Esa noche también pasaron otras cosas, pero ninguna fue tan espectacular como los incidentes acaecidos junto a la caravana. El hombre que estaba encima del dolmen desapareció sigilosamente, sin dejar tras de sí más que un olorcillo a cebolla. Poco después, los otros tres salieron tímidamente del establo. Procuraron no hacer ruido, pero lo hicieron. Volvieron al pueblo en silencio. De pronto la puerta de la caravana parecía darles igual.
Las ovejas observaron estos acontecimientos y permanecieron alerta un rato; luego regresó la tranquilidad. Se hallaban desperdigadas por la pradera como perplejas nubes azules. Othello parecía un nubarrón azul negruzco; una corriente de aire se llevó delicadamente su miedo. Pese a todo, ya nadie pensaba en dormir. Inclinaron el pescuezo y se pusieron a pastar.
En la oscuridad se pacía pasmosamente bien. Los insectos nocturnos salían a su encuentro cantando entre la hierba, estimulando su apetito, y todo olía a hierbas húmedas. ¿Por qué se habían privado todo ese tiempo de semejante placer? La culpa la tenía George, que insistía en que pasaran noche tras noche en aquel aburrido establo mientras fuera el mundo ofrecía tan apetitoso espectáculo. Había sido un mal pastor: no tenía ni idea sobre el arte de pastar.
Si había alguien que entendiera de pastar eran ellas. Naturalmente había un sinfín de controversias, lo cual no hacía sino dar más interés al asunto. Miss Maple prefería los tréboles y las flores; a Cloud le gustaba la hierba con panículas secas pero aromáticas; Maude estaba obsesionada con una hierba muy insípida que las ovejas llamaban hierba ratonera, pues creía que era buena para el sentido del olfato, pero en realidad era al contrario: sólo una oveja con un excelente sentido del olfato podía encontrar la insignificante hierba ratonera entre un fragante tapiz de apetitosas hierbas. Sir Ritchfield comía sobre todo las hierbas de aspecto tentador y hojas grandes, y si debajo hallaba alguna que otra acedera no le molestaba. A Sara le horrorizaban las acederas. Lane adoraba variantes más aromáticas, como las orejas de cordero y la hierba dulce. Cordelia, a la que no le gustaba inclinarse, comía primero la avena, más alta. Mopple lo devoraba todo indistintamente. Cuando tras una larga ausencia llegaban de nuevo a los otros pastos, bastaba una ojeada a los rastros para decir con total precisión quién había estado pastando en qué sitio.
Zora disfrutaba paciendo a medianoche a la luz de la luna. La ponía de buen humor: era un estado animado pero filosófico, meditativo y emprendedor a un tiempo. El humor ideal para inventar historias. Ella era la única oveja a la que no sólo le gustaba escucharlas, sino que de vez en cuando imaginaba alguna. Nada de historias complicadas, apenas poco más que un par de ideas hilvanadas. No se trataba tanto de lo que pasaba como de la forma en que una lo veía. Las historias debían servir para ayudar a Zora a entender cómo galopaba el mundo en torno a los acontecimientos. La cuestión era enterarse de todo con la mayor precisión posible, de cada aspecto, cada detalle. Zora estaba convencida de que sus historias constituían un buen ejercicio para salvar el precipicio. Y además le divertían.
