En el centro de Glennkill había una insulsa plazoleta: cuatro árboles descuidados, un banco, una columna de mármol con una inscripción y un seto que podía servir de escondite a las ovejas. El seto arrojaba dos sombras: una débil de luz dorada y una bien definida de claridad chillona.
En un extremo de la plaza se alzaba una casa puntiaguda bañada en un reflejo ambarino. Al otro lado se veía la fría luz de neón de la tienda de comida para llevar. Detrás de ésta aguardaba la oscuridad.
Y en la oscuridad aguardaban tres ovejas.
Maple, Othello y Mopple habían salido con el crepúsculo para espiar la conversación entre Beth y la mujer de rojo. Mopple tenía cara larga: le habían prometido patatas fritas para incitarlo a tomar parte en la expedición, pero Maple y Othello lo habían hecho pasar a toda prisa ante la puerta del restaurante. Ahora miraba por una ventana la casa de Beth y se veía obligado a contemplar cómo ésta se comía un plato de verdura cruda: colinabos, zanahorias, rabanitos y apio, y de postre una enorme manzana roja. Para ver, Mopple tenía que apoyar las patas delanteras en una jardinera volcada que había delante de la ventana y estirar el pescuezo. Debido a la inusitada postura empezaba a dolerle el lomo: la vida era injusta.
De la calle llegaban sonidos inquietantes: ruido de coches, risas humanas, ladridos de perros. El patio atrapaba los ruidos y los hacía reverberar contra el muro de la casa, la tapia y la pelada pared del garaje.
Beth acabó de cenar y se levantó; había dejado una zanahoria, tres rabanitos, un tallo de apio y la mitad de la manzana roja. Mopple volvió a albergar esperanzas. Sin embargo, Beth se llevó el plato de la habitación y regresó poco después con las manos vacías. Luego se sentó en una butaca y se puso a manosear una cadena de perlas de madera: dejaba que las perlas se deslizaran entre sus dedos y musitaba para sí. Padrenuestroqueestás…
Cuando finalmente unos pasos resueltos dejaron atrás el restaurante y entraron en el patio, Beth estaba tan atareada que ni siquiera pareció darse cuenta. Sin embargo, las ovejas supieron en el acto quién doblaba la esquina con determinación y dibujaba una clara sombra de neón en el suelo. Seguía oliendo bien, a tierra, sol y salud, aunque ahora el humo de tabaco encubría un tanto esos bellos olores.
Intranquilo, Mopple empezó a ojear la vía de escape hacia el patio trasero, mientras las otras ovejas mantenían la posición. Ya habían hecho la prueba: si la mujer de rojo se limitaba a ir directa a la puerta, ellas, ocultas por un arbusto de retama, estarían al abrigo de sus miradas.
La mujer llamó y Beth, aún sentada en el sillón, se sobresaltó. Apartó a toda prisa aquella cosa, trazó una señal en su pecho con el pulgar de la mano derecha y salió a abrir. Luego Beth dentro y la mujer fuera desaparecieron del campo visual de las ovejas, que sólo oyeron un murmullo ininteligible. Aquello era emocionante: ellas nunca habían visto una casa humana por dentro. A todas luces no era igual entrar que salir.
Al cabo se abrió la puerta de la habitación y entró la mujer de rojo, ya no de rojo sino con un pantalón azul y una camisa verde, seguida de Beth.
—Rebecca —dijo la mujer—. Puede llamarme Rebecca a secas.
Pero Beth no la llamó nada, y ambas se quedaron mirándose en silencio.
—No ha venido aquí por el turismo —dijo Beth al final—. Ha venido por George. —Era una constatación.
Rebecca asintió.
—Me gustaría saber todo lo posible de su vida. Y de su muerte. Si de paso puedo ayudar en lo del turismo, estupendo. —Una sonrisa burlona, pero Beth se hallaba demasiado concentrada para notarlo.
—¿Por qué? ¿Es usted policía? Dios sabe que ya es hora de que por fin hagan algo.
Rebecca se ruborizó.
—No. He venido por… por motivos muy personales.
Beth entornó los ojos.
—Y sin embargo sabe poco acerca de él —observó—. Lo cual no nos deja muchas posibilidades…
Rebecca había bajado los ojos y no decía nada.
