Dar con la casa de Dios no supuso ningún problema para Othello: era la más grande del pueblo, alta y puntiaguda, justo como había dicho Cloud. Lo que parecía más difícil era acercarse sin ser visto. A diferencia de las otras casas, ésta se hallaba iluminada por delante. Bajo el arco de la puerta bostezaba una sombra. Othello aguzó el oído: a lo lejos gemía un perro y se oía música. Por lo demás, nada. Cruzó a buen paso el iluminado patio. A su lado trotaban dos sombras ovejunas alargadas y detrás una tercera, más alargada y todavía muy desvaída. A pesar de ser cuatro apenas hacían ruido.
En la sombra que arrojaba la puerta, Othello volvió a estar solo. Se puso a olisquear: fuera olía a calle, a coche y a aterciopelada noche de verano, y del interior, por las rendijas, salían olores frescos y herbosos que le cosquilleaban la nariz.
Ningún hombre, ni un solo ser vivo.
¿O sí?
«Cuando empieces a confiar en ti mismo deberás dejarlo», le susurró una voz en la cabeza, y Othello olisqueó de nuevo.
Uno o dos ratones, tal vez. Sin duda nada mayor. Lo único que le preocupaba era la puerta en sí: era más alta y ancha que todas las puertas que había visto en su vida, y los tiradores estaban tan altos que ni siquiera sobre las patas traseras los alcanzaría. Era como si tras esa puerta moraran gigantes. Dios era grande, pensó Othello, pero tampoco tanto.
¿Y si agarraba el tirador con los dientes? Apoyó las patas delanteras en la puerta y estiró el pescuezo. La puerta cedió; no mucho, pero bastó para indicarle que estaba abierta y los tiradores sólo eran ornamentales.
Se puso de nuevo a cuatro patas y bajó la cabeza. Empujó la alta puerta con los cuernos, y ésta se abrió sin problema.
De nuevo aguzó el oído.
Silencio.
Introdujo una pezuña en la piedra fría y desnuda del interior, luego otra. Justo cuando iba a hacer lo propio con una de las traseras, volvió a escuchar aquella voz: «Cada camino es en realidad dos caminos», aseguró. La ida y la vuelta, pensó Othello, y se sorprendió. «El camino de vuelta siempre es el más importante», añadió la voz con un punto burlón.
El carnero negro bufó, enfadado consigo mismo por no haberlo advertido antes. Si la puerta se abría hacia dentro, no era seguro que la cosa fuera tan sencilla en la otra dirección.
Retrocedió unos pasos hasta plantar el trasero de nuevo a la luz, de manera que se proyectaban tres largas sombras. Bajó los cuernos y arremetió. Ataque, choque y retroceso con los cuernos en alto. Una elegante secuencia de movimientos que le había hecho merecedor de respeto en todos los duelos de carneros.
La pesada puerta de madera se abrió de par en par y, por un instante, Othello vio bancos a la luz de la luna, pilares elevados, una alta cúpula. ¿La pista de un circo?
La puerta volvió a cerrarse y levantó algo de polvo. Osciló en el marco y se abrió hacia fuera. Y hacia dentro. Y hacia fuera de nuevo. A un lado y otro. Ahora estaba seguro: podría abrir la puerta con la misma facilidad desde dentro que desde fuera.
Aguardó en la sombra del pórtico hasta que volvió a reinar el silencio. Y siguió aguardando: su ira se había tornado fría paciencia. Dentro de poco retaría a duelo a Dios por el dolor, el sufrimiento y los numerosos ojos codiciosos e indiferentes de este mundo.
Sin embargo, al pisar el liso suelo de piedra y ver que a sus espaldas la puerta impedía el paso de la luz, Othello se sintió inquieto. Aquello le recordaba demasiado al circo. El órgano, capaz de interpretar una alegre música para acompañar las cosas más horribles; los bancos vacíos; la plataforma, donde se encontraban los accesorios de la función: un micrófono, un podio, un banquito. Un enrejado de puntas de hierro y velas encendidas. Othello imaginó perfectamente a desdichadas criaturas obligadas a salvar ese obstáculo día tras día. Para regocijo del público. No cabía duda de que Cloud había presenciado algo así en su día. Othello se alegró de haber localizado a Dios: el espectáculo debía terminar.
Avanzó entre los bancos. Una gruesa alfombra roja amortiguaba las pisadas. La alfombra roja sólo era para los artistas: los hombres. Pobre del animal que pusiera una pata en ella sin querer. A Othello le daba igual.
