2

Al día siguiente descubrieron un mundo nuevo, un mundo sin pastor y sin perro ovejero. Vacilaron largo rato antes de decidirse a abandonar el establo, pero al final se atrevieron a salir al aire libre, guiadas por Mopple the Whale, que tenía hambre. Hacía una mañana preciosa. Durante la noche, las hadas habían estado bailando en la hierba y dejado miles de gotas de agua. El mar lucía sus mejores galas: azul, claro y liso, y en el cielo se veían nubéculas lanosas. Según la leyenda, esas nubes eran ovejas que un buen día se habían aventurado más allá del acantilado, ovejas elegidas que seguían pastando en el cielo y nunca eran esquiladas. En cualquier caso, eran una buena señal.

De repente las embargó una alegría exultante: ayer habían pasado mucho tiempo quietas, presa de una dolorosa nostalgia causada por la tensión, pero hoy retozaban por la pradera como corderos pascuales, trotaban hacia el acantilado, se detenían poco antes del borde y regresaban corriendo al establo. Pronto estuvieron todas sin aliento.

Luego a Mopple se le ocurrió lo del huerto. Detrás del establo se hallaba la caravana, un vehículo tosco con el que George Glenn había recorrido en su día los campos con otro rebaño. En la actualidad guardaba en su interior algunas cosas; a veces también pernoctaba allí. Detrás de la caravana había un pequeño huerto donde el pastor había plantado lechugas, guisantes, rábanos, berros, tomates, escarola, ranúnculos y algo de cebollino.

Alrededor había colocado una cerca. En realidad el huerto se encontraba en la pradera, pero les estaba prohibido a las ovejas, una prohibición que a ellas les resultaba dura, sobre todo porque la cerca en sí no constituía un verdadero problema. Pero la cerca, la prohibición y la vigilancia de George les habían impedido hasta el momento cosechar aquel paraíso hortícola a la manera ovejuna. Ahora George había muerto, y con él la prohibición. Lane abrió el pasador con su hábil morro, Maude se abalanzó sobre los ranúnculos, Cloud sobre los guisantes y Heide sobre los tomates. A los pocos minutos no quedaba nada del cuidado bancal.

Poco a poco se hizo el silencio. Todas alzaron la vista y se avergonzaron, y una tras otra volvieron trotando a los pastos. Junto a la cancilla se hallaba Othello, el único que no había participado en la tropelía. Le hizo una seña a Miss Maple, que lo siguió hasta la trasera de la caravana, donde habitualmente estaba la pala que George utilizaba en el huerto. Pero ese día allí sólo había un tabique encalado y unas moscas que tomaban el sol. Othello le dirigió una mirada escrutadora y Maple lo miró pensativa.

Las ovejas pasaron el resto de la mañana arrepintiéndose. Mopple había comido tantos caracoles adheridos a la lechuga que se encontraba mal; un cordero se había clavado una astilla en la pezuña y cojeaba. Pensaron en George.

—Se habría enfadado mucho —opinó Ritchfield.

—Sabía curar una pezuña herida —afirmó Cloud.

—Nos leía historias —dijo Cordelia.

Era cierto: George pasaba bastante tiempo en la pradera. Aparecía muy de mañana, cuando ellas aún dormían su apretado sueño ovejuno. Tess, que también estaba medio dormida, tenía que separarlas. Entonces George se reía. «Animaluchos perezosos —decía—. ¡A trabajar!». Por esa razón todas las mañanas se sentían algo ofendidas. Pastaban, y George desaparecía con Tess detrás de la caravana, trabajaba en el huerto o ponía en orden alguna cosa.

Por la tarde el enfado había disminuido. A veces se reunían ante los escalones de la caravana y George les leía: una vez un cuento de hadas con el que aprendieron cómo llegaba el rocío a los prados; otra un libro sobre enfermedades del ganado lanar que les infundió mucho miedo; otra una novela policíaca que no entendieron. Probablemente George tampoco la entendiera, porque tiró el libro cuando iba por la mitad, y ellas nunca supieron quién era el asesino.

