4

Al día siguiente no soplaba ni gota de viento y las gaviotas habían enmudecido. Una niebla densa y gris se deslizaba por la pradera. No se veía a más de dos ovejas de distancia. El rebaño permaneció largo rato en el establo, seco y cómodo. Desde que Tess y George ya no las espantaban al amanecer, las ovejas se habían vuelto más exigentes.

—Hay humedad —dijo Maude.

—Hace frío —se lamentó Sara.

—Qué desfachatez —espetó Sir Ritchfield, y el asunto quedó zanjado. El viejo carnero odiaba la niebla. En la niebla, la buena vista de Ritchfield no le servía de nada. Se daba cuenta de que ya no oía bien y enseguida olvidaba de qué dirección venía.

Pero existía otra razón para ese titubeo generalizado: ese día la niebla se les antojaba inquietante. Era como si detrás de su blanco hálito se moviesen extrañas sombras.

De modo que se quedaron en el establo la mañana entera. Sintieron aburrimiento, mala conciencia y por último hambre, pero pensaron en lo mucho que se enfadaban con George y Tess en semejantes días y se mantuvieron en sus trece. Una hilera de blancas cabezas pensativas miraba con ojos miopes la bruma. Mopple se dispuso a salir al aire libre por un pequeño hueco que había en la pared posterior del establo.

Las astillas de los podridos tablones se le enredaron en la lana y le aguijonearon la delicada piel. Mopple soltó un gemido. Cuando ya había logrado abrirse camino más o menos hasta la mitad, le asaltó la duda de si realmente era una buena idea.

«Si pasa la cabeza, también pasa el resto», solía decir George. Sólo entonces Mopple cayó en la cuenta de que con ello se refería a las ratas, que lograban colarse en la caravana y la emprendían con las oxidadas latas de conserva.

Mopple nunca había visto una rata de cerca, pero de pronto ya no estaba muy seguro de que se parecieran de verdad a ovejas pequeñas. Su madre le había dicho eso cuando él aún era un cordero lechal gordito que tenía miedo de los rápidos movimientos y el fugaz roce de las ratas del granero. Le contó que las ratas eran ovejas muy pequeñas y lanudas que recorrían los graneros en rebaños para llevarles los sueños a las ovejas grandes. Y ni siquiera Mopple podía temer a unas ovejas pequeñas y lanudas.

Siendo ya un carnero adulto, a veces le extrañaba que otras ovejas cocearan a las pequeñas ovejas rata, así que llegó a la conclusión de que probablemente se trataba de ovejas que tenían malos sueños. Mopple no podía quejarse de sus sueños: no eran muy variados, pero sí apacibles.

Ahora se planteó por vez primera cómo eran las ovejas. Zora, por ejemplo: nariz elegante y cara negra aterciopelada, cuernos graciosamente curvos (era la única hembra del rebaño con cuernos, y le sentaban de maravilla), gran cuerpo lanudo y cuatro patas largas y rectas de delicados pies. La cabeza tal vez fuera la parte más bonita, pero sin duda no la mayor del cuerpo de una oveja.

Mopple se removía a disgusto, decidido a no sucumbir al pánico, al menos no enseguida. ¿Era correcto escabullirse sin más por un agujero, a escondidas de las demás? Lo cierto es que tenía sus motivos, pero ¿acaso eran buenos motivos? En primer lugar, a él le entraba el hambre antes y con más frecuencia que al resto. No era un mal motivo. Mopple estiró el pescuezo, atrapó un manojo de hierba entre los dientes y se calmó un tanto.

El otro motivo era más complicado. Era nada menos que Sir Ritchfield o la memoria de Mopple o Miss Maple o, mejor dicho, los tres juntos. Una pista. En la novela policíaca de George había muchas pistas, pero el pastor se había deshecho del libro. Sin embargo, Miss Maple sabría qué hacer con una pista. Y Ritchfield intentaría impedir que Mopple se la revelara a Maple, así que Mopple tenía que escapar por el agujero. Para contárselo a Miss Maple a escondidas. Ésta no se encontraba en el establo, así que tenía que estar fuera. ¿O acaso no?