Zora se contó una historia sobre Mopple, pues las historias en que aparecía aquel carnero figuraban entre sus preferidas. Mopple the Whale quiere comerse las hierbas del precipicio pero no se atreve, pensaba Zora. No resulta tan fácil concentrarse en una historia en que lo único claro es lo que no pasa, pero Zora tenía práctica. Mopple se halla al borde del acantilado, a sólo unos metros del saliente de Zora. Naturalmente, finge que sólo le interesa la vista. El viento sopla de tierra, de manera que Zora percibe el agradable olor de Mopple. Se centra en el viento: un viento fuerte que se enreda en la lana de Mopple y lo empuja suavemente hacia el acantilado y lo pone nervioso. El tiempo es bueno, claro. Zora nunca pensaba mucho en el tiempo, pues siempre le parecía bueno. Las gaviotas chillan (lógico, ya que los graznidos de las gaviotas forman parte del precipicio tanto como el viento y el agua). Poco a poco cae la tarde. George está sentado en los escalones de la caravana, fumando en pipa. Sin que él se dé cuenta, por la playa pasean dos turistas con enormes mochilas: uno de ellos ve a Zora en su peña y se la enseña al otro; ambos se alegran. Mopple hace como si de pronto le interesaran los mochileros y da otro paso minúsculo hacia el precipicio. El resto del rebaño pasta a cierta distancia. Luego Othello deja de pacer y mira a Mopple, visiblemente divertido. Othello es astuto, pensó Zora en la historia; puede que no sea tan listo como Miss Maple, pero es astuto. Othello es muy observador. Eso era lo que pensaba Zora en la historia, incapaz de decidir lo que pensaba Othello. Al fondo pastan Lane y Cordelia. Y detrás de Lane, más al fondo, está… Zora no da crédito a sus ojos: allí donde la pradera raya con la carretera está el carnicero, y no huele a nada. En su rostro hay un único ojo, en mitad de la frente, y el ojo mira implacable a Mopple the Whale.
Zora sacudió la cabeza. Ésa no era la clase de historia que ayudaba a una oveja a salvar el precipicio. ¿Qué se le había perdido al carnicero en su pequeña y clara historia?
Levantó la vista y se percató de que había dejado su historia justo a tiempo: se hallaba al borde de George’s Place; era hora de cambiar de dirección. Zora contempló George’s Place con ojo crítico y le pareció que había menguado.
Cuando iba a volverse vio en la oscuridad una oveja al otro lado de George’s Place, y estaba mirándola. En condiciones normales Zora no le habría hecho mucho caso. Cuando pastaba era consecuente: había que centrarse en lo esencial y no dejarse distraer por nimiedades. Pero en aquella oveja había algo raro, puede que incluso un poco amenazador. Zora levantó la cabeza para olisquear, pero el viento había cambiado y no le revelaba nada.
Unos cuernos retorcidos: Sir Ritchfield. Zora se sintió aliviada. Por un momento se había temido… no sabía qué. Le lanzó un amable balido a Sir Ritchfield, pero éste no le respondió. Zora se acordó de lo sordo que estaba últimamente Ritchfield y baló con más fuerza.
Ritchfield giró la cabeza y miró hacia el dolmen.
—Se ha ido, ¿no? —musitó.
A Zora le sorprendió lo suave que podía ser la voz de Ritchfield cuando musitaba. Por lo común bufaba y rugía, y cuanto más viejo era, peor se volvía. Sopesó a quién podía referirse: ¿al cazador?, ¿a George? De pronto estuvo segura de que se refería a George.
—No va a volver, ¿verdad? —insistió Ritchfield.
—No —contestó Zora—. No va a volver. —Esa noche de luna tenía frío. No deseaba otra cosa que estar de nuevo en el establo, bien pegadita a las demás ovejas.
—Y el tonto de Ritchfield va y lo ve —dijo Ritchfield casi alborozado.
Ella se quedó mirándolo fijamente: de repente tenía la sensación de estar viendo un abismo más profundo y agreste que el del acantilado. Cerró los ojos para concentrarse, y cuando volvió a abrirlos el carnero ya no estaba allí. Echó un vistazo alrededor. Ya no le apetecía pastar. Vio a Sir Ritchfield aparecer de nuevo junto al dolmen y salió al trote en pos de él: era propio de Zora explorar los abismos de este mundo.
—¿A qué te refieres con «va y lo ve»? —le preguntó.
Ritchfield la miró sorprendido.
—¿Qué? —baló.
—¿A qué te refieres con «va y lo ve»? —repitió Zora algo más alto.
—¡Más alto! —baló Ritchfield.
Zora meneó la cabeza y se dirigió, pensativa, a su roca.
Poco después, también Miss Maple pasó mientras pacía por George’s Place. Desde que estaba prohibido, George’s Place ejercía sobre las ovejas una atracción especial. Maple levantó la cabeza, e iba a darse la vuelta cuando vio algo inaudito.
—¡Mopple! —bufó.
