12

Al amanecer, Miss Maple fue la primera oveja que se plantó en la pradera. No se acordaba de haber dormido, y había algo que la inquietaba. ¿Un sueño? No, no era un sueño, más bien el recuerdo de un sueño, el sueño de las medias ovejas. Tenía la sensación de que en el aire flotaba de nuevo ese olor como a muchas ovejas, sólo que incompleto, desconocido.

Las ovejas de Gabriel, pensó Miss Maple. Pero en ese mismo instante supo que no podía ser: las ovejas de Gabriel era fáciles de oler, un rebaño de ovejas y carneros jóvenes de uno o dos años, indiferenciado, plano. Las medias ovejas no eran jóvenes, al menos no todas. Había algunos carneros muy viejos, ovejas madre y corderos, recuerdos, experiencias, astucia, arrogancia juvenil, impaciencia. Un rebaño completo. Sólo que no del todo completo, sino a medias. En el aire flotaban extraños olores.

Entonces vio a Ritchfield en medio de la niebla matutina. En George’s Place. Por un momento pensó que estaba muerto. No porque estuviese inmóvil, eso no era nada inusual en un carnero viejo, sino por los pájaros; y es que en el lomo de Ritchfield había tres cornejas. ¿Y qué oveja viva habría aguantado que las cornejas la tomaran como punto de observación? Seguro que Sir Ritchfield no. Una de las cornejas extendió las alas y lanzó un ronco graznido al fresco aire de la mañana. Era como si a Ritchfield le hubiesen crecido unas pequeñas alas negras. Maple sintió un escalofrío.

De repente notó que algo se movía a su espalda. Se volvió rápidamente, con las cuatro patas a un tiempo en el aire, como sólo es capaz de hacer un cordero joven o una oveja muy asustada. Tras ella surgió de la niebla Sir Ritchfield, y ante ella se hallaba Sir Ritchfield, en George’s Place. Maple retrocedió respetuosamente unos pasos.

Ambos carneros estaban frente a frente como el reflejo a uno y otro lado de un charco. Sólo que los negros pájaros no arrojaban reflejo alguno. Maple se acordó de los cuentos de hadas, de que los muertos tampoco arrojaban su reflejo. Ambos carneros bajaron los cuernos y se fueron acercando despacio, acompasados, como lo habría hecho un reflejo. Maple sopesó cuál de los dos era el verdadero Ritchfield y cuál el reflejo. Los cuernos chocaron con un ruido fuerte y tintineante. Ambos alzaron de nuevo la cabeza.

—Me he atrevido —dijo el Ritchfield de las cornejas.

—Te has atrevido —confirmó el Ritchfield sin cornejas. De pronto parecía confuso—. Ninguna oveja puede abandonar el rebaño —baló—. George volvió y olía a muerte. —Sacudió la cabeza, aturdido—. Si hubiese mantenido el pico cerrado, menuda tontería…

Y el Ritchfield sin cornejas se volvió y echó a trotar con torpeza hacia el acantilado. El otro Ritchfield siguió en su sitio y lo miró con una expresión casi tierna en los ojos. Como si obedeciesen una orden, las tres cornejas levantaron el vuelo a la vez, y de nuevo había un único Ritchfield en la pradera. Un Ritchfield muy peludo. Un Ritchfield que olía como un rebaño de medias ovejas.

Preocupada, Miss Maple siguió con la vista al otro Ritchfield, que avanzaba confuso por la orilla del acantilado. Se volvió y echó a correr tras él.

Cloud y Mopple solían ser los primeros en plantarse en el prado todas las mañanas. Mopple porque le entraba hambre antes que a las demás, y Cloud porque estaba convencida de que el aire matutino estimulaba el crecimiento de la lana.

—¿Acaso pensáis que soy tan lanuda por naturaleza? —solía decir.

—Sííí —balaban los corderos y algunas ovejas viejas a las que aún deslumbraba la superioridad lanar de Cloud.

Y Cloud, halagada, revolvía los ojos.

—Tal vez sea así —afirmaba—, pero no creáis que no hago nada por ello.

Después, todas las ovejas interesadas en el tema podían escuchar una larga charla sobre las ventajas del aire matutino. Pero lo extraño era que, aunque los sermones de Cloud se habían hecho muy populares, nunca encontraba ninguna oveja que, en pro de su propio crecimiento lanar, estuviese dispuesta a escabullirse antes que las demás del mullido abrazo del rebaño.

