8

Apareció una mariposa blanca, un bailarín lechoso, un pedazo de seda de viento. La seda se hacía de las orugas, gusanos de tierra reptantes en enormes rebaños. Las cocían y les robaban la piel, y a las ovejas las esquilaban. A nadie le importaba ponerse jugo de gusanos o lana sobre la propia piel desnuda mientras fuera blanco, mientras calentara. Todos querían que fuese blanco como los corderos, y sin embargo no podían soportarlo y lo teñían y apestaban. Pero la desnudez permanecía, ése era el secreto, el desnudo secreto. Los hombres están desnudos ante las cosas, a merced de las cosas, traicionados por las cosas y traicionando las cosas.

¿Qué había sido esta vez? Una pala, ¿no? ¡Una pala! El recuerdo lo hizo estremecer. De risa. Pese a ello, una aguda tristeza le subió desde la pezuña izquierda trasera.

Era un hermoso día, y se zambulló en el verde. El blanco jirón aleteante que se alzaba sobre él no tenía ninguna posibilidad frente al verde. Su aroma lo envolvía, revoloteaba a su alrededor. El verde se extendía hasta el horizonte y hasta el cielo. El verde era el canto de la insensatez. Crecer, sólo crecer sin ton ni son, e incitara todas las criaturas a imitarlo. Y ellas lo imitaban. El verde era el deber más bello del mundo.

Despacio, casi sin advertirlo, en el horizonte había surgido de repente otra voz: el pequeño rojo desplegaba su canto por la rabia del mundo, una amapola errante, un hálito tibio recorrió la carretera, prudente, resuelto. Sólo un tonto habría ignorado el pequeño rojo. Se enderezó jadeante y miró por la alta hierba. La corneja que se hallaba en su lomo alzó el vuelo.

Por la carretera bajaba una mujer, el rostro tapado por un sombrero de paja, de ala muy ancha, que proyectaba una nítida sombra hasta el cuello, pero debía de ser una mujer joven. Llevaba una maleta en la mano, y la llevaba sin esfuerzo. Sólo una mujer muy joven se habría atrevido a lucir un vestido tan rojo, rojo sangre de los hombros a las pantorrillas. La precedía un olor fresco e intenso, atenuado por la tierra y un sudor sano: un olor adorable.

La joven se detuvo y dejó la maleta en medio de la carretera. Eso no era muy sensato. De la nada verde podía surgir de pronto un coche y derramar el vestido en el asfalto. El mismo no corría ningún riesgo en las carreteras. Caminos desiertos, devoradores de sonidos. A la mujer no parecía preocuparle, pero, claro, ella era alta y sobresalía entre el verde. Sentido común y fuego. El verde se doblegaría ante ella. En la muñeca derecha llevaba atado un pañuelo que se pasaba por las mejillas. Luego miró al cielo, y él le vio la cara: sólo un momento antes de que la pronunciada sombra volviera a instalarse sobre sus ojos y nariz en dirección al rojo. Ella se agachó y sacó algo de la maleta: un mapa de carreteras. Así que era forastera, y no alguien que volvía a casa. ¿O acaso se podía volver a lo extraño? A decir verdad, ¿se podía volver a casa? Formaba parte de aquello, la señora del verde, estaba claro. Pero ¿qué dirían las pálidas? Esas pálidas que se pasaban la vida sentadas en el pueblo desmenuzando recuerdos.

Soltó una maldición. Maldecía tan bien como un vaquero. Luego rió. La risa era un extraño sonido penetrante como un balido y destinado a nadie en particular. Un sonido falto de naturalidad.

La mujer cogió la maleta de nuevo, con brío, para que se supiera que la había dejado en el suelo movida no por el cansancio, sino por la reflexión. Una mujer reflexiva. De repente abandonó la carretera.

