3

A George no le caían bien los demás humanos. Sólo en contadas ocasiones alguien aparecía por los pastos: un campesino o una vieja con ganas de chismorrear. Entonces George se enfadaba. Ponía una cinta a todo volumen en su mustio radiocasete y se escondía en el huerto, donde se entregaba de lleno al trabajo más sucio posible hasta que la visita se iba.

Nunca habían visto un rebaño de hombres y se quedaron pasmadas. Más tarde, Mopple afirmaría que eran siete hombres, pero Mopple era corto de vista. Zora contó veinte; Miss Maple, cuarenta y cinco; y Sir Ritchfield muchos más, más de los que podía contar. Bien es cierto que la memoria de Ritchfield era pésima, sobre todo cuando se ponía nervioso: olvidaba a quién había contado ya y contaba todo y a todos dos o tres veces. Además, incluía a los perros.

Mopple clavó sus ojos miopes y un tanto avinagrados en los hombres. Desde luego, era una variación insólita de la teoría del asesino que vuelve al escenario del crimen: habían vuelto todos al lugar del crimen, el asesino sin duda oculto entre ellos. Las ovejas observaron con curiosidad cómo se movía aquel rebaño humano. En cabeza no iba ni el más fuerte ni el más listo, sino Tom O’Malley. Lo seguían los niños, luego las mujeres y por último los hombres, algo rezagados, las manos en los bolsillos y con cierto embarazo. Cerraban la marcha algunos viejos, de caminar lento y tembloroso.

Tom llevaba una pala, una pala vieja, triste y oxidada. La hundió en la tierra a unos diez pasos del sitio donde George había yacido. Los hombres, que hasta entonces habían seguido al líder, como cualquier buen rebaño, retrocedieron como si Tom los hubiese rociado con agua fría y formaron un círculo a una distancia respetable.

—¡Aquí fue! —bramó Tom—. Aquí mismo. La sangre llegó hasta aquí —dio dos pasos largos en dirección al dolmen—, y aquí —tres pasos en otra dirección— estaba yo. Vi de inmediato que el viejo George la había palmado. Había sangre por todas partes. Su rostro estaba horriblemente desfigurado, algo espantoso, con la lengua azul y colgando.

Nada de eso era cierto, pero Miss Maple cayó en la cuenta de cuan curioso resultaba. La realidad debería haber sido como la relataba Tom: mucha sangre y el dolor fijado en el rostro tras luchar con la pala. Pero George había yacido en aquel prado como si se hubiera echado a dormir.

El rebaño humano retrocedió un poco más y profirió un extraño sonido ahogado, a medio camino entre el horror y la fascinación.

Tom prosiguió a voz en cuello:

—Pero vuestro Tom no perdió los nervios. Fue corriendo al Mad Boar en busca de la policía…

Una voz ronca lo interrumpió:

—Sí, nuestro Tom sabe encontrar el camino a la taberna en cualquier situación.

La gente rió y Tom bajó la cabeza. Empezó a hablar de nuevo, esta vez tan bajo que las ovejas, desde la colina, no distinguieron nada. Luego el escaso orden que aún pudiera verse en el rebaño humano se fue al traste: de repente los niños corrían por doquier, y los adultos cambiaban de grupo y balaban sin cesar. El viento arrastraba jirones de frases hasta la loma.

—¡El rey de los gnomos! ¡El rey de los gnomos! ¡El rey de los gnomos! —cantaban los niños.

—… posiblemente se lo haya legado todo a la Iglesia —opinó un labriego rubicundo.

—A Lilly le dio un ataque de nervios al verlo —gorjeó una joven mofletuda. El hombre que se encontraba a su lado sonreía y le sostenía la mano.

Un tipo menudo se encogió de hombros.

—Era un pecador, ¿qué esperabais?

—Tú también eres un pecador, Harry —le espetó una vieja desdentada—. No tengo más que pronunciar Lonely Heart Inn. ¿Te suena de algo? Tu querida tía puede dar gracias a Dios por tener un sobrino tan atento.

El hombrecillo palideció y no respondió.