Esa mañana Mopple the Whale aún dormía las fatigas de su primer cólico, y Cloud estaba sola en la fresca pradera. ¿Sola? En realidad no. También estaban las ovejas de Gabriel, las cuales, al carecer de establo, se levantaban inevitablemente temprano y asestaban un duro golpe a la teoría de Cloud sobre el aumento del crecimiento lanar durante las horas matutinas.

Pero, para gran sorpresa de Cloud, también Sir Ritchfield estaba ya despierto. Se hallaba en George’s Place y pastaba dignamente, ensimismado. De pura indignación Cloud olvidó su matutina serenidad. Se esponjó ante Ritchfield.

—¿Sabes dónde estás? —le preguntó.

—De vuelta —respondió Ritchfield, conmovido. Y bajó la cabeza en la hasta entonces intacta hierba de George’s Place para seguir pastando alrededor de unas ricas flores cosquillosas.

—Estás paciendo en George’s Place —baló Cloud—. ¡Cómo has podido!

—Muy fácil —repuso Ritchfield—. Salvé la loma, crucé el campo, dejé atrás la vieja cantera, pasé por encima del cadáver, recorrí el mundo y volví. Sin dejarme pillar por el carnicero. Es fácil, porque el carroñero teme a los muertos. La cabeza al viento, los ojos libres y los recuerdos bien sujetos a la piel. Imposible. Fácil cuando uno lo hace.

Cloud lo miró con recelo. Su indignación se había esfumado. Había algo que no encajaba. Baló intranquila, y a él no pareció agradarle. Se acercó más a ella y le susurró al oído:

—No te preocupes, lanuda. Este no es George’s Place. Ninguna oveja removerá George’s Place, porque George’s Place está debajo del dolmen, donde ya no crece la hierba, donde aguarda el pastor de los ojos azules. George’s Place está a salvo hasta que aparezca la llave. ¿Quién tiene la llave? —quiso saber.

Era evidente que sus palabras tenían por objeto tranquilizarla: la voz de Ritchfield era suave. No obstante, Cloud salió corriendo hacia el establo, presa de la confusión.

Al poco, el rebaño entero se reunió en George’s Place. Se encontraban a una distancia respetable en torno a Sir Ritchfield, que no daba muestras de querer abandonar el lugar. La presencia de tantas ovejas parecía irritar a Sir Ritchfield.

—A veces estar solo es una ventaja —aseguró.

—¿Cómo puede decir eso? —inquirió Heide. Las demás guardaban silencio.

—No suena nada a Ritchfield —opinó Lane al cabo.

—Huele raro —aseveró Maude—. A enfermo. O puede que a enfermo no, pero no como Ritchfield. No como una oveja. O por lo menos no como una sola oveja. Huele como un joven carnero con un solo cuerno. Y como una oveja madre experimentada. Y como una oveja joven que todavía no ha visto un invierno, con la lana muy espesa. Y como un carnero muy viejo que no verá otro invierno. Pero a la vez como ninguno de ellos. De alguna manera… a medias. —Maude no sabía qué pensar.

—¡Vaciado! —exclamó Mopple—. ¡Ritchfield se está vaciando!

Eso debía de ser. El agujero en la memoria de Ritchfield se había agrandado tanto durante la noche que todos los recuerdos posibles e imposibles se le salían sin más.

Ninguna oveja sabía qué hacer. Ritchfield era el manso, pero estaba claro que no se podía esperar que él mismo hiciera algo.

Maple había desaparecido, y a Othello no había forma de encontrarlo. Mopple, el carnero memorioso, se había ido al otro lado de la pradera porque temía que el agujero de la memoria pudiera ser contagioso. Zora miró un instante a Ritchfield con extrañeza y, acto seguido, corrió a su roca. Al final fue Ramses quien se ocupó del asunto: apartó un tanto al rebaño de Ritchfield para que éste no oyera sus deliberaciones.

En principio no deliberaron nada. Nadie sabía cómo tapar un agujero de la memoria. Para ser sinceros, ni siquiera eran capaces de imaginar qué era un agujero de la memoria.

