5

Las ovejas pasaron un día horrible. Jamás en su vida se habían sentido tan descuidadas. Primero la niebla y luego el desagradable presentimiento de que algo extraño se movía por la niebla, chasquidos distantes, la sensación de percibir olores hostiles.

Valiéndose de un pretexto, el cordero de invierno había llevado a los otros dos corderos del rebaño hasta un rincón oscuro del establo, donde les metió tanto miedo que éstos salieron corriendo, chocaron contra la pared y se hicieron daño: uno en la cabeza y el otro en una pata delantera. Ritchfield no vio nada ni oyó nada, y siguió en sus trece. Luego empezó el bramido, y al final el viejo manso hubo de admitir que algo no iba bien. Pareció casi aliviado, probablemente porque al final se había enterado de algo.

El bramido fue demasiado para las ovejas: salieron a la pradera y trotaron por la niebla con las orejas temblorosas, demasiado nerviosas para pastar. Al cabo se hizo el silencio, pero aquel silencio de pronto les daba más miedo. Se apiñaron en la loma; Maude coceaba nerviosa y le dio a Ramses en la nariz. Estaban de mal humor, y todas esperaban al viento que se llevaría la niebla y, con ella, el silencio. Sucedió lo que ninguna oveja creyó nunca posible: echaron de menos los chillidos de las gaviotas.

El viento llegó hacia el mediodía. Entonces las gaviotas volvieron a chillar y Zora trotó hasta el acantilado. Luego baló, y pronto todas las ovejas se encontraban en el borde del precipicio, lo más cerca que se atrevieron, escudriñando las profundidades.

Allá abajo estaba el carnicero, en una pequeña mancha de arena en medio de numerosas rocas. Yacía boca arriba y parecía sorprendentemente chato y muy ancho. Ritchfield afirmó distinguir un hilo de sangre roja en su boca, pero ese día no querían oír hablar a Ritchfield y no creyeron nada de lo que dijo. El carnicero había cerrado los ojos y no se movía. Las ovejas disfrutaron de la vista. Hasta que el ojo izquierdo del carnicero se abrió de súbito y el buen humor desapareció como por ensalmo. El lívido ojo las miró, a cada una de ellas, y, aun estando en lo alto de la roca, les temblaron las patas. El ojo buscó algo, no lo encontró y se cerró de nuevo. Las ovejas retrocedieron del acantilado, cautelosas.

—El mar lo arrastrará —aseguró Maude con optimismo.

Las demás no estaban tan seguras.

—Por la playa siempre pasa un joven con su perro —suspiró Cordelia.

Algunas ovejas asintieron: lo sabían por las novelas de Pamela.

—El perro encuentra al hombre. El joven está hechizado y se lo lleva —añadió Cloud, que siempre prestaba mucha atención—. Por lo menos así desaparece —agregó.

Pero las ovejas sabían que no era lo mismo. «El mar no devuelve nada», decía siempre George cuando por la noche tiraba las cajas de la caravana por el acantilado, con la marea alta. Los jóvenes, en cambio, no tardaban en hartarse del botín. Eso era así incluso en el caso de las perfumadas Pamelas, y cabía esperar que en el caso del carnicero, con sus regordetes dedos, la cosa iría bastante rápida.

—Mopple the Whale debería contar la historia de Pamela y el pescador —dijo Lane, y el resto soltó un balido de aprobación.

Les encantaba la historia del pescador porque el protagonista era un enorme montón de heno. Mopple contaba muy bien la historia, y cuando terminaba todas se quedaban calladas e imaginaban qué harían ellas en el montón de heno.