En medio de George’s Place se veía una marca reciente, ancha y descarada, que indicaba que alguien había estado pastando allí. Al mirar por segunda vez vio que había sido injusta con Mopple, ya que no se habían comido todas las hierbas: en medio de aquella desolación se alzaban altas, esbeltas y dulzonas unas cuantas flores cosquillosas. Al comerlas producían un agradable cosquilleo en la nariz, y eran unas de las hierbas más buscadas por las ovejas. Resultaba impensable que Mopple las hubiera respetado.
Maple trató de recordar qué oveja del rebaño hacía ascos a esas flores, pero no se le ocurría nadie. ¿O sí? Ya una vez le había llamado la atención. Intentó acordarse, sin éxito, y se enfadó por no tener la memoria de Mopple. Que una oveja hubiese pastado adrede en George’s Place era algo serio: sin duda significaba que no le gustaba recordar a George; era una suerte de ofensa.
Echó una ojeada alrededor: nada raro; la mayoría de las ovejas pelaba metódicamente el suelo, sólo unas pocas tenían la cabeza en alto. A Miss Maple se le había ido el hambre. La desacostumbrada comida a esas horas de la noche no le sentaba bien a su estómago. Decidió dedicarse a esclarecer el asesinato con más empeño aún. Pero primero había que solucionar algunas cuestiones prácticas, así que fue al trote hasta el dolmen.
Al poco las ovejas la vieron encaminarse al establo con aquella cosa en la boca. Parecía satisfecha, hasta contenta.
—¿Qué haces? —le preguntó Cloud.
—Va siendo hora de pensar qué haremos cuando desenmascaremos al asesino —contestó Miss Maple.
Continuó andando, y Cloud la siguió hasta la puerta. Se detuvo. Maple desapareció en la oscuridad, y cuando volvió a salir del establo sin aquella cosa parecía aún más satisfecha. Sus ojos centelleaban.
—¡Ya está! —exclamó.
A las demás ovejas no se las veía especialmente felices.
—Tiene mi cosa —baló Heide.
—Muy mal —dijo Willow, la segunda oveja más taciturna del rebaño, en un insólito arranque de locuacidad.
Maple comprobó que todas las ovejas la miraban, y por lo visto muy pocas estaban de buen humor. Cloud parecía culpable; Heide, celosa; Maude, preocupada; Ritchfield, serio. El único que no había dejado de pastar era Mopple, y cuando pasó por su lado comiendo distraído vio que irradiaba más complacencia lanuda que el resto del rebaño junto.
Miss Maple suspiró.
—No quiero la cosa para mí, es para los hombres. ¿Habéis pensado qué ocurrirá cuando encontremos al asesino? ¿Acaso creéis que caerá fulminado por un rayo? ¡Necesitamos pruebas!
—Esa no es una prueba —baló Maude—. Es una cosa.
—Pero quizá pueda llegar a ser una prueba —explicó Maple con impaciencia. Sólo tenía una vaga idea con respecto al papel que podían desempeñar las cosas a la hora de demostrar la culpabilidad de un asesino.
—Nunca encontraremos al asesino —se lamentó Lane.
—Basta con saber a ciencia cierta que George murió por culpa de la pala —afirmó Sir Ritchfield en tono conciliador.
—¡Exacto! —baló Maude. Al fin y al cabo, lo de la pala era lo único de esa espeluznante historia que había entendido de verdad.
—¡Basta! —balaron las demás ovejas.
—Se acabaron las pesquisas.
—Se acabó lo de pensar.
Miss Maple las miró sin entender nada.
—Pero hay muchas preguntas —razonó—. Vosotras mismas habéis planteado algunas. ¿Dónde está Tess? ¿Quién es el espíritu del lobo? ¿Qué se le ha perdido a Dios en la pradera? ¿Qué pasa con Lilly y Kate? ¿Por qué ha venido Ham aquí? ¿Qué tiene que ver George con la droga? ¿Qué es la droga? ¿Quién es el experto cazador? ¿Por qué estaba aquí? ¿Un cazador ha estado en nuestros pastos y vosotras ni siquiera queréis saber por qué?
—¡Exacto! —baló Maude—. Lo importante es que no vuelva. —Algunas ovejas dejaron escapar balidos de aprobación—. Y si regresa, yo volveré a olerlo —añadió orgullosa.