—¡Y acude a mí! —Beth sonó agitada, como cuando le daba aquellos cuadernillos a George—. Precisamente a mí. Creía que era usted decente. Debería echarla de mi casa, con la buena nueva, pero echarla. ¿Qué se le ha perdido aquí?
Rebecca levantó la vista. Aún sonreía, pero ahora parecía más triste.
—Creo que usted lo llamaría perdón —respondió en voz queda.
Lo que ninguno de los mordaces comentarios de George lograra lo consiguió sin esfuerzo la respuesta de Rebecca: Beth se quedó atónita. Durante unos instantes ninguna dijo nada; las pequeñas manos de Rebecca dibujaban curvas en la cómoda.
Mopple se aburría; alargó el pescuezo, probó un geranio de la jardinera y lo masticó sin hacer ruido. Othello lo reprendió con la mirada, a lo que Mopple respondió con ojos inocentes.
Tras el cristal, Beth estaba blanca como la leche.
—Dios mío —musitó—. Dios mío. —Al parecer tuvo otra idea y se calmó un tanto—. ¿Té?
Rebecca asintió.
Fuera se produjo un estrépito: buscando un botón de geranio, Mopple se inclinó demasiado, perdió el equilibrio y acabó sentado de culo, perplejo.
Othello bufó:
—Mopple, si vuelves a comerte otra hoja, mañana te perseguiré por la pradera hasta que estés flaco como una cabra vieja.
Mopple dejó de mascar y se levantó. Maple miró reprobadora a ambos carneros, y los tres ocuparon de nuevo sus respectivos puestos a la sombra de los geranios.
Pero Beth y Rebecca se habían esfumado. Sólo se oía tintinear la porcelana.
—No encontrará nada —decía la voz de Beth—. No, si le pregunta a la gente.
—¿Con el escándalo que se ha armado? —inquirió la voz de Rebecca.
—Es increíble —dijo Beth—. Y lo es precisamente porque nadie sabe nada. Sólo una serie de cosas triviales que no cuadran. El pueblo entero está podrido como una manzana, desde el corazón, ¿comprende? Es una manzana podrida.
Mopple torció el gesto: había sido un error ir al pueblo. Tenía la intención de bajarse de la jardinera cuando Miss Maple descubrió lo que pasaba con Beth y Rebecca: no se habían esfumado, sólo se habían hundido en sendos sillones, y los geranios les impedían ver. Qué rabia.
—Mire esto —pidió Beth. Algo crujió en la mesilla de centro.
—Oh —dijo Rebecca.
Beth rió débilmente.
—Lo más interesante será cuando le cuente dónde lo encontré.
Maple no pudo aguantar más.
—Mopple —baló con suavidad, pero decidida como un manso—, cómete los geranios. Haz un agujero en los geranios. Deprisa. —Mopple era el comilón más rápido de todo Glennkill; unos cuantos geranios eran una bagatela para él. Sin embargo, no se movió. Se hallaba entre Maple y Othello y parecía empachado—. ¡Mopple the Whale! —Miss Maple estaba furiosa.
Mopple la miró con impaciencia y volvió la cabeza hacia Othello.
—Cómetelos —gruñó éste apretando los dientes.
Al poco, allí donde antes crecían geranios, ahora había un desierto. Y al otro lado del desierto, las ovejas veían sentadas a Beth y Rebecca. Desde dentro debía de parecer, que Beth había plantado tres cabezas de oveja en la jardinera. Por suerte a ninguna de las mujeres se le ocurrió mirar por la ventana: estaban absortas en la conversación.
—Podría parecer una chiquillada —afirmó Beth.
—Hum —contestó Rebecca.
Las dos miraron el manojo de paja que había en la mesa entre ambas: alguien había atado la paja de tal modo que tenía brazos, piernas y cabeza y le había clavado una rama en el cuerpo de paja.
—¿Sabe cómo llamaban los niños a George? ¡El rey de los gnomos! Imagínese. De dónde lo habrán sacado… ¡Menudos paganos! Sólo a sus espaldas, naturalmente. Oh, lo temían como si fuese el mismísimo diablo…
Rebecca asintió.
—Y usted pensó que…
—Que era una chiquillada. No habría sido la primera vez. —Beth suspiró—. Lo encontré la otra semana en los escalones de la caravana de George. Nunca desistí, ¿sabe?, aunque se riera de mí. Pero esa mañana él no estaba allí. Últimamente casi nunca estaba. Entonces cogí esa cosa: decidí que no valía la pena que se enfadara por culpa de los niños y sus tonterías del rey de los gnomos.
