, en las montañas brumosas, donde pastan las cabras salvajes de Wicklow, a través de numerosos rebaños como si fuera a través de copos de nieve, hasta llegar al mar del Norte, donde termina el mundo, y más allá… y yo no hice más que seguirla, describiendo infinitas curvas, igual que el ratón por la hierba.

—Entonces hablamos del mar del Norte —baló el cordero desde detrás del tronco.

Pero Melmoth no escuchaba.

—Yo también querría que continuara la historia —le susurró a un reluciente escarabajo negro que se paseaba por una larga brizna de hierba justo delante de sus narices—. En el propio pellejo, en la vuelta, no con los extraños, en el mundo. Pero para eso hace falta un pastor, y el pastor ha muerto.

Los dientes se cerraron y el gordo escarabajo desapareció junto con la brizna de hierba entre las mandíbulas de Melmoth. El carnero gris mascó con aire pensativo. Mopple arrugó la nariz.

—¿Por qué sabes que George ha muerto? —preguntó Maple de sopetón.

Melmoth la miró, asombrado.

—¿Cómo no iba a saberlo? Mis pájaros lo saben, el aire lo sabe. El de los ojos azules trae hasta aquí a las de los ojos blanquecinos. Habéis saqueado el huerto. El rebaño humano pisotea la hierba como le place. Además —añadió al poco, casi divertido—, todo el que lo vio aquella noche, con el corazón parado y la sangre desbocada y la pala atravesándole la vida, puede estar bastante seguro de que está muerto.

—¿Estabas allí aquella noche? —baló, agitada, Cloud—. ¿Viste quién le clavó la pala a George?

Melmoth bufó irritado.

—No lo vi —respondió—. Ay, si lo hubiese visto…

—Pero ¿después? —inquirió Maple—. ¿Poco después?

—Las aves nocturnas aún no habían empezado a cantar. Lo encontré antes que los necróforos. Lo encontré cuando el calor de la vida no había escapado por completo en la oscuridad.

—¿Y luego? —preguntó Maple, presa de la curiosidad—. ¿Qué hiciste luego?

—Di tres vueltas a la izquierda, tres a la derecha y tres saltos hacia el cielo, como hacen las cabras salvajes de Wicklow cuando un sabio de su rebaño enmudece. Apoyé la pezuña en su corazón. Con los humanos es difícil saber dónde está el corazón, si es que tienen. Pero en su caso lo sabía. Ojalá me hubiera vuelto a ver. Sólo desde lejos. Sólo brevemente. Para que supiera que lo había conseguido. Me retrasé una puesta de sol. Una sola. Llevaba escuchando el paso del tiempo desde el último vuelo de las golondrinas, se deslizaba como la arena con el viento. Pensé que había llegado mi hora. No podía saber que era la suya.

Melmoth parecía triste.

Maple imaginó su peluda figura en la oscuridad, sus ojos brillantes, sus movimientos fluidos, algunas cornejas de negras alas en el lomo. El enigma de la huella de pezuña. Asintió y dijo:

—El espíritu del lobo.

Lo veía con claridad.

Las demás ovejas la miraron intranquilas. No les gustaba pensar en el espíritu del lobo, ni siquiera en pleno día, cuando el sol les calentaba la lana y las gaviotas revoloteaban. Escamada, Maude se puso a olisquear por todas partes.

Las más listas observaron a Melmoth y poco a poco se fueron dando cuenta: en la pradera no había ningún espíritu del lobo, tan sólo Melmoth —aunque ese «tan sólo» no parecía muy acertado en su caso—. Reflexionaron, cada una para sí, si debían temer tanto a Melmoth como al espíritu del lobo, o tan poco al espíritu del lobo como a Melmoth.

El malestar cundió en el rebaño. Lane y Mopple, que hasta entonces descansaban cómodamente en el suelo, se levantaron nerviosos. Nadie más se movió. Ritchfield, que en su calidad de manso debía dar ejemplo en semejantes situaciones, tampoco fue de mucha ayuda esa vez.