Estuvo apunto de pillarlo entre la hierba alta. ¡Dejar el asfalto sin pestañear ni mirar! La mayoría de los hombres vacila antes de salirse del camino. Son desconfiados y de pisar melindroso, como si el suelo estuviese lleno de agujeros, y dan los primeros pasos como en el barro. La mujer dejó el camino como lo hace una oveja: decidida, fiel a su olfato. También siguió su olfato cuando, lista como una oveja, puso rumbo al pueblo. No se dejó confundir por la carretera: era una mujer lista. Revolucionaría a las pálidas, estaba claro, siempre blandiendo las palas en círculo. Podían contar con ello.

Las ovejas siempre habían creído que Gabriel era un pastor estupendo. Ya sólo por su ropa: tanto en invierno como en verano llevaba un capote de lana de oveja sin teñir. Algunas incluso afirmaban que era de lana de oveja sin lavar. En cuanto al olor, Gabriel se parecía tanto a una oveja como un hombre puede parecerse a una oveja. Sobre todo si había humedad.

Y Gabriel sabía piropear a una oveja. No con palabras, como hacía George a veces (muy pocas), sino sencillamente mirándola con sus ojos azules, sin pestañear ni una sola vez. Aquello era una caricia para el alma de una oveja y hacía que le flaquearan las patas.

Las ovejas depositaban grandes esperanzas en las dotes de pastor de Gabriel.

Sin embargo, hasta la fecha no había pasado gran cosa. Los perros de Gabriel las habían reunido hacía poco, y Gabriel las había contado. Todo ello sin decir ni pío. Los perros de Gabriel no ladraban. Nunca. Se limitaban a mirar fijamente a las ovejas, y ello bastaba para meterles un frío miedo lobuno que les subía por las patas hasta la médula.

Más tarde tendrían la sensación de que nadie las había estado guardando. Tras unos instantes de malestar se hallaban reunidas ante Gabriel como por arte de magia. Un sobrio ademán con la mano y los perros se esfumaron.

Gabriel estaba ante la caravana, inmóvil y silencioso como el dolmen. Las fue mirando con sus ojos azules, a todas, una por una, como si quisiera averiguar algo de ellas. Con cada oveja asentía de un modo casi imperceptible. La mayoría de ellas estaba segura de que se trataba de una señal de aprobación: Gabriel las había examinado y aprobado. Resultaba emocionante. Se sintieron un tanto orgullosas… hasta que Othello desbarató el buen humor.

—Nos ha contado —resopló irritado—. Sólo nos ha contado, nada más.

A diferencia del resto, a Othello no le hacía ninguna gracia lo del nuevo pastor. Se mantenía alejado, sumido en sombríos pensamientos. Un domador. En los ojos de Othello chispeaba una vieja ira. Se había dado cuenta al instante: los mismos gestos parcos, el mismo fastidio en los ojos, la misma maldad oculta tras una amabilidad engañosa. El payaso cruel también era domador: domaba con azúcar y hambre y un suplicio lento. Había alimentado una ira tremenda en Othello, al que le sorprendió hallar esa ira tan renovada e intacta después de tanto tiempo.

Pero no cedería sin más a la ira. Ya no. Recordó el día que había aprendido a confrontar la ira con la paciencia. Fue el día que el payaso olvidó cerrar de inmediato la puerta del establo. En lugar de eso, se inclinó sobre el baúl del atrezo y le dio a Othello la espalda. Hambriento, el carnero hundió el morro en el heno, pero sin perder de vista el trasero del payaso.

De pronto olvidó el heno y bajó los cuernos.

Fue entonces cuando oyó la voz por vez primera, una voz extrañamente oscura y suave que escondía muchas cosas.

—Ten cuidado, cardero negro —le dijo la voz detrás de él—, tu ira ya ha bajado los cuernos, y si no tienes cuidado se desbocará.

Othello ni siquiera se volvió.

—¿Y? —resopló—. ¿Y por qué no? Se lo merece.

Fuera, ante la ventana, revoloteaba una corneja.

—Tú no te lo mereces —se burló la voz—. ¿Contra quién crees que arremete tu ira? No contra él, apacentador de miedos, instigador de temores. Tu ira, esa ira tan resplandeciente, arremete contra ti, y una vez lo haga, no podrás resistirla.

