13

A salto de mata, a salto de mata, a salto de mata, a pata, a pata, caminata, caminata. Las pezuñas de Melmoth golpeaban el suelo invernal. Su corazón le precedía desbocado. A campo traviesa. Los perros del carnicero aullaban. Tras ellos iba el propio carroñero. Melmoth y Ritchfield llamaban carroñero al carnicero porque olía a muerte y les parecía demasiado indolente para liquidar algo él mismo. Sin embargo, ahora daba la impresión de que el carnicero formaba parte de los cazadores, y Melmoth corría para salvar la vida. A salto de mata, a salto de mata.

—No te atreves —dijo Ritchfield con toda la arrogancia del mayor. El hecho de que Ritchfield fuera únicamente unos segundos mayor que Melmoth no facilitaba las cosas.

En un principio sólo se enfadó: a Melmoth no se le ocurrió preguntar si Ritchfield se atrevería. Tampoco se trataba de eso, de lo cual se dio cuenta en el acto. No se trataba de ninguna otra oveja. Se trataba tan sólo de él mismo. Melmoth dejó de pastar. Volvió la cabeza y miró allí donde el paisaje comenzaba a alejarse suavemente de la pradera, colina tras colina tras colina.

—Claro que me atrevo —le dijo a la cara burlona de Ritchfield.

Caminata, caminata, a salto de mata. Melmoth ya no recordaba cuándo ni dónde había aprendido esas palabras. Eran las palabras adecuadas, sin más. Lo ayudaron a no pensar en el carroñero. Y es que, en el fondo, ni siquiera el carnicero tenía importancia. Lo único que tenía que hacer era continuar, correr, a salto de mata, correr, con patas aladas y aliento resuelto. Mientras siguiera adelante, el carnicero no tenía importancia. Pero el aliento de Melmoth ya no era resuelto: demasiado aire frío fuera y demasiado poco aire caliente en los pulmones. A pata, a pata desde hacía una eternidad.

—Tres días y tres noches —dijo Ritchfield—; si no, no vale.

—No —lo corrigió Melmoth—. Tres no.

Ritchfield resopló burlón.

—Entonces no vale. Cualquier cordero lechal puede extraviarse una noche en el campo. O incluso dos.

—Cinco —dijo Melmoth—. Cinco días y cinco noches. —Disfrutó viendo la perplejidad ovejuna de Ritchfield—. Cinco días y cinco noches —canturreó—, cinco soles y cinco lunas, cinco mirlos y cinco ruiseñores. —Bailoteó alrededor de Ritchfield y soltó unas coces alegremente.

Por un instante Ritchfield pareció ceñudo, pero luego se contagió del buen humor de su gemelo.

—Cinco mirlos y cinco ruiseñores —canturreó también, y al poco retozaban los dos por la pradera alegremente. Ninguno pensó ni por un instante que perseguirían a Melmoth.

A salto de mata. Sobre todo de mata. Había tantas matas… Y no facilitaban precisamente la carrera. Melmoth tropezaba con las piedras, se golpeaba las patas contra los afilados cantos y se veía obligado a esquivar rocas grandes. Nunca había visto tantas piedras. En ese momento supo que estaba perdido sin remedio. Los perros del carnicero ladraban; ahora eran más que antes: una traílla entera. Sus aullidos resonaban a sus espaldas como el viento. El viento lo seguía. Lo seguía. ¡El eco! No eran más, pero sonaban como si fuesen una traílla. Aquello debía de estrecharse a su alrededor, aunque no lo veía. De pronto los perros enmudecieron. Melmoth sólo oía sus jadeos y el salto de la grava sobre la piedra. Demasiado cerca para ladrar. Demasiado vehementes.

—A pata —bufó Melmoth.

—Y detrás la cazata —le respondieron entre susurros las paredes rocosas.

«No te resfríes», le había dicho Ritchfield al despedirse, con cierta torpeza. Melmoth levantó la cabeza, orgulloso. Sus ojos chispeaban. ¿Qué sabía Ritchfield de los peligros de estar solo? Sin duda los resfriados no formaban parte de ellos. Melmoth se había pasado días y días pensando en ello y había llegado a la conclusión de que no existían tales peligros. Quimeras. Fantasmas de corderos lechales amedrentados, historias horripilantes de ovejas madre preocupadas. ¿Qué hacían las ovejas en el rebaño? Pastar y descansar. ¿Qué haría él sin rebaño? Pastar y descansar, claro está. El resto era una ilusión. No existía ningún peligro. Ninguno.