—¡Bah! —se limitó a decir.

¿Bah? ¿Significaba eso que en la historia de Melmoth y el espíritu del lobo no había una sola palabra de verdad? ¿Que hacía falta más que un espíritu del lobo para sacar de quicio a Ritchfield? ¿Que sencillamente no había acabado de entenderlo del todo?

Se miraron confusas, y algunas ovejas balaron desconcertadas.

Al final las salvó el hambre.

Mientras Melmoth les relataba la noche que pasó en la cantera, ni una sola oveja se atrevió a pastar: habían escuchado con el corazón desbocado. Ahora tenían sobre todo hambre. Era una suerte que las historias de Pamela no fuesen como la de Melmoth; si no, probablemente habrían terminado siendo un rebaño de flacas. Con espíritu del lobo o sin él, las ovejas empezaron a pacer con apetito, y al hacerlo —las mandíbulas triturando y la boca arrancando, hocicos y pensamientos hundidos en la hierba— la tensión se disipó como la niebla.

Pero entonces algo se movió contra la lana de Cloud. El cordero salió. Las patas le temblaban, pero su rostro reflejaba resolución. Echó un vistazo a la pradera. Melmoth se hallaba a pocos metros de él, como si lo esperara. Curiosamente, éste no le infundía miedo, sino valor. Ambos se miraron.

—Dicen que tú eres el espíritu del lobo —espetó el cordero, todavía algo vacilante.

—Yo soy Melmoth —contestó Melmoth.

—Entonces, ¿no hay ningún espíritu del lobo? —inquirió el cordero con los ojos muy abiertos.

Melmoth bajó su cara gris y peluda hacia el cordero: tenía las comisuras de la boca fruncidas como belfos. La corneja posada en el lomo de Melmoth graznó burlona.

—Pero si tú lo has visto con tus propios ojos, ¿no, pequeño rumiante?

—Sí, lo he visto —replicó el cordero con seriedad—. No era como tú. Era horrible.

Melmoth resopló divertido, pero antes de que el cordero pudiera sentirse como un tonto, recobró la gravedad.

—Escucha, pequeño rumiante, escucha atentamente con esas bonitas orejas, y con los ojos, con los cuernos que no te han salido aún, con la nariz, la cabeza y el corazón.

El cordero incluso abrió la boca para oír mejor.

—Si has visto al espíritu del lobo —dijo Melmoth—, lo has visto. Aquella noche yo estaba con George. Pero ¿quién dice que allí sólo estaba yo? El que allí yacía, envuelto en el manto de la oscuridad, era un pastor especial. Había recorrido muchos mundos, había sido huésped en muchos mundos. Ahora los blancos bailan en el pueblo, y la roja ha venido. Los negros taciturnos llaman en vano a la caravana, y los carroñeros caen del cielo. ¿Quién puede decir si alguien más bailó alrededor de su cuerpo muerto? Ni tú ni yo.

—Cordelia opina que es un truco —aseguró el cordero—. Cordelia opina que no hay ningún espíritu. Pero no se lo cree ni ella: ella también tiene miedo.

—No es un truco —objetó Melmoth—. Cree a Melmoth, que también ha pastado en muchos mundos. En el mundo hay espíritus. Espantacharcos y subesetos, dedos marinos y fantasmas del heno son los más inofensivos. Pero el cordero llorón… Cuando el cordero llorón grita en medio de la niebla, no hay oveja madre que pueda resistirlo. Se ven obligadas a ir con él, ¿entiendes?, tira de ellas por un hilo, como las arañas. Y ninguna vuelve.

El cordero se estremeció.

—¿Ninguna?