Antes la cosa le parecía muy sencilla, pero ahora una madera puntiaguda se le clavaba en la ijada, y Mopple tenía un miedo horrible de herirse y vaciarse como Sir Ritchfield. Las ovejas estaban de acuerdo en que éste debía de tener un agujero en alguna parte por el que los recuerdos caían en la nada, pero sólo se atrevían a decirlo cuando él no podía oírlas, situación cada vez más frecuente dados sus problemas de audición.

Mopple trató de encogerse y el pinchazo se calmó. Respiró hondo y al instante la punta volvió a atravesarle la ijada. El pánico acechaba, Mopple lo sentía en la cerviz como si fuese una fiera, y el hecho de que no pudiera girarse no hacía sino empeorar la situación. Se vaciaría de un modo peor que Sir Ritchfield, lo olvidaría todo, incluso que quería escapar por ese agujero. Y luego se quedaría allí para siempre y se moriría de hambre. Morir de hambre él, Mopple the Whale.

Se encogió tanto que vio estrellitas ante los ojos y, aterrado, se puso a patalear con los cuartos traseros.

Othello había pasado la mitad de la noche fuera, en el prado, empapado y presa de una agitación febril. ¿Volvería «el otro»? Othello lo esperaba secretamente desde el momento en que había visto a Sir Ritchfield. Y lo temía. Ahora había sucedido. El recuerdo de un olor persistía en su olfato de manera desconcertante, inconfundible. Las ideas le rondaban los cuernos cual remolinos de niebla. Alegría, fastidio, rabia, un millar de preguntas, y una turbación hormigueante.

Pero Othello había aprendido a contener el remolino en la cabeza. Entre la humedad de la niebla, el olfato lo llevaba hacia el establo: olía a sudor nervioso y agria confusión. El desasosiego se había apoderado del rebaño. Y con razón: ese día incluso a él le daba algo de miedo la niebla.

Ritchfield aún no dejaba salir a sus ovejas del abrigo del establo. Tanto mejor. Othello se preguntó qué buscaba con ello el manso. ¿Sabía Ritchfield quién había ido a su pradera la noche anterior? ¿Intentaba ocultárselo a las demás ovejas? ¿Por qué?

El carnero negro se paró a pensar un instante qué dirección tomar: la más improbable, naturalmente. Echó a trotar hacia el acantilado, donde la lluvia nocturna y el aire brumoso habían borrado todos los olores. Ladeó un poco la cabeza y buscó pistas con los ojos, como tal vez hubiese hecho un hombre. Se avergonzó un poco por ello.

«Casi sordo y sin sentido del olfato», oyó decir en las profundidades de su cabeza a la conocida y siempre levemente burlona voz. Una voz procedente del recuerdo que iba acompañada del susurro de negras alas de corneja. «Si quieres saber lo que saben los bípedos, has de pensar en lo que no saben. Para ellos lo único que cuenta es lo que ven los ojos. No saben más que nosotros, saben menos, y por eso cuesta tanto entenderlos, pero…». Othello sacudió la cabeza para ahuyentar aquella voz. Unos buenos consejos, sin duda, unos consejos inestimables, pero la voz tendía a explayarse en confusas peroratas, y ahora él debía concentrarse.

En cierto punto el suelo no sólo estaba fangoso, sino removido. Miss Maple, probablemente. «Él» no dejaría semejante caos tras de sí. Othello buscaba una pista más discreta. Algo más lejos vio un pino achaparrado, el único en kilómetros a la redonda: perennes árboles amigos, guardianes de secretos, sabias raíces. El pino lo atrajo.

Se puso a dar vueltas alrededor del insignificante árbol hasta que, ante su mirada, éste pareció inclinarse avergonzado. Nada del otro mundo. Aparte del agujero, claro, pero Othello no hacía caso de las historias que contaban sobre aquel agujero. Éste se hallaba junto a las raíces del pino y atravesaba las rocas en diagonal. En él se oía día y noche el murmullo del mar, que bullía y borbotaba, una risa burlona procedente de las profundidades. Decían que, las noches de luna llena, por allí se arrastraban criaturas marinas para acariciar el establo con dedos resbaladizos. Pero Othello sabía que las líneas irisadas que se veían en las paredes de madera del establo a la mañana siguiente en realidad eran rastros de baba de caracoles nocturnos. En el fondo, las demás ovejas también lo sabían, sólo que les gustaban las historias. Algunos días, reunidas en torno al pino, se podía ver a tres o cuatro jóvenes ovejas especialmente osadas escuchando los sonidos del interior del agujero y experimentando escalofríos de placer.