Sin embargo, la mayoría de las veces el viejo George Glenn les leía novelas de amor, finos cuadernillos de papel gris en los que todas las mujeres se llamaban Pamela y eran pelirrojas «como una puesta de sol en los mares del Sur». George no leía los cuadernos porque fuese un tipo romántico, ni porque sus gustos literarios fueran deplorables (de lo cual no cabía ninguna duda: lo del libro sobre las enfermedades del ganado lanar había sido una desfachatez), sino que los leía para enfadarse. Leía que las pelirrojas Pamelas cautivaban a ingenuos piratas, médicos o barones y montaba en cólera, insultaba a todas las pelirrojas de este mundo, pero sobre todo a su propia mujer.

Las ovejas escuchaban atónitas cuando George les comentaba detalles domésticos: su Pamela personal había sido la mujer más bella del lugar, y al principio él apenas podía creer tanta suerte. Pero poco después de casarse, Pam (que en realidad se llamaba Kate) empezó a cocinar suculentas tartas de manzana y a engordar. George siguió delgado y se volvió cada vez más huraño. Soñaba con cruzar Europa con un rebaño de ovejas, y las tartas de manzana no eran un buen sustituto. En ese punto las ovejas solían bajar la cabeza turbadas: les habría gustado viajar a Europa, que imaginaban como una gran pradera llena de manzanos.

—Nunca iremos a Europa —dijo Zora.

—Nunca volveremos a ir a los otros pastos —se lamentó Heide.

—Hoy nos habría tocado tomar otra vez la pastilla. —Lane era la única que lamentaba que George no estuviera allí para hacerles tragar a la fuerza la pastilla de calcio semanal. Le encantaba su sabor. Las demás se estremecieron.

Mopple estaba conmovido.

—No deberíamos olvidarlo —opinó—. Y no deberíamos haber devorado sus verduras. Deberíamos reparar ese desaguisado.

Zora miraba fijamente el mar.

—¿Por qué no? —dijo como si nada.

Mopple comenzó a mascar con vehemencia la última hoja de lechuga: cuando Zora decía algo como si nada, él siempre se quedaba helado.

—¿Cómo pretendes repararlo? —quiso saber Cloud.

Decidieron renunciar a un pedazo de prado en honor a George. No al huerto, que de todas formas ya era insalvable. Sin embargo, al pie de la loma hallaron un lugar con abundante y rica hierba donde, en el futuro, ninguna oveja volvería a pastar; lo llamaron George’s Place. De pronto se sentían aliviadas.

Miss Maple observaba desde lejos cómo su rebaño fundaba George’s Place. Pensó en George, que les leía historias, aunque últimamente cada vez menos. Con frecuencia ya ni siquiera iba con ellas a los pastos, sino que sólo se pasaba por allí un momento en su apestoso coche: Tess saltaba del asiento del copiloto y las espantaba por la mañana, y por la tarde volvían los dos a pasar lista. El resto del día, desaparecían. Al principio George intentó enseñar a Tessy a cuidar de las ovejas en su ausencia, pero no salió bien: la perra estaba convencida de que el primero al que debía cuidar era George. De las ovejas sólo se ocupaba por hacerle un favor.

Miss Maple pensó también en la ausencia de Tess. ¿Se habría escapado? Si era así, lo que mató a George debía de haber sido algo horrible. La perra era fiel como una oveja madre y podía ser valiente cuando era preciso; habría hecho cualquier cosa por su amo. Pero George había muerto, y Tess, desaparecido.

De súbito, Mopple se separó del grupo con movimientos insólitamente veloces; las demás admiraban George’s Place y empezaban a tener ganas de comerse precisamente la hierba que crecía allí. Fue hacia Miss Maple al trote, pero de pronto se interpuso en su camino Sir Ritchfield. Miss Maple no sabía de dónde había salido éste tan de repente. Ritchfield lanzó una mirada amenazadora al carnero más joven, y Mopple se alejó trotando, pero no volvió a George’s Place sino al acantilado, donde clavó la mirada en la playa.

Ritchfield se unió a Maple.

—A veces hay que imponer respeto a los jóvenes —aseguró—. De lo contrario, acaban como Melmoth.

Miss Maple no dijo nada: ninguna oveja se parecía menos a Melmoth que Mopple.