—Ninguna. Y no oses mirar a la cabra roja. Cuando una oveja ve a la cabra roja, poco después un carnero de su rebaño muere en un duelo, y ni siquiera el viento puede hacer algo. Lo mejor sería que una oveja no viera a la cabra roja. Sin embargo, el vaho solitario… —Melmoth arrugó la nariz—. Lo mejor sería que una oveja no oliera el vaho solitario, el seducenarices, pequeño rumiante. Es un olor divino, como a todas las cosas buenas a la vez: hierbas y leche y seguridad, el aroma de la vega en otoño, el olor de la victoria tras el duelo. Tienta y seduce y susurra con voz aterciopelada, pero sólo puede olerlo una oveja del rebaño. Una sola. Y ésta lo sigue, a salto de mata, alejándose del rebaño sin volver la vista atrás, por el pantano, hasta llegar a un lago negro en la ciénaga. Un lago que es un ojillo malvado que te mira fijamente…

—¿Y luego? —susurró con voz ronca el cordero.

—¿Luego? —Melmoth revolvió los ojos—. Luego nada. Nadie ha ido nunca más allá del ojo malvado, al menos nadie que haya vuelto sano y salvo. Del vaho solitario sólo ha escapado una única oveja.

La corneja posada en su lomo volvió la cabeza, y sus pequeños ojos brillantes miraron inexpresivos al cordero.

—¿Tú? —musitó el cordero.

—¿Yo? —parpadeó Melmoth—. Lo importante es la historia, no el que la cuenta. Escucha las historias, escucha atentamente, aguza el oído, recógelas del prado como si fueran botones de oro. Están los perros pastores aulladores, Thul el Inodoro, la oveja vampiro, el pastor sin cabeza…

—Y el espíritu del lobo —apuntó el cordero, que se acordaba perfectamente de la horripilante noche junto al dolmen.

—Y el espíritu del lobo —corroboró Melmoth—. El espíritu del lobo, pequeño y tenaz visionario, también existe.

Y, a modo de confirmación, la corneja desplegó sus negras alas al sol poniente. Sin embargo, Melmoth se volvió y pasó por delante de Maude, que lo olisqueó. Pasó por delante de Cordelia y Maple, de Zora y Sir Ritchfield, que puso cara de conspirador. Finalmente desapareció entre la retama, y poco después las ovejas tuvieron la sensación de que sólo habían soñado con el extraño carnero gris.

Pero Ritchfield parpadeó complacido.

—Sólo va a dar una vuelta —afirmó—. Siempre le ha gustado la noche. «Lástima que sea para dormir», decía siempre. Volverá. Ninguna oveja puede abandonar el rebaño… a menos que vuelva —añadió por si acaso.

Tras la marcha de Melmoth, el prado se les antojó a las ovejas extrañamente vacío, inquietante como un mar liso y profundo. Se apiñaron todas en la cima de la loma y escucharon primero el silencio y después a Miss Maple. Ésta constató:

—Ya sabemos por qué George abandonó el rebaño humano —dijo—. La noche que nos ha contado Melmoth, averiguó que no era un buen rebaño. Su rebaño había matado a McCarthy. Imaginaos que vivís en un rebaño y un buen día descubrís que las demás no son ovejas… sino lobos.

Las ovejas la miraron, horrorizadas: una idea tan horrible no la habrían tenido voluntariamente ni en sueños. El cordero de invierno fue el único que soltó un balido burlón.

—Pero se trataba de un secreto —prosiguió Miss Maple—. Eran lobos a los que no se podía oler tan fácilmente: lobos con piel de cordero. Y eso no podía salir a la luz. Creo que para los hombres eso es la justicia: cuando algo sale a la luz.

—¿De dónde? —preguntó Othello, interesado en ese punto.

Miss Maple se devanó los sesos.

—No lo sé —admitió al final—. Si supiéramos de dónde, podríamos intentar dejarlo salir sin más.

—¡Justicia! —baló Mopple, al cual le agradaba la idea de dejar salir algo de algún sitio sin más. Por lo menos no sonaba peligroso: una patadita a la cancilla adecuada y la historia del asesinato terminaría de una vez. Pero luego se planteó por qué habían encerrado a la justicia. ¿Sería peligrosa? ¿Sólo para los hombres o también para las ovejas? Mopple puso cara de oveja y decidió que, a partir de ese momento, se dedicaría a guardar silencio y rumiar, nada más.