Othello se limitó a resoplar. Seguía con los cuernos bajados, los ojos fijos en el payaso. Pero no arremetió.

—¿Y? —repitió.

La voz guardó silencio.

Othello se volvió: detrás había un carnero gris de poderosa cornamenta, un carnero en la flor de la vida. Un manso: músculos, libra y gracia bajo un abundante pelaje; sus ojos ambarinos centelleaban en la oscuridad del establo con una luz de duende. Othello desvió la mirada con timidez.

El payaso volvió a incorporarse del baúl, cerró la puerta del establo de un golpe y desapareció. La decepción hizo que a Othello se le volviera el mundo del revés. De pronto el carnero desconocido se hallaba a su lado y lo empujaba con la nariz: olía raro, a muchas cosas que Othello no entendía.

—Bah —le susurró el gris al oído—, ¿la cabeza como una gota colgando de una rama? ¿Por qué? Si tu ira hubiera salido al galope, él te habría leído el corazón y tus intenciones. De este modo no sabe nada. Te beneficia. Todo lo que él no sepa te beneficia. Buscar los puntos flacos: el viejo truco. —De pronto el carnero parecía divertirse.

Othello movió las orejas para ahuyentar las numerosas palabras que revoloteaban a su alrededor en la oscuridad, pero el gris no le dejó tiempo ni para respirar.

—Olvida la ira —le decía ahora—. Piensa en el rastro de baba del caracol en la hierba, piensa en el tiempo que te queda.

—Pero estoy enfadado —contestó Othello.

—¡Lucha! —repuso el carnero.

—¿Cómo puedo luchar si siempre me encierra? —Ahora que empezaba a interesarle la cosa, de pronto el gris se ponía lacónico como una oveja madre malhumorada—. ¡No servirá de nada!

—Pensar sí que sirve —replicó el carnero.

—Ya pienso —aseguró Othello—. Pienso día y noche. —No era del todo cierto, ya que por la noche, agotado, solía quedarse dormido en un rincón del establo. Pero quería impresionar al carnero desconocido.

—Pues entonces no piensas en lo adecuado —afirmó éste, escasamente impresionado—. ¿En qué piensas?

—En el heno —admitió Othello, apocado.

Como cabía esperar, el carnero gris meneó la cabeza con desaprobación.

—Piensa en el brillo del pelo del topo. Piensa en el sonido del viento en el matorral y en la sensación que tienes en el vientre cuando bajas una cuesta. Piensa en cómo huele el camino que tienes delante. Piensa en la libertad que te transmite el soplo del viento. Pero no vuelvas a pensar en el heno.

Othello lo miró. Notaba una extraña sensación en el estómago, pero no era hambre.

—Si lo quieres más fácil —añadió el gris—, piensa en mí.

Othello pensó en el carnero gris y la ira volvió a sus cuatro cuernos, donde estaba su sitio. Sacudió la cabeza para ahuyentar los viejos pensamientos; las ovejas del rebaño aún lo miraban sorprendidas.

—Nos ha contado —repitió con hosquedad—. Sólo nos ha contado.

Ahora que Othello lo decía, también ellas caían en la cuenta. Estaban decepcionadas, pero su humor mejoró rápidamente. Si con Gabriel hasta un mero recuento les resultaba tan agradable y misterioso, cabía pensar lo interesantes que serían las cosas que de verdad importaban, como llenar los pesebres, esparcir la paja o repartir los nabos. O leer en voz alta. Las ovejas tenían mucha curiosidad por ver qué les leería Gabriel.

—Poemas —suspiró Cordelia.

Ellas no sabían exactamente qué eran los poemas, pero tenían que ser algo bonito, ya que en las novelas a Pamela los hombres a veces le leían poemas a la luz de la luna; y George, que nunca decía nada bueno de Pamela, dejaba de decir tacos y suspiraba.

—O algo sobre el trébol —aventuró Mopple, esperanzado.