Pero Mopple no estaba. Primero buscaron en el huerto y luego en George’s Place, que se hallaba intacto. Eso las turbó un poco, pues creían a Mopple capaz de cualquier cosa. Guardaron silencio sin saber qué hacer. Luego Zora regresó al acantilado moviendo el rabo intranquila, para comprobar si en la playa también había una gran mancha de lana blanca. Por suerte Mopple no estaba allí abajo; en su lugar vio que la suposición anterior había sido certera: en ese momento tres jóvenes colocaban en unas andas al inmóvil carnicero para llevarlo a casa. Zora meneó la cabeza ante tan grave insensatez y llamó a balidos al resto, pero ninguna se atrevió a observar a los jóvenes mientras realizaban tan arduo cometido. Recordaron el ojo del carnicero y se estremecieron.

Poco a poco se hizo patente que Mopple no se encontraba en el prado. Ya no entendían el mundo.

—Puede que Mopple esté muerto —dijo Lane en voz queda.

Zora sacudió la cabeza.

—Que uno esté muerto no significa que se esfume en el acto. George estaba muerto, pero a pesar de ello estaba.

De algún modo se alegraron de que el caso de Mopple fuera distinto.

—Se ha convertido en una oveja nube —baló Ramses, entusiasmado—. Mopple lo ha conseguido.

Las ovejas levantaron la cabeza, pero el cielo estaba gris y liso como un charco sucio.

—No puede haber desaparecido —aseveró Cordelia—. Es como si el mundo tuviese un agujero. Es como magia.

Heide se rascó la oreja con una pata trasera.

—Tal vez se haya ido sin más —aventuró Maude.

—Uno no puede irse sin más —objetó Ramses—. Ninguna oveja puede.

Estuvieron un buen rato calladas. Todas pensaban lo mismo.

—Melmoth se fue —dijo finalmente Cloud, y Heide perdió el equilibrio y cayó de lado. Las demás ovejas desviaron la mirada.

Todas sabían la historia de Melmoth, aunque a ninguna le gustaba contarla y a ninguna le gustaba escucharla. Esa historia no se contaba en público: era una historia que las ovejas madre susurraban al oído de sus corderos a modo de advertencia. Era una historia sin montones de heno, una historia tremenda que daba miedo a todas.

—Melmoth está muerto —resopló de pronto Sir Ritchfield. Todas se sobresaltaron: hablaban muy bajo y nadie esperaba que precisamente Ritchfield fuera a enterarse—. Melmoth está muerto —repitió—. George fue en su busca, con los perros del carnicero. George regresó y olía a muerte. Yo lo estaba esperando. Era el único que permanecía en la caravana al caer la quinta noche. Yo lo estaba esperando, y olí la muerte. Ninguna oveja puede abandonar el rebaño.

Nadie se atrevió a replicar. Las cabezas fueron bajando, una tras otra, y comenzaron mecánicamente a pastar. Sin duda era un día terrible para ellas.

Les habría gustado preguntarle a Miss Maple por Mopple, pero Maple no estaba. Les habría gustado preguntarle a Othello si al otro lado del prado había algún sitio al que se pudiese ir, pues él conocía el mundo y el zoo, pero Othello no estaba. Ahora sí que se sentían confusas. Se plantearon si no se habría colado un ladrón en el rebaño y atacado al más gordo, al más fuerte y a la más lista. El espíritu del lobo tal vez, o el rey de los gnomos o el señor, quienquiera que fuese. No era una idea agradable.

Sir Ritchfield decidió contar las ovejas, un procedimiento fastidioso: sólo sabía contar hasta diez, y no siempre, así que las ovejas tenían que formar pequeños grupos. Surgieron desavenencias porque algunas ovejas afirmaron que no se las había contado, mientras que Ritchfield sostenía que ya lo había hecho. Todas las ovejas temían ser pasadas por alto en el recuento y que, en tal caso, pudieran desaparecer. Algunas intentaron introducirse a hurtadillas en otros grupos para ser contadas dos veces, por si las moscas. Ritchfield balaba y bufaba, y al final llegaron a la conclusión de que, en total, había treinta y cuatro ovejas en la pradera.

Se miraron desconcertadas: sólo entonces repararon en que no sabían cuántas ovejas debía haber en la pradera. Aquella cifra que tan laboriosamente habían calculado carecía de valor para ellas.