—Es interesante pensar en quién tiene miedo en la historia de Melmoth… y por qué —dijo Miss Maple al poco—. Al principio George y el carnicero tenían miedo del cadáver. Eso lo sabemos. Un cadáver anuncia que la muerte ronda… y todo el mundo teme a la muerte.

Titubeantes balidos de aprobación. Decididamente, aquel tema de conversación era demasiado retorcido para las ovejas, pero Maple siguió inexorable.

—Pero después a George y el carnicero les entró mucho más miedo, en cuanto supieron que los asesinos sabían que ellos lo sabían.

Las ovejas se miraron: ¿quién sabía qué? Miss Maple aprovechó la confusión generalizada para arrancar un botón de oro gordo y dorado y masticar a conciencia. Luego continuó.

—¿Por qué? Porque los asesinos también tienen miedo: miedo de que todo salga a la luz, lo cual los hace peligrosos, como perros. Los perros que tienen miedo son el doble de peligrosos. Los perros que tienen miedo muerden. —De repente pareció ocurrírsele otra idea. Miró a Mopple, que seguía concentrado en rumiar—. Dime, ¿qué era lo que tenías que memorizar?

—Todo —respondió Mopple, orgulloso.

Maple suspiró.

—¿Y qué más?

Mopple se paró a pensar un instante.

—El rey de los gnomos —dijo.

Maple asintió.

—Ahora sabemos por qué los niños tenían miedo de George, aunque él nunca le hizo nada a nadie: aprendieron el miedo de los mayores, como los corderos. Para los mayores George era un peligro porque conocía el secreto.

Impresionadas, las ovejas callaban. Ciertamente, Miss Maple era la oveja más lista de todo Glennkill.

—Pero puede que todo esto no tenga nada que ver con la muerte de George —aventuró Zora—. Al fin y al cabo lo dejaron muchos años en paz: casi una vida ovejuna entera. ¿Por qué ahora, de pronto?

Miss Maple meneó la cabeza con vehemencia.

—Seguro que tiene que ver. Lo de la pala (la de aquí y la de allí) es demasiado extraño. Las palas no suelen ser peligrosas. La nuestra pasó muchos años en el cobertizo y nunca hizo nada. ¿Y de pronto mueren dos hombres por una pala? Porque eso es lo que debía parecer en el caso de George, aunque en realidad lo envenenaran. El asesino de George… quería que alguien pensase en McCarthy.

—¿Qué hay del carnicero? —baló Mopple, volviendo a apartarse de su buen propósito de limitarse a guardar silencio y rumiar—. El carnicero también sabía lo de McCarthy.

—El carnicero —sopesó Maple—. El carnicero. —Era como si mascara la palabra—. El carnicero se ha protegido. ¡Por eso nadie mata al carnicero! ¿Sería una advertencia para él porque no se atrevían a acercársele en persona? Pero… —sus orejas se movieron— pero tal vez sea justo al revés. Tal vez alguien quiera que todo salga a la luz. Tal vez mató a George para que todo saliera de una vez a la luz. Y ahora, al haber fracasado, la ha tomado con el carnicero. Los hombres del pueblo temen por el carnicero. Hemos oído que están preocupados, aunque a ninguno le cae bien.

—Es una historia de amor —baló Heide con obstinación.

—No si aparece el carnicero —objetó Mopple.

Pero, por lo visto, incluso Miss Maple creía al carnicero capaz de protagonizar una historia de amor.

—A decir verdad, ¿por qué no? —arguyó—. Al fin y al cabo el carnicero parece interesado por Kate. Y sabía lo que le pasó a McCarthy. Quizá el carnicero le clavó la pala a George para que pareciese que habían vuelto a ser los otros. ¡Todos juntos! Nadie se atrevería a delatarlo… porque se había protegido.

Las ovejas casi se marearon con aquel razonamiento. Allí donde Maple metía su ovejuna nariz, nuevas posibilidades zumbaban como moscas en el comedero. También ella parecía abrumada.