—Reunió una fortuna. Negocios turbios —aseguró un barrigudo.

—Todo el mundo sabe que George tenía deudas —objetó otro.

—… se sentía demasiado atraído por sus ovejas —les decía un hombre joven a otros dos—. ¡Ya sabéis cómo! —Hizo un movimiento con las manos, y los otros se echaron a reír.

—¡Un crimen pasional entre ovejas, está claro! —gritó el más flaco, tanto que algunas mujeres se volvieron. Los tres prorrumpieron de nuevo en desagradables carcajadas.

—Debieron de sorprenderlo —aventuró un hombre que apestaba a sudor—, pero que me aspen si George no era difícil de sorprender.

—Una catástrofe para el turismo —aseguró otro con voz más aguda—. George sí que sabía desbaratarle a uno los planes.

—… quería vendérselo todo a Ham: las ovejas, el terreno, todo —comentó una mujer cuellicorta.

—Ha sido Satán —susurró una mujer de cara ratonil a dos niños rubios.

—Dios se apiade de él —rogó otra con voz temblorosa.

Las ovejas la conocían. George la llamaba «la misericordiosa Beth». Aparecía con regularidad por la caravana para convencer a George de que hiciera «buenas acciones». Las ovejas no sabían exactamente qué eran las buenas acciones, pero pensaban que tal vez el pastor tuviera que trabajar en otro huerto. Sin embargo, George tenía su propio huerto. Las ovejas entendían que él opusiera resistencia a la mujer, cosa que ella al parecer no entendía. Tras cada negativa, ella le entregaba unos cuadernillos con el objeto de persuadir a su alma pecadora de que volviera al redil. Lo que le pasaba al alma de George (en caso de que la tuviera) era un misterio, pero los cuadernillos lo alegraban sobremanera, aunque nunca los leía. La noche siguiente siempre había patatas, que él asaba sobre un pequeño fuego llameante.

De pronto el enemigo cayó sobre las ovejas, aquel eterno enemigo del cual uno sólo podía huir despavorido. Al principio eran unos cuantos que husmeaban por la pradera, regresaban de vez en cuando al oír los silbidos de sus dueños, se tumbaban a regañadientes y, a las primeras de cambio, volvían a desaparecer. Nada del otro mundo. Pero cuanto más se acercaban los grupitos de chismosos al dolmen, más frecuentes eran las incursiones de los perros. Nadie se preocupaba ya de ellos. Ahora habían formado una pequeña jauría, tres perros ovejeros y otro. Los ojos de los ovejeros brillaban; su pelaje manchado moteaba la pradera. Se aproximaron furtivamente a la loma, agazapados. Las ovejas balaban nerviosas. Ahora cuidarían de ellas, a diestro y siniestro, por separado y juntas, empujadas por los fieros movimientos de los ovejeros, a los que ninguna se podía resistir. No tenían verdadero miedo, las habían cuidado cientos de veces, pero eran presa de la antigua desazón.

Entonces vieron moverse al otro perro, y su nerviosismo se tornó en terror. Aparentemente aquel perro lobo gris hacía lo mismo que los ovejeros: se agazapaba, esperaba, se acercaba poco a poco. Pero había algo raro: no ladraba ni vacilaba. Era como si sólo imitase el baile de los ovejeros, un juego en el que participaba sin jugar. Por un momento el rebaño entero contuvo la respiración: por primera vez en su vida las acechaban de verdad. De repente el perro echó a correr.

Cundió un pánico desenfrenado. El rebaño salió disparado en todas direcciones y se llevó por delante a los aturdidos perros ovejeros. Mopple se metió por medio del gentío y tiró al suelo a Harry el Pecador. Zora se puso a salvo en su saliente rocoso y fue la única que, desde esa posición, pudo observar lo que pasó.