Resultaba muy decepcionante: esperaban sentirse más seguras después de contarse; George siempre estaba muy satisfecho tras el recuento. «A ver si sigue así», decía, aunque a veces solamente decía «ajá». En ese caso, o bien iba al acantilado a tirarle estiércol a Zora o bien se dirigía al huerto, donde un cordero impertinente alargaba el pescuezo por la gruesa malla de alambre y estiraba la lengua.

Después de contar, George siempre sabía lo que había que hacer. Ellas no.

Frustrado, Ramses empujó a Maude con la cabeza, y ésta baló indignada. Heide también baló. Zora mordisqueó a Heide en las nalgas y, por extraño que resultara, Heide enmudeció. En cambio, Lane, Cordelia y dos jóvenes ovejas madre comenzaron a balar a la vez. Las patas de Ritchfield escarbaron hierba y arena, y Lane le propinó un empellón a Maisie, la más ingenua del rebaño, que estuvo a punto de caer al suelo de la sorpresa y después le dio un mordisquito en la oreja a Cloud. Esta soltó una coz y le dio a Maude en una pata delantera. Todas las ovejas se sentían ofendidas y todas balaban. Luego callaron, como obedeciendo a una señal secreta, todas salvo Sir Ritchfield, que repartía codazos a diestro y siniestro y bramaba pidiendo calma y orden.

En ese momento vieron a Othello venir por el camino. Éste las miró de arriba abajo con benévola extrañeza, pasó ante ellas al trote y se dirigió al acantilado. Las ovejas se miraron. Cloud le lamió dulcemente a Maude las orejas, y Ramses le mordisqueó la grupa a Cordelia. El carnero negro miró la playa, la huella que el carnicero había dejado en la arena, y ladeó la cabeza. Las ovejas tenían muchas preguntas, pero de pronto a ninguna le apetecía molestar a Othello; les bastaba saber que las ovejas desaparecidas podían volver. Se pusieron de nuevo a pastar, por vez primera ese día con cierto placer.

Bajo el tilo se reunieron tres hombres: uno sudaba, otro olía a jabón y el tercero respiraba ruidosamente. Les rondaba, con ojos brillantes, el miedo.

—Si Ham la diña… —dijo el sudoroso— nos la cargamos, seguro.

—Vaya una tontería —jadeó el de la respiración ruidosa—. Correr un riesgo así. George… ¿quién sabe? Pero Ham lo tiene todo en el abogado. Ese no hace amenazas en vano.

El miedo asintió.

—¿Quién habrá sido el idiota? —se lamentó el sudoroso.

—¿A qué te refieres? —Una ráfaga de aire jabonoso anunció que el segundo hombre había hecho un movimiento brusco—. ¿Crees que no fue un accidente?

—Eso creo —musitó el sudoroso, que sudaba cada vez más.

—¿Un accidente? —El de la respiración ruidosa rió—. ¿Por qué iba Ham a caerse por el acantilado? Un tipo de paso tan firme como él. Por cierto, ¿qué andaba haciendo por allí? ¡Oh, no! Alguien lo citó: un poco de perfume de violeta en una carta, y el burro de Ham fue directo.

—Pero no ha muerto —objetó el sudoroso—. Es fuerte como un toro, siempre lo ha sido, gracias a Dios. Los médicos dicen que hay esperanza. Probablemente no pueda volver a andar, pero lo principal es que está vivo.

—Tal vez lo haya olvidado. Después de un accidente así… —La voz del enjabonado sonaba casi optimista.

—Se acordará —aseguró el ruidoso—. Puede que no le entren muchas cosas en la cabeza, pero cuando algo le entra no le sale así como así. Cuando Josh lo emborrachó la noche que se casó George… ¿os acordáis? —Quizá los hombres asintieran o trataran de sonreír. Claro que se acordaban. Josh se limitó a ponerle delante a Ham un vaso tras otro, y Ham, que apenas bebía, se los fue zampando uno tras otro. ¡Cómo se habían reído!—. Era incapaz de decir su nombre, y al final se le metió una mosca en el ojo y ni siquiera pestañeó.