Entonces oyó un ruido. Un ruidito angustiado, como de una puerta mal engrasada. ¿O acaso sería un animal? ¿Un hombre? Acechó con cautela entre las hileras de bancos. Ante él, una espesa nube de polvo bailoteaba a la luz de la luna. Tras ella había un armazón del que pendía, más muerta que viva, una figura humana. ¿Era ella la que hacía el ruidito? Othello se estremeció: ¡la víctima de un lanzador de cuchillos! No parecía un accidente. Quien hubiese arrojado los cuchillos sabía perfectamente lo que hacía.
Al acercarse más, Othello cayó en la cuenta de que el ruido no podía proceder de aquel hombre. Cloud tenía razón: la sangre no se olía, y de pronto Othello comprendió el porqué: la figura era de madera.
Curiosamente, eso no lo tranquilizó. Sabía que los hombres podían hacer cosas de madera, pero por qué se empeñaban en hacer tales cosas era algo que escapaba a las entendederas de una oveja.
En algún lugar de la casa de Dios crujió una puerta.
Pasos.
¿Dios?
El narigudo había entrado por una puerta lateral y se hallaba en el otro extremo de la estancia. Portaba una pequeña luz danzarina.
Othello se deslizó como una sombra, sin hacer ruido, entre los bancos y llegó a la pared tras cruzar un gajo de luz de luna. Allí había una suerte de cobertizo de madera; y delante, una pesada cortina de terciopelo. Al otro lado olía a piedra, madera, polvo y un poco de miedo. Titubeó.
La luz danzarina se aproximaba.
Othello subió un peldaño de madera y se coló en el cobertizo. Los pliegues de la cortina se mecieron brevemente.
Pero el hombre pasó de largo.
«Dios no lo sabe todo», pensó Othello.
Cuando la cortina dejó de moverse, echó un prudente vistazo al cobertizo: un banco; a un lado una abertura enrejada, quizá para la ventilación. ¿Una jaula para hombres? El olor encajaba: allí los hombres habían tenido miedo.
De fuera le llegó un sonido metálico. No demasiado cerca.
Decidió mirar: los pliegues de la tela resultaban perfectos para observar sin ser visto.
El narigudo se hallaba en el podio: se ocupaba con poco entusiasmo del enrejado de las velas. Y cada poco consultaba el reloj: estaba tenso.
Durante un rato no pasó nada.
Luego se oyó un crujido procedente de fuera, algo que se arrastraba sobre la grava, cada vez más cerca.
Dios se volvió expectante.
La gran puerta se abrió de golpe: se deslizó sobre la piedra y se atascó en un desnivel del suelo. El topetazo la hizo temblar. Por la alta abertura se coló una luz, no la fría luz lunar, sino la amarillenta de las farolas del patio.
Othello aguardaba en tensión. De nuevo el crujir y el arrastrar. Recortándose contra la luz apareció una figura, pequeña como un niño pero tan ancha que apenas cabía por la puerta. Avanzaba rodando. Una extraña mezcla de hombre y máquina; una silueta rechoncha y negra con una corona de cabello revuelto que, a la luz de las farolas, se veía dorado. Rodando, ahora sin hacer ruido, por el liso suelo de piedra. Inmóvil y sin embargo moviéndose, casi flotando. Un olor desconcertante a metal y medicina amarga. A aceite y heridas aún por sanar. Y por debajo un olor conocido.
—Ham. —El narigudo esbozó una sonrisa—. Me alegro de que estés mejor. Y me alegro de que hayas venido a verme en tu desgracia. —Sus manos desprendían un tibio y aromático olor a cera, pero ningún perfume podía ahogar el amargo sudor que de pronto rezumaba por los poros.
Othello comprendió en el acto que Dios odiaba al carnicero más que a todos los demás, más de lo que sin duda había odiado a George. El carnicero también parecía saberlo. Pasó rodando ante el narigudo, con su estatura de niño, sin siquiera mirarlo, directo a la figura de madera.
—No he venido a verte a ti —repuso—. He venido a verlo a él.
El otro se encogió de hombros como sacudido por un escalofrío repentino. Enmudeció, y así fue como Othello supo que Dios también temía al carnicero.
Mientras Ham miraba en silencio la figura de madera, el narigudo se plantó sin hacer nada en un rincón: esperaba a que el carnicero se fuera. Othello atisbaba entre las pesadas cortinas y asimismo esperaba. El tiempo seguía su curso, y Othello olía que el narigudo cada vez se ponía más nervioso.