—Y ahora cree…
—Ahora creo que era una advertencia. Y yo tengo la culpa de que no la recibiera. —Beth sonrió con tristeza—. Pero no es para tanto. De todos modos, George no habría hecho caso. El nunca hacía caso de las advertencias.
Las dos guardaron silencio.
—¿Por qué últimamente no estaba casi nunca? —inquirió Rebecca—. ¿Qué hacía cuando no estaba allí?
Beth juntó las manos.
—Ojalá lo supiera. Sí sé que cuando se iba se vestía de forma decente: un traje como Dios manda y camisa blanca. Con eso se quitaba diez años, se convertía en un auténtico caballero. Y la gente hablaba, claro. Pero yo no me creo una palabra. Creo que iba a la ciudad, a Dublín, a oficinas y bancos, esa clase de cosas. Quería salir de aquí, alejarse de Glennkill, ¿sabe usted?
—Pero alguien no quería que se fuera, ¿no?
Beth asintió.
—¿Un lío de faldas?
Beth meneó la cabeza, indignada, y Rebecca enarcó las cejas.
—¿Piensa que era un asunto de dinero? —quiso saber.
Beth volvió a reír débilmente.
—Eso es lo que probablemente todos se pregunten. Sólo piensan en el dinero. ¡Esos paganos! ¿Tenía George dinero? Yo diría que no, viviendo como vivía. Una parcela, unas cuantas ovejas, una casita y nada de grandes negocios. La mayor parte de la gente de aquí tiene más. La mayoría saca un buen dinero con el turismo, aunque todos se quejan, claro. Pero, por otro lado, George a veces tenía cosas. Cosas caras, cosas muy caras: un reloj, nadie en Glennkill habría podido permitirse un reloj así, ni siquiera Baxter, el tabernero, aunque poco a poco se está hinchando con su Bed & Breakfast. Metafóricamente hablando, quiero decir. Cuando lo vea sabrá por qué digo metafóricamente. —Soltó una risita de colegiala—. Y a George el reloj le tenía sin cuidado. Plantaba rabanitos con él. —Las manos de Beth juguetearon con el hombrecillo de paja. En su voz se coló furtivamente una especie de admiración—. Y ahora todos esperan a la lectura del testamento: será este domingo, al aire libre, un abogado de la ciudad. George lo dejó todo bien atado. A esos paganos lo que les interesa es el dinero. Créame, aquí nunca nada había suscitado tanta expectación, ni siquiera ese estúpido concurso de ovejas.
—La Oveja Más Lista de Glennkill —recordó Rebecca, asimismo risueña—. El imán turístico por antonomasia. Y George va y les roba el espectáculo.
—Se lo puede ahorrar —afirmó Beth—. No vea usted lo que hacen con los animales. Ridículo. Yo no tengo más remedio que ir… por caridad.
Al hombrecillo de paja se le deshizo un brazo: era como si sostuviera un haz de heno en la mano. Los finos dedos de Beth enroscaron hábilmente una única paja alrededor del haz hasta que el hombrecillo volvió a estar entero.
Una sensación desagradable invadió a Maple, de las pezuñas a las puntas del pelaje. Era como tener las orejas taponadas con luna, como si el cristal que las separaba de Beth estuviese empañado. Oía y veía, pero le parecía hallarse en medio de niebla todo el tiempo. Tardó un instante en entender el origen de dicho malestar: A través del cristal no podía oler a Beth y Rebecca. Ningún olor le revelaba si decían la verdad, lo que sentían y temían. Un mundo fantasmal e incompleto. Para los hombres, con su alma pequeña y su inútil nariz sobresaliente, debía de ser siempre así. Maple sopesó lo que eso significaba: desconfianza, inseguridad, miedo. Significaba miedo.
—… inconstante, voluble —decía Beth—. No lo creo. El corazón humano es curioso: se puede aferrar a una única cosa en la vida, y cuando se aferra ahí se queda, para lo bueno y para lo malo.
Las ovejas estaban asombradas: antes Beth sólo hablaba de la «buena nueva» y las «buenas acciones», y a todo lo demás lo llamaba «vana palabrería», y de pronto era ella quien pronunciaba palabras vanas sin darle a Rebecca un solo cuadernillo. Su reciente ligereza tenía algo de corderil: atrevida y vulnerable a un tiempo. Debía de estar muy agitada.