Poco a poco fue disminuyendo la admiración por George’s Place y las ovejas retomaron su ocupación habitual: pastar. Miss Maple las observaba. Se alegraba de que estuvieran tranquilas. Una vez saciadas y menos nerviosas, volvería a picarles la curiosidad y seguirían buscando al asesino, a la manera ovejuna, interrumpida por la comida y el miedo, pero implacable. Maple las conocía a todas: a las más jóvenes las había visto crecer, con las mayores había crecido ella misma. Ritchfield y Melmoth habían tenido en vilo al rebaño con sus aventuras cuando ella no era más que un cordero. Hacía tanto tiempo que Ritchfield no hablaba de su gemelo que Maple casi llegó a pensar que lo había olvidado. Ahora se sentía inquieta. El aire era puro, un viento frío soplaba del mar y refrescaba la pradera. Pese a todo, de pronto olía en todas partes a muerte, reciente y antigua, a una muerte casi olvidada. Maple empezó a pastar.

Por la tarde, el rebaño volvió a recibir la visita de los humanos. Del pueblo llegaron una mujer rechoncha y un hombre vestido de negro con un cuello rígido y la nariz llamativamente larga. La mujer también vestía de negro, pero con su cabello rojo encendido, sus ojos azules y sus mejillas sonrosadas, a las ovejas les pareció muy vistosa. Olía a manzana, tan bien que esa vez fueron cinco las observadoras que espiaron a ambos: Miss Maple, Othello, Heide, una oveja joven llamada Maisie y Mopple the Whale.

Los dos se detuvieron ante el dolmen.

—¿Fue aquí? —preguntó la mujer.

El hombre asintió, y ella se quedó mirando un punto del suelo. La lluvia había borrado la hendidura de la pala, de modo que miraba donde no era.

—Es tan horrible… —afirmó con un hilo de voz—. ¿Quién puede haber hecho algo así? ¿Quién?

Las ovejas escuchaban; tal vez el de negro le diera una respuesta. Sin embargo, callaba.

—Con él las cosas no siempre me resultaban fáciles —añadió la mujer.

—Con George las cosas no eran fáciles para nadie —aseguró el narigudo—. Era un caso perdido, una oveja descarriada, pero el Señor, en su infinita bondad, lo ha acogido en su seno.

Las ovejas se miraron sorprendidas, y Cloud baló confusa.

—Me habría gustado conocerlo mejor —continuó la mujer—. Últimamente se comportaba de un modo muy extraño. Pensé que sería la edad. Salía en su coche, recibía correo que yo no podía abrir. Y —se estiró un tanto para susurrarle algo al oído, pero las ovejas lo oyeron de todos modos— he descubierto que leía a escondidas novelas, novelas de amor, ya sabe. —Se ruborizó. Le sentaba bien.

El hombre la miró con interés.

—¿En serio? —preguntó.

Se encaminaron despacio hacia la caravana. Las ovejas se pusieron nerviosas: no tardarían en descubrir lo que habían hecho con el huerto de George.

Los ojos de la mujer recorrieron la caravana, los bancales de hierba devorada y las destrozadas tomateras.

—Qué bonito es esto —suspiró.

Las ovejas no daban crédito.

—Quizá debiera haber subido hasta aquí de vez en cuando. Pero él no quería. Nunca me dejó venir. Podría haberle traído una tarta. Pero ahora es demasiado tarde. —Tenía lágrimas en los ojos—. A mí nunca me han interesado los animales. George traía la lana, y yo me ocupaba de ella. Una lana increíblemente suave… —sollozó.

—¿Qué va a ser del rebaño, Kate? —preguntó el narigudo—. Es una hermosa parcela, y alguien tendrá que cuidar de las ovejas.

Kate echó un vistazo alrededor.

—No parece que haga falta que nadie las cuide. Parecen satisfechas.

El hombre respondió con acritud:

—Un rebaño necesita un pastor. Seguro que Ham te lo compraría para que ya no tengas que preocuparte.

Las ovejas estaban aterradas, pero la mujer se encogió de hombros.

—Ham no es pastor —contestó—. No las cuidaría.