Paredes rocosas. La luna apareció fugazmente en el cielo y Melmoth las vio pasar a izquierda y derecha: no eran muy altas, pero sí demasiado altas y escarpadas para una oveja. A salto de mata, a pata.

De mata.

Todo había terminado. Las paredes rocosas se cerraban a su alrededor. Un callejón sin salida, un camino cerrado. Tendría que trepar por las paredes de roca. No tenía opción. A su izquierda había un sitio que no parecía tan escarpado. Un montón de piedras, una rampa natural. Melmoth subió a trompicones. Al principio la cosa iba bien, pero sus pezuñas desencadenaron pequeñas avalanchas de piedras. Era como si intentara caminar por la lluvia. Imposible. Melmoth lo sabía. El carroñero también parecía saberlo. Un grito horrible: llamó a sus perros. Los perros ya no eran necesarios. Un arrastrar de pies en el silencio. Melmoth estaba vencido. También su miedo estaba vencido. En sus últimos segundos de vida decidió ser una oveja valiente de veras: le haría frente al carnicero. Poco a poco, tembloroso, volvió a bajar la rampa de piedras. A… pata… a… pata… a…

Pata.

Del alud de piedras que desató en su huida sobresalía una pierna humana.

Por supuesto que se resfrió, justo la primera noche, recostado contra un erizado espino blanco y protegido mínimamente del glacial viento de noviembre. Esa noche no descansó, se limitó a escuchar los ruidos de alrededor. Y a anhelar la llegada del día. Un día que sin duda sería estupendo. Y ciertamente de día las cosas fueron mejor. Por cierto tiempo. Melmoth recorrió el verde grisáceo de la invernal llanura con la nariz mocosa y royó con cuidado unos matojos de hierba seca.

Al mediodía subió a la cima de una colina desde la que una oveja con buena vista podía ver a lo lejos. Melmoth dirigió su excelente vista hacia la azul franja de mar del horizonte, supuestamente para orientarse y secretamente para buscar puntos lanudos y blancos. Pero no vio nada. Ni siquiera una nube en el cielo. En ninguna dirección. Melmoth estaba solo hasta el horizonte. Una euforia absurda lo recorrió de la cabeza a las pezuñas y aguzó más la vista para seguir oteando en soledad. Cuando la euforia empezó a convertirse en pánico, echó a correr en frenético zigzag por las desiertas lomas.

Subió con cautela por encima de la pierna humana, a pata, hasta volver a encontrar suelo firme bajo los pies. Un alivio. Desapareció entre las sombras que había al pie del montón de piedras y escuchó atentamente. Los perros jadeaban y el carnicero resoplaba.

—Está en la antigua cantera —aseguró éste—. Lo tenemos.

—Hum hum —respondió una voz conocida.

Melmoth vio surgir de la oscuridad dos nubes de luz blanca, vio el vaho caliente y humeante de los perros y la mole negrísima del carnicero. Melmoth temblaba, pero sólo de agotamiento. Por dentro se sentía asombrosamente tranquilo. Lo oía todo, todo: los gañidos de los perros y los latidos rabiosos de su corazón, el tintineo de la luz de la luna en el frío suelo, el aleteo de un ave nocturna, incluso el paso aterciopelado de la lenta noche. Era su quinta noche… la última.

El carnicero llevaba una luz. Melmoth vio que ésta cambiaba de rumbo, trepaba por las paredes rocosas y se acercaba cada vez más. Al pie del montón de piedras la luz titubeó un instante y, acto seguido, subió la rampa con resolución, sin hacer rodar una sola piedra. La luz era una buena cazadora. Desde la rampa la luz saltó a las sombras, directamente hacia Melmoth. Aquel blanco cegador lo hizo parpadear un momento. Luego todo se volvió negro a su alrededor.

—¡Oh, mierda! —exclamó el carnicero.

—¿Qué? ¿Le ha pasado algo? —quiso saber George, algo por detrás del carnicero—. Te dije que no lo acosaras, no de noche, cuando… —Hizo una breve pausa—. ¡Oh, mierda! —dijo después.