—Josh se ganó su dinero por cada vaso, y algo más… No me gustaría que me hicieran eso. —El sudoroso soltó una risita. Sacaba de quicio a los otros dos.

—Cuando Ham despierte se acordará —dijo el ruidoso—. Y continuará el jueguecito.

Guardaron silencio. Puede que asintieran. Después se fue cada uno por su lado. El miedo sonrió, se volvió con un movimiento elegante y su melena rodeó el tronco del viejo tilo. Siguió a los tres a casa.

El tilo era muy viejo. Antes se hallaba en medio del pueblo y los hombres bailaban alrededor. Le hacían ofrendas de sangre, y el tilo crecía. Tal vez hubiese visto lobos, con toda seguridad sí perros lobos, con los que los nuevos señores cazaban venados y ganado y hombres. Hoy se alzaba solitario, el pueblo lo había dejado atrás. Seguía creciendo: su tronco medía más de dos ovejas, y tras ese tronco se hallaba Mopple the Whale. Había ido allí porque se sentía seguro debajo del árbol, como en un establo. No salió corriendo cuando llegaron los hombres: ahora Mopple sabía que salir corriendo no tenía sentido. Se quedó donde estaba sin hacer ruido y siguió rumiando. Y memorizó cada una de las palabras.

Mopple no pensaba en aquellos tres, ni tampoco en el carnicero, ¡desde luego no en el carnicero! Mopple pensaba en el miedo. No había visto a los hombres y no sabía gran cosa de ellos, sólo había percibido los olores y los tonos que le llegaban a través del tupido y aromático follaje. Pero Mopple había visto al miedo, sus escasos movimientos, tan claro como si el tronco del viejo tilo fuese de agua: era mayor que una oveja y andaba a cuatro patas. Una fiera grande y fuerte con pelo y ojos sagaces. Mopple no temía a ese miedo, al fin y al cabo no era suyo.

Un pájaro empezó a cantar. Un ave nocturna. Poco a poco caía la tarde. Mopple se acordó de las otras ovejas y dejó de mascar: de repente echaba de menos el rebaño, tanto que la densa lana que tenía tras las orejas comenzó a picarle. Era hora de que alguna oveja le mordisqueara la cerviz: eso era más importante que los animales extraños y los carniceros gruñones. Mopple recordaba perfectamente el camino que había tomado esa mañana en medio de la niebla, y sus orejas se movían alegres arriba y abajo mientras volvía a casa al trote.

Mopple llegó al anochecer; parecía más pensativo que de costumbre y más delgado. No es que pudiera apreciarse, pero se movía de manera distinta. Algunas ovejas salieron a su encuentro con amistosos balidos. Durante su ausencia se habían dado cuenta de lo bien que les caía Mopple the Whale. Olía estupendamente, como sólo puede oler una oveja sana tras una magnífica digestión, y conocía las historias más hermosas. Lo cosieron a preguntas, pero Mopple estaba más callado que nunca. En el aire flotaba una horrible sospecha, la sospecha de que Mopple no se acordaba bien. Pero nadie se atrevía a decirlo. Mopple se pegó a Zora, que le mordisqueó la cerviz ensimismada.

Oscureció. No obstante, las ovejas permanecieron fuera: esperaban a Miss Maple, pero ésta no llegaba. Sólo cuando una luna redonda se hallaba en lo alto del cielo vieron aparecer por la campiña una pequeña silueta ovejuna; la precedía una sombra lunar fina y alargada. Era Maple, y parecía agotada. Cloud le lamió amistosamente la cara.

—Al establo —ordenó Maple.

