9

—Por ejemplo Glendalough —dijo la forastera—. Ahí es donde se retira en soledad un santo como él, y en cuanto la gente se entera, difícilmente se libra de los peregrinos. El mayor lugar de peregrinación de la Edad Media, ¿y por qué? Los hombres son animales rebañegos. Hay que hacerles creer que todo el mundo viene aquí, y cuando lo crean, vendrá todo el mundo. Es así de sencillo. —Le dio un mordisco a un mantecoso bollo al tiempo que sonreía. Su vestido era rojo como las bayas en otoño.

Delante tenía una cesta entera de bollos cubiertos con una servilleta para protegerlos de las moscas, pero aun así las ovejas los olían. La mujer mojó el bollo en nata y luego en mermelada roja. Se sirvió té en una taza de plástico, le añadió dos terrones de azúcar morena y nata. Bollos, mermelada, tetera, azúcar y nata se hallaban distribuidos sobre un amplio y vistoso mantel de cuadros. Además había una botella de zumo de naranja, queso, pastas, pan tostado, un botecito de mahonesa y una ensalada de tomate con orégano. El mantel cubría un pedacito de prado cerca del acantilado, por suerte allí donde ya se habían acabado las hierbas interesantes. Los colores chillones asustaban a las ovejas, que de todas maneras estaban nerviosas, ya que, después de su danza estival tras la urraca, Gabriel las había dejado solas.

Unos aromas desconocidos anegaban la pradera y les cosquilleaban la nariz. Las ovejas se mantenían a una distancia prudencial, pero observaban con avidez, sin disimulo, la cesta con los bollos y la ensalada de tomate.

Junto al mantel estaba sentada la misericordiosa Beth, un negro manojo de desazón, con sus finas muñecas y su inmaculado peinado, procurando ocupar el menor sitio posible con su abombada falda. No comía nada, pero a veces se llevaba la mano al pecho y la cerraba en torno a un objeto pequeño y brillante. Cuando lo hacía, el botecito de mahonesa temblaba.

—La fe —suspiraba ahora—. La fe nunca es fácil.

—La fe propia, no. La de los demás, sí. —La forastera soltó una risita, y un segundo bollo recibió su bautismo de nata—. Pero coja uno —animó a la otra.

Beth sacudió la cabeza en silencio. Sus ojos vagaron hasta el dolmen.

—Debería comer —aconsejó la mujer—. Es bueno. Parece que no come usted mucho —añadió tras echar un vistazo al flaco y velludo brazo de Beth.

—No —repuso Beth con voz firme—, no como mucho. Vivo cerca de una tienda de comida para llevar. Cuando una ve a diario a la gente atiborrarse sin sentido en lugar de preocuparse por la eterna salvación, se le quitan las ganas.

La mujer no se dejó impresionar y mordió el bollo con ganas.

—¿Y sabe lo más extraño de todo? —prosiguió, vocalizando con dificultad ya que masticaba el bollo—. Que la gente creerá que viene aquí todo el mundo cuando sepa que éste es un lugar solitario. Eso es infalible y acaba de convencer al más desconfiado. La soledad es algo que todo el mundo busca. Cuando un lugar es solitario, la gente acude en masa a disfrutarlo.

Beth miró al frente sin entender nada, y el botecito de mahonesa tembló. Maude pensó en lo mal que olía Beth: acre y dulzona, a hambre atrasada, a muerte temprana. A Maude le arruinó el placentero aroma que ascendía del vistoso mantel de cuadros.

—La verdad es que no comprendo por qué se preocupa. —A la mujer de rojo no parecía molestarle que Beth apestara y guardara silencio—. Esto es absolutamente increíble. Aquí se sentiría bien todo el mundo.

—Yo no —negó Beth—. Nadie de Glennkill se sentiría bien aquí. Han ocurrido cosas horribles. Aunque no debería decirlo, así y todo lo digo. Yo ya no me apoco. El Señor me asiste.

—¿Cosas horribles? —repitió la mujer, poniendo ceño—. Tanto mejor. A la gente le encantan las cosas horribles. ¿Un santo torturado por paganos? ¡Estupendo! ¿Un santo arrojado al mar por los paganos? ¡Mejor aún! Los escenarios de infamias y crímenes constituyen una mina de oro para el sector turístico.

La mujer de rojo no tenía ningún problema con las palabras. Cordelia la escuchaba con admiración: aquella mujer era depositaría de un montón de historias.

Beth barbotó algo: sonó como una risita sofocada, pero bastaba con ver su rostro para adivinar que se trataba de un sollozo contenido y desesperado.