Abriendo los ojos con resolución, Melmoth consiguió hacer retroceder poco a poco la negrura. Ahora veía lo que pasaba: la luz se había apartado de él, había vuelto a las piedras y se había aferrado a la solitaria pierna humana. Melmoth cayó en la cuenta de lo impropia que resultaba en ese sitio. Se erguía pálida y lampiña en el cielo nocturno y olía a muerte.

La luz empezó a temblar. El carnicero retrocedió unos pasos. Los perros eran los únicos que aún parecían interesarse por Melmoth, que respiraba con dificultad entre las sombras de la rampa de piedras.

—¿George? —dijo el carnicero. Su voz no sonaba en modo alguno horrible—. ¿Nos… vamos?

La delgada silueta de George seguía inmóvil en la oscuridad. Sacudió la cabeza.

—Lo hemos visto. No es precisamente agradable. Habría preferido encontrar a Melmoth y nada más, pero ya es demasiado tarde. Ahora tenemos que afrontarlo. ¡Mierda!

—¡Mierda! —repitió el carnicero, que había retrocedido otro paso—. ¿Lo coges tú? —preguntó.

George se volvió a medias para mirarlo, y Melmoth olió que ya no estaba enfadado. Ni con Melmoth ni con nadie.

—Ham —respondió—, tú eres carnicero. En teoría haces esto todos los días. Lo lógico es que tú…

—Eso es distinto. Completamente distinto. Dios mío, George, esto es un cadáver.

George se encogió de hombros.

—¿Acaso crees que trabajas con fruta?

Subió la rampa y rodaron algunas piedras. Sacó de la chaqueta unos guantes de trabajo y se los puso. Tiró de la pierna y algo se movió bajo el montón. Rodaron muchas piedras cuando un cuerpo asomó a la superficie. Melmoth dio un paso atrás para que las piedras no le dieran en las patas. A pata.

El carnicero hizo un ruido que recordó a un cordero mamando: un chasquido largo y húmedo.

—El Comadreja —afirmó el carnicero—. ¡El Comadreja McCarthy!

George, que hasta ese momento tiraba con fuerza de la pierna, miró hacia abajo. Junto a esa pierna había salido otra, y luego un tronco flaco, dos brazos flacos y una cara de comadreja muerta y sorprendida. Brazos y piernas formaban extraños ángulos.

—Tieso —juzgó George, y el carnicero asintió.

—Se requieren unas ocho horas. Necesitan ese tiempo para quedar tiesos —informó, y se pasó la mano por la boca como si quisiera recuperar sus palabras del claro aire nocturno.

George volvió a encogerse de hombros.

—McCarthy siempre andaba un poco tieso —apuntó.

Ambos tenían cara de preferir no haber dicho nada.

Los perros olisquearon con curiosidad a McCarthy. Melmoth podía haberse ido sin más, ya nadie se interesaba por él, pero estaba muy cansado. Escuchaba el paso aterciopelado de la noche y guardaba silencio.

George se inclinó sobre McCarthy.

—Esto no es natural. Mira, Ham.

Ham asintió con la cabeza, pero no se acercó.

—¿Y si vamos a la policía? —propuso.

George negó con la cabeza.

—En cualquier otro caso, pero no tratándose del Comadreja. Piénsalo, Ham. Aquí hay algo que no encaja. Lo dicho, esto no es natural.

Melmoth no veía nada antinatural en McCarthy: muchas heriditas en el tronco y los brazos, algunas de ellas superficiales, apenas unos moratones. Pero también había algunos tajos como hechos por un cuchillo. Era probable que la herida realmente mortal fuese la de la cabeza, sangre espesa y fría en un pelo grasiento. Todo de lo más natural.

—La verdad es que no veo nada. Ham, ¿no puedes alumbrar mejor? Aquí, no desde ahí atrás —rezongó George.

—Tú mismo te haces sombra —se quejó Ham—. No puedo alumbrar a través de ti. Ponte a un lado.

—No puedo ponerme a un lado.

Era cierto: George se hallaba en medio de la estrecha rampa, el único lugar donde podía colocarse un gran bípedo como él sin caerse.

—Pues entonces bájalo aquí —resolló el carnicero—. Si no, es imposible.