Una vez allí, todas las ovejas se apiñaron a su alrededor. Por los estrechos orificios de ventilación la luna iluminaba los intrigados rostros de las ovejas. Miss Maple se arrimó a Cloud y se puso cómoda.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Heide con impaciencia.

—Investigando.

Las ovejas sabían lo que era investigar, conocían la palabra por la novela policíaca. Cuando investiga, el detective mete las narices donde no debe y se mete en líos.

Miss Maple contó que había ido ella sólita hasta la casa de George. Cruzó el pueblo, donde un coche estuvo a punto de atropellarla y un gran perro rojizo la persiguió. Luego se escondió bajo la retama, delante de la casa de George, y estuvo escuchando lo que le llegaba por la ventana abierta. Las ovejas admiraron el valor de Maple.

—¿No tuviste miedo? —inquirió Heide.

—Sí —reconoció Miss Maple—. Muchísimo. He tardado tanto porque luego no me atrevía a dejar la retama. Pero he oído muchas cosas.

—A mí no me habría dado miedo —aclaró Heide al tiempo que miraba de reojo a Othello.

A las otras ovejas les interesaba más lo que había oído Miss Maple.

Relató que después de mediodía fue mucha gente a ver a Kate, no toda a la vez, sino en grupitos o aisladamente. Todo el mundo decía lo mismo: que era horrible. Una terrible desgracia. Que Kate debía ser fuerte. Kate apenas decía nada, tan sólo «sí» y «no» y «ay», y lloraba tapándose con un gran pañuelo. Pero después —al atardecer— llamaron de nuevo y en la puerta apareció Lilly. Kate no lloraba. «¡Cómo te atreves!», le dijo a Lilly. «Sólo quería decirte que lo siento», musitó Lilly. «Al menos así no te lo quedas tú», bufó Kate, y le dio a Lilly con la puerta en las narices.

—Como una gata enfadada —afirmó Miss Maple—. Exactamente igual que una gata enfadada.

La verdad es que a las ovejas no les sorprendió mucho: las Pamelas de los libros también solían comportarse de un modo incomprensible y malvado. Perdieron pronto el interés en la pequeña historia que al parecer tanto había fascinado a Miss Maple. Al fin y al cabo, tenían otras preocupaciones.

—¿Habéis tenido un buen día? —suspiró Maple al percatarse de que nadie se interesaba por su aventura.

Las ovejas pusieron cara de desconcierto y le contaron lo que había sucedido.

—Tenía un ojo abierto —aseguró Lane.

—El carnicero estaba tendido en la playa —añadió Maude.

—Mopple no nos ha contado ninguna historia —espetó Heide, mirando enojada a la aludida.

—Parecía muy chato —afirmó Sara.

—Nos hemos peleado —confesó Cordelia.

—Sir Ritchfield nos ha contado una por una —dijo Ramses.

—Los jóvenes se lo llevaron —informó Zora.

Miss Maple suspiró.

—Que cuente algo Mopple —dijo.

—Mopple no estaba —repuso Cordelia, y Miss Maple pareció sorprenderse.

—Othello no estaba —agregó Heide, y Miss Maple le dirigió a Othello una mirada inquisitiva.

Este les habló del extraño jardín y de George, al que habían enterrado en una caja. Un murmullo se extendió por el rebaño.

—No tienen fosa, pero tampoco los muertos se pudren con facilidad. Es más bien como un jardín, no un huerto, sino un jardín, y muy ordenado. ¿Y sabéis cómo se llama el jardín? —Othello miró en derredor con los ojos chispeantes—. Pues se llama camposanto y es de Dios.

Las ovejas se miraron horrorizadas: ¡un jardín en el que sembraban muertos!

—Fue él —musitó Ritchfield.

Maple miró al carnero y lo vio viejo, mucho más viejo que de costumbre, y sus cuernos retorcidos en espiral parecían pesarle demasiado.