La mujer lo vio y se puso seria.

—Ah, se refiere al asesinato, ¿no? Discúlpeme, no sabía que había ocurrido aquí. —Dejó en el mantel el bollo mordido.

—Ocurrió aquí —dijo Beth con voz sepulcral. Y el botecito de mahonesa volvió a temblar.

—¿Era pariente suyo? ¿Amigo? —preguntó la de rojo con voz dulce.

Beth se estremeció.

—No era pariente mío, y menos amigo. A él le habría hecho gracia la idea. Siempre se estaba riendo de mí. Pero fuimos juntos al colegio, a la escuela primaria del pueblo. Fue una muerte horrible, una muerte pagana.

—Lo leí en el periódico —aseguró la de rojo con aire pensativo—. Con una pala. Desde luego, un hecho nada agradable. Sin embargo, no debe preocuparse por los turistas, aunque una detención vendría bien. ¿Hay algún sospechoso?

Echó mano de la ensalada de tomate, y un mudo suspiro recorrió el rebaño: a las ovejas les interesaba más la ensalada de tomate que cualquier otra cosa. Esperaban que la mujer se diera un atracón de bollos y dejara intacta la ensalada. Ahora la cosa pintaba mal.

—Hay quien dice que fue un asunto de dinero o drogas, o de cosas aún peores. —Beth se ruborizó—. Pero eso no es lo más horrible. Lo más horrible es que por Glennkill anda un hombre… —Su voz adoptó un tono agudo que no le conocían. Las ovejas se sobresaltaron y movieron nerviosas las orejas—. Por fuera es como todos los demás, pero por dentro es una fiera salvaje, consumida por tal enfermedad del alma, tal impiedad y tal desesperación que…

Beth miró a la forastera a los ojos, y por un instante ésta le devolvió una mirada impertérrita. Después hurgó con el tenedor en la ensalada y pinchó un minúsculo tomate entero: las ovejas se quedaron asombradas; nunca habían visto un tomate tan pequeño. Hasta los esmirriados tomates del huerto de George (nunca se le había dado especialmente bien cultivar tomates) eran enormes en comparación con aquellos minitomates. Pero olía como uno grande. Y desapareció con una rapidez alarmante entre los inmaculados dientes de la mujer de rojo.

Ahora que Beth había arrancado a hablar no había quien la parara.

—No es un asesinato práctico, ¿comprende? No es de esos que se ven por televisión, los que son por dinero o poder. He estado pensando mucho en ello, y lo presiento. ¿Sabe?, yo reparto estos cuadernillos, unos textos magníficos sobre la buena nueva, y cuando una lleva haciéndolo lo bastante, adquiere un olfato especial para los hombres. Puede que ellos se rían de mí, pero yo tengo ese olfato.

La voz de Beth, que ya no sonaba como la voz de Beth, temblaba. La mano de la mujer, que en ese momento se llevaba a la boca dos tomatitos con el tenedor, no temblaba.

—Podría contarle cosas… Le diré que en este asesinato están mezcladas las almas. La culpa. Quienquiera que lo haya cometido sabía distinguir entre el bien y el mal, pero no tuvo el valor de hacer el bien. Es horrible que alguien no tenga el valor de hacer el bien, tan horrible que una quisiera coger un cuchillo y acabar con la propia debilidad. Con un cuchillo, sí… Pero la debilidad sigue ahí, y llega un momento en que uno no ve otra posibilidad que aniquilar la fortaleza. Aniquilar aquello que no se puede alcanzar: ése es el peor pecado del hombre. Dios me asista.

Beth le hablaba al cielo con la cabeza levantada, como si se hubiese olvidado de la mujer de rojo. Pero luego ambas se miraron. Los ojos de la mujer estaban entornados, y un tenedor con otros dos minitomates oscilaba olvidado ante sus rojos labios. Los de Beth estaban muy abiertos, como los de los niños. Sonrió con tristeza, y las ovejas se olvidaron por un segundo de los tomates: nunca habían visto a Beth sonreír. Estaba guapa. O por lo menos, mejor.

—Supongo que esto le resultará raro; al fin y al cabo tengo ese olfato.

La de rojo meneó la cabeza. Quería decir algo, pero Beth se le adelantó. Que Beth no dejara hablar a alguien era algo completamente nuevo.