—Seguimos sin saber lo bastante —suspiró—. Hemos de averiguar más cosas sobre los hombres.

Las ovejas decidieron recuperarse todas juntas del agotador asunto criminal en el establo.

Tras un día caluroso, dentro el aire era húmedo y sofocante. El calor había revivido viejos olores de recovecos, rincones y huecos. Un joven ratón muerto el año anterior bajo las tablas; George, que, sudando, les echaba paladas de heno por la tronera del tejado, una olorosa lluvia de heno; un tornillo caído de la radio que volvía a oler como entonces, a metal y música; sangre y zotal goteados de la herida de Othello; huevos de golondrina bajo el tejado; el olor del aceite; el olor de muchos corderos; el olor de la nieve; polvo de alas de mariposa.

Los olores deambulaban por el establo cual ratas curiosas.

Maple los percibía soñolienta. A pesar del calor no tardó en quedarse dormida.

En su sueño hacía fresco. Se encontraba a orillas de un arroyo, y el arroyo le susurraba. Borbotaba, murmuraba, cantaba. El arroyo contaba que todo fluía hacia el mar y nunca regresaba. Pero Maple no se fiaba del arroyo. A su orilla pacía un gran rebaño de magníficas ovejas blancas, y a veces sucedía que una de ellas cruzaba el arroyo y llegaba a la otra orilla siendo una oveja negra. Negra de la cabeza a las pezuñas. Las ovejas negras miraban con ojos anhelantes la orilla de las ovejas blancas, mas éstas no parecían darse cuenta, hasta que una de las negras tomaba carrerilla y saltaba el arroyo. Sin embargo no se volvía blanca, sino que en medio del salto se convertía en un gran lobo gris. Las ovejas blancas huían espantadas, directamente hacia el cielo. Maple resolvió fijarse muy bien en cómo lo hacían para luego contárselo a Zora. Pero entonces supo que no sería capaz de retener el secreto hasta despertar. Del cielo bajaba un olor nervioso.

Maple despertó sobresaltada de su sueño, de regreso al oscuro calor del establo. ¡El olor de un rebaño! ¡Ovejas extrañas, muy cerca! Al momento cayó en la cuenta de que ahora Melmoth estaba con ellas. Melmoth, que olía como un rebaño de medias ovejas. Probablemente hubiese vuelto de su excursión nocturna antes de lo esperado. Maple se calmó y se preguntó por qué Melmoth olía tan raro, distinto de las demás ovejas que ella conocía. Tal vez tuviera que ver con su vida nómada. Melmoth nunca había vivido como suele hacerlo una oveja. Así pues, ¿por qué iba a oler como una oveja normal y corriente?

Puede que guardara relación con los rebaños que se había encontrado, con los que se había sentido a gusto durante un breve tiempo. Muchas vidas ovejunas empezadas en muchos rebaños distintos. Y ninguna pastada hasta el final. A Maple la mera idea le dio vértigo. No era de extrañar que Melmoth oliera a muchas ovejas diferentes.

Aunque tal vez la cosa fuera distinta. Tal vez en su deambular Melmoth había conocido ovejas, ovejas especiales que le gustaban y que se había llevado consigo como recuerdo, como olor, como hábito de pastoreo y como voz en la cabeza. ¿Habría escogido un rebaño, un rebaño de ovejas fantasma que arrastraba con hilos olfativos invisibles?

La idea la intranquilizó. Jamás podría acostumbrarse por completo al olor de Melmoth. Ninguna oveja podía. A modo de confirmación olisqueó una vez más el rebaño ajeno de fuera.

Y de pronto estaba totalmente despierta.

¡No era Melmoth! No era nada a medias, misterioso, inexplicado, sino un olor joven, plano, ávido. ¡Las ovejas de Gabriel! Muy cerca.

Maple baló alarmada.

Fue un balido estridente que arrancó a las demás de sus fértiles pastos de ensueño y las devolvió a la noche. Por todas partes se alzaron cabezas echando vistazos alrededor. Al poco el rebaño de George se hallaba a la puerta del establo, observando lo que pasaba en sus pastos.