—Hay distintas maneras de ocuparse de alguien. Con amor y severidad, con la palabra y con la espada. Eso es lo que nos ha enseñado el Señor. Lo importante es que reine el orden. —La narizota del de negro apuntaba a la cara de la mujer en actitud de reproche—. Si no quieres hablar tú con Ham, lo haré yo —agregó—.

La mujer sacudió la cabeza, y las ovejas suspiraron aliviadas.

—No, lo de Ham está descartado. Pero ni siquiera sé si todo esto me pertenece. Hay un testamento. George lo hizo con un abogado de la ciudad. Seguro que es un testamento muy extraño: estuvo buscando mucho tiempo hasta dar con el letrado adecuado. Ahí pone a quién le pertenece todo esto. Yo no lo quiero. Sólo espero que no le haya legado nada a «ésa». —De repente la pradera ya no le parecía hermosa—. ¿Nos vamos?

El hombre asintió.

—Ten valor, hija mía. El Señor es mi pastor, nada me faltará. —Echaron a andar y pasaron justo por el medio de George’s Place, pisoteando algunos brotes nuevos.

A Othello le rechinaron los dientes.

—Maldita sea, me alegro de que el Señor no sea mi pastor.

Las demás asintieron.

—Me largo antes de que nos vendan al carnicero —baló Mopple.

Las otras se quedaron boquiabiertas: Mopple no era precisamente atrevido, pero tenía razón.

—Y yo me tiro por el acantilado —aclaró Zora.

El resto sabía que Zora esperaba secretamente formar parte de las ovejas nube elegidas.

—Vosotras no os movéis de aquí —dijo Miss Maple con suavidad—. Al menos ahora sabemos lo que es un testamento: determina a quién pertenecen a partir de ahora las cosas y las ovejas de George.

—¡Sí! Y está en un descampado de la ciudad —añadió Heide—. Y le dirá al narigudo que George jamás nos habría vendido al carnicero.

Se sintieron aliviadas.

—Ojalá lo encuentren pronto —deseó Lane.

—George no era una oveja —objetó Heide.

—La mujer era demasiado mayor para ser su hija —razonó Mopple.

—Ha mentido —aseguró Othello—. Al de negro no le caía bien George, nada bien. Y a mí no me cae bien él. Y tampoco el Señor del que ha hablado.

—¡Fue ese Señor! —estalló Heide—. Acogió a George. Y luego ocurrió: discutieron, primero con palabras, después con la espada. Sólo que no había ninguna espada, y por eso cogió la pala. El narigudo prácticamente lo ha admitido.

Mopple se mostró de acuerdo.

—Probablemente discutieron por la falta de orden. George no era muy ordenado, excepto en el huerto. —Miró avergonzado hacia George’s Place—. Lo siguiente que hemos de averiguar es quién es ese Señor.

Maple lo miró con escepticismo.

Cloud había guardado silencio hasta entonces.

—El Señor es un cordero —espetó acto seguido.

Las demás la miraron desconcertadas. La propia Cloud pareció sorprendida.

—Es un pastor —la contradijo Heide—. Un mal pastor, mucho peor que George.

Cloud meneó la cabeza.

—No, no. Es otra cosa. Ojalá lo recordara mejor… —Cloud clavó la vista en un manojo de hierba que tenía ante las pezuñas, pero las ovejas se percataron de que pensaba en otra cosa—. Ese hombre… lo conozco. Estuvo una vez en nuestro prado, hace mucho. Yo era todavía un cordero. George me sostenía en brazos, acababa de cortarme las pezuñas. Todo olía a… a tierra y sol… como en una tormenta de verano. Era un olor muy agradable y luego… algo amargo. Olí en el aire que a George no le caía bien ese hombre. Él quería invitar a George a algo, pero su voz no era amable. Quería bendecir los animales. Yo no sabía qué significaba bendecir, pero sonaba como vencedor. Sabía que yo era un animal: George me lo decía cuando no me estaba quieta. Me entró miedo. George se rió. «Si te refieres a Ham, a ése lo bendices todos los domingos», dijo. El otro se enfadó mucho. No recuerdo lo que dijo, pero habló mucho del Señor y de que él separaría a las ovejas de los carneros.