—Verá, hablé con la policía. Fui la única, dicho sea de paso. Imagínese: un pueblo entero y yo soy la única que se informa. Nos vamos a asfixiar todos de tanto callar. —Respiró hondo—. Así que fui a la policía. Dicen que a George primero lo envenenaron. Se quedó dormido apaciblemente y sólo después le clavaron la pala, cuando ya estaba muerto, ¿comprende? Cabe preguntarse por qué, pero la policía de la ciudad probablemente no le dé muchas vueltas. Sin embargo, yo llevo años yendo de puerta en puerta con mis cuadernillos. Sé lo pagana que es esta gente en el fondo.

Dos labios rojos se cerraron en torno a dos tomates igualmente rojos.

—¿Sabe?, una vieja superstición dice que cuando alguien muere, nadie puede acercarse al cadáver en la hora siguiente. Se cree que los perros del diablo montan guardia para devorar el alma del difunto. Y el alma de George era la del demonio, ¡vaya que sí! Imagínese el horror que debió de sentir ese perdido al verse junto al cadáver con la pala. ¿Qué hace falta para vencer ese horror? Dice usted que el asesinato favorece el turismo, pero a mí me da la sensación de que Glennkill sólo volverá a vivir cuando esa oveja negra haya abandonado nuestro rebaño.

Beth se levantó con movimientos sorprendentemente ágiles. Othello la miró enfadado. Ya sobre las dos patas traseras, Beth perdió el leve asomo de elegancia tan deprisa como lo había adquirido.

—Si tiene alguna pregunta (sobre el turismo, me refiero), venga a verme a la parroquia. Todos los días de diez a doce y los miércoles a partir de las nueve.

Iba a darse la vuelta cuando la de rojo la agarró suavemente de la manga. Sus ojos seguían entornados.

—¿Y si tengo alguna pregunta sobre George? —le susurró desde abajo. Una voz profunda. Bronca y hermosa. Una voz para leer en alto.

Beth se quedó helada. De nuevo sus ojos buscaron el inmaculado azul del cielo. Cuando finalmente miró a la mujer, a sus labios afloró algo parecido a una sonrisa.

—En ese caso venga esta noche a mi casa —musitó—. Es la azul que hay enfrente de la iglesia. Delante hay una tienda de comida para llevar. Yo vivo detrás.

Beth se giró y al poco no era más que una silueta negra que se recortaba, cada vez más pequeña, contra el cielo vespertino. La mujer de rojo la siguió con la mirada. En la ensaladera quedaba olvidado el último tomate.

Othello se comió el último tomate y se quedó allí, observando cómo la forastera introducía en la cesta los otros alimentos y luego bordeaba el acantilado en dirección al pueblo con aire pensativo. A su alrededor se veían rostros ovejunos envidiosos. ¿Cómo es que Othello siempre sabía lo que había que hacer? ¿Quién le había enseñado a tratar con los hombres? ¿A plantarse de esa manera ante la mujer, ni apremiante ni tímido, justo cuando ella iba a guardar la ensaladera? La mujer rió con su voz de George, buena y bronca, y le ofreció el recipiente. Y Othello se comió con parsimonia el último minitomate.

Así pues, se instaló el mal humor. Nadie se habría atrevido a lo que Othello se había atrevido, menos aún con una mujer desconocida, pero nadie admitía que él se había ganado el tomate. Sólo Miss Maple se quedó pensativa. Pastaba meditabunda; de hecho, pasó de largo ante un apetitoso matojo de trébol. En eso se vio cuan meditabunda estaba.

—No es tonta —musitó Miss Maple, más para sí que para otra oveja—, Beth no es tonta. Piensa demasiado en las almas y muy poco en los hombres, pero tonta no es.

—La mujer de rojo tampoco lo es —comentó Othello con un punto de orgullo.

—No —convino Miss Maple—. La mujer de rojo no tiene un pelo de tonta.

—Jamás habría pensado que George tuviera una hija —afirmó Maude—. Porque vosotras lo habéis olido, ¿no?

Algunas ovejas se habían reunido en torno a la interesante conversación entre Maple, Othello y Maude. Asintieron: el olor de la familia. Sudor, piel y cabello. Evidentemente era la hija de George.

—Imposible saber qué significa eso —intervino Cordelia.

Y era cierto. Para las ovejas no es importante quién es el padre, el morueco, pero ¿quién podía decir cómo eran esas cosas para los hombres? En las novelas de Pamela había un padre que encerraba a su hija para que no se escapara con un barón.

—Sea como fuere, la Pamela manzana no es la madre —aseveró Cloud.

De nuevo se miraron confusas. ¿Qué significaba eso? ¿Sería importante?