George trató de sacar del todo a McCarthy del montón de piedras, pero, con sus miembros rígidos, éste se resistía. Se volvió hacia el carnicero.

—Ham, no te quedes ahí de brazos cruzados.

Éste suspiró, cogió los guantes de George, se los puso provisionalmente en sus enormes garras de carnicero y trepó por la rampa. Rodaron muchísimas piedras. Una vez arriba, agarró el cadáver con mano experta por una pata delantera y una trasera y lo apartó de los pies de George de un solo tirón. Por un instante el carnicero se movió con la elegancia de una foca en el agua.

Tras McCarthy cayó algo pesado que sonó a metal contra piedra.

—Mira. —El carnicero señaló el cogote de McCarthy—. Un golpe en la nuca. Probablemente con eso. —Señaló la cosa que había caído tras McCarthy.

Melmoth olisqueó con prudencia: una sencilla pala, como la que George utilizaba en el huerto.

—La verdad es que parece un trabajo limpio. No entiendo a qué vino esta tontería. —El carnicero señaló el torso de McCarthy—. El golpe no hace sino crisparlos.

—Es un asesinato en toda regla. —George meneó la cabeza—. Increíble.

El carnicero miró a George con cara de susto.

—Deberíamos ir a la policía cuanto antes —dijo.

—Un momento. Un momento. Primero pensemos. Nos hemos topado con una buena mierda. Piénsalo bien, precisamente McCarthy. Con todo lo que implica. ¿Sobre quién recaerían las sospechas? ¿Quién tendría algún motivo para matar a McCarthy?

—Josh, claro está; Sam, Patrick y Terry —respondió el carnicero—. Michael y Healy.

George asintió y amplió la lista:

—Eddie, Dan, Brian, O’Connor, Sean y Nora.

—Adrián y el pequeño Dennis —agregó el carnicero.

—Leary.

—Harry y Gabriel.

—Tú, en cualquier caso —observó George.

—Y tú —contestó el carnicero un tanto ofendido—. En realidad todos. Salvo tal vez Lilly. —Hizo un gesto desdeñoso con la mano.

George volvió a inclinarse sobre McCarthy.

—Podría haberlo hecho cualquiera.

Ham asintió.

—Unos mejor y otros peor.

—Tú mejor. Si vamos a la policía, primero tendremos que demostrar que no hemos sido nosotros. Necesitamos… —Se apartó la gorra de la frente. Melmoth sabía que George pensaba mucho cuando se apartaba la gorra de la frente—. Necesitamos una coartada. La cuestión es para cuándo. ¿Sabrías decir aproximadamente cuánto tiempo lleva muerto?

—Hum —replicó el carnicero—, en mi caso están en la cámara frigorífica, claro, pero aquí no es que haga mucho calor. Si fuese un cerdo, yo diría que, por lo menos, hum, digamos cuatro días. Claro que eso sólo pasa cuando uno es un chapucero y no pone manos a la obra en el acto; luego te encuentras con esta mierda.

—¿Y si estuvo más tiempo al calor y lo trajeron aquí hace poco?

—Aun así —afirmó el carnicero—. Tres días, como mínimo. ¿Ves estas manchas de aquí? Tardan dos días en formarse, y tan marcadas como éstas de aquí… Yo diría que tres días.

La gorra de George se alejó aún más de la frente.

—Tres días. Hace tres días era domingo. Yo estaba en la caravana, quería pasar un día tranquilo. Y tú probablemente estuvieras solo delante de la caja tonta.

Ham asintió avergonzado.

—Mal, muy mal —musitó George—. Si decimos eso, nos lo pondrán todo patas arriba. Revolverán la caravana. Lo que me faltaba. ¿Ir a chirona por McCarthy? ¡No cuentes conmigo! Yo digo que lo dejemos donde está. Que lo encuentre el que quiera.

George se giró y volvió con aire resuelto por donde había venido. El carnicero llamó a sus perros con un silbido y lo siguió dando largas zancadas, nervioso. Melmoth se hallaba junto a McCarthy y los seguía con la mirada. Aun estando profunda y lanudamente cansado, se sorprendió. El carroñero… ¡huyendo de un muerto! Increíble. Melmoth vio que su muerte segura se alejaba pesadamente. Plaf. Plaf. A pata. Plaf.