—Debemos alejarlo de George’s Place antes de que se lo coma todo —propuso Ramses.

—¿Cómo? —inquirió Maude—. Él es el manso.

—Ya no —aseguró Ramses—. Sólo hemos de explicárselo.

Por lo menos era una propuesta. Las confusas ovejas se habrían entusiasmado con casi cualquier propuesta. Antes de que Ramses supiera cómo había ocurrido, se resolvió que él debería explicarle a Ritchfield que sus días como manso habían terminado.

Presa de la curiosidad, las ovejas se apelotonaron en torno a él mientras Ramses se acercaba a Ritchfield con aire vacilante. Tragó saliva. Tenía la sensación de que Ritchfield nunca había estado más majestuoso ni había impuesto más respeto. Se disponía a farfullar un saludo circunspecto cuando Ritchfield se le adelantó.

—Tú, el de los cuernos lisos y cortos —le dijo. Aquello fue muy acertado, pues en efecto los cuernos de Ramses apenas eran dos puntitas—. Ahórrate el esfuerzo. Ahórrate la explicación. ¿Es que no ves qué día más claro hace? Más claro que ningún otro día. Mis pájaros lo saben y levantan el vuelo temprano. Ritchfield lo sabe y busca sus recuerdos. Está claro que no soy el manso. Está claro que ninguna oveja del mundo logrará echarme de esta hermosa pradera si no quiero. Pero vosotras —su mirada recorrió a las demás ovejas, cuyos ojos, grandes y confusos, estaban clavados en George’s Place—, vosotras podríais ser más claras.

Sin haber pronunciado una sola palabra, Ramses volvió con el rebaño.

—Nos ha escuchado mientras deliberábamos —baló Maude.

Al parecer, el agujero de la memoria había aguzado el oído de Ritchfield. Se propusieron ser más cuidadosas en el futuro con las observaciones desfavorables. Por seguridad, se alejaron aún más de George’s Place, hasta situarse tras el dolmen.

Allí se encontraron a Othello, que se había escondido a la sombra del dolmen y observaba con gran atención a Sir Ritchfield.

—Othello —suspiró Heide, aliviada—, ¡tienes que echarlo de George’s Place!

El carnero resopló burlón.

—Yo no estoy loco —repuso.

Y no hubo manera de sacarle más.

La extraña respuesta de Othello confundió aún más a las ovejas. Othello conocía el mundo y el zoo; sabía algo que ellas no sabían, por eso se hallaba a la sombra del dolmen y no se movía. Siguieron reflexionando.

—Al menos Ritchfield ha dicho que busca sus recuerdos —apuntó Lane con optimismo.

—Si es un agujero en la memoria, tendría que poder taparse con recuerdos —razonó Cordelia de pronto—. Un agujero en la tierra se tapa con tierra.

—Pero un agujero de ratas no se tapa con ratas —objetó Cloud.

—Podría taparse —insistió Cordelia—. Con ratas muy gordas.

A los pocos minutos tenían un plan: crearían un recuerdo para Ritchfield, tan grande y gordo como para tapar el agujero. Un gran recuerdo con la mayor cantidad de ovejas posible. Hicieron bajar de su roca a Zora y convencieron a Mopple de que se acercara de nuevo a Ritchfield. La corpulencia de Mopple contribuiría a incrementar la magnitud del recuerdo. Othello fue el único que se negó en redondo a colaborar.

—Debe ser algo muy especial —baló Heide agitada—. Algo que nunca haya hecho un rebaño.

Poco después, todas las ovejas estaban tumbadas boca arriba ante George’s Place, con las cuatro patas levantadas y balando a grito pelado. Ritchfield había dejado de pastar y las miraba atentamente. De no estar tan concentradas, habrían notado lo divertido que parecía Ritchfield.

—Pero ¿qué disparate es éste? —bufó de pronto la familiar voz de Ritchfield—. ¿Es que os habéis vuelto locas?

Las ovejas se lanzaron miradas triunfantes: Sir Ritchfield volvía a sonar sano. Poco a poco, el rebaño se fue levantando, un tanto aturdido por la extraña postura, pero orgulloso del resultado.

Ritchfield iba hacia ellas desde el acantilado.

—¡Orden! —resopló—. ¡Compostura! ¿Es que no se os puede dejar solas?