—Los hombres no estaban especialmente tristes —continuó Othello—, alterados sí, muy alterados, pero no tristes. Nerviosos. Negros y chismosos como los cuervos, y todas sabemos lo que comen los cuervos. —Las ovejas asintieron con gravedad—. El carnicero no se encontraba allí, y les extrañaba. Ahora ya no les extrañará. —Reflexionó un momento—. Por lo demás estaban lodos: Kate y Lilly y Gabriel, Tom, Beth y Dios y muchos que no conocemos. El hombre flaco que vino a ver a George con los otros tres se llama Josh Baxter; es el tabernero.

Todas miraron a Miss Maple, pero la sabia oveja se limitó a frotarse la nariz con una pata delantera, pensativa. Las ovejas se sentían decepcionadas: imaginaban que la búsqueda del asesino sería más emocionante, más sencilla y, sobre todo, más rápida. Como en las novelas de Pamela, donde poco después de las misteriosas muertes solía aparecer un extraño igual de misterioso con el rostro macilento y lleno de cicatrices o unos ojos fríos e inquietantes. La mayoría de las veces quería a Pamela para sí, y a las pocas páginas un joven bien parecido lo mataba en un duelo. Pero, por lo visto, en este caso se trataba más bien de una novela policíaca. George no había tardado en deshacerse de aquel libro. Entonces se habían sentido decepcionadas, pero ahora pensaban que tal vez fuera más sensato que romperse la cabeza inútilmente todos los días.

—Hemos de averiguar qué clase de historia es ésta —sentenció Cordelia, y el resto la miró sin comprender—. Cada historia trata de una cosa distinta —explicó Cordelia, paciente—. Las novelas de Pamela tratan de la pasión y de Pamela. Los cuentos tratan de la magia. El libro sobre las enfermedades de las ovejas, de enfermedades de las ovejas. La novela policíaca, de pistas. Cuando sepamos qué clase de historia es ésta, sabremos en qué hemos de fijarnos.

Las demás la miraron algo perplejas.

—Esperemos que no sea una historia de enfermedades de ovejas —baló Maude.

—Es una novela policíaca —aseguró Miss Maple.

—Es una historia de amor —baló Heide de pronto—. ¿Acaso no lo veis? Lilly y Kate y George. Igual que en las de Pamela. George no quiere a Kate, sino a Lilly. Pero Kate quiere a George. Y después celos y muerte. En el fondo, todo es muy simple. —Entusiasmada, Heide pegó un saltito corderil.

—Sí —afirmó Miss Maple con cautela—. Sólo que entonces sería Lilly quien debería estar muerta y no George. Se habría producido un duelo y los rivales habrían intentado matarse mutuamente. Uno no lucha con lo que quiere tener, sino con quien quiere arrebatárselo. Sin embargo —agregó al ver la desilusión de Heide—, también yo he pensado en ello. De alguna manera la historia huele a eso, pero no tiene sentido.

—Es una historia de amor —se obstinó Heide.

—¿Y si George era uno de los rivales? —sugirió Othello—. ¿Y si se batió por Lilly? También cabe que haya salido en defensa de Kate.

Miss Maple ladeó la cabeza, meditabunda, pero al parecer no quería decir más al respecto.

Mucho después, cuando la mayoría de las ovejas dormía ya, Mopple, que por primera vez en su vida no podía conciliar el sueño, vio por la puerta abierta del establo una silueta ovejuna que permanecía inmóvil junto al acantilado, mirando el mar: Maple. Mopple se puso en marcha. Primero estuvieron un rato juntas en amigable silencio, y después Mopple le refirió los horrores del día.

—Es demasiado —contestó Maple al cabo.

Mopple profirió un suspiro.

—Sí, a veces me da un poco de miedo. Mirar tanto tiempo el mar, me refiero, no podría mirarlo tanto como Zora.