El carnicero adelantó a George, pero luego se paró y se volvió. Un frío mortal reptó por los cuernos de Melmoth hasta instalarse en su cabeza. No podría soportar una segunda muerte en el mismo día. Primero el miedo, agrio y humeante; luego el valor ante la muerte, rígido pero claro; el alivio, blando y podrido, y ahora otra vez el miedo. Melmoth sabía que no podría ser valiente una segunda vez. No ahora.

—¿Qué pasa? —inquirió George. También él se detuvo.

—Tengo una extraña sensación —respondió el carnicero—. Como si hubiésemos pasado algo por alto.

Melmoth se quedó helado.

George rió amargamente.

—Si quieres saber mi opinión, ya podíamos haber pasado por alto algo más.

Pero el carroñero echó a andar. Hacia Melmoth. Plaf. Plaf. A pata.

—Hay algo que no cuadra —musitó—. Hay algo que no encaja. ¡Ojalá supiera qué!

Melmoth cerró los ojos: era la capitulación definitiva ante el carroñero. No tardaría en ocurrírsele qué era lo que no cuadraba: Melmoth no cuadraba. Y después… No serviría de mucho mantener los ojos cerrados. Plaf. Plaf. De mata. Melmoth percibía el olor a fiera del carnicero, caliente y rancio, avanzando lentamente hacia él.

—En la carnicería, en la carnicería —farfullaba—. Hoy en la carnicería, tres lomitos de cerdo para Kate, y luego Josh vino a recoger sus diez kilos de carne de ternera picada. Josh la necesita para la taberna, y veinte salchichas para el cumpleaños de Sam, no, eso no. Josh. Josh y sus diez kilos.

En su avance, el carnicero tropezó con George, que soltó un juramento y lo siguió.

—Maldita sea, Ham, ¿te has vuelto loco?

Pero Ham no se dejó confundir.

—Y cuando las costillas adobadas también lo dijeron. Ya no sé quién las compró. Puede que Dan. O Eddie. Y luego entró alguien más. Pero de Josh estoy seguro. Josh me contó que McCarthy había estado en el Mad Boar ayer; me contó, de bastante mal humor, que había conseguido que las autoridades aceptaran todos sus planes, que probablemente ya no se pudiera hacer nada más. Dijo que ayer. Ayer.

George emitió un silbido. Era el silbido con el que normalmente mandaba a Tess poner en orden las ovejas. Tess aún era bastante joven, y a veces no servía de nada. Pero ese día Tess no estaba allí, y con los perros del carnicero todavía sirvió de menos.

—No lo entiendo —afirmó el carnicero—. ¿Quién se tomó ayer una cerveza en el Mad Boar? Él —iluminó brevemente a McCarthy, barriendo de paso a Melmoth con el haz de luz—, él desde luego que no.

—¿Estás seguro de que dijo «ayer»? —inquirió George.

El carnicero asintió.

—Ayer. Si no me crees, seguro que lo tengo en la cinta de vídeo.

—Pero no se oye nada, ¿no? —dijo George.

—Claro que se oye.

George enarcó las cejas, pero el carnicero continuó imperturbable.

—Me llamó la atención. A McCarthy nadie le hace ni caso en semanas, y de pronto tres o cuatro personas hablan de él. Bueno, pensé, si ahora sale a la luz…

George se dio una palmada en la frente. Melmoth sabía que, en la vida de George, ese gesto estaba reservado a las grandes ideas. La idea de pintar a las ratas con pintura fosforescente para ver en la oscuridad por qué agujero entraban en la caravana, la idea de que Maple había robado la melaza del pan, la idea de que atrapando a Ritchfield se podría atrapar a Melmoth, pues Melmoth y Ritchfield eran inseparables como el suelo arenoso y el barrón. Cuando George se daba una palmada en la frente siempre tenía razón.

—Han sido ellos —dijo George—. Todos juntos.

El carnicero lo miró sin comprenderlo.

—¿Quiénes son ellos? —le preguntó.