Mopple volvió a pasar por su lado, radiante de felicidad, la prueba viviente de que la dicha terrenal existía y podía alcanzarse con medios sencillos. Las otras ovejas lo miraron con cierta envidia.
—¿Ves? —intervino Sir Ritchfield—, así deberían pasar el día las ovejas. ¡Pastando! Y no haciendo preguntas. Somos incapaces de dar con las respuestas. Por eso George se deshizo de la novela policíaca: comprendió que no se puede descubrir todo. Tú también deberías comprenderlo, Maple.
Impaciente, la aludida escarbó hierba y tierra con la pezuña.
—Pero ha ocurrido —insistió obstinada—. Hay un final. Si George hubiese terminado de leer la novela, lo sabríamos. Y yo quiero saberlo. Y vosotras también. Sé que sois curiosas, sólo que no queréis devanaros vuestros sesos ovejunos.
—Es demasiado para nosotras —admitió Cordelia con turbación—. Hay tantas cosas humanas que somos incapaces de entender… Y ya no hay nadie que nos explique las palabras.
Las otras guardaron silencio. Algunas observaban la hierba que tenían ante las pezuñas como si quisieran verla crecer; otras buscaban ovejas nube nocturnas con la vista.
—Deberíamos olvidarlo sin más —opinó Cloud en voz baja—. Todo será más sencillo cuando lo hayamos olvidado.
De nuevo balidos aprobatorios. El olvido era una acreditada receta ovejuna contra las preocupaciones: cuanto más extraña y perturbadora fuera una experiencia, tanto más deprisa había que olvidarla. ¿Por qué no se les habría ocurrido antes?
Maple las miró con incredulidad.
—Pero si lo olvidamos todo, ya no habrá historias —aseguró—. Esto es como una historia, ¿entendéis?
Nadie respondió.
—¡Seguro que no queréis! —exclamó con vehemencia.
El resto la miró ofendido.
—Claro que queremos —explicó Cloud con dignidad—. Sólo que no queremos lo mismo que tú.
—Sí lo queréis —replicó Maple—. Pero no lo sabéis. Es muy simple: ahí fuera hay un lobo, sólo que no sabemos quién es. ¿Cómo vamos a guardarnos de él si no lo identificamos? Ni siquiera tenemos un pastor que nos cuide. ¡Alguien ha matado a nuestro pastor y vosotras seguís pensando que el mundo va bien!
Nunca habían visto a Miss Maple tan enfadada. Incluso nunca habían visto a Miss Maple enfadada.
—Ni siquiera os daríais cuenta si el lobo se colara en el rebaño. ¿Os acordáis de la historia del lobo con piel de oveja?
Era la historia más horripilante que le habían escuchado contar a George. Mencionarla ahora, en medio de la noche, era injusto.
—O encontráis al lobo o él os encontrará a vosotras. Es así de sencillo. Todas las historias tienen un final. No sirve de nada tirar el libro a la mitad sólo porque no se entiende algo —resopló Maple—. Si no queréis averiguarlo, lo averiguaré yo sola.
Cloud, que llevaba mal las diferencias de opinión, la miró con los ojos humedecidos.
—Necesitamos un pastor —susurró.
Pero Maple no le hizo caso. Meneó el rabo desdeñosa y acto seguido se fue trotando hasta el árbol de las cornejas, lo más lejos posible de las demás. Allí se quedó mirando la oscuridad, meditabunda.
—Justicia —baló.
Othello fue el único que contestó.
—Justicia —baló también.
Las otras ovejas se miraron turbadas y luego se pusieron a pacer. Sin más. Por despecho. Querían demostrarle a Miss Maple lo maravillosa que podía ser la vida sencilla e irreflexiva de las ovejas. Sólo Othello seguía balando para sí, todavía sumido en sus pensamientos.
—Justicia —balaba suavemente—. Justicia.
—¿Qué es justicia?
De repente ante Othello estaba el cordero de invierno con su cuerpecillo peludo, la cabeza un tanto desmesurada y los chispeantes ojos.
—¿Qué es justicia?
Othello reflexionó. A decir verdad, lo más prudente era no mezclarse con el cordero de invierno: cuando abría la boca, la mayoría de las veces era para causar desgracias.