La loma se encontraba desierta. Al pie, cerca de George’s Place, había dos cuerpos oscuros, Othello y el perro. Ambos estaban recuperando fuerzas: Othello fue el primero en lograrlo y atacar. Zora nunca había visto una oveja atacando. Othello debía haber huido. Othello tenía que haber huido. El perro titubeó y tardó un instante en reconocer a su presa en el impetuoso y negro Othello. Entonces se arrancó. Poco antes del encontronazo vaciló, frenó y, en el último segundo, se apartó a un lado. Othello cambió de sentido en el acto y describió un pequeño arco al galope para embestir al perro. Zora contemplaba la escena con incredulidad. Othello era más rápido que su rival, cosa que al parecer también éste había comprendido, pues se agazapó enseñando los dientes para acometer al carnero desde abajo.

Zora se apresuró a cerrar los ojos y pensar en lo que solía pensar en los malos momentos: pensó en el día que trajo al mundo su primer cordero, en el dolor y el subsiguiente disgusto. Era marrón como la tierra, incluso después de lamerle larga y esmeradamente la sangre del pelaje. Marrón con la cara negra. Más tarde el marrón se tornaría un blanco lanudo, pero entonces Zora no lo sabía. No podía creer que, de todas las ovejas de la pradera, sólo ella hubiese traído al mundo un cordero que no era blanco. Pero entonces baló, pequeño y marrón tierra, con una voz más hermosa que la del resto de los corderos. Olía bien, mejor que todas las cosas comestibles. Y Zora supo que, marrón o no, lo defendería contra viento y marea. Ese mismo día lo llevó hasta el acantilado y le enseñó las gaviotas y el mar.

Zora se relajó. Hasta la fecha había amamantado tres corderos, que se habían convertido en las ovejas más valerosas y de paso más firme que cupiera imaginar. Ese año no había traído ningún cordero al mundo, y casi todas las demás ovejas del rebaño tampoco. Zora cayó en la cuenta de por qué últimamente meditaba tan mal en la roca, por qué estaba más lejos que nunca de ser una oveja nube: porque todo el verano había echado de menos los corderos. Sólo dos ovejas jóvenes e inexpertas habían traído nerviosa y torpemente sus crías al mundo, y George había echado pestes en ambas ocasiones. Y luego estaba el cordero de invierno… Zora resopló con desdén y aguzó la oreja. Le habría gustado oír balar a algún jovenzuelo, pero reinaba un silencio inquietante, a excepción de los chillidos de las gaviotas, a los que Zora hacía tiempo que no prestaba atención. Los hombres zumbaban a lo lejos como una nube de insectos.

De pronto, Zora oyó un aullido pavoroso y sus ojos se abrieron, aunque trataba de mantenerlos cerrados. Volvió a mirar hacia la colina: en el suelo yacía un cuerpo oscuro; sus patas se movían en el aire, como si quisieran salir corriendo. Zora se estremeció: el perro había atrapado a Othello. Sin embargo, enseguida vio que el tumbado era el perro lobo. De Othello no había ni rastro.

El peludo perro se esforzaba en vano por levantarse. Entonces se acercó su dueño, uno de los muchachos de la risa desagradable, y le propinó un puntapié. Un campesino tuvo que alzar al animal y llevárselo.

Los hombres zumbaban nerviosos: ninguno se explicaba qué le había sucedido a aquel perro hermoso y fuerte. Al ver el vientre ensangrentado, algunas mujeres soltaron un grito. Las palabras «Satán» y «rey de los gnomos» se oyeron de nuevo. Las mujeres llamaban a sus hijos; los hombres sudaban y sacudían la cabeza.

Por lo visto, los perros heridos desataban entre los hombres un pánico similar al que causaban los sanos entre las ovejas. El rebaño humano se alejó a toda prisa, tan deprisa como había venido.

Sólo se quedó la pala.

Zora permaneció inmóvil en su saliente, pensando si no habría sido todo un sueño. Probablemente. La hierba a su alrededor era tierna como el morro de una oveja; además, allí crecían especies que nadie más podía arrancar. Zora las llamaba «hierbas del precipicio», y le sabían mejor que todo lo que comía en el prado. El frescor del mar le llegaba en ráfagas algosas y frías, y por debajo de ella las gaviotas volaban en círculos. Era una sensación agradable tener debajo a aquellas chillonas blancas, era agradable estar sola. Nadie podía seguirla hasta allí.