—Ha dicho algo importante —continuó Miss Maple—. Es como George, dice cosas importantes de manera que las entienda una oveja. Ha dicho que los hombres son animales rebañegos. Me resulta de lo más apropiado. —Se había olvidado por completo de la hierba y se paseaba concentrada—. Todos viven en el mismo sitio, en el pueblo. Vienen juntos a ver la pala. Son animales rebañegos. Pero ¿por qué? —Se detuvo—. ¿Por qué nos resulta tan novedoso? ¿Por qué no sabíamos que los hombres son animales rebañegos? La respuesta es sencilla.

Miss Maple miró fijamente a las ovejas que tenía alrededor y leyó en su semblante que la respuesta no era nada sencilla. Pero justo cuando iba a seguir hablando, Sir Ritchfield baló enojado:

—Abandonó el rebaño. George abandonó el rebaño.

Algunas ovejas balaron nerviosas, pero Miss Maple se limitó a asentir.

—Sí —dijo—, George debió de abandonar el rebaño. El nunca estaba con el rebaño humano. O lo echaron del rebaño. Siempre estaba furioso con los hombres del pueblo, eso lo sabemos. ¿Estaba furioso porque lo habían echado? ¿Ya estaba enfadado con ellos antes y por eso abandonó el rebaño? Quizá fuese el único que no contaba con protección por haber abandonado el rebaño. Incluso podría ser que su muerte sea un castigo por haber abandonado el rebaño.

Las ovejas callaron, horrorizadas. Les resultaba espantoso que su pastor hubiese abandonado el rebaño.

—Pero los perros del diablo… —musitó Cordelia—. Él no se merecía eso.

Lane se estremeció.

—Deben de ser perros terribles si hasta los hombres les tienen miedo. Quizá el espíritu del lobo sea en realidad un perro del diablo.

Al pensar en el espíritu del lobo, a las ovejas se les metió en la lana un temor brumoso, a pesar del tiempo soleado que hacía en la pradera. Se apiñaron instintivamente.

Maude fue la única que hizo una mueca burlona.

—Los perros del diablo no tienen por qué ser necesariamente grandes —aseguró—, si tenemos en cuenta lo pequeña que es el alma de los hombres. No creo que llegue a la rodilla de una oveja, y eso como mucho, diría yo. Para eso basta un perro muy pequeño.

Las ovejas pensaron en el perro más pequeño que habían visto en su vida: era más o menos del tamaño de un nabo grande, de pelaje dorado y nariz chata, y les ladró desde el brazo de una turista. ¿Serían así los perros del diablo? ¿O el espíritu del lobo? Las ovejas se relajaron. De semejantes perros no tenían nada que temer.

Miss Maple sacudió impaciente la cabeza.

—Lo importante es que los hombres piensan que su alma es grande —razonó—. Beth tenía razón. Seguro que los hombres se imaginan a los perros del diablo grandes y horribles. Entonces, ¿por qué no les dio miedo clavarle la pala a George?

Las ovejas lo pensaron, en vano.

Maple prosiguió.

—Ahora sabemos por qué nadie oyó los gritos de George: porque no gritó; porque ya estaba muerto cuando le clavaron la pala. De ahí el rostro apacible. De ahí la ausencia de sangre en la pradera.

Las ovejas se quedaron boquiabiertas: ahora que lo decía Miss Maple, lo veían claro como un charco limpio.

Maple movió las orejas para espantar unas moscas molestas.

—Pero eso no explica nada. Es un enigma más. Hasta ahora creíamos que la pala se encontraba ahí para matar a George. Pero ¿por qué clavarle una pala si ya estaba muerto?

Se hizo un silencio embarazoso. ¿Cómo una pobre oveja iba a dar con la respuesta a una pregunta tan difícil? Sin embargo, Miss Maple no parecía abatida, seguía paseándose con vivacidad arriba y abajo.

—Claro que ahora se abren nuevas posibilidades. Puede que haya dos asesinos: uno que envenenó a George y otro que creyó matar a George con la pala. O quizá la pala estaba ahí para encubrir al verdadero asesino. Pero la verdad… —hizo una pausa y arrancó unas margaritas— a mí lo de la pala me parece una tontería. Como algo tramado por varios corderos. Puede que el asesino únicamente tuviera valor para clavarle la pala porque no estaba solo.

Más tarde, mientras las otras ovejas se hallaban desperdigadas por la pradera pastando, un cordero sin nombre seguía sin poder moverse del sitio donde las ovejas habían celebrado la reunión. Al amparo de la mullida lana de Cloud lo había oído todo: al principio sólo le interesaba el calorcito, pero luego se puso a escuchar. Contra la lana de Cloud, empezó a temblar y deseó tener valor, mucho valor, el suficiente para hablar por segunda vez ante las ovejas viejas y experimentadas. Pero ¿le habrían creído? ¿Le habrían escuchado? Al final no se atrevió.