Ahora Othello también miraba, por primera vez con cierto interés. Escarpado, sin duda, pero no demasiado para un hombre que supiera usar las manos ni para una oveja muy valiente. Vaciló. «Lo que no sabe bien al primer mordisco, no sabe mejor al décimo», se burló la voz. «La espera alimenta el miedo», añadió algo impaciente, al ver que el carnero seguía sin moverse. Pero Othello no escuchaba la voz, sino que miraba como embobado algo oscuro y brillante que había a sus pies: una pluma reluciente, negra y reposada como la noche. Othello bufó. Volvió una vez más la cabeza en dirección al establo y desapareció en el agujero.

De pronto Mopple se encontró fuera. Respiraba con dificultad y temblaba. Notaba los costados doloridos y un fuerte pinchazo en cierto punto. Para tranquilizarse, recitó lo más difícil que había aprendido nunca: «Operación Polifemo». George lo decía a veces, y ninguna oveja lo entendía. Mopple era una de las pocas ovejas que podían recordar incluso aquello que no comprendían. Después se sintió más valiente y hasta un poco decidido.

Volvió la cabeza para contemplar con asombro y orgullo el pequeño hueco por donde él, Mopple the Whale, acababa de salir. Pero la pared de madera del establo ya había desaparecido en la niebla. Era una niebla especialmente densa, tan densa y viscosa que Mopple estuvo tentado de darle un mordisco. Se dominó y, en su lugar, prefirió arrancar un poco de hierba.

Para Mopple la niebla no suponía un grave problema. Con la niebla se veía peor, sí, pero el carnero veía mal de todas formas. Lo incomodaba más no poder oler debidamente cuando las frías y herbosas perlas de agua se le metían en la nariz. Pero, en general, en la niebla se sentía protegido. Imaginó que avanzaba por la liviana lana de un enorme rebaño, un pensamiento hermoso. Se puso a pastar con despreocupación, ahora seguro de que al menos su primer motivo era un buen motivo. Le encantaba la hierba brumosa, que sabía a agua y carecía de cualquier olor molesto. A Miss Maple la buscaría más tarde, tal vez ella incluso se sintiera atraída por los ruiditos que él hacía al comer. Fue trotando aquí y allá hasta que le pareció haberse saciado.

De pronto su nariz se topó con algo duro y frío. Asustado, pegó un salto hacia atrás con las cuatro patas a la vez. Vaciló, pero al final venció la curiosidad: dio un paso adelante y escudriñó el suelo. Allí estaba la pala en torno a la cual Tom O’Malley había reunido al rebaño humano. Como no la habían clavado lo bastante en el suelo, finalmente se había caído. Mopple miró la pala, ceñudo: el sitio de las herramientas humanas era el cobertizo, no la pradera. Pero esa pala no olía a lo que suelen oler las herramientas humanas, a manos sudadas, miedo y cosas penetrantes. En ésa tan sólo perduraba la tenue reminiscencia de un aroma humano; por lo demás, olía a limpio como un guijarro húmedo.

Sin embargo, si se olía con más detenimiento se notaba que el recuerdo poco a poco se volvía más definido, cobraba nitidez y forma: una mezcla de agua jabonosa, whisky y detergente con vinagre. Mopple identificó una barbita rancia y unos pies sucios. Casi demasiado tarde cayó en la cuenta de que lo que olía ya no era la pala, sino un hombre de carne y hueso que se movía muy cerca, entre la niebla. Alzó la cabeza y vio una persona, mejor dicho, la blanca sombra brumosa de una persona que avanzaba hacia él de lado, como un cangrejo. Era horripilante. Mopple pensó en el espíritu del lobo, la pala y el dolmen, en la profanación del huerto y en que a veces George también tenía los pies sucios. Perdió los nervios y huyó trotando a través de la niebla.