Pero Ritchfield también se hallaba en George’s Place y se puso a pacer de nuevo alrededor de las flores cosquillosas.

Los ojos de las ovejas iban perplejos de un Ritchfield a otro.

—Ése es Ritchfield —musitó Heide mirando al que pedía orden desde el acantilado—, pero ese otro también lo es.

—No —dijo Miss Maple, que acababa de aparecer junto a Ritchfield como una sombra curiosa—, ese otro es Melmoth.

La llegada de Melmoth conmocionó a las ovejas como sólo lo habría hecho la llegada de un auténtico lobo. Melmoth era más que un carnero ausente: era una leyenda, como Jack, el que se libró de la esquiladora, o el morueco de los siete cuernos, un espíritu que servía para infundir temor a los corderos más rebeldes cuando las demás advertencias fracasaban. Era un ejemplo de lo que le sucede a una oveja cuando se aleja del rebaño, se acerca en exceso al acantilado, come cosas desconocidas o desoye los balidos de alarma de las ovejas madre.

«Así se asomó Melmoth y no volvió», decían cuando un cordero osaba aproximarse al abismo.

«Así de hierba del dolor comió Melmoth y ahora está muerto».

En su papel de fantasma de la educación de los corderos, Melmoth había sufrido miles de muertes susurradas, y ahora lo tenían allí delante, pictórico y rebosante de salud. Las ovejas madre se preguntaron cómo contendrían a sus corderos en el futuro. Y ningún cordero había escuchado más historias espeluznantes acerca de Melmoth que el cordero de invierno, que ahora merodeaba por la sombra de los setos, mirando a Melmoth con ojos centelleantes y enigmáticos.

—¡Hay dos Ritchfield! —exclamaron los otros corderos; todos salvo uno, que permanecía en silencio y se arrimaba a la mullida lana de Cloud siempre que podía.

Todas tenían claro que Melmoth era algo especial. Algunas lo llamaban «el Peludo», sin saber a ciencia cierta si ello era una ofensa o un apelativo honroso. Sin embargo, una vez Ritchfield le informó por qué ninguna oveja podía pastar en George’s Place, de momento Melmoth fue acogido con cordialidad.

—Es lanudo —aprobó Cloud—. Puede que un poco desgreñado, pero lanudo.

—Tiene una bonita voz —aseguró Cordelia.

—Huele… interesante —opinó Maude.

—Nos ha dejado las flores cosquillosas —observó Mopple.

Naturalmente, no tardó en surgir la cuestión de quién sería ahora el manso.

—No podemos tener dos mansos —afirmó Lane—. Ni aunque sean el mismo —añadió pensativa.

Les habría gustado conservar a Sir Ritchfield de manso, pero un manso con el que no había forma de saber a primera vista si de verdad era el manso resultaba poco práctico. Además, Ritchfield había cambiado: se había vuelto más alegre, más juguetón, casi audaz como un carnero joven. Ya no parecía interesarle especialmente ser manso. Pasaba la mayor parte del tiempo pegado a Melmoth. Ellas nunca lo habían visto tan dichoso. Ritchfield había instituido una nueva regla: «Ninguna oveja puede abandonar el rebaño —le decía a todo aquel que quisiera escuchar—, a menos que vuelva».

Temprano, más temprano que George, Gabriel volvió a presentarse en la pradera. Sin su cayado. Sin perros. Hasta sin sombrero. Pero con la pipa en la comisura de los labios. Y con una escalera. Las ovejas estaban orgullosas de hallarse ya faenando: Gabriel vería que entre ellas no había holgazanas.

Sin embargo, el pastor no pareció alegrarse especialmente. ¿Acaso no le gustaba Melmoth? En realidad ni siquiera reparó en el viejo carnero: echó un vistazo a sus ovejas, que ya habían dejado medio pelado su cerco de pastoreo, y a continuación se fue con la escalera al árbol de las cornejas.

En la pradera en sí no había árboles. En cambio, dos de sus lados se hallaban bordeados por setos. Éstos no eran un obstáculo serio si una oveja estaba decidida a abandonar la pradera, pero impedían ver el jugoso verde de las inmediaciones y, de ese modo, evitaban que las ovejas quisieran dejar la pradera. «Barreras psicológicas», lo llamaba George.