Las ovejas balaron furiosas.

Cloud miraba pensativa el manojo de hierba. Cuando Zora le dio un empujoncito con la nariz en la ijada prosiguió, en voz baja y titubeante:

—George terminó enfadándose también. Me agarró y me entregó al narigudo. «Bendice a este animal», dijo. El otro olía mal y me dio mala espina. No sabía cómo agarrarme, pero me llevó consigo. Su casa era la más grande del lugar, grande y alargada como él. Me encerró en el jardín, completamente sola. Había un manzano, pero el hombre lo había vallado y las manzanas se habían podrido en el suelo.

Algunas ovejas balaron indignadas y Cloud se estremeció.

—Después llegaron muchos hombres a la vez a la casa. Iban con perros, ovejas desconocidas y un cerdo. También yo tuve que entrar. Había un ruido tremendo, pero el narigudo hablaba en voz alta, y todos lo oían. «Bienvenidos a la casa de Dios», dijo. Eso y otras cosas. —Hizo una pausa y se quedó pensativa.

—Así que se llama Dios —concluyó Sir Ritchfield.

Othello puso cara rara.

—¿Dios?

—Tal vez —dijo Cloud, insegura—. Pero poco a poco me fui enterando de que adoraban a un cordero, lo cual me pareció una bonita idea. Todas aquellas personas adoraban a un cordero, pero a uno en particular. Lo llamaban «el Señor». Luego se oyó música, como la de la radio, sólo que… más aguda. Eché una ojeada y me llevé un susto de muerte. En la pared colgaba un hombre, un hombre desnudo, y aunque sangraba por varias heridas, no olía a sangre. —No quería continuar.

—Y tenía clavada una pala, ¿a que sí? —afirmó Sir Ritchfield con aire triunfal.

—Ese tal Dios me parece bastante sospechoso —aseguró Mopple—. Por lo visto ya tiene varias personas sobre su conciencia. Lo del cordero probablemente no sea más que un pretexto. Tú misma has dicho que no sabía tratar a los corderos.

—Es muy poderoso —agregó Cloud, que se había serenado un poco—. Todos se arrodillaban ante él. Y dijo que lo sabía todo.

Maude masticaba ensimismada un matojo de hierba.

—Ya me acuerdo —afirmó—. Cloud desapareció un día entero. Su madre la estuvo buscando como… como una madre.

—¿Por qué no nos lo contaste antes? —inquirió Zora.

—No lo entendía —admitió Cloud en voz baja. Parecía un tanto absorta y, cohibida, comenzó a frotarse la nariz contra una pata delantera.

Las demás seguían pensando en Dios.

—No lo sabe todo —baló Othello—. Ignoraba que George lee novelas de Pamela.

—Leía —corrigió Sir Ritchfield con sequedad.

—El asesino siempre vuelve al escenario del crimen —aseveró Mopple the Whale—. Y el narigudo ha vuelto. —Miró alrededor con orgullo. Era lo único útil que había aprendido de las novelas policíacas de George. Naturalmente, lo había memorizado—. ¿Tú qué opinas? —le preguntó a Miss Maple.

—Es sospechoso —sentenció ésta—. George no le caía bien, y él no le caía bien a George. Se interesa por lo que va a ser de nosotras y la pradera. Y al pararse ante el dolmen, miró exactamente al lugar donde yacía George.

Las ovejas guardaban silencio, impresionadas. Maple prosiguió.

—Aunque también podría tratarse de una casualidad. Estuvo todo el rato mirando el suelo. Hay demasiadas preguntas por responder. ¿Qué es eso que está zanjado con Ham? ¿Quién es «esa» a la que se espera que George no le haya legado nada? ¿Qué pasa con Lilly y Ham y George?

—No es fácil entender a los humanos —aseguró Maude.

Las ovejas pacieron un poco y pensaron un poco.

Mopple pensaba que él ni siquiera entendía a George siempre, aunque resultaba fácil de entender… para ser un humano. Le interesaba su huerto y les leía a sus ovejas novelas de Pamela. No le interesaban las tartas de manzana. Pero últimamente incluso George hacía a veces cosas raras. En ocasiones cogía la diana.

