Así comenzó la noche de los numerosos acontecimientos que las ovejas relatarían muchos meses después. Comenzó con Heide en un rincón, muda de vergüenza, todo el rebaño mirándola con incredulidad.
—¿Una cosa? —espetó Mopple.
—¿Una cosa? —susurró Cordelia.
—¿Qué es una cosa? —preguntó un cordero—. ¿Eso se come? ¿Duele?
Su madre callaba, desconcertada. ¿Cómo explicarle a un cordero tan joven lo que es una cosa?
—En realidad no es… no es una cosa —musitó Heide. Tenía la cabeza gacha y se mostraba un tanto terca—. Es bonito.
—¿Se puede comer? —En lo tocante a las cosas, Mopple the Whale podía ser tan severo como cualquier oveja.
—No creo. —Heide dejó caer las orejas.
—¿Está vivo? —quiso saber Zora.
—Yo… —Era evidente que a Heide ya le había pasado por la cabeza esa posibilidad—. Yo quería averiguar si estaba vivo. Cuando le da la luz se mueve un poco. Es muy bonito. Tan bonito como el agua. Sólo quería volver a verlo…
—Heide. —Sir Ritchfield se adelantó con gesto adusto; los cuernos, que ya iban por la tercera vuelta, arrojaron una recriminatoria sombra lunar a los pies de Heide. Othello lo miró extrañado: de repente entendía por qué Ritchfield seguía siendo el manso—. Todo lo que de verdad es bonito puedes volver a verlo: el cielo, la hierba, las ovejas nube, el sol en la lana. Esas son las cosas importantes. Pero no puedes tenerlas. —Hablaba como si se dirigiera a un cordero muy pequeño. Decía lo que ya sabían, pero las ovejas estaban conmovidas—. Sólo puedes tener aquello que está vivo: un cordero, un rebaño. Si tienes algo, ese algo te tiene a ti. Si está vivo y es una oveja, está bien. Las ovejas deben tenerse las unas a las otras. El rebaño debe permanecer junto, ovejas madre y corderos y carneros. Ninguna oveja puede abandonar el rebaño, y… y… Vaya… Debería haber mantenido el pico cerrado… —Sir Ritchfield había perdido el hilo. Apartó la vista de Heide y musitó para sí.
Heide volvió a poner su terca cara de oveja joven, y pretendía mezclarse con las otras sin llamar la atención cuando se oyó una voz cascada procedente del rincón más oscuro del establo, una voz quebradiza como una rama que la marea arrastra a la orilla.
—Tener es malo —dijo la voz—, tener cosas es malo.
Todas volvieron el morro hacia Willow, que se hallaba sumida en la sombra, detrás del pesebre vacío. Sus viejos ojos centelleaban como dos gotas de rocío. La cabeza de Heide se hundió en abismos insondables.
—Mamá —musitó.
Normalmente, ovejas madre y corderos se mantienen unidos como la arena y el barrón. Una oveja madre que critica abiertamente a su propia prole es algo inaudito. Pero si Willow no había dicho nada en contra de Heide hasta ese momento era sólo porque ella nunca hablaba; al menos eso afirmaban las ovejas más ladinas. Willow era la segunda oveja más taciturna del rebaño: que recordaran, el último comentario que le habían oído se remontaba a poco después de nacer Heide, algo trivial y extraordinariamente pesimista sobre el tiempo. A nadie le afligía que Willow no fuera una oveja locuaz. Se decía que de joven había dejado pelado un bancal entero de acederas; de lo contrario, no se explicaba su proverbial mal humor. Sin embargo, esta vez no había exagerado.
—Es vergonzoso —afirmó Cloud.
—Es escandaloso —aseguró Zora, y cogió una brizna de heno del vacío pesebre.
—Es indigno —opinó Lane.
—Es estúpido —dijo Maude.
—Es humano —condenó Ritchfield, de nuevo con su adusto rostro de manso.
Con eso quedaba todo dicho. Heide tenía todo el aspecto de estar a punto de convertirse en un animal pequeño sin olor.
Miss Maple alzó las orejas con curiosidad.
—¿Y qué cosa es? —preguntó.
—Es… —Heide se detuvo. Iba a decir «bonito», pero iba entendiendo lo inoportuno que era hablar así de las cosas. Se puso a pensar en algo bueno que pudiera decirse de la cosa—. No tiene fin.
—¡Todo tiene fin! —suspiró Sara.
—Si algo no tuviera fin, no habría otra cosa, no habría una sola oveja en el mundo —aseveró Zora, que solía cavilar filosóficamente en su roca.
Las ovejas se miraron con melancolía.
Pero Heide se mantenía en sus trece.