En aquellos setos, entre la retama, se erguían tres árboles: el árbol de la sombra, bajo el cual se estaba bien fresquito en verano; un pequeño manzano que, para gran fastidio de las ovejas, se desprendía de sus manzanas cuando aún no eran más grandes que el ojo de una oveja y sabían ácidas como Willow en sus peores días; y el árbol de las cornejas, donde vivían unos pájaros que chillaban desde el amanecer hasta el ocaso. A mediodía guardaban silencio.

Ahora Gabriel se dirigía con su escalera hacia este árbol. Apoyó la escalera en el tronco, subió y se encaramó a la rama más baja. Los pájaros se percataron de que aquello iba en serio y echaron a volar: rollizos y torpes como palomas torcaces, relumbrantes y burlonas como cornejas, blanquinegros y furtivos como urracas.

Gabriel estuvo un buen rato subido al árbol, mientras las ovejas lo observaban.

—Le gustan las urracas —aseguró Mopple.

Era la primera vez que decía algo sobre Gabriel. Mopple the Whale se sentía un tanto avergonzado porque no le interesaba mucho todo aquel asunto del nuevo pastor. De haber sido por él, Gabriel y sus extrañas ovejas no habrían aparecido allí. Aquellas desconocidas inquietantes estaban dejando pelada con una rapidez alarmante una parte del prado, y entre ellas había un carnero al que Zora no dejaba de mirar de reojo. Y el propio Gabriel tampoco es que fuera de mucha utilidad. ¿Qué había hecho hasta entonces por ellas? Ni nabos ni trébol ni pan seco, ni siquiera heno. No había limpiado el abrevadero, aunque, en opinión de Mopple, era urgente. El día anterior se lo había pasado pegando brincos inútilmente por la pradera, y hoy: ¡árboles! Los pájaros organizaron un buen alboroto, y con razón. Si eso era lo que Gabriel entendía por obligaciones, se avecinaban tiempos oscuros.

La pequeña y nervuda silueta del pastor iba de rama en rama, siempre hacia arriba. Como un gato. Fisgaba en los nidos de las aves como un gato.

Las ovejas no tardaron en aburrirse. Si Miss Maple no hubiese insistido en vigilar de cerca a Gabriel, pronto se habrían distraído. Pero clavaron la vista en las ramas altas, hasta que, debido a la inusual posición de la cabeza, se marearon. Incluso Melmoth observaba a Gabriel con una extraña mirada de pájaro.

Sin embargo, fue Sir Ritchfield el que vio un detalle crucial: al parecer, Gabriel había encontrado lo que buscaba en un nido. Además de Ritchfield, Zora, Maple y Othello también vieron que sostenía una llave en la mano. Pero el manso fue el único que distinguió que no era la misma llave que Josh había sustraído el día anterior de la caja de galletas de avena.

—Pequeña y redonda —aseguró Sir Ritchfield—. La llave del nido es pequeña y redonda. Y la llave de ayer era larga y cuadrada.

Las ovejas se quedaron asombradas. Sobre todo con Ritchfield. Éste, orgulloso de su observación, ni siquiera se dio cuenta de que incluso se acordaba de la llave del día anterior. Era evidente que la presencia de Melmoth le hacía bien.

La memoria de Gabriel parecía peor que la de Sir Ritchfield: tal vez no hubiese visto bien la llave del día anterior. Sea como fuere, se bajó de buen humor del árbol de las cornejas. Volvió de buen humor a la caravana e introdujo de buen humor la llave en la cerradura. Y el buen humor cesó de golpe y porrazo. Gabriel profirió un pequeño silbido enojado, y cuando sus ovejas lo oyeron, entre ellas cundió un pánico mudo e infundado que perduró incluso después de que Gabriel enfilara el camino rumbo al pueblo. Las ovejas de George las miraron intranquilas hasta que otro ruido distrajo su atención.

Melmoth se hallaba junto al dolmen, riendo.

Las ovejas no tardaron en caer en la cuenta de que Melmoth no era sólo una oveja más en el rebaño, aunque no lograban comprender por qué. Lo primero que les llamó la atención fue el efecto diseminador de Melmoth. Cuando éste pastaba con ellas, apenas les resultaba posible mantener la formación habitual. Se dispersaban sin querer como si un lobo hubiese irrumpido en el rebaño. Sólo que al ritmo de su pastar, es decir, muy despacio, casi sin percatarse de ello. Empezaba a parecerles inquietante.