—Ham, por ejemplo —dijo aquélla, y su visitante la miró sin comprender.
—¿Ham?
Abraham Rackham, el carnicero —explicó Beth, y su rostro serio esbozó una sonrisa—. Si quiere averiguar algo, tendrá que entender primero cómo piensa la gente. Abraham les resulta muy largo, claro. Un nombre con muchas letras es… es complicado —pensó un momento—. Aunque también hay excepciones: Gabriel. Qué curioso, nunca lo había pensado. Nadie se atrevería a llamarlo Gabe.
—Pero ¿Ham, jamón?
—Cuando lo vea lo entenderá. Abe probablemente habría sonado mejor, esta gente no es muy imaginativa. Pero ya tenemos un Abe, y además están los dos ham de su nombre y su profesión. Ay, debería usted verlo.
—¿Qué pasa con Ham?
—Yo en su lugar empezaría por él. Se las da de piadoso, como si fuera el único del mundo que lee la Biblia. Pero la gente le tiene miedo. Y en cuanto a él… él también tiene miedo. En su carnicería tiene una cámara de vigilancia desde hace una eternidad. Ya ve que conocemos esos chismes no sólo por las películas americanas. Pero ¿por qué una cámara de ésas en una carnicería? Ni siquiera la hay en el banco. Para tener un cacharro de ésos hay que ser un paranoico enfermizo. Pero él no lo es, no hay más que verlo para saber que no lo es. Creo que tiene miedo de verdad, lo cual significa que tiene algo que ocultar. Eso es lo que creo. Una vez le dije algo al respecto, en la colecta navideña.
—Y?
—Se puso furioso, desconcertado. Y Ham no es de los que se desconciertan con facilidad. No quiero ni imaginarme lo que uno podría encontrarse en su matadero, Dios nos asista.
El estómago de Mopple hacía extraños ruiditos, y Othello le lanzó una mirada reprobadora.
Rebecca se pasó la lengua por los labios.
—Este lugar es extraño. No lo imaginaba así. Yo creía que era apacible.
—Lo era —convino Beth—. Antes.
—Es obvio que no lo suficiente.
Beth negó con la cabeza.
—No me refiero a antes de que muriera George. Me refiero a mucho antes. Hace años. —Se paró a pensar un instante—. Hace siete años estuve seis meses en África, y cuando volví todo había cambiado. Más superstición y menos temor de Dios. Y a George fue a quien le dio más fuerte. Después se fue apartando más y más. Después… ay, no sé…
—¿Y qué pasó entonces?
—Pues nada —contestó Beth con amargura—. Al menos eso me han contado. Pero desde entonces… —se inclinó hacia delante— desde entonces esperan la salvación.
A Mopple empezaron a temblarle las rodillas, resbaló de la jardinera y clavó unos ojos vidriosos en la pared del garaje. Su olor era ácido como el de la serba fermentada. Puso los ojos en blanco. ¡Un cólico! Mopple the Whale, el mismo capaz de devorar un montón de trébol verde con el estómago vacío, tenía un cólico. Los geranios debían de ser cosa del lobo.
Othello y Maple lo flanquearon e impidieron que se tumbara: pasearse arriba y abajo era lo único que servía de ayuda en caso de cólico. Lo sabían por George.
—Adelante, Mopple —musitaba Maple—. Un paso más, un paso más.
—No bales, Mopple —lo urgía Othello.
Mopple avanzaba tambaleándose, la mirada fija, sin balar. Maple y Othello lo obligaban a recorrer el patio trasero.
De pronto la puerta se abrió y salió el olor, mucho más ácido, de Beth. Era como si ésta quisiera guardar aquel olor en casa y llevar consigo sólo una mínima dosis concentrada. Ágil como un hurón, el olor pleno y cálido de Rebecca se deslizó por aquel desierto de olores. Luego apareció ella en el patio. Mopple, Maple y Othello consiguieron ocultarse a tiempo tras la retama.
—Muchas gracias —le dijo Rebecca al desolador tufo del umbral—. Me ha sido de gran ayuda, sobre todo esto último que me ha dicho. —Sonrió con picardía—. Ahora tengo hambre. ¿Cree que aún estará abierto el restaurante?