Cuando George echaba a andar por el prado con sus botas de goma y la redonda diana de vistosos colores, Mopple se sentía impulsado a buscar un lugar seguro. El único lugar seguro desde el que no se veía la diana era detrás de la caravana, justo al lado del huerto. Allí lo encontraba George cuando salía de la caravana por segunda vez con su reluciente pistola. Apuntaba con aquella cosa horrible a Mopple y gritaba: «¡In fraganti, in fraganti! ¡Arriba las manos!». El carnero salía zigzagueando por la pradera, horrorizado, y George se reía. Luego bajaba los escalones. Al poco la diana empezaba a temblar, y Mopple temblaba al compás.

Antes también el ruido resultaba insoportable, pero desde que George había comprado el silenciador sólo se escuchaba un leve chasquido, como si una oveja mordiera una manzana. Además del miedo de Mopple, ese sonido era lo único reconocible de su celo de tirador. Era absurdo. Mopple habría preferido producir ese mismo ruido con manzanas de verdad, pero George se negaba a renunciar a la diana.

Miss Maple pensaba que las manos de Lilly habían recorrido la pelliza de George, buscando como insectos.

Zora pensaba lo mal que soportaban la altura los hombres. En cuanto se acercaban más de la cuenta al acantilado con sus inseguros pasos de humano, palidecían y sus movimientos se volvían aún más torpes. En el acantilado una oveja le daba cien vueltas a cualquier hombre. Ni siquiera George podía hacer nada cuando Zora se encaramaba a su saliente rocoso preferido: él se mantenía a una distancia segura y, como sabía que era absurdo malgastar tiempo con zalamerías, soltaba unas cuantas imprecaciones. Después le lanzaba manojos de hierba sucia y cagarrutas secas.

A veces el viento respondía enviándole una suave imprecación de las profundidades. Eso mejoraba instantáneamente el humor de George. Se ponía a cuatro patas, gateaba hasta el acantilado y acechaba desde el borde. Y veía a turistas o aldeanos a los que su inmunda artillería había acertado en la cabeza. Zora también los veía, claro. Luego ambos se miraban, el pastor tumbado boca abajo y sonriente, y Zora dominando el lugar desde el saliente como una cabra montes, y por un instante se comprendían muy bien.

Zora pensaba que los hombres ganarían mucho si decidieran desplazarse a cuatro patas.

Ramses pensaba en la historia del tigre que escapó, que Othello contaba a veces a un rebaño de corderos boquiabiertos.

Heide pensaba en el camino que conducía a los otros pastos. En el zumbido de los insectos, en el rugido de los coches que pasaban junto a ellas dejando un olor apestoso, y en la reluciente superficie del mar. En primavera, el aire olía a tierra húmeda; en verano, bandadas de gorriones revoloteaban sobre los sembrados como si fuesen hojas; en otoño, las bellotas llovían sobre las ovejas cuando el viento sacudía los árboles; en invierno, la escarcha trazaba extraños dibujos en el asfalto. Siempre era estupendo hasta que llegaban al sitio en que las acechaban los hombres verdes. Los hombres verdes llevaban gorra y pistola y no tramaban nada bueno. Cuando llegaban donde los hombres verdes, incluso George se ponía nervioso. Pese a ello, les hablaba con amabilidad y cuidaba muy mucho que sus perros no se acercaran demasiado a las ovejas. Sin George, ellas nunca habrían conseguido pasar por donde aquellos hombres. Heide se preguntaba si volverían a ver los otros pastos.

Cordelia pensaba que los hombres son capaces de inventar palabras, enlazar las palabras inventadas y anotar las palabras enlazadas. Magia. Y eso lo sabía porque George les había explicado lo que era la magia. Cuando, en el transcurso de la lectura, él se topaba con una palabra que creía no entenderían las ovejas, se la explicaba. A veces les explicaba palabras que las ovejas, naturalmente, conocían, palabras como profilaxis o antibiótico. La profilaxis se daba antes de la enfermedad, y el antibiótico durante. Ambas tenían un sabor amargo. George no parecía muy versado en esta materia: se liaba en una explicación abstrusa en la que animales muy pequeños desempeñaban el papel principal. Acababa dándose por vencido y soltando imprecaciones.