—Tiene dos señales, señales como las de los libros. Puede que no sea una cosa, sino una historia. Y se parece un poco a una cadena, como la cadena de Tessy, sólo que más corta y sin fin: uno puede pasarse horas mirándola y no ver el fin.
—Y tú has estado horas mirándola —baló Maude—. La nariz te huele a esa cosa humana. Acabo de olerlo.
Entonces Heide lo confesó todo: había encontrado la cosa en el prado poco después de morir George y se sintió fascinada por ella, así que le puso una piedra encima para protegerla. Y hoy la había cogido con los belfos y la había escondido debajo del dolmen mientras Ritchfield contaba las ovejas. Ahora estaba arrepentida: no quería volver a ver esa cosa.
Las ovejas decidieron enviar una expedición al dolmen para desterrar de su vida aquella cosa de una vez por todas. Le enseñarían dónde estaba su sitio: en el mundo de las cosas, en el suelo, lejos de las ovejas decentes. La expedición era un asunto honroso, de modo que sopesaron quién debía integrarla. De pronto a Cloud volvían a dolerle las articulaciones, Sara tenía que amamantar a su cordero, y a Lane le entró un ataque de estornudos. Inesperadamente, resultó que Mopple tenía ceguera nocturna.
Las ovejas tenían miedo de ir al dolmen de noche, habiendo transcurrido tan poco tiempo desde que divisaran allí al danzarín espíritu del lobo. Al final la expedición la formaron Sir Ritchfield, Othello, Miss Maple, que a todas luces sentía curiosidad por aquella cosa, Maude, que no dio con ninguna excusa a tiempo, y Zora, que era demasiado orgullosa para inventarse una disculpa. Mopple debía acompañarlos; de nada le sirvió estrellarse contra un poste del establo para convencerlos de su ceguera: Mopple era la oveja memoriosa, tenía que formar parte de la expedición.
Fuera las aguardaba una serena y cálida noche de claro de luna: podía verse desde la caravana hasta el acantilado, pero los aromas nocturnos enturbiaban el olfato. Trotaron hasta el dolmen guiadas por Ritchfield. Maude montó guardia para percibir con su fino olfato la posible presencia de algún espíritu de lobo, y las demás metieron la cabeza bajo la piedra horizontal: Mopple y Zora por un lado, y el resto enfrente. Othello escarbó la tierra con las pezuñas y liberó la cosa. Como todas hacían sombra, al principio no vieron nada. Prácticamente encubierto por los aromas de la noche les llegó un olor humano: una mano sudorosa, metal y un extraño olor acre que les producía cosquilleo en la nariz. Maple pidió a Mopple que retrocediera unos pasos, y cuando el voluminoso carnero lo hizo, un tanto ofendido, una ancha franja de luz iluminó la cosa.
Se sintieron decepcionadas. En secreto, esperaban ver algo bastante bonito (todo lo bonito que pudiera ser una cosa), pero lo que tenían allí delante, en el suelo, no era más que una especie de fina cadena con una pieza metálica. Realmente no tenía fin, pues formaba un círculo, pero eso era todo lo que tenía de infinita. Miraron aquella cosa humana con desdén.
—Es cierto que tiene dos señales —afirmó Sir Ritchfield, al que aún le resultaba embarazoso haber perdido el hilo poco antes. Ahora su buena vista podía volver a hacerlo merecedor de respeto—. La primera es puntiaguda como el pico de un ave que mira hacia arriba —explicó—, con una raya en medio. Y la otra es como un vientre sobre dos patas, lo que significa que representa a un bípedo. Creo que es un mal augurio. —Echó un resuelto vistazo alrededor.
Mopple quería tirar la cosa por el acantilado.
Zora no quería tirarla de ninguna manera por el acantilado: creía que el acantilado era demasiado bueno para aquella cosa.
Maude baló sobresaltada, pero nadie le prestó atención.
Sir Ritchfield quería enterrarla, pero no tocarla.
Maude volvió a balar.
Mopple no tenía nada en contra de tocar la cosa, pero no quería enterrarla y tal vez pastar después encima.
Miss Maple las sorprendió a todas.
—Nos la quedamos —decretó—. Es una pista. Apareció después de morir George, puede que se le cayera al asesino. Como una cagarruta —añadió, al ver que Sir Ritchfield la miraba sin entender.
—No huele a cagarruta —objetó Mopple.
Maude baló alarmada.
Maple meneó la cabeza con impaciencia.
—Me di cuenta antes en el establo: los hombres se aferran a las cosas, y las cosas se aferran a los hombres. Encontraremos al asesino si observamos las cosas atentamente.