—Sobre el mar, el cielo y la valentía —decidió Zora.

—En todo caso, nada sobre enfermedades de ovejas —dijo Heide—. ¿Tú qué opinas, Othello?

Éste no dijo nada.

—Leerá bien alto, alto y claro, como debe ser —aseveró Sir Ritchfield.

—Nos explicará muchas palabras nuevas —afirmó Cordelia.

Cada vez les picaba más la curiosidad. ¿Qué demonios les leería Gabriel? Estaban impacientes porque llegara la tarde.

—¿Y si se lo preguntamos a ellas? —propuso Cloud.

«Ellas» eran las otras ovejas, el rebaño de Gabriel. Los perros las habían reunido en la linde del prado, y Gabriel estaba levantando una cerca de alambre a su alrededor. Las ovejas de George no sabían qué pensar al respecto. Sea como fuere, de ese modo su pradera quedaba considerablemente reducida.

—Justo donde crece la hierba ratonera —refunfuñó Maude.

Las otras no estaban enfadadas por lo de la hierba ratonera. En su caso era cuestión de principios.

Por lo demás, se alegraban de que las ovejas de Gabriel no corretearan sin más entre ellas, pues les resultaban un tanto inquietantes. Eran paticortas y cuerpilargas, de nariz prominente y falta de carácter, ojos infatigables y una curiosa palidez. Además tenían un olor desagradable: no malsano, pero sí nervioso y abúlico. Lo más extraño era que prácticamente no tenían lana, sólo una pelusilla rizada y tupida en la piel. Sin embargo, se veía que no las habían esquilado recientemente. ¿Por qué tenía Gabriel unas ovejas que no daban lana? ¿Para qué servían? Gabriel debía de ser muy amable si se ocupaba de unas ovejas tan inútiles.

Imaginaban lo alegre que se sentiría Gabriel al haber dado por fin con un rebaño tan lanudo como el suyo. Dentro de poco no podría explicarse qué había visto en las otras ovejas y se desharía de ellas, pero hasta entonces habría que llevarse bien con ellas. Coincidían en que el mejor modo de llevarse bien con las ovejas de Gabriel era no hacerles caso, pero sentían curiosidad.

—Yo les preguntaría qué les lee él —dijo Maude—, pero cuando me acerco demasiado a ellas me pica la nariz.

Miraron a Sir Ritchfield. Siendo el manso, cabía esperar que fuera él quien estableciera contacto con el rebaño ajeno. Mas Ritchfield sacudió la cabeza.

—Paciencia —bufó, irritado.

Mopple no se atrevía, a Othello de repente no parecían interesarle las cuestiones literarias, y las demás ovejas eran demasiado orgullosas para hablar con las pelonas.

Al final Zora se mostró dispuesta. Había estado pensando lo suyo en su roca y opinaba que el orgullo, por fundado que fuera, no debía impedir a una oveja averiguar todo lo posible sobre el mundo. Gabriel se encontraba detrás de la caravana ocupado con un rollo de alambre, así que Zora salió al trote.

Las ovejas de Gabriel pastaban. Lo primero que le llamó la atención fue lo juntas que estaban, la una pegada a la otra, hombro con hombro: tenía que ser incómodo pacer tan apretadas. Ninguna reparó en Zora, aunque seguro que su olor la había anunciado hacía tiempo. Se detuvo junto al rebaño y aguardó educadamente a que se dirigieran a ella. Nada. A veces una u otra oveja levantaba la cabeza y miraba nerviosa a todas partes, pero las miradas atravesaban a Zora como si fuera invisible. Estuvo observándolas un rato, más sorprendida que enojada. Después perdió la paciencia y les pegó un balido fuerte y autoritario.

Las bocas dejaron de pastar. Los pescuezos se alzaron. Las cabezas se volvieron y un sinfín de ojos blanquecinos se clavó en Zora. Esta esperaba. No tenía miedo. Estaba el cielo, el mar y, sobre todo, las rocas. Zora estaba acostumbrada a mirar al abismo. Se hallaba ante ellas como ante un viento frío, plantándoles cara.