Había observado que el rebaño volvía a calmarse poco a poco y se ponía a pastar. Othello pacía entre el resto; ninguna oveja parecía fijarse especialmente en él. Zora pensó en lo poco que en realidad sabían de Othello.

En ocasiones George traía ovejas nuevas. La mayoría de las veces se trataba de corderos recién destetados, y el rebaño los acogía como si siempre hubiesen estado allí. Por lo que Zora recordaba, sólo habían venido de fuera dos ovejas adultas: Othello y Mopple the Whale. Este había llegado hacía dos inviernos en el ruidoso coche de George, pues cuando George tenía que transportar una sola oveja la colocaba en el asiento trasero. Allí lo habían visto por vez primera, un carnero joven y rollizo que miraba desconcertado por la ventanilla y mordisqueaba el mapa de carreteras de George. Este lo plantó delante de ellas y pronunció un pequeño discurso: Mopple era de «una raza de carne», pero no debían tener miedo, allí no «pasaban a cuchillo» a nadie, se trataba únicamente de traer «un poco de savia nueva». Las ovejas no entendieron nada y al principio le rehuyeron, temerosas. Pero el joven carnero era amable y un tanto apocado, y cuando Sir Ritchfield lo retó a duelo, comprobaron que Mopple no representaba peligro alguno.

Sin embargo, Ritchfield nunca retó a duelo a Othello, cosa que a ninguna oveja le extrañó. Más raro aún era el hecho de que tampoco Othello hubiese desafiado a Ritchfield. Este tenía algo que parecía imponer respeto a Othello, aunque, cuanto más sordo y olvidadizo se volvía Ritchfield, menos lo entendían las demás ovejas.

Ninguna oveja había visto venir a Othello. Sencillamente una mañana estaba allí, un carnero adulto con cuatro peligrosos cuernos curvos. ¡Cuatro cuernos! Nunca habían visto una cosa así. Las ovejas madre estaban impresionadas, y los carneros sentían cierta envidia en secreto. Zora lo recordaba perfectamente, de aquello no hacía tanto tiempo. George no les presentó a Othello. George cantó, silbó y bailó. Nunca lo habían visto tan entusiasmado. Cantó en una lengua extranjera que ninguna oveja entendía y untó con el temido y abrasador zotal una estrecha pero impresionante herida que atravesaba la testuz de Othello. Las ovejas se estremecieron. Othello permaneció inmóvil. George saltaba apoyándose ya en una pierna, ya en la otra, tanto que al final tuvo que quitarse el jersey de lana.

Zora decidió volver con las demás; quería preguntarles si Othello acababa de vencer a un gran perro gris. Le parecía poco probable, pero algo inexplicable acababa de ocurrir. Vio a Maude pastando cerca de George’s Place, tan cerca que Zora hubo de reprimir un comentario al respecto.

Maude mascaba absorta.

—¿Has visto luchar a Othello con el perro? —dijo Zora.

Maude la miró sin entender.

—Othello es una oveja —repuso—. La hierba de aquí es exquisita —añadió a modo de invitación.

Zora dio media vuelta y fue en busca de Maple o, mejor aún, de Mopple. Si había una oveja capaz de acordarse de cosas extrañas, ésa era Mopple the Whale. Al levantar la cabeza para olfatearla vio a Othello, que seguía pastando entre las otras ovejas. Parecía el mismo de siempre. Zora bajó la cabeza y se puso a pacer. Lo mejor para una oveja era olvidar las cosas raras y desconcertantes, antes de que el mundo bajo sus pezuñas se sumiera en el caos.

Generalmente las ovejas no son chismosas, lo cual guarda relación con que a menudo tienen la boca llena de hierba. También la guarda con el hecho de que a veces lo único que tienen en la cabeza es hierba. Pero todas las ovejas aprecian una buena historia. Lo que más les gusta es limitarse a escuchar y quedarse atónitas, precisamente porque se puede oír y masticar al mismo tiempo. Desde que George no les leía historias, en su vida faltaba algo. Por eso a veces ocurría que una les contaba una historia a las demás. Esta solía ser Mopple the Whale, de cuando en cuando Othello y rara vez alguna oveja madre.