—No sé quiénes —contestó George—. Pero muchos. Muchísimos. Tantos que todos los que se encontraban ayer en el Boar están en el ajo. Dios mío, Ham, párate a pensarlo. Lo decidieron sin más, igual que decidieron que había que cambiar el tejado de la asociación de vecinos. Esos cerdos. Lo escondieron aquí y ahora van por ahí contándole a todo el mundo que ayer estaba en el Boar. Y cuando lo encuentren, más adelante, cuando ya no sea posible determinar con precisión cuándo murió, desde ayer todos tendrán magníficas, hum, coartadas. Abogados, citas con el médico, viajes a la ciudad. Estate atento los próximos días, ya verás.

—Pero… —el carnicero movió sus gruesos brazos con torpeza—, ¿te refieres a todos? ¿Incluso a O’Connor? ¿A Fred?

—No sé a ciencia cierta quiénes, Ham —aclaró George un tanto irritado—. En cualquier caso, todos los que estaban ayer en el Mad Boar. Y probablemente algunos de los que no estaban. Imagino que los verdaderos instigadores se mantuvieron apartados de la taberna.

—¿Y si hubiese ido yo al Boar? Mira que lo pensé, ayer no había nada en la tele.

—En ese caso McCarthy ya se habría ido. O aún no habría llegado. O lo habrían visto en el supermercado. O en el parque, hablándoles a los niños de sus miserables planes. Si hay bastante gente en el ajo, eso da igual.

—No me lo puedo creer —se lamentó el carnicero—. Pero si todos compran mis salchichas. Mis costillas. ¿Y de repente son asesinos? No me lo creo.

—Así es la gente. Será mejor que te acostumbres —afirmó George, pero el carnicero en realidad no lo escuchaba.

—Mi rosbif. ¿Cómo voy a seguir vendiéndoles mi rosbif sabiendo que han matado a una persona?

Por un instante, una bocanada de vaho surcó el frío aire.

George se quedó de una pieza.

—Ham, ¡calla! —gruñó entre dientes. Muy bajo.

Cuando George hablaba muy bajo la cosa era importante. Pero a Ham no había quien lo parara.

—Esos no vuelven a sacarme nada, ¡nada de nada! —exclamó.

—¡Ham! —gruñó George. Algo en su expresión hizo que el carnicero se detuviera.

De nuevo el aliento silencioso. Y pasos. Pasos sobre las piedras. Pasos que se alejaban a toda velocidad. Luego silencio.

—¡Mierda! —dijo George.

—¡Mierda! —dijo el carnicero.

Ambos callaron un instante.

George suspiró.

—¡Ahora lo saben! Hasta este momento no pasaba nada. Ahora estamos con la mierda hasta el cuello.

Los ojos del carnicero se abrieron como platos. Su olor se volvió amargo y algo agrio: el carroñero tenía miedo.

—George, ¿no querrás decir que nos van a…? George, les caemos bien. McCarthy no les caía bien.

George sacudió la cabeza.

—Si mataron a McCarthy por sus tristes cuatro duros, ¿imaginas qué no harán por salvar el pellejo?

—¡Esos cerdos! —Ham apretó los puños—. Seguridad, hay que protegerse, protegerse en todo momento. No se lo voy a poner tan fácil.

Protegerse en todo momento, pensó Melmoth.

—Pero ¿cómo? —prosiguió el carnicero—. Nos hemos metido en esto como dos idiotas. Ahora ellos lo saben. ¿Qué podemos hacer?

—Pensar —respondió George—. Hemos de hallar sus puntos débiles.

Hallar sus puntos débiles, pensó Melmoth. Pensar.

—Ésos no tienen puntos débiles —suspiró el carnicero—. Son demasiados. De sobra sabes cómo son las cosas, George, un lobo no muerde a otro lobo, y con tantos haciendo causa común… —Sacudió los rollizos brazos.

—Ham, no te asustes. Piensa. Siempre hay puntos débiles.

Siempre hay puntos débiles, pensó Melmoth. Nunca habría imaginado que George y el carnicero pudieran decir tantas cosas inteligentes.

George se apartó de nuevo la gorra de la frente.

—Hum, tenemos algo de tiempo. Primero tendrán que hablar. Ninguno se atreve a nada solo.

—Ahora estamos fuera —dijo el carnicero con voz temblorosa—. ¿Lo entiendes, George? Ya no hay vuelta atrás. Una vez fuera, te quedas fuera. ¡Oh, mierda! —Ahora era el rollizo hombre el que temblaba.