Luego estaba lo de los pájaros: nada de regordetes pájaros cantores, sino carroñeros de voz ronca como cornejas y urracas. Melmoth dejaba que se le subieran y los llevaba de paseo mientras pacía. Claro que las ovejas no le temían a las cornejas (salvo Mopple, quizá), pero olían demasiado a muerte. Cuando le preguntaron a Melmoth, éste bufó burlón.

—Son un rebaño como vosotras, un pequeño rebaño de alas negras. Vigilan y pacen y se rascan la piel. No es culpa suya que su pasto sea la muerte. Dejan el recuerdo en paz. Y son más listas que el hambre. Entienden al viento.

¡Demencial!, pensaron algunas, pero nadie se atrevió a decirlo en alto. Lo cierto es que el lenguaje de Melmoth era raro como el balido de una cabra, pero no causaba perplejidad mucho tiempo. Era como si sus palabras giraran en torno a lo que quería decir describiendo extrañas líneas. Les resultaba complicado, pero no demencial. Cordelia era la única que insistía en que el lenguaje de Melmoth era más preciso que el de las demás ovejas.

—No dice las cosas como las piensa. Dice las cosas como son —solía argumentar siempre que se reunía un grupito de ovejas melmothescépticas.

Los grupitos cada vez eran más habituales… y secretos. No sin temor, todas notaron enseguida que Melmoth se enteraba de muchísimas de las cosas que sucedían en la pradera.

—Se lo cuentan los pájaros —baló Heide.

Y las ovejas comenzaron a vigilar atentamente el cielo. Y observaban a Melmoth más que antes.

Éste pacía por la pradera como un lobo solitario. Su expresión también tenía algo lobuno. Parecía absurdo, y sin embargo a veces les daba la impresión de que Melmoth en realidad no era una oveja. Las más listas recordaban brevemente la historia del lobo con piel de oveja y se estremecían.

Y luego había un cordero distinto, un cordero de caminar vacilante que observaba a Melmoth con ojos grandes y tímidos. Poco después corrió un rumor, el rumor de que Melmoth era un espíritu. Sabían por los cuentos de hadas que el espíritu de los muertos a veces volvía para vengarse. «El rey de los gnomos» y «el espíritu del lobo», se murmuraba en el rebaño.

Othello se enfadó: se había pasado días siguiendo el rastro del viejo; años, para ser exactos. Desde aquella noche lluviosa en el circo, cuando Melmoth echó a correr por la carpa mientras Othello lo miraba a través de los barrotes y el payaso cruel yacía en el barro y pedía a gritos que encendieran la luz, Othello supo que tenía que reencontrarse con Melmoth. Ahora era Melmoth el que lo había encontrado a él. Othello estaba descontento. No sabía qué hacer. ¿Ir corriendo alegremente hacia él, como había hecho Sir Ritchfield? Melmoth había enseñado a Othello a ser paciente, le había enseñado a aprender del agua y el fuego, a observar el rastro de baba de los caracoles, a devolver la ira y el miedo al sitio al que pertenecían, a contemplar las ideas. Y le había enseñado a luchar. Su voz lo había acompañado y le había salvado la vida en más de una ocasión. Pero Melmoth también lo había dejado solo con aquel payaso cruel. «A veces estar solo es una ventaja», resopló Othello, furioso. De todas las cosas que Melmoth le había dicho, ésa era la única que nunca había creído.

Incapaz de tomar una decisión, hasta el momento se había escondido de Melmoth como había podido. Oh, pero Melmoth sabía que él estaba allí, a ese respecto no se hacía ilusiones; sin embargo, por algún motivo, el gris había resuelto dejarlo en paz. ¿Acaso le daba igual Othello, una de tantas ovejas que se habían cruzado en su solitario deambular, perdida en un rebaño sin rostro que ya no le interesaba? De todas las posibilidades, ésa era la que más horrorizaba a Othello.