Un frente compacto de pescuezos musculosos y cabezas voraces avanzaba hacia ellas. Las ovejas de Gabriel habían escapado de su prado y pacían en dirección al establo, unas junto a otras, imparables. En la oscuridad resultaban aún más pálidas, parecían irradiar una luz mortecina. Ahora que ya no estaban encerradas tras la alambrada se veía por vez primera cuántas eran en realidad: una visión amenazadora, un tanto como las chisporroteantes, susurrantes máquinas que recorrían los campos en otoño.

—Gabriel no sabe levantar cercados —afirmó Zora con aspereza—. Es un mal pastor.

—¿Y ahora qué hacemos? —se lamentó Heide.

—Nada —respondió Cordelia—. Nos quedaremos aquí, en el establo. Aquí no vendrán.

—Pero no podemos permitir que se coman todos nuestros pastos. —Mopple estaba fuera de sí—. ¿Dónde paceremos nosotras mañana? ¡Debemos echarlas!

—¿Es que no ves cuántas son? ¿Cómo vamos a echarlas? —repuso Zora—. Yo ni siquiera pude hablar con ellas.

—¡Pues ha de hacerse como sea! —se obstinó Mopple—. Se lo comerán todo: la loma, el trébol que hay junto al acantilado, las hierbas del precipicio.

—No todas las hierbas del precipicio —dijo Zora, orgullosa.

—¡George’s Place! —baló Mopple de súbito—. ¡Se comerán George’s Place!

Las ovejas se miraron asustadas.

—George’s Place —musitó Cloud—. Todo lo que nosotras no podíamos comer.

—La hierba ratonera —intervino Maude.

—Las orejas de cordero y la hierba dulce —apuntó Lane.

—La hierba lechosa y la avena —añadió Cordelia.

Las ovejas sabían pasmosamente bien lo que crecía en George’s Place.

Pensar en George’s Place resultó decisivo. Ya era bastante malo que las ovejas de Gabriel se abalanzaran sobre lo que en realidad les correspondía a ellas, pero que además devoraran lo que debía recordarles a George… aquello a lo que ellas habían renunciado voluntariamente… ¡No se podía tolerar, sencillamente no se podía!

—¡No! —Mopple estaba furioso—. ¡No se harán con George’s Place!

Así fue como se decidió que defenderían George’s Place.

Capitaneado por Mopple, el rebaño salió al trote hacia George’s Place. Nadie tenía miedo aún. Si Mopple the Whale no tenía miedo, aquello no podía ser tan peligroso.

Una vez allí, todas se quedaron desconcertadas. ¿Cómo defender un prado de unas ovejas que pastaban?

Pero Othello tenía una idea. Les hizo formar un círculo alrededor de George’s Place, oveja junto a oveja, hombro con hombro, las cabezas en dirección a las extrañas. El propio Othello se quedó en el centro del círculo, desde donde ayudaría a contener a las intrusas.

—Ahora sólo tenéis que quedaros ahí —dijo Othello—. Si no pasan de vosotras no se comerán George’s Place. Es así de sencillo.

Parecía asombrosamente sencillo.

En principio.

Sin embargo, cuando vieron avanzar el blanquecino frente ovejuno les asaltaron dudas. Algunas ovejas de Gabriel alzaron la cabeza y olisquearon en su dirección. Las de George se esforzaron por aparentar resolución. Al parecer sin éxito. Un carnero desconocido baló algo y, acto seguido, las ovejas de Gabriel fueron trotando hacia ellas. «¡Comida!», balaban.

¡Comida! Las ovejas de George se miraron inseguras: en realidad, ¿qué significaba ser una raza de carne?

Las primeras ovejas de Gabriel habían alcanzado el cinturón defensivo y olfateaban hacia George’s Place. Lo que olieron pareció convencerlas, pues empezaron a abrirse paso a la fuerza entre las ovejas de George como lo habrían hecho por un seto. Mopple baló indignado y Othello bufó.