—No me refiero al mar, Mopple —replicó Maple, afable—, me refiero a todo. Están sucediendo tantas cosas… Antes apenas pasaba un hombre por aquí, salvo George, claro, pero él en realidad no era un hombre, sino nuestro pastor, que es algo muy distinto. —Reflexionó un momento—. Y de repente vienen en rebaños. Esta mañana incluso se han acercado a hurtadillas amparándose en la niebla. El carnicero y otro. Naturalmente todo guarda relación. ¿Engañarían al carnicero para que viniera? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Por qué los hombres de debajo del tilo tienen miedo de que muera, aunque no les cae bien? Tenemos que fijarnos en todo, Mopple. Has de retenerlo todo.

El carnero alzó la cabeza: estaba orgulloso de ser la oveja memoriosa. Entonces recordó por qué esa mañana se había escabullido del establo.

—Ya he memorizado algo —dijo.

Y contó que había estado en lo alto de la loma con Ritchfield y memorizado todo lo que éste veía. Casi todo. Ritchfield vio que los cuatro se iban: Gabriel, Josh, Lilly y el carnicero. Que uno de ellos se quedó algo rezagado y se agachó. ¿Cogió algo? ¿Dejó algo? ¿Arrancó algo? Pero Ritchfield estornudó. Cinco veces seguidas. Y cuando acabó había olvidado quién se había agachado y qué tenía en la mano.

—¡Olvidado! —resolló Mopple, compasivo—. Al cabo de unos simples estornudos. ¡Increíble! Y ahora, como sabe que ha olvidado algo, intenta intimidarme para que yo no cuente su despiste. —Ladeó la cabeza—. Yo no lo habría contado: Ritchfield me cae bien, es el manso. Pero creo que es una pista.

Miró inquisitivo a Maple, que seguía contemplando el nocturno mar.

—Una pista —repitió ésta pensativa—. Pero ¿de qué? No es propio de Ritchfield intimidar a otras ovejas por decir la verdad. —Reflexionó—. Qué extraño —dijo. Y volvió a abismarse en sus pensamientos. Después pareció llegar a una conclusión—. ¿Puedes guardar un secreto, Mopple?

El carnero asintió.

Maple le habló de la huella de pezuña en la barriga de George.

—Una oveja se subió bien subida a la barriga de George —aseguró—. O lo pisoteó, es difícil de decir. Lo importante es cuándo. ¿Antes de su muerte? Es posible. Pero no mucho antes, ya que la huella era demasiado nítida. Lo que significa…

Mopple la miraba con curiosidad.

—Lo que significa que poco antes o después de que muriera había una oveja con George. O mientras moría. Una oveja fuerte. O pesada. —Miró brevemente a Mopple—. Pero ¿por qué iba una oveja a pisar a George? ¿Se defendería de él? ¿Como cuando nos daba la pastilla de calcio?

Mopple pensó en la pastilla de calcio y movió las orejas.

—Pero lo más extraño —prosiguió Maple—, lo más extraño es que esa oveja no nos haya dicho nada. ¿Por qué? O lo ha olvidado todo…

—¡Ritchfield! —baló Mopple, y se sintió avergonzado: al fin y al cabo había prometido guardar el secreto. Pero Miss Maple estaba demasiado concentrada para enterarse.

—… o no quiere decir nada. Mopple —añadió mirándolo con cara seria—, hemos de sopesar si alguna oveja podría tener algo que ver con la muerte de George. Los hombres no son los únicos que se comportan de manera extraña. Algunos de los nuestros también lo hacen: Sir Ritchfield, Othello. Es cierto que éste nos ha contado lo del jardín de la muerte, pero no sabemos por qué fue hasta allí. Sabemos tan poco de Othello… No sabemos qué hacía George con él por la noche detrás de la caravana. Hemos de sopesar todo esto, Mopple.

Mopple tragó saliva.

Cuando poco después volvieron al establo, todas las ovejas estaban despiertas. Reinaba una gran agitación.

—¿Qué ocurre? —preguntó Miss Maple.

Las ovejas tardaron en contestar. Al final Maude se adelantó. La luz de la luna alargaba amenazadoramente su morro.

—Heide tiene una cosa —dijo.