Al final la silla rodante del carnicero se volvió, enfiló la puerta sin hacer ruido, cruzó el umbral, atravesó el patio crujiendo y arrastrándose, y se alejó. El alivio pendía en el aire como una niebla temblorosa. Dios se dirigió a la puerta con cautela y oteó fuera. Tuvo que apoyarse en ella con todo su peso para liberarla de la piedra. Cuando la hubo cerrado y la luz dorada quedó desterrada en el exterior, pareció sentirse bastante mejor. Incluso se puso a canturrear.
Su extraño vestido se movía a la luz de la luna como el agua mientras él avanzaba hacia el cobertizo de Othello entre las filas de asientos. El cordero retiró la cabeza en un santiamén, pero Dios debió de percatarse de algo, ya que se paró delante mismo del cobertizo. Una mano apartó la pesada cortina y Othello bajó la cornamenta. El armazón tembló, pero no se inundó de luz:
Dios había entrado por el otro lado. Othello resolvió que era hora de irse.
Sin embargo, al salir del escalón crujieron las tablas bajo sus pezuñas.
—Ajá —dijo el narigudo—, así que estás aquí. Siento haberte hecho esperar. Pero ya ves cómo están las cosas. En cuanto no cierro la iglesia una noche, aparece. —Rió.
Othello no movía un músculo.
—¿Así que quieres confesarte? —La voz sonaba viscosa y húmeda como resina de pino.
Othello no dijo nada.
—Era sólo una broma —musitó a través del enrejado—. Me alegro de que hayas venido. Empezaba a temerme que no lo harías. Pero el asunto es importante, ¿me oyes? Con George hice la vista gorda y mantuve el pico cerrado, pero no volveré a hacerlo. Yo también tengo conciencia.
Othello resopló sin querer.
—No te rías —se oyó un lamento al otro lado—. Deja a Ham en paz. No sé si fuisteis vosotros los del acantilado. Si es así, fue un tremendo disparate. Pero ya basta, ¿me oyes? Quiero que sepas que si Ham la diña, todo saldrá a la luz. Además, Ham no representa peligro alguno. ¿Por qué iba a intentar algo de golpe y porrazo? A él tampoco le caía bien George. Tiene su cámara y su carnicería y el televisor, y está satisfecho. No, no, por Ham no tienes que preocuparte.
En la voz de Dios se percibía que Ham le preocupaba y mucho, lo cual le resultó raro a Othello, después de haber olido antes cuánto lo odiaba. Othello empezó a masticar pensativo un trozo de cuero que colgaba del tapizado de un banco. De pronto ya no tenía miedo. Incluso se alegraba de hacerse notar.
—Kate —dijo Dios—, con toda seguridad. Mientras Kate esté aquí Ham se guardará de alborotar el gallinero. Ahora que vuelve a ser libre. Puede que incluso se alegre de que George haya muerto. Deja a Ham fuera del juego, ¿me oyes?
Othello profirió un carraspeo que el narigudo tomó como señal de asentimiento.
—Me alegro de que seas del mismo parecer —afirmó. De pronto su rostro estaba muy cerca del entramado de madera—. Y en lo tocante a lo de la hierba… —murmuró.
La cabeza de Othello también se aproximó al entramado, hasta hallarse a unos centímetros de la nariz de Dios. Ésta se puso a olisquear intranquila, y Othello estaba sorprendido de que de pronto hubiera empezado a hablar de cosas tan razonables como la hierba.
Pero el narigudo dejó de hablar y miró por el enrejado con ojos centelleantes.
—¿Estás ahí? —inquirió.
Othello se quedó mudo. Luego Dios salió súbitamente del cajón y descorrió la cortina que lo separaba del carnero. La luz de la luna entró a raudales. Por un instante ninguno de los dos se movió. Después Othello lanzó un balido, un balido horripilante y agresivo que resonó en la estancia.
El narigudo pegó un grito alto y agudo, echó a correr por las filas de bancos, tropezó y cayó, se levantó, saltó con torpeza el armazón de hierro con las velas y desapareció por la misma puertecita por la que había entrado. Satisfecho, Othello lo siguió con la mirada.
Cuando Othello abandonó la casa de Dios, a su lado trotaban de nuevo dos sombras ovejunas, y delante una más alargada y muy desvaída. Pero las aves nocturnas vieron algo extraño desde los árboles, algo que desafiaba por completo la simetría de sombras de la luz. Y es que había una cuarta sombra, una sombra que seguía a cierta distancia a Othello. Una sombra muy peluda que tenía unos largos cuernos retorcidos.