Ahora que sabían dónde se encontraba la mejor comida, las ovejas de Gabriel callaban, como si en el mundo no hubiera más que decir. Imparables como el agua, avanzaban sin miramientos con ojos inquietantes y rostro inquietantemente inexpresivo. Sin Othello, el rebaño de George no habría aguantado mucho, no sólo el numeroso tropel, sino también la tensión. No se imaginaban que la defensa de George’s Place pudiera ser tan silenciosa y aterradora.

De repente Cordelia baló indignada: una oveja joven y especialmente paticorta había logrado apartarla y romper la defensa. Othello corrió tras ella al galope y, con un violento empellón, mandó a la intrusa al otro lado de George’s Place. Pese a ello no pareció satisfecho.

—Así no funcionará —gruñó.

Daba igual lo mucho que se esforzaran: las ovejas de George se veían obligadas a retroceder paso a paso. Mopple era el único que aún permanecía en su posición defensiva inicial, como una roca en medio del oleaje. Miraba temeroso hacia todas partes, donde las ovejas de Gabriel iban haciendo recular a su propio rebaño. El rostro de Zora reflejaba estoicismo, pero sus patas traseras ya se hallaban entre las hierbas prohibidas. Las ovejas de Gabriel eran demasiadas. La cosa pintaba mal para George’s Place.

De repente Othello apareció junto a Lane.

—Lane, corre —le dijo—. Ve a buscar a Melmoth. ¡Tráelo aquí!

—¿Dónde está?

Lane era una oveja que sabía cuando algo era importante.

—No sé —resopló Othello, irritado—. ¡En alguna parte!

No es que sonara muy prometedor, pero Lane se sintió aliviada al no tener que seguir haciendo de seto viviente. Correr era lo suyo: Lane era la más rápida del rebaño. Sin decir palabra, atravesó el enjambre de ovejas de Gabriel y salió al galope. Othello ocupó su posición defensiva, entre Heide y Miss Maple.

—Pero ¿cómo va a llevárselas Melmoth de aquí? —inquirió Heide—. Él no es su manso. No lo seguirán.

—No lo seguirán —convino Othello—. Huirán.

Maple resolló con incredulidad. Incluso Heide puso cara de escepticismo.

Ahora las ovejas de Gabriel habían descubierto que era más sencillo colocarse de lado y dejar caer todo su peso contra el cinturón defensivo. Las ovejas de George gimieron.

Entonces Zora perdió la paciencia y le propinó a una intrusa un buen pellizco en la sensible nariz. La oveja baló alarmada y todas sus compañeras levantaron la cabeza. Durante un amenazador momento no pasó nada.

A continuación se reanudaron los empujones y apretones, las réplicas y la resistencia. Al menos por un instante tuvieron aire. Pero la oveja pellizcada pareció tan herida, tan asustada e infeliz, que a ninguna de las ovejas de George le apeteció probar de nuevo con la violencia.

Luego, de pronto, las invasoras dejaron de empujar. Se quedaron paradas, aguzando el oído en la oscuridad. Sus ijadas subían y bajaban, temblorosas debido al esfuerzo… o tal vez a otra cosa. Alrededor, describiendo círculos cada vez más estrechos, un cuerpo oscuro acechaba en la noche.

Más tarde ninguna oveja recordaría exactamente qué había pasado. Un huir y resollar, apiñarse y desperdigarse, ciega agitación y tensa espera. Ni pánico ni callejón sin salida. Siempre había un paso que dar, el único paso posible. Allí fuera, en alguna parte, invisible, más barruntado que percibido, alguien cuidaba de ellas con esmero.

Poco después —tuvo que ser poco después, ya que su respiración era serena y el corazón les palpitaba únicamente de agitación—, todas se hallaban de nuevo en su correspondiente sitio: las de George en el establo y las de Gabriel tras el cercado.

Junto al acantilado, los ojos brillantes de admiración, estaba Lane, la oveja más rápida del rebaño, contemplando la noche con aire soñador.