De otras explicaciones se sentía muy satisfecho, aunque las ovejas no hubiesen entendido nada. En esos casos, ellas se esforzaban en que George no se percatara de su ignorancia, cosa que la mayoría de las veces funcionaba.

Pero en ocasiones él les enseñaba algo nuevo. A Cordelia le encantaban sus explicaciones. Le encantaba conocer palabras que se referían a cosas que ella nunca había visto o incluso a cosas que no se podían ver. Esas palabras las recordaba perfectamente.

«La magia —les contó George— es algo antinatural, algo que en realidad no existe. Si chasqueo los dedos y de pronto Othello se vuelve blanco, eso es magia. Si cojo una lata de pintura y lo pinto, eso no es magia». Rompió a reír y por un momento fue como si le entraran ganas de chasquear los dedos o coger la lata. Luego continuó: «Todo lo que parece magia, en realidad es un truco. La magia no existe». Cordelia pastaba con fruición. Era su palabra favorita, una palabra para algo que ni siquiera existía. Luego se puso a pensar en la muerte de George: era como la magia. Alguien le había clavado una pala en el cuerpo en su pradera. George debió de gritar como un condenado, pero ninguna de sus ovejas, que se hallaban resguardadas en el cercano establo, oyó nada; un cordero vio un espíritu, un espíritu que bailaba sin hacer ruido. Cordelia meneó la cabeza. «Es un truco», musitó.

Othello pensaba en el payaso cruel.

Lane pensaba en los extraños hombres que de vez en cuando visitaban a George. Siempre venían de noche: Lane tenía el sueño ligero y oía el crujido de los neumáticos cuando salían de la carretera y enfilaban el camino. A veces se escondía entre las sombras del dolmen a mirar: era bonito ver un espectáculo como única espectadora. Los faros de los coches recortaban brillantes pasillos en la oscuridad o se enredaban en la niebla y formaban una resplandeciente nube blanca. Los que subían por el camino eran coches grandes de motor ronroneante y no apestaban ni con mucho como el de George, al que él mismo llamaba «el Anticristo». Luego las luces se apagaban y un par de sombras envueltas en abrigos largos y oscuros se aproximaban a la caravana. Caminaban con cuidado, procurando no pisar las cagarrutas recientes. Una mano golpeaba la madera: una vez, dos, una tercera. La puerta de la caravana se abría y dibujaba un luminoso orificio rojizo en la negrura. Los extraños entraban aprisa. Por un instante se perfilaban nítidamente en la puerta cual enormes cuervos. Lane nunca les vio la cara. Sin embargo, a esas alturas ya le resultaban casi familiares.

De pronto vieron que algo oscuro se movía por el camino en dirección a la pradera. Deprisa. Entre las ovejas cundió el pánico. Echaron a correr todas juntas hacia la loma, sin perder de vista al intruso. Dios había vuelto. Se movía por el prado como un perro de caza, la larga nariz apuntando al suelo.

En primer lugar rodeó el dolmen, y a continuación enfiló el sendero hacia el acantilado. Estuvo a punto de despeñarse, pero en el último momento enderezó la nariz, vio ante sí el gran azul y su larguirucho cuerpo negro se detuvo en seco. Un suspiro recorrió el rebaño. Habían seguido expectantes los movimientos de la nariz y de Dios desde que ambos se encaminaran al acantilado.

El de negro las miró brevemente. Othello bajó los cuernos con aire amenazador, pero Dios ya había tomado el camino de vuelta al pueblo. A los pocos pasos oyó algo. Se paró y arrugó el entrecejo, aguzó el oído y, palideciendo, echó a correr bruscamente a campo traviesa.

Ahora las ovejas también lo oían: un murmullo, una serie de crujidos. Sonaba un poco como el ruido que ellas habían hecho durante el asalto al huerto de George. Se aproximaba. Se oían ladridos perrunos y voces humanas. Entonces comprendieron de qué huía el narigudo: por la pradera avanzaba un rebaño como jamás habían visto.