Tal vez fuera una prueba. Una prueba de valor. Para distender la situación, Zora sacudió las orejas y arrancó con aire juguetón unas briznas de hierba. Nada.

Algunas ovejas bajaron la cabeza y un rumor monótono indicó que se habían puesto a pacer otra vez. Sin embargo, casi todos los ojos seguían fijos en Zora, que se vio obligada a admitir que aquellos ojos resultaban inquietantes: en ellos había destellos como los que se veían en el cielo los días muy malos. Esos días, una oveja apenas podía pensar con claridad.

No tardó en comprender que de las otras ovejas no sacaría nada en limpio. Nada de nada. Si quería que allí pasara algo, tendría que pasar gracias a ella, a Zora. Miró su rebaño y vio algunas ovejas vueltas hacia ella. Por un momento fue como si también sus propias compañeras la miraran con extrañeza, pero entonces se percató de que no era así. Sir Ritchfield se hallaba en lo alto de la colina con aire severo y alerta. Cloud, Maude, Lane y Cordelia estaban apiñadas y la observaban con atención. Algo por delante se encontraba Mopple, la vista clavada en ella. Zora sabía que a tanta distancia Mopple apenas vería una mancha blanca y negra.

Se sintió conmovida. De pronto ya no le resultaba difícil abordar a esas ovejas desconocidas.

—Buenos días —saludó. Y probó con algo inofensivo—: ¿Os gusta esta hierba? —Demasiado tarde, pensó que aquellas ovejas tal vez la tomaran por una rencorosa al insinuar que se habían abalanzado sobre la comida ajena. De eso podrían hablar más tarde, cuando el ambiente se relajase—. No hace mal tiempo —comentó entonces. Con ese tema una difícilmente podía equivocarse: el cielo era gris y cálido; el aire, refrescante y húmedo; y la pradera, aromática.

Las desconocidas callaban. Algunas cabezas que se habían bajado para pastar volvieron a alzarse: más ojos blanquecinos fijos en Zora. Quizá eran muy serias y no les gustaba hablar de obviedades. A saber qué cosas importantes les habría leído ya Gabriel.

—Podríamos hablar de cómo se llega al cielo —propuso.

Las ovejas de Gabriel continuaron en su mutismo.

—Seguro que se va de alguna manera —añadió—. Al fin y al cabo, vemos a las ovejas nube. Pero ¿cómo? ¿Existe algún lugar desde donde subir sin más al cielo? ¿O se trata de seguir pastando en el aire? —Miró atentamente a aquellas ovejas. Nada. Sí, un leve cambio: le dio la impresión de que el irritante centelleo de los blanquecinos ojos cobraba intensidad. Perdió la paciencia—. Me da igual lo que penséis. La verdad, estoy bastante segura de que tiene que ver con salvar el precipicio. Pero es evidente que no he venido a hablar de eso con vosotras. —Decidió ser franca—. Se trata de Gabriel. Es vuestro pastor desde hace tiempo, y queremos saber qué os lee.

Las ovejas la miraban fijamente. ¿Acaso no entendían ni jota? ¡Imposible! Una oveja no podía ser tan tonta. Resopló.

—¡El pastor! ¿Entendéis? ¡Gabriel! ¡Gabriel! —Se giró hacia él y vio que casi había terminado con otro rollo de alambre.

Era hora de largarse.

Se volvió de nuevo hacia su público y comprobó que nada había cambiado. Bien, tocaba retirarse, ya lo intentaría en otra ocasión. Enfrente de Zora, a sólo unos metros, había un carnero. Zora le lanzó una mirada furibunda… y se detuvo. ¿Había estado allí todo ese tiempo? No lo recordaba, pero le causó una fuerte impresión; algo en él le recordaba al carnicero. No le gustó nada. Por un momento pensó que las ovejas desconocidas no eran tan pequeñas: algo paticortas, sí, pero en cambio alargadas y fornidas. Había pensado despedirse soltándoles algo agudo y despectivo, pero ahora le pareció mejor largarse sin más. El carnero la miró y de pronto a Zora se le antojó que aquel extraño titilar había desaparecido de sus ojos. Por primera vez se sintió «mirada». El carnero sacudió la cabeza despacio, de un modo casi imperceptible. Zora dio media vuelta y trotó rápidamente hacia su roca.