No es sensato correr entre la niebla, y Mopple the Whale lo sabía. Pero también sabía que no podía quedarse como un pasmarote. Sus patas, que por lo común lo llevaban sin oponer resistencia y con cierta parsimonia hasta las hierbas silvestres y los fragantes pastos, de repente tenían ideas propias. Toda la niebla del mundo parecía haberse reunido en la cabeza de Mopple, y él habría preferido olvidarla, ser todo patas y huir de todo: de George, del espíritu del lobo, de Miss Maple, de los malvados perros, de Sir Ritchfield, de su memoria y, sobre todo, de la muerte. Pero una pezuña le dolía por la insólita fuerza con que sus patas golpeaban el suelo, y ello lo ayudó a contener un poco la neblina mental. Intentó pensar en cualquier cosa, y en el acto se le ocurrió justamente lo más desagradable: lo que ocurriría de un momento a otro.

No podía seguir corriendo eternamente. Tarde o temprano tropezaría con un obstáculo, y ese obstáculo podía ser el acantilado o el establo o los setos o la caravana de George. La caravana no, por favor, suplicó. La idea de encontrarse en el huerto, el escenario de su crimen, con un furioso espíritu de George blandiendo el tallo pelado de una lechuga era lo que más miedo le daba.

Entonces chocó contra algo grande, blando y cálido, que cedió y cayó hacia delante profiriendo un gruñido. El olor era penetrante y, antes aun de examinarlo a fondo, el miedo hizo que le flaquearan las patas. Se sentó sobre el trasero y, aturdido por el trompazo, escrutó la niebla con los ojos como platos. El gruñido se tornó una imprecación, unas palabras que Mopple nunca había oído y que, aun así, entendió sin problemas. De la niebla surgió el carnicero, primero las rojas manazas, luego la abultada barriga y por último los horribles ojillos centelleantes. Miraron a Mopple de arriba abajo sin ninguna prisa; sí, incluso parecieron alegrarse de algo. Y sin más, el carnicero se abalanzó: no trató de agarrarlo, ni golpearlo ni patearlo, sencillamente lanzó su corpachón sobre el rollizo carnero como si quisiera aplastarlo con su mole.

Lo siguiente que supo Mopple fue que, de alguna manera, había conseguido evitarlo, no sólo una sino varias veces. El carnicero había caído al lodo y tenía negros los codos, la barriga, las rodillas y medio rostro. En la mejilla izquierda se le habían adherido briznas de hierba, como pelos de barba, y a los ojos miopes de Mopple apareció como un tigre fiero y corpulento. Las partes de la cara que no estaban negras, sobre todo la frente y los ojos, se veían rojas como la lengua inflamada de una oveja. El cuello también lo tenía enrojecido, así como extrañamente grueso e hinchado. Mopple temblaba como una vara y estaba demasiado agotado para esquivar de nuevo al carnicero.

Reinaba un silencio absoluto. También aquel bruto vio que Mopple no podía más, y entonces una de sus manos se cerró en un enorme puño y golpeó la otra, medio abierta, con un chasquido. Luego ésta se cerró en torno a aquélla. Era como si los brazos del carnicero se hubiesen unido en una bola de carne cruda. Los nudillos blanquearon, y Mopple oyó un ruidito muy leve y muy malvado, un crujido lejano, como si se quebrara despacio un hueso en lo más profundo de un cuerpo. Indefenso, el carnero clavó la vista en su agresor y mascó mecánicamente el último matojo de hierba que había arrancado en tiempos remotos y felices. No le supo a nada. Mopple no recordaba por qué pacía. Ya no sabía por qué había de pastar una oveja en este mundo mientras hubiera carniceros. El carnicero dio un paso atrás, sin duda disponiéndose a hacer algo infame y definitivo, y de pronto fue como si la tierra se lo tragase.

Mopple se quedó inmóvil y siguió mascando, mascó hasta que ya no tenía una sola brizna de hierba en la boca. No pensaba en nada, sólo en que debía seguir mascando: mientras mascara nada ocurriría. Se sintió un poco tonto por mascar con la boca vacía, pero no se atrevía a arrancar más hierba.

Pasaron de largo unos jirones de niebla y entonces, de repente, un retazo de aire claro, una ventana por la que Mopple pudo ver. Y vio… nada. Justo delante de sus pezuñas se acababa el mundo: se hallaba junto al precipicio, más cerca de lo que nunca habría osado aproximarse. Ya no se preguntó adónde había ido a parar el carnicero. Se estremeció. Retrocedió un paso con suma precaución. Y otro. Hasta que dio media vuelta y dejó que la niebla volviera a engullirlo.