Las ovejas madre acostumbraban hablar de su descendencia, cosa que no interesaba mucho al resto. Claro está que había corderos legendarios, como lo fuera Ritchfield, pero sus madres mantenían la boca prudentemente cerrada.

Cuando el narrador era Othello, todas mostraban interés, si bien no lo entendían del todo. Othello hablaba de leones y tigres y jirafas, animales extraños de países abrasadores. A menudo se peleaban porque cada oveja imaginaba de forma distinta a esos animales. ¿Olían las jirafas a fruta podrida? ¿Tenían las orejas peludas? ¿Tenían al menos un poco de lana? Othello casi nunca pasaba de las meras descripciones, y hasta ésas bastaban para que las ovejas experimentaran una desagradable sensación en la zona de la cerviz. Othello nunca hablaba de los hombres.

Cuando Mopple hablaba, casi siempre lo hacía de los hombres. Mopple contaba las historias que George les leía. Lo recordaba todo, y sus historias podían ser prácticamente tan bonitas como las que George solía leerles delante de la caravana. Sólo que no eran tan largas. A Mopple acababa entrándole hambre, y entonces la historia terminaba. Cuanto más hermosa era la historia, cuantas más praderas, pastos y forraje aparecían en ella, tanto más deprisa concluía. El verdadero suspense con frecuencia no residía en la historia en sí, sino en averiguar hasta dónde llegaría en esa ocasión.

Hoy la cosa no pintaba bien: Mopple estaba relatando el cuento de hadas. En ninguna otra parte había tantos prados, tanta hierba y tanta fruta. Mopple refería el nocturno baile de las hadas y sus ojos brillaban. Decía que unos gnomos envidiosos arrojaban manzanas a las hadas en sus festividades y sus ojos se humedecían. Narraba que el rey de los gnomos aparecía entre la alta hierba; el rey de los gnomos, que podía sacar a los muertos de sus tumbas e incitarlos a atormentar a los vivos. Entonces pasó algo insólito: Mopple fue interrumpido.

—¿Habrá sido el rey de los gnomos? —preguntó Cordelia tímidamente. Todas las ovejas sabían que se refería a la muerte de George.

Mopple arrancó un matojo de hierba.

—¿O Satán? —completó Lane.

—Tonterías —espetó Ramses, nervioso—. Satán nunca haría algo así.

Algunas ovejas balaron en señal de aprobación: ninguna creía a Satán capaz de cometer semejante crimen. Satán era un burro entrado en años que pastaba en la pradera contigua y a veces profería unos rebuznos desgarradores. Su voz era realmente horrible, pero por lo demás siempre les había parecido inofensivo.

—Sigo pensando que lo mató ese Dios —afirmó Mopple con la boca llena—. Beth dijo eso mismo.

Las ovejas sentían cierto respeto por Beth, ya que ésta siempre ponía mucho empeño en algo tan incierto como el alma de George.

—¿Por qué iba a hacer algo así? —inquirió Maude.

—Los caminos de Dios son inescrutables —aclaró Cloud, y las demás la miraron asombradas. Cloud se percató de que había dicho algo raro—. Él mismo lo dice —aclaró.

—¡Pues miente! —Othello estaba enfadado.

En los ojos de las ovejas madre se veía un brillo de admiración. La única que no se dejaba impresionar era Miss Maple.

—La noche que murió George, ¿la marea estaba alta o baja? —preguntó de súbito.

Todas se esforzaron en hacer memoria.

—¡Alta! —exclamaron Mopple y Zora al unísono.

—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber Maude.

Maple comenzó a pasearse arriba y abajo, concentrada.

—Si hubiesen arrojado el cadáver por el acantilado, nadie habría vuelto a saber de él. La marea lo habría arrastrado, tal vez hasta Europa. Eso sí habría sido un misterio inescrutable. Pero así podía encontrarlo cualquiera; de hecho, era imposible no encontrarlo. El asesino quería que George fuese encontrado. ¿Por qué? ¿Por qué querría alguien que algo fuera encontrado?