George le puso una mano en el hombro con aire apaciguador. Resultaba un tanto extraño, ya que Ham era bastante más alto.

—Ham, ¿alguna vez has cuidado ovejas?

El carroñero meneó la cabeza.

—Es posible cuidar un rebaño de ovejas porque uno sabe algo de ellas. Sabe que quieren estar juntas. Harán cualquier cosa por estar juntas. Por eso se las puede cuidar. No es posible cuidar una única oveja. Es imprevisible. A veces estar solo es una ventaja.

Melmoth y el carnicero escuchaban a George con los ojos bien abiertos.

—Si estamos fuera, sacaremos partido de ello —continuó George—. Encontraremos pruebas. Tu vídeo no es mala idea. Tú vendes periódicos, ¿no?

Ham lo miró con recelo.

—¿Periódicos? Sí, claro, pero…

—Bien. ¿Y los periódicos se ven en el vídeo? Porque en ese caso podemos demostrar la fecha.

Ham asintió boquiabierto. Poco a poco parecía darse cuenta de adónde quería ir a parar George.

Pero éste seguía pensando.

—Muy bien —musitó—. Muy bien. Ellos son muchos. Y muchos juntos no arriesgan nada. Nos encargaremos de que la policía encuentre inmediatamente a McCarthy. Haz copias del vídeo. Esconderemos las cintas. Y si algo nos pasa a nosotros, todo saldrá a la luz.

—Si nos ocurre algo a nosotros, todo saldrá a la luz —repitió el carnicero—. ¡Eso! Se van a enterar. Mañana mando las cosas al abogado. Junto con el testamento, para que se lea a mi muerte.

George asintió.

—Pero ellos tendrán que saberlo lo antes posible, de lo contrario no nos servirá de nada.

—Mañana a primera hora —aseguró el carnicero con resolución—. Lo sabrá el primero que entre en mi tienda.

Dieron media vuelta y echaron a andar, aún más deprisa que la primera vez.

Pero entonces George se giró y alumbró a Melmoth.

—Melmoth —dijo con amabilidad—, vamos.

Ham resopló enfadado.

—¿Cómo puedes pensar ahora en el animal?

—Porque es mi animal. Mi cordero descarriado. ¿Quién de nosotros va a misa los domingos? Vamos, Melmoth.

George trató de seducirlo con su voz más amable, esa de tengo-un-trozo-de-nabo-en-la-mano. Melmoth olió que George no tenía ningún trozo de nabo. Pese a ello le habría gustado ir de vuelta con el rebaño.

Pero no podía.

No hay vuelta atrás. Una vez fuera, te quedas fuera.

Melmoth estaba solo. Debía permanecer solo.

A veces estar solo es una ventaja.

Empezó a retroceder, paso a paso, hasta darse de culo contra una peña. George siguió avanzando hacia él y con una mano lo agarró por los jóvenes cuernos, amistosamente, como tantas otras veces. Melmoth se defendió como nunca antes se había defendido de nada.

George acabó cediendo.

—¿Te ayudo? —preguntó Ham.

George meneó la cabeza.

—Sería inútil —repuso—. No quiere venir.

De pronto George tenía un cuchillo en la mano. De nuevo se dirigió hacia Melmoth, lo agarró por la lana, justo en el pescuezo, y se puso a buscar algo. Melmoth permanecía inmóvil. Después George encontró lo que buscaba: una fina cuerda hundida en la lana. La cortó y al suelo cayó una llave, plana y reluciente. George se agachó y la recogió. Exhaló un suspiro.

Melmoth recordaba el día en que George le había puesto la llave. «Porque eres el más salvaje», le había dicho. No Ritchfield, aunque llevara los cuernos en alto. Melmoth. Fue un gran día para Melmoth.

George se alejó de él sin volverse ni una vez.

—¿Te has vuelto loco? —le espetó Ham—. Primero nos pasamos días buscando a ese animal y ahora lo dejas ahí sin más. ¿Qué será de él? Se irá corriendo con el primer rebaño que encuentre. Lástima. ¿Una oveja sin rebaño? ¡Imposible! ¡Nunca lo conseguirá!

—Lo conseguirá —oyó Melmoth decir a George mientras dos conos de luz lechosa desaparecían en la oscuridad.