Hasta ese momento a Mopple siempre le había gustado la niebla. Cuando aún era un cordero, un buen día el pastor le prohibió mamar de su madre: fue un día terrible para Mopple. Engordaría demasiado y demasiado deprisa, afirmó el pastor. A partir de ese día fue el pastor quien mamó de su madre, con un aparato. El pastor también estaba gordo, pero las ovejas no podían prohibirle nada. Mopple empezó a recibir una bebida a base de leche y agua. Le gustaba ver cómo se mezclaban la leche y el agua, incluso esperaba un poco antes de ponerse a beber. El blanco de la leche trazaba hilitos en el agua hasta formar una suave y densa telilla: esa tela era como la niebla, que cada vez se volvía más espesa, y constituía la promesa de que Mopple se saciaría y de que todo iba bien. Pero ahora sabía que la niebla no era la lana de una enorme oveja y, aunque así fuera, esa oveja estaba plagada de horribles bichos, de carniceros con manos de carne cruda que convertían todo cuanto tocaban en carne cruda.

Poco a poco, también a él comenzó a extrañarle el brutal bramido que pareció surgir de las profundidades de alguna parte y cubrir la pradera como un voluminoso cuerpo: era un bramido que Mopple sentía hasta en la punta de sus retorcidos cuernos de carnero, el más furioso y desesperado que había oído. Le dio dolor de dientes y de pezuñas, pero no trató de salir corriendo; ahora sabía que no se podía salir corriendo sin más ni más, ni siquiera para ir con las demás ovejas, que sólo eran otra especie de niebla y podían disolverse en la nada con igual rapidez. Él ya las había visto desaparecer una vez, a todos sus hermanos de leche, sus compañeros de correrías, sus amigos lechales, y el único que había vuelto había sido el pastor, gordo y tranquilo como si nada hubiera pasado.

Mopple miró el suelo y vio la hierba, igual de verde que antes: la hierba lo había salvado. Tal vez hubiese que aferrarse a la hierba. Sin apartar la mirada del suelo, empezó a moverse: puso una pezuña delante de la otra, con cuidado, y siguió la hierba, lo llevara a donde lo llevase.

Othello se enfadó. El agujero no había supuesto ningún problema, casi había resultado fácil, una vez que se había atrevido a entrar. Eso era muy suyo. «Los problemas no están en tus pies, y tampoco en tus ojos o tu boca. Los problemas siempre están en la cabeza», musitó aquella voz. Ahora Othello exploraba su cabeza tan minuciosamente como sólo puede hacer una oveja rumiante; pese a todo, no sabía qué hacer: ya había recorrido un tramo de playa sin dar con la menor pista. La arena se movía bajo sus pies, blanda y agradable, pero también lenta e imprevisible. Luego se oyó el bramido.

No sonaba lo bastante cercano como para inquietarlo realmente, pero sí fuerte y enervante. ¿Quién o qué diablos podía bramar de ese modo? La cosa le interesaba: de haber sido otras las circunstancias, posiblemente se hubiese vuelto para ver al causante de tan feroz bramido. Pero lo que tal vez le esperara delante le interesaba más. Ahora debía de encontrarse cerca del pueblo. Othello sabía que era hora de salir de la playa.

El carnero alzó la vista y contempló el acantilado: allí las rocas eran más planas y, en algunos puntos, suaves y arenosas. Donde el viento formaba pequeñas dunas crecía barrón de hojas punzantes. No era muy bueno para comer, pero sí proporcionaba un buen agarre para las patas. Escaló el precipicio y, una vez arriba, vio más barrón erizado y un angosto camino humano que discurría por la arena describiendo absurdos lazos. El barrón se extendía lentamente en todas direcciones y no le decía nada. «Cuando uno no sabe qué hacer, o se rinde o lo deja estar —se burló la voz—, lo cual en realidad da lo mismo». Tozudo, Othello se paró. Allí una oveja podía elegir entre diversas sendas, pero sólo había una que con toda seguridad no habría elegido ninguna oveja. Bueno… casi ninguna. Othello siguió el sendero humano que llevaba hasta el pueblo.