Habría querido decirles que se equivocaban, que Miss Maple, la oveja más lista de todo Glennkill y quizá del mundo entero, había cometido un terrible error.

Y es que el espíritu del lobo no era dorado. El espíritu del lobo era espeluznante y peludo y gris. El cordero sabía que el espíritu del lobo no era fácil de olvidar, y tampoco se podía decir que fuese pequeño. El espíritu del lobo andaba a la caza por los agrestes cerros que había al otro lado de los pastos. Por la noche, cuando ya había salido la luna pero el cielo aún no se había apagado y todas las cosas despedían su olor más intenso y sincero, se dejaba sentir, igual que uno podía sentir la oscuridad incluso con los ojos cerrados. No era buena idea luchar contra el espíritu del lobo mentalmente cuando estaba allí fuera. El cordero recordó al espíritu del lobo extendiendo sus negras alas junto al dolmen y oyó por segunda vez su ronco grito.

Las demás ovejas pacían apaciblemente en derredor.

Sin embargo, si uno miraba con más atención reparaba en que la paz de la pradera era engañosa. Sin prisa pero sin pausa, un grupito de ovejas especialmente osadas se había reunido detrás de la caravana, donde Ritchfield no podía verlas.

Esas ovejas se estaban planteando abandonar el rebaño.

Incitadas por Miss Maple.

Ésta se empeñaba en acercarse hasta el pueblo por la noche para escuchar la conversación entre Beth y la mujer de rojo, pero ya no se atrevía a hacerlo sola. De manera que convocó a las más valientes del rebaño: Zora y Othello; Lane, ya que su pensamiento era práctico, a diferencia del de las otras; Cloud, porque siempre pastaban juntas; y Mopple, la oveja memoriosa.

De momento su propuesta no había despertado mucho entusiasmo.

—Ninguna oveja puede abandonar el rebaño —baló Cloud. Y con eso parecía todo dicho.

—Pero si no vamos a abandonar el rebaño —aclaró Maple—. Sólo se abandona el rebaño cuando una oveja se va por su cuenta. Cometí un error y no lo repetiré. Ninguna oveja puede aguantarlo. —Se estremeció—. Pero si son varias las que se van, dos o tres, entonces no pueden abandonar el rebaño, ya que ellas mismas constituyen un pequeño rebaño. —Miró alrededor con aire triunfal.

—Podríamos ir todas —baló Cloud—. Si vamos todas, yo también voy. —Su rostro reflejaba audacia.

Maple sacudió la cabeza.

—No podemos ir todas: llamaríamos la atención. El jardín de Beth estaría lleno de ovejas, si es que Beth tiene jardín. Sospecharía.

Aquello las convenció.

—Sólo iremos unas pocas —continuó Miss Maple—. Nos esconderemos entre los arbustos y a la sombra de los árboles, y si alguien nos ve pensará que nos hemos perdido. Así pues, vamos a casa de Beth, escuchamos y volvemos en un periquete.

—¿Y dónde está la casa de Beth? —quiso saber Zora—. ¡Podría estar en cualquier parte!

—Cerca de la tienda de comida para llevar. Junto a la iglesia. Y es azul —contestó Miss Maple.

—Pero ¿cómo vamos a encontrar esa tienda de no sé qué? ¿O esa iglesia? Ni siquiera sabemos lo que son —intervino Lane.

Las ovejas se prepararon para un largo silencio embarazoso, medio decepcionadas y medio aliviadas porque nadie tuviera que emprender tan peligrosa expedición. Al cabo de una pausa prudencial se pondrían de nuevo a pastar.

Pero entonces intervino Mopple the Whale.

—En la tienda de comida para llevar hay patatas fritas —musitó pensativo, entre rumiadura y rumiadura. Era evidente que no había estado atento. Sólo cuando el silencio de las otras ovejas se le hizo raro había levantado la cabeza y mirado directamente a Maple, que clavó en él unos ojos brillantes.

Mopple era la única oveja del rebaño que tenía conocimiento de las patatas fritas. En una ocasión George le había ofrecido uno de esos palitos amarillos y grasientos para demostrarle que no le gustaría. La prueba fracasó, y desde entonces Mopple sabía cómo olían las patatas e incluso cómo sabían. Y recordaría ese olor.

Mopple en busca de las patatas fritas: él las guiaría. Era un plan infalible.