Gabriel terminó con el cerco hacia mediodía. Se sentó en los escalones de la caravana, donde George solía sentarse, y se fumó una pipa. El fino humo del tabaco se coló en la nariz de las ovejas produciéndoles una extraña sensación. Un olor misterioso. Tras el velo de humo se ocultaba el verdadero Gabriel, en un lugar donde ninguna oveja podía olerlo. Incluso Maude hubo de admitir que, bajo la lana de su abrigo y el tabaco, no era capaz de percibir gran cosa del propio Gabriel.

Ese mediodía era el más apacible de los últimos tiempos. Sin duda a ello contribuían el suave sol, medio oculto tras las nubes, la maravillosa vista de un mar de azul inmaculado, y el zumbido de los insectos. Pero lo más extraordinario era el alivio que proporcionaba tener sentado a un pastor tan competente en los escalones de la caravana. Y la expectación ante las historias que Gabriel contaría en las horas crepusculares.

Pero cuando un hombre en bicicleta avanzó hacia ellas a toda velocidad, la paz se acabó de golpe. Las ovejas no se fiaban de los ciclistas: por seguridad, se retiraron a la loma. Sin embargo, el de la bicicleta no las buscaba a ellas: iba directo hacia Gabriel.

Ya a una distancia segura, las ovejas se tranquilizaron y volvieron las orejas hacia la caravana. El ciclista se plantó delante de Gabriel. Ahora veían quién era: era el mismo que había ido con Lilly, Ham y Gabriel la primera vez para reconocer el cadáver de George, el mismo tipo alto y flaco que la noche anterior había pegado la nariz a las ventanillas de la caravana: Josh. Olía a agua jabonosa y pies sucios. Mopple se escondió detrás del dolmen y miró asustado entre las piedras.

Algunas ovejas más valientes y curiosas, como Othello, Cloud y Zora, se acercaron más.

—Josh —dijo Gabriel sin quitarse la pipa de la boca. Sus ojos azules se clavaron en el flaco.

Las ovejas sabían cómo debía de sentirse éste ahora: halagado en el rostro y con cierta flojera en las piernas.

El flaco rebuscó en un bolsillo de su chaqueta con nerviosismo y encontró una llave que le tendió respetuosamente a Gabriel.

—De Kate. La encontró en una caja de galletas de avena. Imagínate: ¡galletas de avena! —rió el flaco. Ahora las ovejas sabían por qué estaba tan nervioso: probablemente se había comido las galletas—. Kate dice que tiene que estar en la caravana —aseguró—. En la casa no está.

—Bien —respondió Gabriel. Y cogió la llave y la tiró con despreocupación a su lado, en el último escalón.

—¿Gabriel? —preguntó el flaco.

Silencio. Una urraca sobrevoló indiscreta el techo de la caravana.

—¿Y si no lo encontramos?

—Mientras no lo encuentre otro… —contestó Gabriel. Sus ojos azules buscaron el mar azul. De su boca salían bocanadas de humo.

—¿Sabes qué dicen, Gabriel?

Gabriel parecía no saberlo ni querer saberlo. No obstante, el flaco continuó:

—Dicen que no está en la caravana. Dicen que todo está en el testamento.

—Si es así, lo sabremos el domingo.

El flaco hizo un ruidito nervioso y luego inclinó la cabeza y fue hacia la bicicleta. Cuando ya había dado tres pasos, Gabriel lo llamó.

—¡Eh, Josh!

—¿Sí?

—Ya se han hecho bastantes disparates aquí. Ocúpate de que esto termine de una vez.