Las ovejas se devanaron los sesos un buen rato.

—¿Porque se quiere dar una alegría a alguien? —aventuró Mopple, titubeante.

—Porque se quiere advertir a alguien —aseguró Othello.

—Porque se quiere recordar algo a alguien —terció Sir Ritchfield.

—¡Exacto! —exclamó Maple—. Ahora hemos de averiguar quién se alegra, quién es el advertido y quién recuerda. Y qué recuerda.

—Eso es imposible de averiguar —suspiró Heide.

—Quizá no —repuso Miss Maple.

Y, sin decir más, se puso a pastar. Por un momento todas las ovejas guardaron silencio y pensaron con cierto respeto en el difícil cometido que tenían por delante.

De pronto, un cordero soltó un potente balido asustado e indignado. Sara, su madre, se unió a él balando nerviosa. Las ovejas los miraron: Sara se retorcía a un lado y otro como para sacudirse un insecto fastidioso, y su cordero se hallaba junto a ella con cara llorosa. Luego, de entre las patas de Sara salió a toda prisa algo pequeño y peludo que echó a correr zigzagueando.

El Mediano. El ladrón de leche. El cordero de invierno.

Se había aprovechado del momento de reflexión general para hurtarle leche a Sara. Algunas ovejas madre balaron furiosas.

Cualquier oveja sabe que un cordero de invierno es un mal augurio para el rebaño. Los corderos de invierno nacen con el frío, fuera de temporada, con el carácter retorcido y el alma pequeña y malvada: bichos de mal agüero que en épocas de escasez inducen a los ladrones a rondar los ateridos rebaños. Voraces, desconsiderados y fríos como el día en que vieron la débil luz del mundo. Y nunca ha existido un cordero de invierno peor que el que, desde el año anterior, andaba entre su rebaño. Nació en la noche más oscura, y en la noche más oscura murió su madre. El resto esperaba que la cría también muriese, pero siguió a trompicones y lloriqueando al rebaño, que lo evitaba indignado. Así durante dos días. Al tercero esperaban que muriera de una vez, pero George desbarató sus planes con un biberón de leche. Cuando ellas le lanzaron balidos de reproche, él musitó algo como «valiente» y, contra todo pronóstico, crió al cordero: un desconsiderado ladrón de leche, demasiado pequeño para su edad pero terco y astuto. Las demás procuraron no hacerle caso en la medida de lo posible.

Por eso ahora no fue excesiva la agitación entre las ovejas. Tras comprobar que el cordero felón había huido hasta la linde del campo y merodeaba por el árbol de las cornejas, se olvidaron del incidente.

El resto del día lo pasaron como corresponde a una oveja: comieron a gusto (salvo en George’s Place), digirieron tranquilamente en el crepúsculo y trotaron juntas hasta el establo después de que Cloud predijera que la noche sería lluviosa.

Formaron una piña, los corderos en medio, los viejos alrededor de ellos, los carneros adultos en el perímetro exterior, y se quedaron dormidos en el acto.

Miss Maple tuvo un sueño oscuro, un sueño en el que apenas veía la hierba que tenía delante de las narices.

Ante ella se hallaba el dolmen, más grande y plano que en la vida real. Encima había tres sombras: eran hombres; el olfato no le decía mucho más. Maple notó que la miraban. Aquellos hombres podían ver en la oscuridad.

De pronto uno se dirigió hacia ella y su silueta borrosa adoptó la forma del carnicero. Ni lerda ni perezosa, Maple dio media vuelta y echó a correr. La pala, que al parecer sostenía en una de las pezuñas delanteras, cayó al suelo con un ruido sordo.

A sus espaldas oyó la voz del carnicero: «Un rebaño necesita un pastor», musitó. Maple sabía que ella no necesitaba un pastor, sino un rebaño. Baló, y otras ovejas respondieron en la oscuridad. Avanzó dando traspiés, dio con el rebaño y se metió a empujones, más y más adentro, en la seguridad de aquel ovillo lanoso.