Como las nubes, tranquilas y altas como las nubes, exhalando un olor dulzón a lozanía juvenil, al despuntar el día pastaban por la pradera, ajenas a la noche, que se había deslizado a hurtadillas sobre la hierba. Seguía acurrucada bajo el dolmen, sus estrellas los ojos y a muertos del cadáver, no es de extrañar que no brillaran. Él sabía que el dolmen era un monumento a la muerte, una caravana hacia la muerte, sin ruedas, claro, pues la muerte puede esperar. Allí acechaba una salmodia de tentáculos mohosos. No hacen falta palas para demostrar la paciencia de la muerte.
Al otro lado del dolmen pacía la juventud, la suya, de sólida osamenta y alegría desbordante en el vientre, pero tan tonta, tan tonta que podía hacerle daño a uno en su dicha. Al otro lado del dolmen se hallaban los pastos prohibidos: la vuelta. Ella había buscado por el mundo. Bajo piedras lisas, tras el viento, en los ojos de las aves nocturnas y en el agua de delicados estanques. Allí sólo se había visto a sí mismo, y no había tardado en hartarse de la compañía… ojalá no hubiese descubierto la vuelta. La tenía detrás de las orejas, riendo, no es de extrañar que no hubiese podido encontrarla en el mundo. La vuelta era un camino. La había llevado todo aquel tiempo consigo, pero sólo en la punta del pelaje, donde la lluvia la refrescaba, donde hacía cosquillas sin que él se diera cuenta. Demasiados parásitos en la lana, y uno no podía estar seguro de que la vuelta no fuese uno de ellos.
El camino de vuelta siempre es el más importante, contó la fronda. Contaba lo mismo en todas partes, y había que creerla, a ella, el pelaje fragante y vivo del mundo, aunque siempre creciera hacia fuera, huyendo del marrón. Pero cuando el aire empezaba a oler a humo frío, en la estación en que migraban las golondrinas, la estación de los días oscuros, el marrón se extendía por el suelo. Entonces había que tener cuidado de que no encontrara apoyo en las pezuñas y le subiera a uno por las patas como pequeñas arañas. Las patas le picaban, no era buena idea pensar en las arañas. Trataban de enfriarle a uno el corazón y se le metían por la nariz. La fronda tenía razón. Incluso en la época de migración de las golondrinas lo susurraba entre los setos, desde los acebos, desde la insaciable hiedra del monte bajo, desde los pequeños pinos y desde la propia alma aterida: el camino de vuelta siempre es el más importante. Él los creía a todos. También creía a las cornejas, que liberaban su lomo de parásitos pero dejaban intacta la vuelta. Negras alas en su lomo, roncos ojos brillantes. Y es que hasta las golondrinas volvían con la fronda.
Ahora el camino se había arrollado como una cochinilla, se había vuelto un único paso. Tras el paso pastaban y eran como nubes de hálito invernal, cálidas y vivas en un mundo vacío. Vio al negro entre ellas, con el alma furibunda y las numerosas heridas bajo la lana. Ahora el negro formaba parte de aquello. ¿Quién podía hacer que alguien formara parte de un lugar? George podía unir y separar mejor que cualquier perro ovejero. George habría debido reuniría a él, a las numerosas ovejas desperdigadas, en medio de la vuelta. Pero George había mirado demasiado profundo bajo el dolmen. Vio a aquel que era como un espejo de aguas claras y vio que su vientre colgaba fiando. Pero los cuernos eran retorcidos como el camino, retorcidos y orgullosos como los suyos propios.
Su alma salió al galope.
Pero él seguía allí. Seguía allí, mirándola. Sólo un paso más, un único paso. Nadie le había dicho que se trataba del paso imposible. Tristeza, bastante para aullarle a la luna, como hacían secretamente sus cornejas cuando creían que él no se daba cuenta. No había puente con el que salvar ese último paso, ni vado donde el agua fuese poco profunda. No esperaba ahogarse en el último paso. Sus cuernos se hundieron como tornillos en la noche agonizante. Y sin embargo, sin embargo… había un vado, podía construirse con palabras, viejas palabras guardadas amorosamente en el alma, en todos esos años, concebidas como conjuros, una y otra vez. Se puso a buscarlas. Pero su alma era ya tan grande, tan enigmática y estrecha, camino tras camino tras camino, todos los caminos que él había recorrido, que ya no era capaz de dar con las palabras. Pero tenía que hacerlo. Y deprisa, pues aquellas criaturas lanudas eran efímeras como el hálito invernal, y bajo el dolmen se hallaba el mudo pastor, y sus ojos azules brillaban. El día llegaba lentamente por el mar y amenazaba con ahuyentarlo, como ya hicieran antes otros cuatro días. El quinto día. El quinto día era el día de la vuelta. Titubeó.