—¿Disparates? ¿A qué te refieres? —Josh parecía asustado.

—Por ejemplo, a las incursiones nocturnas a la caravana de George. ¿A qué viene eso? Espanta a las ovejas.

Cloud se sintió conmovida: Gabriel incluso pensaba en ellas.

Por lo visto, Josh no quería hablar de la noche anterior.

—¿Qué clase de ovejas son ésas? —inquirió. El tabernero miró con ojo crítico las ovejas de Gabriel y añadió—: Son muy raras. Nunca había visto ovejas así.

—Es una nueva raza de carne —repuso Gabriel por la comisura de la boca. Y miró a Josh con sus ojos azules, haciéndolo enmudecer.

Guardaron silencio.

Al cabo, Josh suspiró.

—Tú lo sabes todo, ¿eh?

Gabriel dijo algo en gaélico, y las ovejas se preguntaron si tendría una segunda lengua en la boca para hablar ese idioma.

—No hubo forma de impedirlo —se lamentó Josh—. Tom y Harry habrían venido de todos modos, los muy idiotas. Encontrar la hierba, evitar el escándalo, no perjudicar el turismo, siempre la misma cantinela. Como si sólo se tratara de eso… No tienen ni idea. Entonces pensé que prefería estar a no estar, ¿entiendes? Les di la llave equivocada para que no trajesen herramientas y no pudiesen entrar.

Gabriel asintió comprensivo, y Josh pareció aliviado. De pronto hablar le resultaba más fácil.

—Pero ¿sabes qué? —dijo—. Nosotros no éramos los únicos. Había alguien más. Un extraño. Creo que uno de esos de la droga. Así que hay algo de verdad. Si ellos lo encuentran antes que nosotros…

De nuevo una urraca voló sobre Gabriel y Josh. Imposible saber si se trataba de la misma. Describió una elegante curva y se posó entre graznidos en el techo de la caravana.

—No lo encontrarán —aseguró Gabriel—. No saben nada del casete. A ésos lo único que les importa es lo suyo. Además, ahora estoy yo aquí. Tú encárgate de tranquilizar a la gente en la taberna.

Josh asintió con entusiasmo. Las ovejas lo entendían perfectamente: hacerle un favor a Gabriel era motivo de alegría.

—Oye, Gabriel. —Josh se había vuelto para irse, pero se giró una vez más.

Gabriel se pasó la pipa de la comisura derecha a la izquierda y le dirigió una mirada inquisitiva.

—Has sido muy hábil. —Josh hizo un amplio gesto con la mano que abarcaba a Gabriel, la caravana, las ovejas y el prado entero y se concentraba en un punto.

Gabriel asintió.

—Hay que vigilar las ovejas, al menos hasta que se lea el testamento. En la administración se mostraron muy agradecidos. Protección de los animales, normas sanitarias, toda esa historia. Y en lo que respecta a las mías me ahorro el forraje. —Esbozó una sonrisa—. Y además puedo estarme aquí sentado —dio unos golpecitos en los escalones de la caravana— todo el tiempo que quiera.

Josh sonrió, se despidió con un movimiento de la cabeza, montó en su bicicleta y se alejó pedaleando en dirección al pueblo.

Apenas hubo desaparecido tras la curva del camino, la morena mano de Gabriel tanteó el último escalón de la caravana, pero la llave ya no estaba allí. Ésta tintineaba y refulgía desde lo alto de la caravana, en el pico de una urraca.

Bajo la supervisión de Gabriel las ovejas se mostraban más ávidas que nunca: pacían a conciencia, dando pasos largos y rectos, estiraban con garbo el pescuezo, eran «buenas forrajeadoras» e incluso comían encantadas la hierba seca y menos sabrosa. Hasta cuando descansaban a la sombra del viejo establo levantaban la cabeza y observaban a Gabriel con el rabillo del ojo. En ese momento él no las observaba a ellas; iba pegando saltos como una oveja traviesa y joven en pos de una urraca, de mata en árbol, de árbol en arbusto, por toda la pradera…