Justo entonces, Maude también se metió como pudo debajo del dolmen, y a los pocos segundos las barrió un haz de luz. Lo seguían de cerca tres hombres. La luz dio con la caravana y ascendió por las paredes: posiblemente buscara un escondite.
—Apaga de una vez esa maldita linterna —ordenó una voz—. ¡Hay bastante claridad para contar granos de trigo y Tom O’Malley se trae una linterna!
La luz había encontrado una abertura y había desaparecido de súbito.
—Y si tú vas pregonando nuestro nombre por ahí, no sé para qué nos hemos puesto esta estúpida media en la cara —se quejó otra voz.
Las ovejas conocían esa voz de la víspera: Harry el Pecador.
Tom O’Malley soltó una risita. Las ovejas repararon en que no olía a alcohol. Así difícilmente lo habrían reconocido.
—Vamos, hombre, vamos —dijo—, no os pongáis nerviosos. No estamos haciendo nada malo. Sólo hacemos lo que hay que hacer… por Glennkill.
—Por Glennkill —musitó Harry.
—Por salvar nuestro culo —dijo la voz que habían oído en primer término: Josh el Flaco—. Y ahora, o nos ponemos a cantar Donde las bonitas colinas de Glennkill resplandecen o abrimos de una vez este maldito cacharro y buscamos eso.
Nadie tenía ganas de cantar, y las ovejas se sintieron aliviadas. Tres sombras se dirigieron hacia la puerta de la caravana, dos rechonchas y una muy alta y flaca. Vieron un destello metálico a la luz de la luna, y unas llaves produjeron un ruido metálico. Un cencerreo prolongado.
—No va —afirmó Harry el Pecador.
El flaco le dio tres patadas a la puerta.
—¡Me cago en George! Se acabó. —Pegó la nariz a las dos ventanillas de la caravana: el tipo era tan alto que ni siquiera tuvo que ponerse de puntillas.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Tom.
—Necesitamos la hierba —dijo Harry—. Forzaremos la cerradura.
—¿Es que te has vuelto loco? —intervino Josh—. No cuentes conmigo. Es un delito.
—Pero hacer desaparecer pruebas es legal, ¿no? —se burló Harry—. Si encuentran aquí droga sí que se acabó. Ni dolmen élfico ni paseos en pony ni centro de cultura céltica ni especialidades de whisky. Y ya puedes ir despidiéndote de tu hotelito en la playa.
—Puede que ni siquiera haya droga —aventuró Josh.
—¿Y qué iba a haber si no? ¿Cómo se mantuvo a flote todo este tiempo el viejo George? ¿Con sus patéticas ovejas? ¡No me hagas reír! ¿Acaso le iba mal? ¿Acaso quería vender? Se te rió en la cara cuando le fuiste con tu dinero. Prefería malgastar estas vistas con sus ovejas, y ahora que por fin ha muerto ¿quieres que Glennkill salga en el periódico por un asunto de drogas?
A las ovejas les temblaban las rodillas de indignación.
—Harry tiene razón, Josh. —La costumbre hacía que Tom se tambaleara un poco a un lado y otro—. Les tiraba bosta a los turistas, no dejaba que nadie viniera aquí arriba e incluso andaba por ahí disparando una pistola para meternos miedo. ¿Por qué?, pregunto yo. Podría haber convertido este terreno en una mina de oro. La respuesta es muy sencilla: porque este terreno ya era una mina de oro. Por la noche atracaban unas lanchas en la playa, luego lo dejaba todo en la caravana, y al día siguiente iba al otro lado con el viejo cacharro.
Josh meneaba la cabeza.
Pero Tom se había calentado y hablaba a gritos en la nocturna pradera.
—No creas que George era un corderito: los niños lo veían por la noche con un carnero negro. ¡Era un pervertido! No quiero ni imaginarme lo que podemos encontrarnos ahí dentro.
Varias cabezas blancas se asomaron a la puerta del establo. Todas las ovejas de la pradera escuchaban atentamente. Y no sólo las ovejas. Maude ya llevaba rato olfateando el aire, intranquila: desde su posición no podía oler a los hombres de la media en la cabeza, pues los olores de la noche tapaban benévolamente el sudor nervioso de los intrusos. Pese a ello, cada vez que respiraba percibía un ligero olor humano, a digestión de guiso, un olor que apenas se notaba. Primero se lo atribuyó a la cosa, pero ésta yacía en el suelo y el olor humano llegaba de arriba.
Estiró la cabeza y se puso a olisquear. Ahora estaba segura: había alguien encima del dolmen. Maude tuvo claro que se trataba de un experto cazador. Sintió un hormigueo en la cerviz, y un recuerdo no vivido de angostos desfiladeros y salteadores emboscados le recorrió el cuerpo. Un lobo, pensó. Un lobo.