Pero algo la hizo recelar. Era su rebaño, de eso no cabía duda, pero no olía como tal. Maple no sabía por qué. Oyó al carnicero acercarse y se quedó inmóvil, muerta de miedo, y el rebaño que la rodeaba se quedó inmóvil, muerto de miedo. A continuación se levantó un viento que disipó la oscuridad como si fuese niebla. Con la luz mortecina, Maple vio que todas las ovejas eran negras; ella era la única blanca. El carnicero fue directo hacia ella, en las manos una tarta de manzana.

De repente reinaba de nuevo la oscuridad: Miss Maple había despertado. Aliviada, decidió arrimarse a Cloud, su compañera favorita para pasar la noche, pero algo no cuadraba: el olor. Las ovejas de alrededor olían y no olían como su rebaño. Olfateó ovejas aisladas: Mopple, que siempre olía ligeramente a lechuga; Zora, con su fresco aroma a mar; Othello y su resinoso olor a carnero. Pero era como si otras ovejas se hubieran mezclado con ellas, ovejas con olores contradictorios que no revelaban nada de su personalidad, medio ovejas por así decirlo. Confusa y cansada, echó un escrutador vistazo, pero en el establo la oscuridad era como poco la misma que en su sueño. No sabía qué pensar. Fuera sólo se oía el rumor de la lluvia, nada más. De repente percibió un movimiento en la puerta del establo. Empujó a Cloud a un lado, y ésta comenzó a balar suavemente en sueños. Otras se sumaron a ella. En medio de la nube de ovejas que balaban, Miss Maple perdió brevemente la orientación. Se detuvo. Al poco los balidos disminuyeron, y ella volvió a oír la lluvia. Reanudó a duras penas el camino hacia la salida.

Fuera, la noche era una cortina de lluvia. Maple se hundió en el barro hasta las rodillas: su lana se empapó de agua y no tardó en tener la sensación de que pesaba el doble de lo habitual. Pensó en el cordero y, sobrecogida, pretendía encaminar sus pasos hacia el dolmen cuando oyó un tintineo, un golpeteo, como una piedra chocando contra otra. Venía del acantilado. Maple exhaló un suspiro: sin duda el acantilado no era el lugar donde le apetecía toparse con el espíritu de un lobo en una noche sombría y lluviosa. No obstante, se puso en camino.

En el acantilado la oscuridad era menor de lo que temía: el mar reflejaba algo de luz y se veía la línea de la costa, de forma vaga pero inconfundible. Y allí no había nadie. El que produjera el ruido debía de haberse despeñado. Con las pezuñas mojadas y extrema precaución, Maple se aproximó a tientas al resbaladizo precipicio y miró abajo. Por supuesto no vio nada, ni siquiera lo profundo que era. Quiso retroceder y se percató de que no sería fácil: la hierba estaba mojada y viscosa, y el suelo se había reblandecido. Le habían tendido una trampa, y ella, Miss Maple, la oveja más lista de Glennkill y tal vez del mundo, había picado ingenuamente. Pensó que la inteligencia no servía de mucho cuando una tenía un mal sueño, y esperó que una mano o una nariz la arrojaran al abismo a base de empujones suaves pero definitivos.

Esperó largo rato, en vano. Al darse cuenta de que detrás no había nadie, se enfadó. De un furioso salto hacia atrás volvió a situarse en un terreno más o menos seguro. Luego regresó trotando al establo. Al llegar a la puerta se detuvo y respiró hondo: olía a su rebaño y a nada más. Olisqueó aliviada y reparó en que le temblaban las patas. Fue en busca de Cloud, que seguía balando quedamente en algún lugar de la oscuridad, en un sueño sin carnicero ni tarta de manzana, protagonizado probablemente por un enorme y verde campo de tréboles.

De repente su aún temblorosa pezuña pisó un líquido tibio, un líquido que goteaba de Sir Ritchfield: el viejo carnero permanecía inmóvil con los ojos cerrados, como profundamente dormido. Estaba mojado como una oveja que ha pasado mucho tiempo bajo el agua. Miss Maple apoyó la cabeza en el lanudo lomo de Cloud y se puso a pensar.