—No. Debería alegrarse de que sólo esté abierto de día. Pero podría picar algo aquí. ¿Pan y ensalada?
—No, muchas gracias. —Rebecca volvió a sonreír y dio unos pasos hacia la calle. Luego se giró—. Hay algo que no comprendo —dijo—. Es evidente que a usted no le convence Glennkill. Entonces, ¿por qué sigue aquí?
Silencio en la puerta.
—Digamos que por motivos muy personales —susurró una voz en la que ninguna de las ovejas habría reconocido a Beth.
—¿George? —preguntó Rebecca, pero la puerta ya estaba cerrada. La mujer cruzó el patio, meditabunda, y desapareció al doblar la esquina.
Ya era hora: Mopple se retorcía. Lo hicieron caminar de nuevo por el patio mientras Maple le susurraba palabras de aliento y Othello, amenazas.
Al cabo de un rato Mopple se detuvo.
—¡Adelante! —baló Maple, y Othello le dio un empujón no precisamente suave con el morro.
—No —repuso débilmente Mopple.
—Tienes que hacerlo —gruñó Othello.
—No… no tengo que hacerlo. ¿Es que no lo entendéis? Se me ha pasado. Ahora tengo hambre.
Cuando las tres ovejas abandonaron el patio, en las calles reinaba el silencio. Mopple todavía andaba con paso vacilante, pero aun así se comió unas cuantas flores que algún incauto había plantado alrededor de la columna de mármol de la plazoleta.
Miss Maple enfiló el camino de la pradera, pero al poco se percató de que Othello no los seguía: el carnero negro se había quedado junto a la columna de mármol como una pequeña nube de oscuridad. Maple lo animó a unirse a ellos con un balido. Othello sacudió la cabeza.
—Me quedo —dijo.
Maple adelantó las orejas con curiosidad, pero Othello se limitó a poner cara enigmática y, acto seguido, desapareció tras la sombra del seto. A Maple le habría gustado ir tras él, pero Mopple the Whale olía confuso, a lágrimas y flojera, y no quería dejarlo solo, así que echaron a trotar hacia el prado.
Mopple aún tenía los ojos un tanto vidriosos, mientras que Maple iba a su lado más alegre que nunca.
—Ha sido interesante —afirmó—. ¿A ti no te gustaría saber qué pasó hace siete años?
Siete años; eso era muchísimo tiempo. A Maple se la consideraba la oveja más lista de todo Glennkill, pero era incapaz de imaginar siete años. Probó con siete veranos. Nada. ¿Siete inviernos? La verdad es que sólo se acordaba del último invierno, cuando George clavó una vieja alfombra ante la puerta del establo para protegerlas del frío viento. Antes de ése hubo otro invierno, y antes otro. El rastro del invierno se perdía en la oscuridad.
Entretanto, Mopple iba sumido en sus propios pensamientos.
—Fue el carnicero —gimió.
—¿Por qué? —Maple lo miró con preocupación—. ¿Porque tiene una cámara de vigilancia? Ni siquiera sabemos qué es una cámara de vigilancia.
El rostro de Mopple reflejaba obstinación.
—A nadie le cae bien el carnicero —prosiguió Maple—. Pese a ello, los hombres que había bajo el tilo tenían miedo de que muriera. —Meneó la cabeza—. Hay mucho miedo aquí. Todos los hombres tienen miedo. Es un milagro que George tuviera tan poco miedo.
—Pero ellos querían meterle miedo —razonó Mopple—. Con la paja. —Sacudió la cabeza ante tamaña insensatez humana. En el mundo había muchas cosas horribles y terribles, pero sin duda la paja no era una de ellas.
Maple asintió.
—Una advertencia. —Algo le vino a la mente y se paró. El carnero le dirigió una mirada inquisitiva—. Mopple, si una pequeña figura apuñalada debía servir de advertencia a George, ¿no podría ser que un George apuñalado fuera una gran advertencia para los demás? —Mopple pareció confuso, pero Maple no esperaba una respuesta. Siguió hilando—: Y los niños le tenían miedo a George. ¿Por qué? ¿Por qué todos los niños? ¿Qué había en George tan terrible para que tantos le tuvieran miedo? Mopple, memoriza «rey de los gnomos».
—Rey de los gnomos —resolló Mopple.