En realidad, cuando una oveja piensa en un lobo, debería balar y huir todo lo deprisa que le permitan sus patas de oveja. Pero Maude permaneció inmóvil: el enemigo se hallaba demasiado cerca, y ahora, tras haberlo reconocido, su olor la rodeaba por todas partes. No se acercaba, se encontraba ahí. Ella no sabía qué hacer; se quedó quieta, como hipnotizada, respirando indefensa.
Es sorprendente la facilidad con que el miedo puede pasar de oveja a oveja. Maude no se movió ni emitió sonido alguno, y sin embargo las cinco ovejas supieron en el acto de la presencia del lobo. La respiración acelerada de Maude les decía lo próximo que se encontraba el enemigo, y su olor se volvió salado, con amargos dejos que hablaban de huida y celada. El corazón les latía desbocado hacia todos los puntos cardinales, pero como Maude no se movía, las demás también permanecían quietas. Maude era su oveja vigía, la que más sabía del peligro. Las demás harían lo que ella hiciera.
Maude era consciente de su responsabilidad. Dado que no podía escapar, al menos trató de oler lo mejor posible al cazador que tenían encima: olía a humo. Así pues, un hombre, no un lobo, y había comido cebollas hacía poco. Fueron precisamente las cebollas las causantes de que reparara en él al principio: Maude oía el estómago del hombre machacando las traicioneras cebollas.
En la caravana, el flaco volvía a darle patadas a la puerta. Se oyó un ruidito temeroso, tal vez fuese la luz, que se hallaba en el interior y tenía miedo. El hombre que estaba sobre el dolmen se tensó, y en ese momento Maude supo que no iba a cazarlas a ellas, sino a los de la caravana. Maude rezumó olor a alivio.
Entretanto, en la caravana había terminado la interesante discusión sobre George y Othello.
—¿Acaso han registrado la caravana? —inquirió Tom—. Nada, no han hecho nada de nada. Ni pesquisas ni preguntas. El lema aquí es ocultar, olvidar y enterrar. Todos están confabulados, la policía y la mafia de la droga. Todos están comprados. —Su voz traslucía cierta decepción porque nadie se hubiera molestado en comprarlo a él.
—¡Más a mi favor! —El flaco sonaba enfadado—. ¿Por qué tenemos que irrumpir aquí si de todas formas a nadie le interesa eso?
Guardaron silencio. Harry le dio una última patada a la puerta sin mucho entusiasmo. Dentro reinaba la calma. Tom abrió la boca y volvió a cerrarla. Se apartó de los otros y se volvió para encaminarse hacia la carretera asfaltada. Pero se paró en seco.
—Un coche —refunfuñó.
Las ovejas lo habían oído hacía rato. Un coche grande y ronroneante, sin luces, avanzaba por la carretera. Se detuvo y dejó de ronronear. A los tres hombres les entró el pánico y salieron corriendo cada uno por su lado como gallinas. Harry el Pecador zigzagueó de manera ejemplar, y el flaco encorvó su largo cuerpo para correr mejor. Las ovejas estaba pasmadas: hasta ese momento no habían notado lo asustadizos que podían ser los hombres. Ellas estaban orgullosas por no haber perdido la calma a pesar del coche. Entonces los tres hombres descubrieron el establo y corrieron hacia ella. Entraron de golpe, pasaron junto a las aturdidas ovejas y subieron la escalera que llevaba a la parte de arriba.
Las ovejas fueron saliendo como gotas de leche, en dirección al hombre que venía de la carretera asfaltada. Pero éste no les hizo ningún caso. Tampoco pareció extrañarle el caótico culebreo de ovejas balando confusas que lo aguardaba en el prado. Se dirigió hacia la caravana con parsimonia.
Sólo bajo el dolmen había seis ovejas inmóviles: Maude había resistido la sensación generalizada de catástrofe y seguía concentrada en el desconocido que tenían sobre sus cabezas, el cual se había tumbado en la piedra cuan largo era. Las cebollas de su estómago borboteaban como locas. Él respiraba deprisa, y Maude comprendió que el cazador también tenía miedo.
El hombre llegó a la caravana pero no le dio patadas a la puerta. Llamó. Un sonido corto, dos largos, uno corto. Esperó. Luego se puso a hurgar en la cerradura casi sin hacer ruido. Ahora el corazón del cazador latía acelerado como el de una oveja cuando ha de tomar la pastilla de calcio. Pero no se movía. No se atrevía a moverse. Un sutil tintineo metálico, similar al canto de un grillo, recorrió la pradera. Sin embargo, la puerta seguía cerrada, y al final el hombre dio media vuelta y regresó al camino.
Se oyó el zumbido de un motor.
Silencio.