—¿Qué es justicia?
Pese a todo, a Othello a veces le caía bien el cordero de invierno: era precisamente la clase de oveja que habría desconcertado al cruel payaso del circo. Othello decidió arriesgarse.
—Justicia… —dijo, y los ojos del cordero se abrieron: el carnero negro nunca había hablado con él—. Justicia es…
¿Qué era la justicia? De vez en cuando en el zoo sacaban algunas ovejas del cercado para alimento de las fieras, aunque nadie hablaba de ello. Ni a las más débiles ni a las más tontas, a cualquiera, lo cual no era justo. Y luego Lucifer Smithley compró a Othello para su número de lanzador de cuchillos, por ser precisamente lo que era, negro y de aspecto amenazador con sus cuatro cuernos, y porque en su piel negra no se veía la sangre cuando Lucifer no era tan endemoniadamente certero como anunciaba el cartel. Eso tampoco era justo. Luego a Smithley le dio el ataque. Eso sí fue justo, pero entonces Othello fue a parar a manos del cruel payaso y sus animales y tuvo que hacer acrobacias en la pista del circo. ¡No era justo! Luego Othello se enfadó, y el miserable perro del payaso no vivió para contarlo. Aquello sí fue justo, pero el payaso vendió a Othello al matarife. Y el matarife se lo llevó a las peleas de perros. ¡Injusto! ¡Injusto! ¡Injusto!
Othello resopló, y el cordero de invierno lo miró desde abajo con recelo. «Piensa en el rastro de baba del caracol en la hierba, piensa en el tiempo que te queda», le advirtió la voz.
El carnero se sobrepuso.
—Justicia es cuando uno puede trotar por donde quiere y pastar donde quiere. Cuando uno puede seguir su camino. Cuando uno puede luchar por seguir su camino. Cuando nadie le roba el camino a uno. ¡Eso es justicia! —De pronto Othello estaba muy seguro.
El cordero de invierno ladeó su desmesurada cabeza. En el gesto de su nariz se leía algo que podía ser burla o respeto.
—¿Y a George le robaron el camino? —inquirió.
Othello asintió.
—El camino a Europa.
—Pero a lo mejor George quería quitarle a otro el camino y se pelearon. ¡Eso sería justo!
Othello se asombró de lo bien que lo había entendido el cordero de invierno. Se paró a reflexionar.
—George nunca le habría robado el camino a otro —contestó.
—Puede que sí —replicó el cordero de invierno—. Puede que no tuviera más remedio. A veces hay que robar porque nadie da nada de buen grado. ¿Quién tiene la culpa de que nadie dé nada de buen grado?
—¡Dios! —exclamó Othello sin vacilar.
—¿El narizotas? ¿Por qué?
Pero Othello había vuelto al pasado y no estaba escuchando. Miraba a través de cercas y más cercas. Luego vio copos de nieve. Las primeras nieves de Othello. Pero en lugar de asombrarse, tenía que ir detrás del payaso e intentar robarle un pañuelo del bolsillo. Y el payaso tropezaba. Sin más. Nadie tenía la culpa. Los niños, con gorros y chaquetas de abrigo, reían. Othello sabía que al payaso no le gustaba que se rieran de él.
La patada que le propinaba el payaso cuando por fin se ponía en pie no era fingida.
—¿Por qué ha de trabajar la oveja en Navidad? —preguntaba una voz infantil—. ¡No es justo!
Una mujer reía.
—Pues claro que es justo. Dios hizo a los animales para que sirvieran a los hombres. Es así.
Othello resopló furioso. ¡Era así! A su lado bufó también el cordero de invierno, una pequeña imitación burlona de su propia furia; luego soltó una coz con descaro y se alejó por la pradera dando brincos. Othello miró en derredor.
El horizonte se había vuelto rosado como el morro de un cordero pascual. De súbito, recortándose contra ese mismo horizonte en la dirección del pueblo, Othello descubrió la silueta de una oveja. A los pocos minutos se perfilaron otras ovejas ante el cielo matutino. Y entre las ovejas caminaba, alta y clara, una silueta con un sombrero de ala ancha: Gabriel el pastor llevaba su rebaño a sus pastos.