Pero ahora escuchaba el medroso cuchicheo de su nuevo rebaño, su primer rebaño en toda regla, y comenzaba a preocuparse. ¿Y si era cierto que George había perseguido antaño a Melmoth a vida o muerte, tal como se murmuraba en el rebaño? Entonces, ¿qué? Si había aprendido algo cuando estaba en el circo, era que Melmoth podía ser capaz de todo.

También Miss Maple pensaba febrilmente. No había creído ni por un instante que Melmoth fuera un espíritu, pero ¿acaso no podía tener que ver con la muerte de George? ¿Qué sabía Ritchfield? Maple estaba segura de que el extraño comportamiento del manso de un tiempo a esa parte debía guardar relación con Melmoth.

En un momento en que Melmoth dormitaba bajo el árbol de las cornejas, Maple no pudo aguantarse más y, con paso decidido, se acercó sin dejar de pastar a Sir Ritchfield.

—Quién habría pensado que Melmoth había sobrevivido, ¿verdad? —comentó sin demasiado interés.

Ritchfield resopló divertido.

—Yo —contestó—, yo lo presentí. Aquella noche lluviosa. Una intuición propia de gemelos. Aquella noche lluviosa supe que había vuelto. Desde entonces estaba a la espera.

—Pero no nos dijiste nada —apuntó Maple.

El manso no contestó.

—Y siempre decías que habías olido su muerte en las manos de George —insistió Maple.

—Olí la muerte en las manos de George —precisó Ritchfield, pensativo—. Aunque probablemente fue una muerte ajena.

—O casi una muerte. Puede que Melmoth escapara más muerto que vivo. Seguro que estaba muy enfadado con George.

Ritchfield calló. Miss Maple arrancó un matojo de diente de león.

—No nos dijiste nada —repitió cuando hubo terminado de mascar—. Creías que Mopple sabía algo de Melmoth y lo intimidaste para que no dijera nada. ¿Por qué?

El manso puso cara pesarosa.

—No estuvo bien intimidar a Mopple —reconoció—. Pero pensé…

Miss Maple no pudo contenerse más.

—Pensaste que Melmoth tal vez tuviera relación con la muerte de George. Una conducta muy extraña, presentarse de noche y a escondidas en la pradera, y precisamente después de la muerte de George. Pensaste que entonces, la noche siguiente a la huida de Melmoth, tuvo que pasar algo terrible. Que quizá Melmoth todavía estuviese furioso, ¿no es así? Y decidiste mantener en secreto su llegada.

Maple alzó la cabeza, satisfecha: una conclusión acertada. A partir de las pistas. Igual que en la novela policíaca. Orgullosa de sí misma, vio en el rostro turbado de Ritchfield que había dado en el clavo.

—Quería ayudarlo —se excusó el viejo carnero—. De gemelo a gemelo.

—De gemelo a gemelo —bufó Melmoth, que de pronto se hallaba al lado de Miss Maple.

Ésta miró a uno y otro carnero. Volviera donde volviese la cabeza, siempre veía al mismo. Aquello desafiaba a la razón, y la cabeza le daba vueltas.

Melmoth miró fijamente a Ritchfield.

—¿Furioso con George? —resopló—. Chismes de urracas. Lamentos del viento. Sandeces de corderos. ¿Quieres adentrarte en la noche que no quisiste venir? ¿Queréis oír una historia? —baló bien alto para que todas las ovejas lo oyeran—. ¿La historia de la quinta noche?

El sol lucía alto en el cielo, y el mar no traía viento alguno. Las únicas que parecían indiferentes al calor eran las moscas, que zumbaban infatigables alrededor del hocico de las ovejas y se les metían en las orejas. Ello ofreció un pretexto incluso a las más escépticas para reunirse como si nada bajo las frescas ramas del árbol de la sombra, donde Melmoth se recostó sobre un blando colchón de hojarasca y contó su historia. Hasta el cordero de invierno llegó a asomarse por el tronco y, como las ovejas se sentían demasiado apáticas para ahuyentarlo, se quedó.

Así fue como ese inmaculado día de verano todas las ovejas de George se quedaron heladas. Melmoth habló como las ovejas nunca habían oído hablar, no sólo con palabras, sino con el viento en la lana y el corazón tembloroso, de manera que las ovejas no tardaron en correr con él por la oscuridad.

Y en la historia de Melmoth hacía un frío glacial.