El camino serpenteaba, indeciso, hasta que se topaba con una tapia de tosca piedra y discurría paralelo a ella y recto como una pata de oveja. Era una tapia tan alta que Othello no logró ver qué había al otro lado ni siquiera irguiéndose sobre las patas traseras. Lástima, pues al otro lado parecían suceder cosas extrañas: muchas voces murmuraban en un tono bajo y suave, y la niebla no era lo único que las amortiguaba. De pronto percibió una gran agitación y, al mismo tiempo, un silencio impuesto: los hombres rara vez se esforzaban por permanecer callados. Aquello tenía que significar algo. Llegó a una puertecita de hierro forjado. Empujó hacia abajo la manilla con una pezuña y la puerta cedió con un chirrido escalofriante. El carnero negro entró, silencioso como su misma sombra, y con cuidado cerró la puerta con la cabeza. No era la primera vez que se alegraba de la terrible época que había pasado en el circo.

En un principio creyó haber ido a parar a un enorme huerto, prueba de lo cual era el orden: caminos rectos y parcelas cuadradas, además del olor a tierra fresca y vegetación artificial. No cabía duda de que allí habían plantado algo, sólo que no olía muy apetitoso. Figuras humanas avanzaban a pasitos por los caminos. Parecían venir de todas partes, pero un punto ejercía una mágica atracción sobre ellas: todas se encaminaban hacia él entre susurros.

Othello se escondió tras una piedra que se alzaba vertical. Se sentía intranquilo, pero no por los hombres. Era el olor. Ahora estaba seguro de no hallarse en un huerto. Quizá incluso fuera lo contrario de un huerto. Un olor muy viejo avanzaba con la niebla por los pedregosos caminos, las parcelas y las abundantes piedras verticales. Othello se acordó de Sam, un hombre del zoo tan tonto que hasta las cabras se reían de él. Pero la administración del zoo lo nombró jefe de la fosa. La fosa se hallaba en tierra de nadie, tras la casa de los elefantes, y Othello, incluso siendo un cordero, comprendió por qué los párpados de los elefantes siempre colgaban tan enrojecidos y pesados: todos los animales del zoo sabían de la fosa. Cuando Sam salía de la fosa, las cabras lo dejaban en paz y los ojos de los carroñeros se entrecerraban. Cuando Sam salía de la fosa olía a muerte vieja.

Fue el primer entierro de Othello, pero el carnero se comportó de manera ejemplar. Permaneció negro y serio entre las lápidas, arrancó de vez en cuando alguna flor y escuchó la música y las voces de la gente con gran atención. Vio acercarse la caja marrón y olió en el acto quién la ocupaba. También olió a Dios antes de que éste surgiera, solemne y vacilante, de la niebla. Dios hablaba de sí mismo, y la gorda Kate lloraba; la rodeaban los otros hombres, murmurando, negros como cuervos. En George, que ocupaba la caja, nadie pensaba. Sólo Othello.

Recordó el día que lo había visto por primera vez, a través de una humareda de tabaco. Por entonces Othello estaba acostumbrado al humo de los cigarrillos. De algún lugar le salpicó sangre a los ojos; estaba tan agotado que le temblaban las patas. El perro cayó muerto a su lado, pero eso no significaba nada: siempre había otro perro. Othello se concentró en permanecer de pie y con los ojos abiertos. Le costaba, le costaba mucho. Sólo quería cerrar los ojos y olvidar la sangre, y una vez los cerró, se quedaron así. Tras unos instantes de celestial negrura oyó la voz, demasiado tarde. «Con los ojos cerrados viene la muerte», le advirtió. Othello no tenía nada en contra de morir, pero igual alzó obedientemente los párpados y vio los ojos verdes de George. Éste lo observaba con tanta atención que Othello pudo asirse a su mirada hasta que las patas dejaron de temblarle. Luego se volvió hacia la puerta por la que salían los perros y bajó los cuernos.

Al poco se hallaba en el viejo coche de George, donde manchó de sangre el asiento de atrás; George ocupaba el del conductor, pero el coche no se movía, y la noche se apretaba curiosa contra las ventanillas. El viejo pastor se había girado hacia él, y en sus ojos no había solamente atención, sino triunfo. «Nos vamos a Europa», anunció.

Pero George se equivocaba. No fueron a Europa. Justicia, pensó Othello. Justicia.